DE INTERÉS...

miércoles, 6 de julio de 2011

MARIO VARGAS LLOSA Y LA CASA VERDE



LA NUEVA NOVELA O NARRATIVA VANGUARDISTAMARIO VARGAS LLOSA

A partir de 1960, ocurre en las letras hispánicas un fenómeno inusitado: la aparición de un grupo numeroso de escritores jóvenes, narradores y novelistas. Algunos de ellos fueron críticos literarios y escritores, los cuales hacían las explicaciones, valorizaciones y críticas de las obras de sus compañeros. Otro dato que anotar fue la gran cantidad de lectores que surgió en esa época, quienes leían con avidez las novelas de estos escritores. Este "boom" es conocido como la Nueva Literatura Latinoamericana. A partir de este lapso la "nueva novela" toma un papel importante tanto para América como para Europa.

Esta literatura presenta algunas características:
  • La desintegración de las formas tradicionales de la novela, debido a que con esta nueva novela se tratan nuevas técnicas y el lector se convierte en un "lector cómplice" y dejará de ser aquel lector pasivo de antes.
  • La simultaneidad del lenguaje: aquí el autor utilizará un lenguaje variado perteneciente a las distintas clases sociales, a diversidad de lugares y regiones al ser diferentes su lenguaje también lo es, ya no se utilizará en exceso aquel lenguaje directo, literario. El argumento de la novela es borrado por el lenguaje de personajes y narradores, que serán ahora "hablantes" simultáneos.
  • La novela como ficción total; en esta parte ocurre una ruptura con la realidad circunstancial, los nuevos escritores emprenden la ruta hacia la imaginación creadora y el realismo mágico con la invención de lugares, nombres y personajes.
  • Sus temas constantes son la fusión de lo real, lo ideal y lo fantástico, urgencia de crear una literatura distinta, ajuste de su producción artística al avance de las comunicaciones, solución de problemas morales, psicológicos y sociales.
Nota: para ampliar esta información, remitimos a la página Las letras que queremos hoy






El escritor nació el 28 de marzo de 1936 en Arequipa (Perú), lugar, junto a Bolivia, Piura y Lima, donde recibió su educación. En 1959 se trasladó a París y luego a Madrid, ciudad donde estudió y publicó su primer libro, Los jefes, una colección de cuentos. Pasó durante algunos años en París, Barcelona y Londres, donde vivió como exiliado voluntario; entre 1974 y 1990 vivió en su país. No hace mucho que adoptó la ciudadanía española. Su fama le llegó tras ganar el Premio Biblioteca Breve, de Barcelona, con su novela La ciudad y los perros (1963) que reelabora sus experiencias en el colegio militar Leoncio Prado, con imágenes de gran violencia, tensión dramática y cuestionamiento moral sobre autenticidad, responsabilidad y heroísmo. La destreza técnica y el virtuosismo de su lenguaje narrativo son todavía mayores en las dos siguientes novelas: La casa verde (1966), que aprovecha memorias de sus años en Piura para componer un gran mural de acción y degradación sexual; y Conversación en la Catedral (1969), que se desarrolla durante los oscuros años de la dictadura de Manuel A. Odría (1948-1956) intentando un vasto análisis de los círculos del poder, el mundillo del periodismo amarillo y los cabarés de mala muerte. En 1967 apareció su notable relato Los cachorros.

La rigurosa objetividad y la indeclinable tensión con las que plantea sus conflictos, es reducida algo en la segunda etapa de su producción novelística, que se consta de toques de humor grotesco, como en Pantaleón y las visitadoras (1973), o por retratarse a sí mismo en su relato, como en La tía Julia y el escribidor (1977), en la que narra episodios de su primer matrimonio y sus comienzos literarios. En La guerra del fin del mundo (1981) regresa al estilo de composición épica de su primera etapa y una rara incursión en el mundo sociopolítico del Brasil de fines del siglo XIX, siguiendo el modelo de gran reportaje establecido por Euclides da Cunha. En la última porción de su obra narrativa, se entremezclan las novelas cuyo tema es esencialmente político Historia de Mayta, (1984), Lituma en los Andes (1993), con las más ligeras de corte detectivesco ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) o erótico Elogio de la madrastra (1988). El hablador (1987) muestra un retorno al mundo de la selva, para contar una historia sobre identidades culturales y diferencias antropológicas. Una importante porción de su obra ensayística puede leerse en “Contra viento y marea” (1983-1990). Sus memorias tituladas “El pez en el agua” (1993) presentan un gran recuento de su experiencia como frustrado candidato presidencial en las elecciones peruanas de 1990. “Los cuadernos de don Rigoberto” (1997), hace que el autor se introduzca en el mundo de la fantasía creadora y del erotismo. Ha escrito además libros de crítica literaria, obras teatrales e incontables páginas periodísticas en diversos lugares del mundo.

Vargas Llosa, ha sido traducido a una gran cantidad de lenguas y ha conseguido los mayores premios literarios internacionales, entre ellos el Premio Cervantes. En 1995, fue elegido académico de número de la Real Academia Española, y en 1996 leyó su discurso de ingreso sobre Azorín; en el año 2010, recibió el mayor galardón como Premio Nobel de Literatura. En definitiva, ha sido definido como el más completo narrador de su generación y una figura destacada de la literatura hispanoamericana. Representante ideal del espíritu literario del Boom Latinoamericano, pues nació literariamente con él y ayudó a definirlo y a identificarlo con una nueva generación de escritores, su obra narrativa se caracteriza por la importancia de la experimentación técnica, aspecto por el que es valorado como un maestro de la composición novelística y en el que se ha desempeñado como un notable innovador de posibilidades narrativas y estilísticas. Desde el punto de vista temático, sus novelas tratan de la antinomia entre lo histórico y lo estructural, como así lo expresa el título de varias de sus novelas (La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral), en las que la presencia de estructuras, demuestra el interés casi obsesivo que el autor tiene por éstas. Asimismo, en cuanto a los tonos, su obra presenta las características más variadas, desde el humor y la comicidad hasta la caída trágica.

Muchas de las obras de Vargas Llosa están influidas por la percepción del escritor sobre la sociedad peruana y por sus propias experiencias como peruano; sin embargo, de forma creciente ha tratado temas de otras partes del mundo. Ha residido en Europa (entre España, Gran Bretaña, Suiza y Francia) la mayor parte del tiempo desde 1958, cuando inició su carrera literaria, de modo que en su obra se percibe también una cierta influencia europea.

LA CASA VERDE



La casa verde (1966) es la segunda novela del escritor peruano Mario Vargas Llosa y se caracteriza por la asimilación de las nuevas técnicas narrativas de autores europeos y estadounidenses desarrolladas a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Con ella, el autor consiguió el Premio Rómulo Gallegos.

ARGUMENTO

En esta novela confluyen muchas historias que, espacial y temporalmente, se entrecruzan, se complementan y se enriquecen mutuamente, sin embargo, es posible distinguir tres historias “base”: la de Don Anselmo, la del Sargento Lituma y la del bandido Fushía. Don Anselmo es un forastero que funda un prostíbulo en Piura, conocido como “La Casa Verde”. Ante ello el cura García, junto con otros “guardianes de la moral” de la ciudad inician una lucha frontal contra el “antro de perversión”, al cual terminan por incendiar. Don Anselmo cae en la miseria y se dedica a tocar el arpa en las cantinas. Años después, su hija, apodada “La Chunga”, funda otra casa-burdel al cual bautiza con el mismo nombre de la anterior.

Lituma es un piurano o mangache más que frecuenta la Casa Verde (la regentada por La Chunga), junto con sus amigos, tipos vagos y vividores como él, apodados “los Inconquistables”. Tiempo después se enrola en la Guardia Civil, fungiendo de sargento en el poblado selvático de Santa María de Nieva. Allí conoce a Bonifacia o “La Selvática”, una lugareña de ascendencia aguaruna, con quien se casa y regresa a Piura. Pero al reunirse de nuevo con sus amigos “inconquistables”, recae en las andadas y termina por ser encarcelado, mientras su esposa se prostituye en la Casa Verde. Al salir de prisión, Lituma no solo no hace nada para rescatar a su esposa, sino que junto con sus amigos empieza a vivir a expensas de ella.

Fushía es un contrabandista de origen japonés, quien junto con una muchacha iquiteña llamada Lalita, se instala en una isla del río Santiago, cerca a la frontera con Ecuador, donde se dedica a robar mercaderías a las tribus vecinas. Le ayuda su fiel amigo Aquilino, quien se encarga de llevarle dinero y víveres a cambio de las mercaderías robadas. Pero empieza a maltratar a Lalita y esta huye junto con otro prófugo, el práctico Adrián Nieves, desertor del Ejército. Solitario y víctima de una repulsiva enfermedad, Fushía es trasladado por su amigo Aquilino al leprosorio de San Pablo, cerca de Iquitos.

LAS HISTORIAS QUE SE ENTRECRUZAN

1. Historia de Don Anselmo o El Arpista

O mejor podríamos llamarla la “historia de la Casa Verde”. Transponiendo los médanos montado en un asno, aparece un día en Piura un misterioso forastero de oscuro origen. Nadie sabe quién es ni de dónde viene. Un día, sorprende a los pobladores de la zona, sobre todo a los habitantes de la Mangachería (barrio marginal de Piura), al comprar un terreno en pleno arenal, donde piensa edificar una casa. Desoyendo los consejos de la gente, don Anselmo ("este es el nombre del enigmático personaje, quien afirmaba ser peruano"), levanta la casa y la pinta totalmente de color verde. Obviamente la casa resulta extraña por su color, y no menos extraña por la disposición de sus habitaciones. Un espacioso salón en el piso de abajo y seis cuartos minúsculos en el de arriba. Ello aumenta la expectativa de los pobladores.

