DE INTERÉS...

sábado, 23 de julio de 2011

VENEZUELA HEROICA DE EDUARDO BLANCO

EDUARDO BLANCO



(Caracas, 1838-1912) Escritor y político venezolano. Cursó su formación secundaria en el Colegio El Salvador del Mundo, bajo el magisterio del poeta Juan Vicente González; inició la carrera militar al servicio del general José Antonio Páez, cuya confianza se granjeó durante el transcurso de la Guerra Federal (1859-1863). Abandonó el ejército para dedicarse a la literatura, y con el pseudónimo de Manlio publicó algunos relatos breves y la novela Una noche en Ferrara (1875).

En 1879 estrenó en el Teatro Caracas su drama Lionfort, y en 1881 publicó Venezuela heroica, una narración histórica que ensalzaba las proezas de unos héroes vinculados entre sí por su amor a la patria, formada por una serie de once cuadros históricos, y que tuvo un éxito fulgurante. Los dos volúmenes de su novela Zárate (1882) incrementaron su enorme popularidad; la figura de su protagonista, el bandolero Zárate, refleja a la perfección la idiosincrasia de la población criolla.

Posteriormente publicó las recopilaciones de relatos Las noches del Panteón (1895) y Tradiciones épicas y cuentos viejos (1912), y una tercera novela, Fauvette (1905). Ostentó los cargos de ministro de Relaciones Exteriores entre 1900 y 1905, y de ministro de Instrucción pública entre 1905 y 1906.




CONTEXTO HISTÓRICO - LITERARIO

Eduardo Blanco fue autor de Venezuela Heroica, obra con la que sintetizó la epopeya venezolana de siglo XIX y culminó la historia romántica cuya más alta expresión había sido lograda por Juan Vicente González en sus obras Páginas de la Historia de Colombia y Venezuela o vidas de sus hombres ilustres.

Existen pocos datos biográficos acerca de este escritor. El crítico Pedro Pablo Bartola señala la inexistencia de "uniformidad entre los historiadores de la Literatura nacional al señalar su año de nacimiento"; la fecha más aceptada la acuña el ensayista Santiago Key Ayala y corresponde al 25 de diciembre de 1.839. Su nacimiento se da cuando el país, después de la cruenta guerra emancipadora, busca la consolidación de sus instituciones. De esto se desprende que Eduardo Blanco perteneció a una generación surgida entre "desordenes civiles y frecuentes guerras".

Una vez disuelta la Gran Colombia y muerto el Libertador Simón Bolívar, Páez se convierte en la figura central y caudillo del destino de Venezuela. Con ese trasfondo histórico, transcurre la infancia de Eduardo Blanco, quien cursó sus primeros estudios en el Colegio "El Salvador del Mundo" donde conoció a Juan Vicente González.

La juventud del escritor corre paralela a un momento de elevados ideales heroicos, pues están todavía muy recientes las hazañas de los libertadores y muchos de ellos aún están vivos, convertidos en verdaderos símbolos o rodeados de una apasionada aureola de leyenda. A menudo Blanco pudo oír la historia contada por sus propios testigos o por sus descendientes; esto hace que acumule datos para su futuro ejercicio de escritor.

En cuanto al aspecto literario del momento, para la época predomina el Romanticismo, y el autor ha leído a los escritores franceses románticos, más destacados, entre ellos: Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Lamartine y Chateaubriand. Cuando cumple los 20 años, se incorpora al ejercito, justamente cuando se inicia la Guerra Federal que duraría cinco años. Santiago Key Ayala nos dice que para ese momento "Blanco era muy valeroso, audaz de gallarda jactancia, de voz armoniosa, de porte varonil, es mimado de los salones".