Para implementar aquel misterioso ambiente, llegan media docena de camas, seis lavabos, seis espejos y seis bacinicas. Las sospechas en el pueblo aumentan cada vez más; tanto es así que el Padre García expresa en la misa de un domingo, que una agresión moral se cierne sobre la ciudad. Empiezan a llegar las mujeres o trabajadoras sexuales (llamadas “las habitantas”), y don Anselmo se enriquece y se pasea orgulloso por el pueblo. Pese a las críticas del cura, las actividades en la "Casa Verde" convertida en burdel continúan. En esta parte de la novela empiezan los contrastes. Llega al pueblo Antonia, una niña e hija de unos viajeros asesinados por bandidos una mañana en las dunas. Tendida sobre la arena es encontrada moribunda con la lengua y los ojos arrancados por los buitres. Esta hija de la desgracia centra la atención del pueblo. Todos la miran y algunas veces la compadecen.

Una lavandera, Juana Baura, la acoge y la cría como si fuera su hija en el barrio de la Gallinacera, hasta que un día la Antonia o “La Toñita”, ya adolescente, desaparece misteriosamente. La gente se conmueve de tal hecho. Tiempo después se enterarían que había sido raptada por don Anselmo, quien, enamorado de ella, la instala en un hediondo cuarto privado del burdel, situado en el piso superior (llamada “la Torre”), donde alternativamente la ama y la viola, quedando Antonia embarazada. Al momento del alumbramiento y a pesar de las medidas de emergencia tomadas por el doctor Pedro Zeballos, la mujer muere en el parto, pero la niña recién nacida se salva. La gente se entera al fin del oscuro secreto de don Anselmo y durante el sepelio de Antonia la ira estalla incontenible. El cura García instiga al pueblo a acabar de una vez con el antro de la perversión.

Una muchedumbre portando antorchas se dirige hacia la "Casa Verde" la cual es totalmente arrasada por el fuego. La gente intenta lapidar a don Anselmo, pero terminan perdonándolo, cuando lo ven emocionado abrazar a su hijita, rescatada de las llamas. La cólera popular se vuelve entonces contra el padre García, a quien desde entonces apodan como “el quemador”. De todos modos don Anselmo cae en la ruina; deja a la niña al cuidado de la lavandera Juana Baura (la misma que criara a la Antonia) y arrastra su miseria por tabernas, tocando su arpa en juergas noctámbulas. Pasan los años y la “Casa Verde” se convierte en leyenda, de la que solo guardan un recuerdo real los más viejos. Con un grupo de músicos mangaches (el Bolas y el Joven Alejandro) don Anselmo, conocido ahora como “el arpista”, decide formar una orquesta. Una mujer, apodada la Chunga, reconstruye la "Casa Verde" y contrata a don Anselmo y a sus músicos para que animen su local.

La Chunga era nada menos que la hija de don Anselmo, la misma que recién nacida fuera salvada del incendio de la primera “Casa Verde”. En el epílogo muere don Anselmo, en el local de la Chunga, pero antes confluyen allí el doctor Zevallos y el Padre García para asistirlo en sus últimos instantes. En la conversación que sostienen ambos personajes, esclarecen al lector la muerte de la ciega Antonia durante el parto y el nacimiento de la Chunga en pleno prostíbulo. El padre García administra los últimos sacramentos a don Anselmo y acepta oficiar la misa del sepelio.

2. Historia de Lituma o el Sargento

Lituma es un residente del barrio de la Mangachería, en Piura, y a lo largo de la narración es conocido también como el Sargento. Junto con tres amigos mangaches (Josefino Rojas y los primos de Lituma: José y el Mono) forma el grupo de los “inconquistables”, gente vividora, sin ideales ni metas concretas. Lituma se enrola en la policía y parte a la selva, donde funge como Sargento en el recién creado puesto de la Guardia Civil del poblado de Santa María de Nieva, situado en el Alto Marañón (Amazonas). Allí también se hallaba una misión de religiosas españolas, que reclutaban “pupilas” de los pueblos nativos para internarlas en un convento y “civilizarlas”. Una de dichas pupilas es Bonifacia, cuya historia, entrelazada con la de Lituma, conforma otro núcleo argumental del relato.

Niña aún, Bonifacia había sido rescatada del poder de los aguarunas, cuando una patrulla del Ejército, dirigida por el gobernador don Julio Reátegui, incursiona en el territorio de dicha tribu, a raíz de una rebelión acaudillada por el jefe aguaruna Jum de Urakusa. Reátegui se encariña con la niña y la entrega a las madres españolas, quienes la acogen y la bautizan con el nombre de Bonifacia. Años después Reátegui vuelve para llevársela a fin de tomarla como empleada doméstica pero la muchacha prefiere quedarse con las madres aunque poco después es expulsada del convento, como castigo por dejar huir a un grupo de pupilas aguarunas recién venidas.

Bonifacia logra conseguir trabajo como sirvienta en la casa del práctico (guía) Adrián Nieves y su mujer, la Lalita. El práctico Nieves era un desertor del ejército, de la guarnición acantonada en Borja, pero aprovechando que nadie lo conocía en Nieva, trabajaba eventualmente para la guardia civil. Precisamente es requerido para ayudar a los guardias a fin de encontrar a las pupilas fugitivas y así es como conoce al Sargento Lituma, de quien se hace amigo y lo invita a su casa. Lituma conoce a su vez a Bonifacia, de quien se enamora, y un día en que los Nieves se ausentan de su casa, aprovecha para visitarla y seducirla. Bonifacia se resiste al principio pero al final acepta; luego Lituma le propone matrimonio, contando con el apoyo de Lalita. Pero antes de realizarse la boda, Lituma es enviado a una misión junto con el Teniente de la guarnición de Borja, hacia la isla del río Santiago, situada cerca de la frontera con Ecuador, donde debían capturar a unos contrabandistas que se dedicaban a robar mercancías a las tribus vecinas. Solo logran capturar a uno de los bandidos, un individuo apodado Pantacha, que ya estaba completamente loco, mientras que el cabecilla de la banda (un tal Fushía, apodado “el japonés”) hacía tiempo que se había escapado. Suponen que el bandido ya había cruzado la frontera.

De retorno a Nieva, Lituma contrae matrimonio con Bonifacia y se prepara para retornar a Piura, pero antes se le comisiona una última misión en la selva: arrestar al práctico Nieves, por desertor del ejército y por estar también involucrado con los bandidos, según informaciones obtenidas por la policía en el interrogatorio a Pantacha. Lituma trata de salvar a su amigo Nieves, aconsejándole que se internara en el monte, mientras que él diría que lo había perdido, pero Nieves prefiere entregarse a la justicia, para no llevar una permanente vida de fugitivo. Felicitado por sus servicios, Lituma por fin puede retornar a Piura, junto con su esposa, feliz con la idea de volver donde sus familiares y amigos de infancia. Por un tiempo la pareja vive tranquila en el barrio de la Mangachería, pero Lituma nuevamente frecuenta con sus amigos, los “inconquistables” y empieza a golpear a Bonifacia, a quien reprocha no querer adaptarse a la “civilización”.

En una de sus frecuentes visitas a la “Casa Verde” (la administrada por la Chunga), Lituma se ve envuelto en una discusión con un iracundo hacendado apellidado Seminario, a raíz de la cual éste se mata de un disparo en la cabeza jugando a la “ruleta rusa”. Lituma es arrestado, trasladado a Lima y encarcelado, quedando Bonifacia desamparada. Algún tiempo después Lituma retorna a Piura y se entera que durante su ausencia Bonifacia se había convertido en amante de uno de sus amigos, Josefino, quien la obliga a abortar el hijo que esperaba de Lituma; luego de esta penosa experiencia, Bonifacia había empezado a prostituirse en la “Casa Verde”, adoptando el apelativo de “la Selvática”. Furioso, Lituma propina a Josefino y a Bonifacia una paliza feroz, para finalmente aceptar resignado los hechos. Todos los “inconquistables” usufructúan del trabajo de “la Selvática”. En el epílogo, se encuentran todos cara a cara con el padre García, a raíz del sepelio de don Anselmo (el arpista). El cura les echa en cara su vida de vagos y parásitos. Los personajes de Lituma (el Sargento) y la Selvática (Bonifacia) son los personajes-puente de la obra, que participan en todas las historias, dando unidad a la novela.

3. Historia de Fushía

Fushía es un contrabandista brasileño de origen japonés, que huye de Campo Grande (Mato Grosso, en el Brasil) hacia la selva peruana, y cuya historia, llena de aventuras, peleas, traiciones, crueldades y amores se va conociendo según avanza la narración, a través del relato que hace él mismo, ya viejo y enfermo, a su amigo Aquilino. Fushía es el prototipo del bandido cruel y sin escrúpulos. Llega primero a Moyobamba, donde recluta a Aquilino, un humilde aguatero con quien se dedica a traficar con las tribus indígenas, adquiriendo pieles y bolas de caucho a cambio de baratijas y utensilios domésticos. Luego se traslada a Iquitos, donde participa del tráfico ilícito de caucho que realiza el gobernador de Santa María de Nieva, don Julio Reátegui. Descubierto el negociado por la policía, toda la responsabilidad recae en Fushía, quien huye de la justicia, llevándose consigo a Lalita, una linda muchacha iquiteña de quien se había enamorado. Pero antes de internarse por los ríos de la selva, Fushía pide a don Julio una lancha con víveres, con la promesa de irse muy lejos y no delatarlo.

Don Julio acepta darle todo a cambio de Lalita, a quien quería convertirla en su amante. Fushía acepta el trato pero Lalita lo alcanza justo cuando ya partía en la lancha, burlando así a don Julio. Tras una larga y penosa navegación por la Amazonía la pareja llega a una isla del río Santiago, cerca de la frontera con Ecuador, en donde se establecen y con la ayuda de los huambisas se dedican a robar caucho y pieles de animales a las otras tribus nativas de los contornos: los achuales, los muratos, los shapras y los aguarunas. Se suman en tal labor otros dos fugitivos: el serrano Pantacha y el práctico Nieves, el recluta que desertara del ejército, hastiado de la vida severa en la guarnición de Borja. También recala por un tiempo en la isla el aguaruna Jum, el mismo de la rebelión de Urakusa anteriormente mencionada, quien ayuda a Fushía convenciendo a los indígenas a entregar sus mercancías sin violencia.

Cada cierto tiempo Aquilino llega a visitarlos para intercambiar la mercadería robada por víveres y dinero. Fushia tiene un hijo con Lalita, a quien llama Aquilino, en honor al fiel amigo, pero empieza a maltratar a su esposa y no tiene tampoco reparos en llevar a su cabaña a nativas selváticas cautivas con quienes tiene relaciones sexuales ante la vista de su mujer. Pero tal prepotencia y abuso tiene al fin su retribución: Fushía empieza a decaer físicamente y desarrolla una rara enfermedad de la piel que le hace perder su virilidad y exhalar un olor insoportable. Hastiada de tal vida, Lalita abandona a Fushía, llevándose a su hijo y fugándose con el práctico Nieves, con quien se instala en Santa María de Nieva, empezando una nueva vida (allí es donde conocen a Lituma, según lo relatado anteriormente).

Fushía, viejo y enfermo, termina abandonado por todos y solo le recuerda el fiel Aquilino, quien lo convence a dejar la isla, llevándolo en su lancha rumbo a San Pablo, un albergue de leprosos situado al otro lado de Iquitos. En el transcurso de la larga y penosa navegación por el Amazonas, Fushía cuenta los pormenores de su aventurera vida a Aquilino. Cuando meses después las fuerzas del orden llegan a la isla de río Santiago, solo encuentran a Pantacha, tirado en la playa y narcotizado. Suponen que Fushía ya había cruzado la frontera y dejan de buscarlo. En el epílogo, Fushia es visitado por Aquilino en el albergue, después de mucho tiempo, y entre otras cosas, se entera de la vida de Lalita: ella, tras el arresto del práctico Nieves, se había vuelto a casar, esta vez con el guardia civil Huambachano, apodado "el Pesado", con quien tuvo varios hijos. Estaba ya irreconocible, se había puesto muy gorda. Su hijo mayor, el pequeño Aquilino, ya era un joven que trabajaba en el muelle de Iquitos. Fushía no parece muy feliz con las noticias de su amigo y se sume en una profunda melancolía. Aquilino promete volver a visitarlo el próximo año, pero Fushía cree que no volverá más a verlo.
EL AMBIENTE O LOS ESCENARIOS

La acción de la novela transcurre entre dos escenarios, separados entre sí por muchos kilómetros: la ciudad de Piura (situada en el desierto de la costa norte peruana), y la selva amazónica peruana, principalmente en el poblado de Santa María de Nieva, sede de una misión religiosa española así como de un puesto de la Guardia Civil. Otros escenarios selváticos son Iquitos, la principal ciudad del oriente peruano, y Borja, sede de un destacamento del ejército peruano. Los nervios de aquel mundo selvático son los ríos caudalosos e imponentes: el Marañón, el Amazonas y sus afluentes.

LOS PERSONAJES

1. Principales

• Don Anselmo o El Arpista.- Aparece un día en Piura, donde se radica para no salir más de ahí. Parece ser un personaje que está más allá del tiempo, pues nadie sabe nada de su pasado y él no parece tener proyectos a futuro. Sin embargo, sorprende a todos creando un burdel en las afueras de la ciudad, al que bautizan como la “Casa Verde”. Es odiado por los sectores conservadores de la ciudad, a la cabeza de los cuales se halla el padre García. Otros lo respetan y lo frecuentan solo por su riqueza. Don Anselmo es el prototipo del empresario hábil y sin escrúpulos que hace dinero a expensas de los bajos instintos de los hombres. Quizás el único momento puro de su vida sea su amor por Antonia, la niña ciega; pero la muerte de ésta, durante el parto, seguido del incendio de la “Casa Verde” detiene absolutamente todo, y para don Anselmo ya sólo existe el recuerdo de ese instante crucial de su vida. Termina sus días trabajando como músico en locales de ínfimo nivel. "Es el hombre de un solo sitio, sin pasado y sin futuro: la casa".

• Lituma o El Sargento.- Es uno de los "Inconquistables", nombre con el que se apodan un grupo de mangaches (piuranos del barrio de la Mangachería) vividores, que no tienen ideales ni metas concretas. Lituma parte a la selva, enrolado en la Guardia Civil, pero trabaja sólo por cumplir, y la posibilidad de abusar de su cargo le permite la revancha de disponer un pequeño poder. Pero ya de regreso en Piura, no es siquiera capaz de salvar a su mujer, Bonifacia, de la prostitución. Lituma es la debilidad, la casi inexistencia de una existencia gris: el fracaso.

• Fushía.- Es el aventurero que vive al margen de la ley y que aspira a tener poder y riqueza. Cree que el crimen es el único camino para llegar a donde se propone; pero el puro ímpetu no basta para imponerse sobre los demás, y poco a poco va perdiendo su ilusorio poder. Así, sus actos forjarán su soledad final, agudizada por el aislamiento al que lo condena una rara enfermedad de la piel. Pese a todo, su naturaleza emprendedora hace que su mirada esté siempre puesta en el futuro, pues aun enfermo y solo mantiene algún proyecto: confía en el regreso del que quizás sea su único amigo, Aquilino. "Fushía es el movimiento, lo temporal: el río".

• Bonifacia o “la Selvática”, de origen desconocido. Era de baja de estatura y de ojos verdes. Había nacido entre los aguarunas y criada por el cacique Jum. Niña aún, es capturada por los soldados y llevada al convento de Nieva. Expulsada de allí, se casa con el Sargento Lituma, quien la lleva a Piura. Acaba convertida en una prostituta de la “Casa Verde” (la regentada por La Chunga) y a sus expensas viven Lituma y sus amigos “los inconquistables”.

• Lalita, una mujer iquiteña, del barrio de Belén, muy atractiva, de cabello largo y claro. Muy joven aún, se enamora de Fushía, cuando éste trabajaba en Iquitos como empleado de Julio Reátegui, en el comercio de tabaco. Cuando la policía descubre que este negocio era solo una fachada del tráfico de caucho, Fushía huye y Lalita lo sigue, arribando ambos a una isla del río Santiago, donde llevarán durante mucho tiempo una vida muy dura dedicada al robo y el contrabando. En ese ambiente tienen un hijo, el pequeño Aquilino, pero cansada de los maltratos de Fushía, Lalita se fuga con el práctico Nieves, con quien se instala en Santa María de Nieva y tiene dos hijos. Descubierto y arrestado Nieves, Lalita se casa después con el guardia Huambachano, apodado el Pesado, con quien tiene más hijos.

• El práctico Adrián Nieves, natural de Amazonas. Su trabajo consistía en guiar a los foráneos a través de los ríos y parajes de la selva. Se enrola en la guarnición de Nieva, pero cansado de la dura vida cuartelaria deserta y se interna en una isla del río Santiago, cercano a la frontera con Ecuador, donde lo acoge Fushía, jefe de bandidos. Se traslada luego a Santa María de Nieva, junto con Lalita (la mujer de Fushía) con quien tiene dos hijos. Pero es descubierto por la policía y arrestado, permaneciendo en prisión durante muchos años.

• La Chunga, hija de don Anselmo y de la ciega Toñita, nacida poco antes del incendio de la “Casa Verde”, de la que se salva. Ya mayor, trabaja en el bar de Doroteo, y termina apoderándose del negocio, que prospera bajo su impulso. Funda luego una casa-burdel a la que denomina como la “Casa Verde” en recuerdo del anterior prostíbulo.
2. Secundarios

• La ciega Antonia o la Toñita, hija de los esposos Quiroga, unos hacendados que habían sido asesinados por unos bandidos en el camino hacia Piura. Es adoptada por la lavandera Juana Baura, pero don Anselmo la rapta y lo encierra en una habitación, donde la viola, fruto de lo cual nace una niña conocida después como La Chunga.

• La lavandera Juana Baura, una “gallinaza”, es decir del barrio de la Gallinacera de Piura, que cría a la ciega Antonia y después a la hija de ésta, La Chunguita o La Chunga.

• Angélica Mercedes, cocinera de “La Casa Verde” (la primera) y que luego funda su propia chichería, en la Mangachería.

• La "habitantas" o prostitutas de la "Casa Verde", todas foráneas.

• El doctor Pedro Zevallos, natural de Lima pero establecido en Piura. Amigo de don Anselmo y asiduo concurrente de la “Casa Verde”.

• El español Eusebio Romero, dueño de un almacén en Piura. Otro de los que frecuentan la “Casa Verde”. Se traslada luego a Sullana, donde su negocio prospera.

• Chápiro Seminario, rico hacendado de Piura, famoso por su fuerza y brío. Asiduo visitante de la “Casa Verde” (la primera).

• El padre García, el cura de Piura, severo vigilante de la moral pública. Encabeza a las “personas de bien” en contra del funcionamiento de la “Casa Verde”.

• El camionero Bolas, aficionado a la música, y el Joven Alejandro, un mediocre compositor de baladas, que se juntan con don Anselmo, ya caído en desgracia, para formar una orquesta.

• Josefino Rojas, José y el Mono, amigos y parientes del Sargento Lituma, quienes forman el grupo de los “Inconquistables”, gente maleante y vividora del barrio de la Mangachería, en Piura.