En el año de 1859, regresa el General Páez desde Nueva York, con la firme intención de pacificar el país y organizar la defensa contra el movimiento federal. El caudillo selecciona a Eduardo Blanco como Edecán y lo convierte en su asiduo acompañante. Páez, ante el inminente triunfo federal, realiza una entrevista con Juan Crisóstomo Falcón, jefe de la Revolución, y escoge como lugar de encuentro, un lugar cercano al campo de Carabobo; entre los acompañantes está el joven militar Eduardo Blanco. Este momento es considerado por Santiago Key Ayala en su obra Bajo el signo del Ávila, como la génesis de Venezuela Heroica, cuando el viejo guerrero se emociona con sus recuerdos y comienza a referir al General Falcón los pormenores de la batalla. Lo hizo con tanta emoción y brillantez que, al concluir, Falcón se dirigió a Blanco y le dijo "esta Ud. oyendo la Ilíada de los propios labios de Aquiles".

En 1875, Eduardo Blanco se da a conocer como escritor y en el semanario La Tertulia publica dos cuentos largos: "Vanitas Vanitatum" y "El Número Ciento once", con predominio de lo fantástico y poca originalidad. También publica su novela Una Noche en Ferrara, donde también abunda lo exótico y lo fantástico. Esta primera etapa de Blanco como escritor lo hace aparecer como un desarraigado del ambiente nacional.

A partir del año 1.881, se acerca a lo autónomo con la publicación de Venezuela Heroica cuya primera edición contenía cinco cuadros: “La Victoria”, “San Mateo”, “Las Queseras”, “Boyacá” y “Carabobo”. En una edición posterior, de 1883, agrega los episodios del “Sitio de Valencia”, “Maturín”, “La Invasión de los Seiscientos”, “La Casa Fuerte”, “San Félix” y “Matasiete”. Al año siguiente, publica Zarate novela que, según Pedro Pablo Bartola, inicia el Criollismo en la narrativa venezolana. La obra está recreada en los Valles de Aragua, donde lleva a cabo sus fechorías el bandido Santos Zárate. Se aprecia en esta obra una Venezuela convulsionada y caótica, propia del periodo subsiguiente a las guerras de Independencia.

VENEZUELA HEROICA

Venezuela Heroica es una novela del escritor venezolano Eduardo Blanco, publicada en 1881, la segunda edición fue publicada en 1883. La obra narra en forma romántica las batallas más importantes de la Independencia de Venezuela. La obra, inicialmente, estaba integrada por cinco cuadros: “La Victoria”, “San Mateo”, “Las Queseras”, “Boyacá” y “Carabobo”. La segunda edición, publicada en 1883, añade seis nuevos cuadros: “El Sitio de Valencia”, “Maturín”, “La Invasión de los Seiscientos”, “La Casa Fuerte”, “San Félix” y “Matasiete”. Como se puede observar la materia prima de esta obra la constituyen aquellos sucesos bélicos que más conmovieron a los venezolanos y en donde se inmortalizaron los más brillantes héroes de nuestra independencia.

Los hechos históricos son narrados con tal maestría romántica que el crítico Santiago Key Ayala ha comentado: "Blanco no inventa, pinta lo que ve; pero lo que ve al pasar por su alma se incendia de súbito y arde en la pintura como una antorcha". Para otros escritores, Venezuela Heroica marca una etapa importante en la literatura de corte histórico, porque con ella culmina esa época romántica que se había iniciado con Juan Vicente González.

En esta obra se reflejan los sentimientos de un período histórico muy significativo; en efecto, Eduardo Blanco publica la primera edición a dos años para la celebración del Centenario del Natalicio del Libertador. Todos los críticos e historiadores de la Literatura Venezolana coinciden con clasifican la obra Venezuela Heroica como una Epopeya Romántica; es la epopeya en prosa de la gesta emancipadora, en la que el autor hilvana con suma maestría la cruenta guerra, rindiendo así homenaje a las hazañas de quienes lucharon con valentía y sin descanso por la libertad venezolana.

GÉNERO: EPOPEYA ROMÁNTICA

La Epopeya Romántico es un género poético que se caracteriza por la majestuosidad de su tono y estilo; relata sucesos legendarios o históricos de importancia nacional o universal y, por lo general, se centran en un individuo, lo que confiere unidad a la composición. A menudo, introduce la presencia de fuerzas sobrenaturales en la acción y se describen batallas, tal como lo hiciera Homero en sus obras. En este tipo de cantos, se invoca a las musas, se toma en cuenta la participación de un gran número de personajes y abundan los parlamentos en estilo elevado. En ocasiones, se ofrecen detalles de la vida cotidiana, pero siempre como telón de fondo de la historia y en el mismo tono elevado del resto del poema.