• El hacendado Seminario (sobrino de Chápiro), quien agrede verbalmente al Sargento Lituma en la “Casa Verde” y acepta el reto de la “ruleta rusa”, disparándose un tiro en la cabeza.

• La religiosas españolas de la misión de Santa María de Nieva: Madre Angélica, Madre Leonor, Madre Griselda (la Superiora). Acogen a niñas nativas en el convento para “civilizarlas”.

• Las tribus amazónicas del alto Marañón: los aguarunas, los huambisas, los shapras, los muratos, los achuales, entre las cuales existen peleas y rivalidades. Son conocidos genéricamente como “chunchos”. Venden bolas de caucho y pieles de animales a los “patrones” pero a cambio reciben pagos irrisorios.

• Jum, cacique aguaruna de la localidad de Urakusa (Alto Marañón), quien azuzado por unos forasteros, exige un pago más justo para el caucho que su tribu vendía a los intermediarios o “patrones” al servicio de Julio Reátegui, uno de los hombres más ricos de la Amazonía. Al ser ignorado, decide organizar una cooperativa para vender el caucho directamente a los comerciantes de Iquitos y así obtener mayores ganancias. Las fuerzas del orden intervienen y capturan a Jum, acusándolo de sedicioso. Enseguida lo torturan y lo cuelgan durante un día en la plaza de Nieva, para luego soltarlo bajo promesa de no volver a azuzar a su gente. Jum no se arredra y cada cierto tiempo retorna a Nieva exigiendo la devolución de las mercancías que el Ejército le había confiscado, así como a la muchacha que le habían arrebatado (la Bonifacia).

• Don Julio Reátegui, hombre de negocios y Gobernador de Santa María de Nieva. Es dueño de múltiples empresas en Iquitos, pero su negocio más rentable es el comercio ilegal del caucho (que estaba prohibido por ser “material estratégico” en los años de la segunda guerra mundial). Recurre al ejército y a la policía para someter a todos aquellos que hacían peligrar su negocio: tanto a los aguarunas sublevados por Jum como a los bandidos encabezados por Fushía.

• Don Fabio Cuesta, socio de Reátegui, a quien sucede en la gobernación de Santa María de Nieva.

• El doctor Portillo, abogado de Reátegui, cuyos pleitos siempre los gana.

• Manuel Águila, Pedro Escabino y Arévalo Benzas, intermediarios de Julio Reátegui en el comercio del caucho con los aguarunas.

• Bonino Reyes y Teófilo Cañas, forasteros que azuzan a los aguarunas a exigir un pago justo por el caucho.

• El Cabo (luego Sargento) Roberto Delgado, perteneciente a las fuerzas militares acantonadas en Borja.

• El Capitán Artemio Quiroga, de la guarnición de Borja.

• El Teniente Cipriano, jefe de la Guardia Civil de Santa María de Nieva, superior del Sargento Lituma.

• Los guardias civiles bajo las órdenes del Sargento Lituma: el Rubio, el Chiquito, el Oscuro y el Pesado, todos limeños. De todos ellos, solo el Pesado (Huambachano), el más lujurioso, decide establecerse definitivamente en la selva, casándose con la Lalita, a quien llena de hijos.

• Aquilino, aguatero de Moyobamba, que es reclutado por Fushía para servirle de ayuda en el comercio con las tribus selváticas. Destaca por la fidelidad que demuestra a su jefe.

• Pantacha, un aventurero, serrano de origen. Es recogido por Aquilino y se suma a la banda de Fushía en la isla del río Santiago.

• El pequeño Aquilino, hijo de Fushía y Lalita, quien nace en la isla del río Santiago.

LA CASA VERDE (FRAGMENTO)

CAPÍTULO II

—Eres el mismo demonio —dijo la madre Angélica y se inclinó hacia Bonifacia, tendida en el suelo como una oscura, compacta alimaña—. Una malvada y una ingrata.

—La ingratitud es lo peor, Bonifacia —dijo la superiora lentamente—. Hasta los animales son agradecidos. ¿No has visto a los frailecillos cuando les tiran unos plátanos?

Los rostros, las manos, los velos de las madres parecían fosforescentes en la penumbra de la despensa; Bonifacia seguía inmóvil.

—Algún día te darás cuenta de lo que has hecho y te arrepentirás —dijo la madre Angélica—. Y si no te arrepientes, te irás al infierno, perversa.

Las pupilas duermen en una habitación larga, angosta, honda como un pozo; en las paredes desnudas hay tres ventanas que dan sobre el Nieva, la única puerta comunica con el ancho patio de la misión. En el suelo, apoyados contra la pared, están los catrecitos plegables de lona: las pupilas los enrollan al levantarse, los despliegan y tienden en la noche. Bonifacia duerme en un catre de madera, al otro lado de la puerta, en un cuartito que es como una cuña entre el dormitorio de las pupilas y el patio. Sobre su lecho hay un crucifijo y, al lado, un baúl. Las celdas de las madres están al otro extremo del patio, en la residencia: una construcción blanca, con techo de dos aguas, muchas ventanas simétricas y un macizo barandal de madera. Junto a la residencia están el refectorío y la sala de labores, que es donde aprenden las pupilas a hablar en cristiano, deletrear, sumar, coser y bordar. Las clases de religión y de moral se dan en la capilla.

En una esquina del patio hay un local parecido a un hangar, que colinda con la huerta de la misión; su alta chimenea rojiza destaca entre las ramas invasoras del bosque: es la cocina.

—Eras de este tamaño pero ya se podía adivinar lo que serías —la mano de la superiora estaba a medio metro del suelo—. Sabes de qué hablo ¿no es cierto?

Bonifacia se ladeó, alzó la cabeza, sus ojos examinaron la mano de la superiora. Hasta ese rincón de la despensa llegaba el parloteo de los loros de la huerta. Por la ventana, el ramaje de los árboles se veía oscuro ya, inextricable. Bonifacia apoyó los codos en la tierra: no sabía, madre.

—¿Tampoco sabes todo lo que hemos hecho por ti, no? —estalló la madre Angélica que iba de un lado a otro, los puños cerrados—. ¿Tampoco sabes cómo eras cuando te recogimos, no?

—Cómo quieres que sepa —susurró Bonifacia—. Era muy chica, mamita, no me acuerdo.

—Fíjese la vocecita que pone, madre, qué dócil parece —chilló la madre Angélica—. ¿Crees que vas a engañarme? ¿Acaso no te conozco? Y con qué permiso me sigues diciendo mamita.

Después de las oraciones de la noche, las madres entran al refectorio y las pupilas, precedidas por Bonifacia, se dirigen al dormitorio. Tienden sus camas y, cuando están acostadas, Bonifacia apaga las lamparillas de resina, echa llave a la puerta, se arrodilla al pie del crucifijo, reza y se acuesta.

—Corrías a la huerta, arañabas la tierra y, apenas encontrabas una lombriz, un gusano, te lo metías a la boca —dijo la superiora—. Siempre andabas enferma y ¿quiénes te curaban y te cuidaban? ¿Tampoco te acuerdas?

—Y estabas desnuda —gritó la madre Angélica— y era por gusto que yo te hiciera vestidos, te los arrancabas y salías mostrando tus vergüenzas a todo el mundo y ya debías tener más de diez años. Tenías malos instintos, demonio, sólo las inmundicias te gustaban.

Había terminado la estación de las lluvias y anochecía rápido: detrás del encrespamiento de ramas y hojas de la ventana, el cielo era una constelación de formas sombrías y de chispas. La superiora se hallaba sentada en un costal, muy erguida, y la madre Angélica iba y venía, agitando el puño, a veces se corría la manga del hábito y asomaba su brazo, una delgada viborilla blanca.

—Nunca hubiera imaginado que serías capaz de una cosa así —dijo la superiora—. ¿Cómo ha sido, Bonifacia? ¿Por qué lo hiciste?

—¿No se te ocurrió que podían morirse de hambre o ahogarse en el río? —dijo la madre Angélica—.

¿Que cogerían fiebres? ¿No pensaste en nada, bandida?

Bonifacia sollozó. La despensa se había impregnado de ese olor a tierra ácida y vegetales húmedos que aparecía y se acentuaba con las sombras. Olor espeso y picante, nocturno, parecía cruzar la ventana mezclado a los chirridos de grillos y cigarras, muy nítidos ya.

—Eras como un animalito y aquí te dimos un hogar, una familia y un nombre —dijo la superiora—. También te dimos un Dios. ¿Eso no significa nada para ti?

—No tenías qué comer ni qué ponerte —gruñó la madre Angélica—, y nosotras te criamos, te vestimos, te educamos. ¿Por qué has hecho eso con las niñas, malvada?

De cuando en cuando, un estremecimiento recorría el cuerpo de Bonifacia de la cintura a los hombros. El velo se le había soltado y sus cabellos lacios ocultaban parte de su frente.

—Deja de llorar, Bonifacia —dijo la superiora—. Habla de una vez.

La misión despierta al alba, cuando al rumor de los insectos sucede el canto de los pájaros. Bonifacia entra al dormitorio agitando una campanilla: las pupilas saltan de los catrecillos, rezan avemarías, se enfundan los guardapolvos. Luego se reparten en grupos por la misión, de acuerdo a sus obligaciones: las menores barren el patio, la residencia, el refectorio; las mayores, la capilla y la sala de labores. Cinco pupilas acarrean los tachos de basura hasta el patio y esperan a Bonifacia. Guiadas por ella bajan el sendero, cruzan la plaza de Santa María de Nieva, atraviesan los sembríos y, antes de llegar a la cabaña del práctico Nieves, se internan por una trocha que serpea entre capanahuas, chontas y chambiras y desemboca en una pequeña garganta, que es el basural del pueblo. Una vez por semana, los sirvientes del alcalde Manuel Águila hacen una gran fogata con los desperdicios. Los aguarunas de los alrededores vienen a merodear cada tarde por el lugar, y unos escarban la basura en busca de comestibles y de objetos caseros mientras otros alejan a gritos y a palazos a las aves carniceras que planean codiciosamente sobre la garganta.

—¿No te importa que esas niñas vuelvan a vivir en la indecencia y en el pecado? —dijo la superiora—. ¿Que pierdan todo lo que han aprendido aquí?

—Tu alma sigue siendo pagana, aunque hables cristiano y ya no andes desnuda —dijo la madre Angélica—. No sólo no le importa, madre, las hizo escapar porque quería que volvieran a ser salvajes.

—Ellas querían irse —dijo Bonifacia—, se salieron al patio y vinieron hasta la puerta y en sus caras vi que también querían irse con esas dos que llegaron ayer.

—¡Y tú les diste gusto! —gritó la madre Angélica—. ¡Porque les tenías cólera! ¡Porque te daban trabajo y tú odias el trabajo, perezosa! ¡Demonio!

—Cálmese, madre Angélica —la superiora se puso de pie.

La madre Angélica se llevó una mano al pecho, se tocó la frente: las mentiras la sacaban de quicio, madre, lo sentía mucho.

—Fue por las dos que trajiste ayer, mamita —dijo Bonifacia—. Yo no quería que las otras se fueran, sólo esas dos porque me dieron pena. No grites así, mamita, después te enfermas, siempre que te da rabia te enfermas.

Cuando Bonifacia y lis pupilas de la basura regresan a la misión, la madre Griselda y sus ayudantas han preparado el refrigerio de la mañana: fruta, café y un panecillo que se elabora en el horno de la misión. Después del refrigerio, las pupilas van a la capilla, reciben lecciones de catecismo e historia sagrada y aprenden las oraciones. A mediodía vuelven a la cocina y, bajo la dirección de la madre Griselda —colorada, siempre movediza y locuaz—, preparan la colación del mediodía: sopa de legumbres, pescado, yuca, dos panecillos, fruta y agua del destiladero. Después, las pupilas pueden corretear una hora por el patio y la huerta, o sentarse a la sombra de los frutales. Luego suben a la sala de labores.

A las novatas, la madre Angélica les enseña el castellano, el alfabeto y los números. La superiora tiene a su cargo los cursos de historia y de geografía, la madre Ángela el dibujo y las artes domésticas y la madre Patrocinio las matemáticas. Al atardecer, las madres y las pupilas rezan el rosario en la capilla y éstas vuelven a repartirse en grupos de trabajo: la cocina, la huerta, la despensa, el refectorio. La colación de la noche es más ligera que la de la mañana.

—Me contaban de su pueblo para convencerme, madre —dijo Bonifacia— Todo me ofrecían y me dieron pena.

—Ni siquiera sabes mentir, Bonifacia —la superiora desenlazó sus manos que revolotearon blancamente en las tinieblas azules y se juntaron de nuevo en una forma redonda—. Las niñas que trajo la madre Angélica de Chicais no hablaban cristiano, ¿ves cómo pecas en vano?

—Yo hablo pagano, madre, sólo que tú no sabías. —Bonifacia levantó la cabeza, dos llamitas verdes destellaron un segundo bajo la mata de cabellos—: Aprendí de tanto oírlas a las paganitas y no te conté nunca.

—Mentira, demonio —gritó la madre Angélica y la forma redonda se partió y aleteó suavemente—. Fíjese lo que inventa ahora, madre. ¡Bandida!

Pero la interrumpieron unos gruñidos que habían brotado como si en la despensa hubiera oculto un animal que, súbitamente enfurecido, se delataba aullando, roncando, ronroneando, chisporroteando ruidos altos y crujientes desde la oscuridad, en una especie de salvaje desafío:

— ¿Ves, mamita? —dijo Bonifacia—. ¿No me has entendido mi pagano?

Todos los días hay misa, antes del refrigerio de la mañana. La ofician los jesuitas de una misión vecina, generalmente el padre Venancio. La capilla abre sus puertas laterales los domingos, a fin de que los habitantes de Santa María de Nieva puedan asistir al oficio. Nunca faltan las autoridades y a veces vienen agricultores, caucheros de la región y muchos aguarunas que permanecen en las puertas, semidesnudos, apretados y cohibidos. En la tarde, la madre Angélica y Bonifacia llevan a las pupilas a la orilla del río, las dejan chapotear, pescar, subirse a los árboles. Los domingos la colación de la mañana es más abundante y suele incluir carne. Las pupilas son unas veinte, de edades que van de seis a quince años, todas aguarunas. A veces, hay entre ellas una muchacha huambisa, y hasta una shapra. Pero no es frecuente.

—No me gusta sentirme inútil, Aquilino —dijo Fushía—. Quisiera que fuera como antes. Nos turnaríamos, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo, hombre —dijo Aquilino—. Si fue por ti que me volví lo que soy.

—De veras, todavía seguirías vendiendo agua de casa en casa si yo no hubiera llegado a Moyobamba —dijo Fushía—. Qué miedo le tenías al río, viejo.

—Sólo al Mayo porque casi me ahogué ahí, de muchacho —dijo Aquilino—. Pero en el Rumiyacu me bañaba siempre.

—¿El Rumiyacu? —dijo Fushía—. ¿Pasa por Moyobamba?

—Ese río mansito, Fushía —dijo Aquilino—, el que cruza las ruinas, cerca de donde viven los lamistas. Hay muchas huertas con naranjas. ¿Tampoco te acuerdas de las naranjas más dulces del mundo?

—Me da vergüenza verte todo el día sudando y yo aquí, como un muerto—dijo Fushía.

—Si no hay que remar ni nada, hombre —dijo Aquilino—, sólo llevar el rumbo. Ahora que pasamos los pongos el Marañón hace el trabajo solito. Lo que no me gusta es que estés callado, y que te pongas a mirar el cielo como si vieras el chulla—chaqui.

—Nunca lo he visto —dijo Fushía—. Aquí en la selva todos lo vieron alguna vez, menos yo. Mala suerte también en eso.

—Más bien di buena suerte —dijo Aquilino—. ¿Sabías que una vez se le apareció al señor Julio Reátegui? En una quebrada del Nieva, dicen. Pero él vio que cojeaba mucho, y en una de ésas le descubrió la pata chiquita y lo corrió a balazos. A propósito, Fushía, ¿por qué te peleaste con el señor Reátegui? Le harías una de ésas, seguro.

Él le había hecho muchas y la primera antes de conocerlo, recién llegadito a Iquitos, viejo. Mucho después se lo contó y Reátegui se reía, ¿así que tú eras el que ensartó al pobre don Fabio?, y Aquilino ¿al señor don Fabio, al gobernador de Santa María de Nieva?

—Para servirlo, señor —dijo don Fabio—. Qué se le ofrece. ¿Se quedará mucho en Iquitos?

Se quedaría un buen tiempo, tal vez definitivamente. Un negocio de madera, ¿sabía?, iba a instalar un aserradero cerca de Nauta y esperaba a unos ingenieros. Tenía trabajo atrasado y le pagaría más, pero quería un cuarto grande, cómodo, y don Fabio no faltaba más, señor, estaba ahí para servir a los clientes, viejo: se la tragó entera.

—Me dio el mejor del hotel —dijo Fushía—. Con ventanas sobre un jardín donde había bombonajes. Me invitaba a almorzar con él y me hablaba hasta por los codos de su patrón. Yo le entendía apenas, mi español era muy malo en ese tiempo.

—¿No estaba en Iquitos el señor Reátegui? —dijo Aquilino—. ¿Ya entonces era rico?

—No, se hizo rico de veras después, con el contrabando —dijo Fushía—. Pero ya tenía ese hotelito y comenzaba a comerciar con las tribus, por eso se fue a meter a Santa María de Nieva. Compraba caucho, pieles y las vendía en Iquitos. Ahí fue donde se me ocurrió la idea, Aquilino. Pero siempre lo mismo, se necesitaba un capitalito y yo no tenía un centavo.

—¿Y te llevaste mucha plata, Fushía? —dijo Aquilino.

—Cinco mil soles, don Julio —dijo don Fabio—. Y mi pasaporte y unos cubiertos de plata. Estoy amargado, señor Reátegui, ya sé lo mal que pensará usted de mí. Pero yo le repondré todo, le juro, con el sudor de mi frente, don Julio, hasta el último centavo.

—¿Nunca has tenido remordimientos, Fushía? —dijo Aquilino—. Hace un montón de años que estoy por hacerte esta pregunta.

—¿Por robarle al perro de Reátegui? —dijo Fushía—. Ése es rico porque robó más que yo, viejo. Pero él comenzó con algo, yo no tenía nada. Ésa fue mi mala suerte siempre, tener que partir de cero.

—¿Y para qué le sirve la cabeza entonces? —dijo Julio Reátegui—. Cómo no se le ocurrió siquiera pedirle sus papeles, don Fabio.

Pero él se los había pedido y su pasaporte parecía nuevecito, ¿cómo podía saber que era falso, don Julio? Y, además, llegó tan bien vestido y hablando de una manera que convencía. Él, incluso, se decía ahora que vuelva el señor Reátegui de Santa María de Nieva se lo presentaré y juntos harán grandes negocios. Incauto que uno era, don Julio.

—¿Y qué llevabas entonces en esa maleta, Fushía? —dijo Aquilino.

—Mapas de la Amazonía, señor Reátegui —dijo don Fabio—. Enormes, como los que hay en el cuartel. Los clavó en su cuarto y decía es para saber por dónde sacaremos la madera. Había hecho rayas y anotaciones en brasileño, vea qué raro.

—No tiene nada de raro, don Fabio —dijo Fushía—. Además de la madera, también me interesa el comercio. Y a veces es útil tener contactos con los indígenas. Por eso marqué las tribus.

—Hasta las del Marañón y las de Ucayali, don Julio —dijo don Fabio—, y yo pensaba qué hombre de empresa, hará una buena pareja con el señor Reátegui.

—¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas? —dijo Aquilino—. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonía es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushía.

—Él también conoce la selva a fondo —dijo don Fabio—. Cuando venga del Alto Marañón se lo presentaré y se harán buenos amigos, señor.

—Aquí en Iquitos todos me hablan maravillas de él —dijo Fushía—. Tengo muchas ganas de conocerlo. ¿No sabe cuándo viene de Santa María de Nieva?

—Tiene sus negocios por allá y además la gobernación le quita tiempo, pero siempre se da sus escapaditas —dijo don Fabio—. Una voluntad de hierro, señor, la heredó del padre, otro gran hombre. Fue de los grandes del caucho, en la época próspera de Iquitos. Cuando el derrumbe se pegó un tiro. Perdieron hasta la camisa. Pero don Julio se levantó, solito. Una voluntad de hierro, le digo.

—Una vez en Santa María le dieron un almuerzo y le oí decir un discurso —dijo Aquilino—. Habló de su padre con mucho orgullo, Fushía.

—El padre era uno de sus temas —dijo Fushía—. A mí también me lo citaba para todo cuando trabajamos juntos. Ah, ese perro de Reátegui, suertudo de mierda. Siempre le tuve una envidia, viejo.

—Tan blanquito, tan cariñoso —dijo don Fabio—. Y pensar que le hacía gracias, le lamía los pies, él entraba al hotel y el Jesucristo paraba la colita, contentísimo. Qué hombre maldito, don Julio.

—En Campo Grande, pateando a los guardias y en Iquitos matando a un gato —dijo Aquilino—. Vaya despedidas las tuyas, Fushía.

—La verdad, don Fabio, eso no me parece tan grave —dijo Julio Reátegui—. Lo que siento es que se cargara mi plata.

Pero a él le dolía mucho, don julio, ahorcado del mosquitero con una sábana, y entrar al cuarto y, de repente, verlo bailando en el aire, tieso, con sus ojitos saltados. La maldad por la maldad era cosa que no comprendía, señor Reátegui.

—El hombre hace lo que puede para vivir y yo comprendo tus robos —dijo Aquilino—. Pero para qué hacerle eso al gato, ¿era cosa de la cólera, por lo que no tenías ese capitalito para comenzar?

—También eso —dijo Fushía—. Y, además, el animal apestaba y se orinó en mi cama un montón de veces.

Y también cosa de asiáticos, don julio, tenían unas costumbres más canallas, nadie podía saber y él había averiguado y, por ejemplo, los chinos de Iquitos criaban gatos enjaulas, los engordaban con leche y después los metían a la olla y se los comían, señor Reátegui. Pero él quería hablar ahora de las compras, don Fabio, para eso había venido de Santa María de Nieva, que olvidaran las cosas tristes, ¿había comprado?

—Todo lo que usted encargó, don Julio —dijo don Fabio—, los espejitos, los cuchillos, las telas, la mostacilla, y con buenos descuentos. ¿Cuándo regresa usted al Alto Marañón?

—No podía meterme al monte solo a hacer comercio, necesitaba un socio —dijo Fushía—. Y tenía que buscarlo lejos de Iquitos, después de ese lío.

—Por eso te viniste hasta Moyobamba —dijo Aquilino—. Y te hiciste mi amigo para que te acompañara a las tribus. Así que comenzaste imitándolo a Reátegui antes de haberlo visto siquiera, antes de ser su empleado. Cómo hablabas de la plata, Fushía, vente conmigo Aquilino, en un año te haces rico, me volvías loco con ese cantito.

—Y ya ves, todo por gusto —dijo Fushía—. Me he sacrificado más que cualquiera, nadie ha arriesgado tanto como yo, viejo. ¿Es justo que acabe así, Aquilino?

—Son cosas de Dios, Fushía —dijo Aquilino—. A nosotros no nos toca juzgar eso.

Una calurosa madrugada de diciembre arribó a Pinta un hombre. En una mula que se arrastraba penosamente, surgió de improviso entre las dunas del sur: una silueta con sombrero de alas anchas, envuelta en un poncho ligero. A través de la rojiza luz del alba, cuando las lenguas del sol comienzan a reptar por el desierto, el forastero descubriría alborozado la aparición de los primeros matorrales de cactus, los algarrobos calcinados, las viviendas blancas de Castilla que se apiñan y multiplican a medida que se acercan al río. Por la densa atmósfera avanzó hacia la ciudad, que divisaba ya, a la otra orilla, reverberando como un espejo. Cruzó la única calle de Castilla, desierta todavía y, al llegar al Viejo Puente, desmontó. Estuvo unos segundos contemplando las construcciones de la otra ribera, las calles empedradas, las casas con balcones, el aire cuajado de granitos de arena que descendían suavemente, la maciza torre de la catedral con su redonda campana color hollín y, hacia el norte, las manchas verdosas de las chacras que siguen el curso del río en dirección a Catacaos. Tomó las riendas de la mula, cruzó el Viejo Puente y, golpeándose a ratos las piernas con el fuete, recorrió el jirón principal de la ciudad, aquel que va, derecho y elegante, desde el río hasta la plaza de Armas. Allí se detuvo, ató el animal a un tamarindo, se sentó en la tierra, bajó las alas de su sombrero para defenderse de la arena que acribillaba sus ojos sin piedad. Debía haber realizado un largo viaje: sus movimientos eran lentos, fatigados. Cuando, acabada la lluvia de arena, los primeros vecinos asomaron a la plaza enteramente iluminada por el sol, el extraño dormía. A su lado yacía la mula, el hocico cubierto de baba verdosa, los ojos en blanco. Nadie se atrevía a despertarlo. La noticia se propagó por el contorno, pronto la plaza de Armas estuvo llena de curiosos que, dándose codazos, murmuraban acerca del forastero, se empujaban para llegar junto a él. Algunos se subieron a la glorieta, otros lo observaban encaramados en las palmeras. Era un joven atlético, de hombros cuadrados, una barbita crespa bañaba su rostro y la camisa sin botones dejaba ver un pecho lleno de músculos y vello.

Dormía con la boca abierta, roncando suavemente; entre sus labios resecos asomaban sus dientes como los de un mastín: amarillos, grandes, carniceros. Su pantalón, sus botas, el descolorido poncho estaban en jirones, muy sucios, y lo mismo su sombrero. No iba armado.

Al despertar, se incorporó de un salto, en actitud defensiva: bajo los párpados hinchados, sus ojos escrutaban llenos de zozobra la multitud de rostros. De todos lados brotaron sonrisas, manos espontáneas, un anciano se abrió camino hasta él a empellones y le alcanzó una calabaza de agua fresca. Entonces, el desconocido sonrió. Bebió despacio, paladeando el agua con codicia, los ojos aliviados.

Había un murmullo creciente, todos pugnaban por conversar con el recién llegado, lo interrogaban sobre su viaje, lo compadecían por la muerte de la mula. Él reía ahora a sus anchas, estrechaba muchas manos. Luego, de un tirón arrebató las alforjas de la montura del animal y preguntó por un hotel. Rodeado de vecinos solícitos, cruzó la plaza de Armas y entró a La Estrella del Norte: estaba lleno. Los vecinos lo tranquilizaron, muchas voces le ofrecieron hospitalidad. Se alojó en casa de Melchor Espinoza, un viejo que vivía solo, en el malecón, cerca del Viejo Puente. Tenía una pequeña chacra lejana, a orillas del Chira, a la que iba dos veces al mes. Aquel año, Melchor Espinoza obtuvo un récord: hospedó a cinco forasteros. Por lo común, éstos permanecían en Piura el tiempo indispensable para comprar una cosecha de algodón, vender unas reses, colocar unos productos; es decir, unos días, unas semanas cuando más.

El extraño, en cambio, se quedó. Los vecinos averiguaron pocas cosas sobre él, casi todas negativas: no era tratante de ganado, ni recaudador de impuestos, ni agente viajero. Se llamaba Anselmo y decía ser peruano, pero nadie logró reconocer la procedencia de su acento: no tenía el habla dubitativa y afeminada de los limeños, ni la cantante entonación de un chiclayano; no pronunciaba las palabras con la viciosa perfección de la gente de Trujillo, ni debía ser serrano, pues no chasqueaba la lengua en las erres y las eses. Su dejo era distinto, muy musical y un poco lánguido, insólitos los giros y modismos que empleaba, y, cuando discutía, la violencia de su voz hacía pensar en un capitán de montoneras. Las alforjas que constituían todo su equipaje debían estar llenas de dinero: ¿cómo había atravesado el arenal sin ser asaltado por los bandoleros? Los vecinos no consiguieron saber de dónde venía, ni por qué había elegido Piura como destino.

Al día siguiente de llegar, apareció en la plaza de Armas, afeitado, y la juventud de su rostro sorprendió a todo el mundo. En el almacén del español Eusebio Romero compró un pantalón nuevo y botas; pagó al contado. Dos días más tarde, encargó a Saturnina, la célebre tejedora de Catacaos, un sombrero de paja blanca, de esos que pueden guardarse en el bolsillo y luego no tienen ni una arruga. Todas las mañanas, Anselmo salía a la plaza de Armas e, instalado en la terraza de La Estrella del Norte, convidaba a los transeúntes a beber. Así se hizo de amigos. Era conversador y bromista, y conquistó a los vecinos celebrando los encantos de la ciudad: la simpatía de las gentes, la belleza de las mujeres, sus espléndidos crepúsculos. Pronto aprendió las fórmulas del lenguaje local y su tonada caliente, perezosa: a las pocas semanas decía que para mostrar asombro, llamaba churres a los niños, piajenos a los burros, formaba superlativos de superlativos, sabía distinguir el clarito de la chicha espesa y las variedades de picantes, conocía de memoria los nombres de las personas y de las calles, y bailaba el tondero como los mangaches.

Su curiosidad no tenía límites. Mostraba un interés devorador por las costumbres y los usos de la ciudad, se informaba con lujo de detalles sobre vidas y muertes. Quería saberlo todo: quiénes eran los más ricos, y por qué, y desde cuándo; si el prefecto, el alcalde y el obispo eran íntegros y queridos y cuáles eran las diversiones de la gente, qué adulterios, qué escándalos conmovían a las beatas y a los curas, cómo cumplían los vecinos con la religión y la moral, qué formas adoptaba el amor en la ciudad.

Iba todos los domingos al Coliseo y se exaltaba en los combates de gallos como un viejo aficionado, en las noches era el último en abandonar la cantina de La Estrella del Norte, jugaba a las cartas con elegancia, apostando fuerte, y sabía ganar y perder sin inmutarse. Así conquistó la amistad de comerciantes y hacendados y se hizo popular. Los principales lo invitaron a una cacería en Chulucanas y él deslumbró a todos con su puntería. Al cruzarlo en la calle, los campesinos lo llamaban familiarmente por su nombre y él les daba palmadas rudas y cordiales. Las gentes apreciaban su espíritu jovial, la desenvoltura de sus maneras, su largueza. Pero todos vivían intrigados por el origen de su dinero y por su pasado. Empezaron a circular pequeños mitos sobre él: cuando llegaban a sus oídos, Anselmo los celebraba a carcajadas, no los desmentía ni los confirmaba. A veces recorría con amigos las chicherías mangaches y terminaba siempre en casa de Angélica Mercedes, porque allí había un arpa y él era un arpista consumado, inimitable. Mientras los otros zapateaban y brindaban, él hora tras hora, en un rincón, acariciaba las hebras blancas que le obedecían dócilmente y, a su mando, podían susurrar, reír, sollozar.

Los vecinos deploraban solamente que Anselmo fuera grosero y mirase a las mujeres con atrevimiento cuando estaba borracho. A las sirvientas descalzas que atravesaban la plaza de Armas en dirección al Mercado, a las vendedoras que, con cántaros o fuentes de barro en la cabeza, iban y venían ofreciendo jugos de lúcuma y de mango y quesillos frescos de la sierra, a las señoras con guantes, velos y rosarios que desfilaban hacia la iglesia, a todas les hacía propuestas a voz en cuello, y les improvisaba rimas subidas de color. «Cuidado, Anselmo», le decían sus amigos, «los piuranos son celosos.

Un marido ofendido, un padre sin humor lo retará a duelo el día menos pensado, más respeto con las mujeres». Pero Anselmo respondía con una carcajada, levantaba su copa y brindaba por Pinta.

El primer mes de su estancia en la ciudad, nada ocurrió.

No es para tanto y, además, todo se arreglaba en este mundo, el sol centellea en los ojos de Julio Reátegui y las botellas están en una tinaja llena de agua. Él mismo sirve los vasos; la espuma blanca burbujea, se infla y rompe en cráteres: no debían preocuparse y, ante todo, otro vasito de cerveza.

Manuel Águila, Pedro Escabino y Arévalo Benzas beben, se secan los labios con las manos. A través de la tela metálica de las ventanas se divisa la plaza de Santa María de Nieva, un grupo de aguarunas muele yucas en unos recipientes barrigudos, varios chiquillos corretean alrededor de los troncos de capirona. Arriba, en las colinas, la residencia de las madres es un rectángulo ígneo y, en primer lugar, era un proyecto a largo plazo y aquí los proyectos no prosperaban, Julio Reátegui creía que se alarmaban en vano. Pero Manuel Águila no, nada de eso, gobernador, se pone de pie, ellos tenían pruebas, don julio, un hombrecillo bajo y calvo, de ojos saltones, ese par de tipos los habían maleado.

Y Arévalo Benzas también, don julio, se pone de pie, dejaba constancia, él había dicho detrás de esas banderas y de esas cartillas hay otra cosa y él se opuso a que los maestros vinieran, don Julio, y Pedro Escabino golpea la mesa con su vaso, don julio: la cooperativa era un hecho, los aguarunas iban a vender ellos mismos en Iquitos, se habían reunido los caciques en Chicais para hablar de eso y ésa era la verdadera situación y lo demás ceguera. Sólo que Julio Reátegui no conocía un solo agua-runa que supiera lo que es Iquitos o una cooperativa, ¿de dónde había sacado semejante historia Pedro Escabino?, y les rogaba que hablaran uno por uno, señores. El vaso suena seco y sordo de nuevo contra la mesa, don Julio, él se pasaba mucho tiempo en Iquitos, tenía muchos negocios y no se daba cuenta que la región andaba agitada desde que vinieron ese par de tipos. La voz de Julio Reátegui es siempre suave, don Pedro, la Gobernación le había hecho perder tiempo y plata, pero sus ojos se han endurecido y él no quería aceptarla y Pedro Escabino fue uno de los que más insistió, que le hiciera el favor de medir sus palabras. Pedro Escabino sabía cuánto le debían y no quería ofenderlo: sólo que acababa de llegar de Urakusa y, por primera vez en diez años, don julio, seco y sordo dos veces contra la mesa, los aguarunas no quisieron venderle ni una bolita de jebe, pese a los adelantos y Arévalo Benzas: hasta le enseñaron la cooperativa. Don julio, que no se riera, habían hecho una cabaña especial y la tenían repleta de jebe y de cueros y a Escabino no quisieron venderle y le dijeron que iban a vender a Iquitos. Y Manuel Águila, bajo y calvo tras sus ojos saltones: ¿veía el gobernador?

Esos tipos no debieron ir nunca a las tribus, Arévalo tenía razón, sólo querían malearlos. Pero no vendrían más, señores, y Julio Reátegui llena los vasos. Él no iba a Iquitos sólo por sus asuntos, también por los de ellos y el Ministerio, había anulado el plan de extensión cultural selvícola, y se habían acabado las brigadas de maestros. Pero Pedro Escabino seco y sordo por tercera vez: ya habían venido y el mal estaba hecho, don Julio. ¿Así que no podrían ni entenderse con los chunchos? Ya veía que se entendieron muy bien y ellos le habían traído al intérprete que ese par de tipos se llevaron a Urakusa y él mismo se lo contaría, don julio, y vería. El hombre cobrizo y descalzo que está en cuclillas junto a la puerta se incorpora, avanza confuso hacia el gobernador de Santa María de Nieva y Bonino Pérez a cuánto le compraban el kilo de jebe, que le preguntara eso. El intérprete comienza a rugir, mueve mucho las manos, escupe y Jum escucha en silencio, los brazos cruzados sobre el pecho desnudo. Dos aspas finas, rojizas, decoran sus pómulos verdosos y en su nariz cuadrada hay tatuadas tres barras horizontales, delgadas como gusanitos, su expresión es seria, solemne su postura: los urakusas apiñados en el claro están inmóviles y el sol alancea los árboles, las cabañas de Urakusa. El intérprete calla y Jum y un viejo diminuto gruñonamente gesticulan y mascullan y el intérprete de buena calidad dos, de regular un sol el kilo, patrón, diciendo, y Teófilo Cañas pestañea, costando, un perro ladra a lo lejos. Bonino Pérez lo sabía, hermano, la puta que los parió, qué cabrones tan cabrones, y al intérprete: malos peruanos, ellos lo vendían a veinte el kilo, los patrones cojudeándolos, que no se dejaran, hombre, que llevaran el caucho y las pieles a Iquitos, nunca más comercio con esos patrones: tradúcele eso. Y el intérprete ¿diciéndoles?, y Bonino sí, ¿patrones robándoles diciéndoles?, y Teófilo sí, ¿malos peruanos diciéndoles?, sí, sí, ¿patrón cojudeando diciendo? y ellos sí, sí, carajo, sí: diablos, ladrones, malos peruanos, que no se dejaran, sí, carajo, sin miedo, traduciendo eso. El intérprete gruñe, ruge, lanza escupitajos y Jum gruñe, ruge, lanza escupitajos y el viejo se golpea el pecho, su piel tiene plieguecillos ásperos y el intérprete Iquitos no viniendo nunca, patrón Escabino viniendo, trayendo cuchillo, machete, telita y Teófilo Cañas es por gusto, hermano, creen que Iquitos es un hombre, no sacarían nada, Bonino, y el intérprete diciendo, cambiando con jebe. Pero Bonino Pérez se acerca a Jum, señala el cuchillo que éste tiene en la cintura, a ver, cuántos kilos de caucho le costó: pregúntale eso. Jum saca su cuchillo, lo eleva, el sol inflama la hoja blanca, disuelve sus bordes y Jum sonríe con arrogancia y detrás de él los urakusas sonríen y muchos sacan cuchillos, los elevan y el sol los enciende y los deshace y el intérprete: veinte bolas el de Jum, diciendo, los otros diez, quince bolas, costando y Teófilo Cañas quería regresarse a Lima, hermano. Tenía fiebre, Bonino, y estas injusticias y éstos que no comprendían, mejor olvidarse y Bonino Pérez suma y resta con sus dedos, Teófilo, nunca le entraron los números, ¿salía a unos cuarenta soles el cuchillo de Jum, no?, y el intérprete ¿diciendo?, ¿traduciendo? y Teófilo no, y Bonino más bien esto: patrón diablo, ese cuchillo no costaba ni una bola, se recogía en la basura, Iquitos no era patrón sino ciudad, río abajo, Marañón abajo, que llevaran allá el jebe, lo venderían cien veces mejor, se comprarían los cuchillos que quisieran, o lo que fuera y el intérprete ¿señor?, no entendía, repitiendo despacito y Bonino tenía razón: hay que explicarles todo, hermano, desde el principio, no te me desmoralices, Teófilo y tal vez tendrían razón pero Julio Reátegui insistía: no había que perder la cabeza. ¿No se habían ido esos tipos? Nunca volverían y sólo eran los aguarunas los que andaban alzados, él había hecho comercio con los shapras como siempre y, además, todo tenía remedio. Sólo que él creía que iba a terminar su gestión de gobernador tranquilo, señores, y que vieran y Arévalo Benzas: eso no era todo, don Julio. ¿No sabía lo que pasó en Urakusa con un cabo, un práctico y un sirviente de la guarnición de Borja? La semanita pasada, nomás, don Julio y él qué, qué había pasado.

—Pónganse contentos, ya estamos en la Mangachería —dijo José.

—La arena raspa, me hace cosquillas. Voy a quitarme los zapatos —dijo el Mono.

Con la avenida Sánchez Cerro terminaban el asfalto, las fachadas blancas, los sólidos portones y la luz eléctrica, y comenzaban los muros de carrizo, los techos de paja, latas o cartones, el polvo, las moscas, los meandros. En las ventanitas cuadradas y sin cortinas de las chozas, resplandecían las velas de sebo y los candiles mangaches, familias enteras tomaban el fresco de la noche en media calle.

A cada momento, los León alzaban la mano para saludar a las amistades.

—¿Por qué están tan orgullosos? ¿De qué la alaban tanto? —dijo Josefino—. Huele mal y las gentes viven como animales. Por lo menos quince en cada casucha.

—Veinte, contando los perros y la foto de Sánchez Cerro —dijo el Mono—. Ésa es otra cosa buena de la Mangachería, no hay diferencias. Hombres, perros, cabras, todos iguales, todos mangaches.

—Y estamos orgullosos porque aquí nacimos —dijo José—. La alabamos porque es nuestra tierra. En el fondo, te mueres de envidia, Josefino.

—Toda Piura está muerta a estas horas —dijo el Mono—. Y aquí, ¿no oyes?, la vida está comenzando.

—Aquí todos somos amigos o parientes, y valemos por lo que valemos —dijo José—. En Piura sólo te consideran por lo que tienes, y si no eres blanco eres adulón de blancos.

—Me cago en la Mangachería —dijo Josefino—. Cuando la desaparezcan como a la Gallinacera, me voy a emborrachar de gusto.

—Estás con los muñecos encima y no sabes con quién desfogarte —dijo el Mono—. Pero si quieres rajar de la Mangachería, mejor habla bajito, o los mangaches te van a sacar el alma.

—Parecemos churres —dijo Josefino—. Como si éste fuera momento para discusiones.

—Amistémonos, cantemos el himno —dijo José.

La gente sentada en la arena estaba silenciosa, y todo el ruido —cantos, brindis, música de guitarras, palmas— salía de las chicherías, cabañas más grandes que las otras, mejor iluminadas, y con banderitas rojas o blancas flameando sobre la fachada, en lo alto de una caña. La atmósfera hervía de olores tibios y contrarios y, a medida que las calles se iban borrando, surgían perros, gallinas, chanchos que sombría, gruñonamente se revolcaban en la tierra, cabras de ojos enormes sujetas a una estaca, y era más espesa y sonora la fauna aérea suspendida sobre sus cabezas. Los inconquistables avanzaban sin prisa por los tortuosos senderos de la jungla mangache, esquivando a los viejos que habían sacado sus esteras al aire libre, contorneando las chozas intempestivas que brotaban en medio del camino como cetáceos del mar. El cielo ardía de estrellas, algunas grandes y de luz soberbia, otras como llamitas de fósforos.

—Ya salieron las marimachas —dijo el Mono; señalaba tres puntos altísimos, chispeantes, paralelos—. Y qué guiños hacen. Domitila Yara decía cuando las marimachas se ven tan claritas, se les puede pedir gracias. Aprovecha, Josefino.

—¡Domitila Yara! —dijo José—. Pobre vieja. A mí me daba un poco de miedo, pero desde que se murió la recuerdo con cariño. Si nos habrá perdonado el lío de su velorio.

Josefino iba callado, las manos en los bolsillos, el mentón hundido en el pecho. Los León murmuraban todo el tiempo, a coro, «buenas noches, don», «buenas, doña», y desde el suelo voces invisibles y soñolientas les devolvían el saludo y los llamaban por sus nombres. Se detuvieron ante una choza y el Mono empujó la puerta: Lituma estaba de espaldas, vestido con un traje color lúcuma, el saco se le abultaba en las caderas, y tenía los cabellos húmedos y brillantes. Sobre su cabeza bailoteaba un recorte de diario, colgado de un alfiler.

—Aquí está el inconquistable número tres, primo —dijo el Mono.

Lituma giró como un trompo, cruzó la habitación risueño y rápido, los brazos abiertos, y Josefino le salió al encuentro. Se estrecharon con fuerza, y estuvieron un buen rato dándose palmadas, cuánto tiempo hermano, cuánto tiempo Lituma, y qué gusto tenerte aquí de nuevo, restregándose como dos sabuesos.

—Vaya telada la que tiene encima, primo —dijo el Mono.

Lituma retrocedió para que los inconquistables contemplaran a sus anchas su atavío flamante y multicolor: camisa blanca de cuello duro, corbata rosada con motas grises, medias verdes y zapatos en punta, lustrados como espejos.

—¿Les gusta? Lo estoy estrenando en homenaje a mi tierra. Me lo compré hace tres días, en Lima. Y también la corbata y los zapatos.

—Estás hecho un príncipe —dijo José—. Buenmosisísimo, primo.

—La telada, la telada nomás —dijo Lituma, pellizcando las solapas de su saco—. La percha comienza a apolillarse. Pero todavía puedo hacer alguna conquista. Ahora que estoy solterito, me toca mi turno.

—Casi no te reconocí —lo interrumpió Josefino—. Tanto tiempo que no te veía de civil, colega.

—Di más bien tanto tiempo que no me veías —dijo Lituma y su rostro se agravó, sonrió de nuevo.

—También nosotros nos habíamos olvidado cómo eras de civil, primo —dijo José.

—Así estás mejor que disfrazado de cachaco —dijo el Mono—. Ahora vuelves a ser un inconquistable de veras.

—Qué esperamos —dijo José—. Cantemos el himno.

—Ustedes son mis hermanos —se rió Lituma—. ¿Quién les enseñó a tirarse al río desde el Viejo Puente?

—Y también a chupar y a irnos de putas —dijo José—. Tú nos corrompiste, primo.

Lituma tenía abrazados a los León, los sacudía afectuosamente. Josefino se frotaba las manos y, aunque su boca sonreía, en sus ojos inmóviles brillaba algo furtivo y alarmado, y la postura de su cuerpo, los hombros echados atrás, el pecho salido, las piernas ligeramente plegadas, era a la vez forzada, inquieta y vigilante.

—Tenemos que probar ese endote —dijo el Mono—. Usted lo prometió y lo prometido es deuda.

Se sentaron en dos esteras, bajo una lámpara de kerosene colgada del techo que, al mecerse, rescataba de las paredes de adobe sumidas en la penumbra, fugaces rajaduras, inscripciones, y una hornacina ruinosa en la que, a los pies de una Virgen de yeso con el Niño en brazos, había un candelero vacío. José encendió la vela de la hornacina y, a su luz, el recorte de periódico mostró la silueta amarillenta de un general, una espada, muchas condecoraciones. Lituma había acercado una maleta a las esteras. La abrió, sacó una botella, la descorchó con los dientes, y el Mono lo ayudó a llenar cuatro copitas hasta el tope.

—Me parece mentira estar de nuevo con ustedes, Josefino —dijo Lituma—. Los extrañé mucho, a los tres. Y también a mi tierra. Por el gusto de estar juntos de nuevo.

Chocaron las copas y bebieron al mismo tiempo, hasta vaciarlas.

— ¡Rajas, puro fuego! —bramó el Mono, los ojos llenos de lágrimas—. ¿Estás seguro que no es al cohol de cuarenta, primo?

—Pero si está suavecito —dijo Lituma—. El pisco es para limeños, mujeres y churres, no es como el cañazo.

¿Ya te olvidaste cuando tomábamos cañazo como si fuera refresco?

—El Mono siempre fue flojo para el trago —dijo Josefino—. Dos copas y ya está volteado.

—Me emborracharé rápido, pero tengo más resistencia que cualquiera —dijo el Mono—. Puedo seguir así un montón de días.

—Siempre caías el primero, hermano —dijo José—. ¿Te acuerdas, Lituma, cómo lo arrastrábamos al río y lo resucitábamos a zambullidas?

—Y a veces a cachetada limpia —dijo el Mono—. Por eso debo ser lampiño, de tanto sopapo que me dieron para quitarme las trancas.

—Voy a hacer un brindis —dijo Lituma. —Antes déjame llenar las copas, primo.

El Mono cogió la botella de pisco, comenzó a servir y el rostro de Lituma se fue entristeciendo, dos arrugas sesgaron finamente sus ojillos, su mirada pareció irse.

—A ver ese brindis, inconquistable — dijo Josefinol

—Por Bonifacia—dijo Lituma. Y alzó la copa, despacio.


FUENTE

Las distinciones recibidas por Mario Vargas Llosa
Wikipedia. La enciclopedia libre.

Biografía de Mario Vargas Llosa
Buscabiografías.com

La casa verde
Wikipedia, la enciclopedia libre