La epopeya romántica que se presenta en Venezuela Heroica se caracteriza por el uso de epítetos e hipérboles como recursos necesario para la ampliación del tiempo y el espacio de los acontecimientos. En esta obra, existe una exaltación de los héroes venezolanos y de sus hazañas en relación con su entorno humano; y también allí se reflejan hechos importantísimos de la historia venezolana. Las narraciones de la historia se presentan como un poema épico en prosa, por ejemplo en el capítulo III del cuadro de "La Victoria" nos encontramos lo siguientes: "¡¡libertad!! ¡¡Libertad!! Cuánta sangre y cuántas lágrimas se han vertido por tu causa...! y todavía hay tiranos en el mundo!”

Otro aspecto importante de señalar es el uso de la hipérbole o exageración, los acontecimientos son agrandados mediante la comparación con hechos ocurridos en el pasado y se le da mayor dimensión. En el canto "La Victoria", las ciudades es comparadas con "Troya"; Boves es comparado con terribles conquistadores asiáticos; Ribas es un dios Olímpico y el epíteto que lo caracteriza es: "el Jaguar de las Pampas va a medirse con el León de las sierras; son dos grandes gigantes que rivalizan en pujanzas y que por primera vez van a encontrase".

• Romanticismo. Todos los críticos e historiadores de la literatura venezolana coinciden al ubicar a Venezuela Heroica como una obra de características netamente románticas. La manera tan subjetiva como Blanco presenta los acontecimientos que narra, la inspiración en el mundo de los hechos históricos venezolanos; el tono declamatorio y emocionado con que se dirige a sus lectores y hasta los recursos expresivos que utiliza, tendientes a conmover al público, entre otras cosas, justifican que se le considere una manifestación del romanticismo literario venezolano.

• Épica. La tonalidad épica de Venezuela Heroica se logra mediante los recursos de ampliación en el espacio, en el tiempo y líricamente en base a comparaciones, epítetos, hipérboles y otros recursos. La ampliación en el espacio persigue magnificar a los héroes en relación con los hombres que lo rodean. Cada héroe se destaca en relación con su entorno humano, con los otros héroes. En relación a la ampliación en el tiempo, a menudo los acontecimientos son agrandados mediante la comparación con hechos ocurridos en el pasado, ya sea en la antigüedad o en la Edad Media, lo que contribuye a darle mayor dimensión.
El profesor Raúl Peña Hurtado, en su texto Lengua y Literatura, muy conocido por los estudiantes del último año de sus estudios de Bachillerato, aporta las siguientes líneas para tipificar las características de Venezuela Heroica como Epopeya Romántica:

• Venezuela Heroica es una historia cargada del Subjetivismo de Eduardo Blanco, en ella hay mucho de poesía. Los hechos narrados no guardan una secuencia cronológica. Se refieren a episodios que, por su mayor relevancia, merecieron ser contadas a las futuras generaciones, para encender su patriotismo.

• En cuanto a La Visión Crítica de la Realidad, Eduardo Blanco trata de explicar el hecho histórico que presenta. Por ejemplo: en el cuadro "La Victoria" no se limita a describir la batalla, sino que nos la explica como una lucha fraticida, más que todo entre venezolanos, y plantea los hechos relacionándolos a su vez con acontecimientos históricos pasados, como una consecuencia de éstos.

• En cuanto a La Empatía de la obra, el fenómeno de empatía está presente en "Venezuela Heroica", Blanco se identifica con los hechos porque, aunque no los vivió, tuvo oportunidad de oírlos de boca de sus principales testigos, especialmente del General José Antonio Páez. El autor no se limita a narra sino que toma partido y justifica las hazañas patriotas mientras censura las acciones de los realistas

• El apoyo en Fuentes documentales de esta obra, se ve reflejado en que al escribir "Venezuela Heroica", Eduardo Blanco no sólo se basó en el testimonio de personas y héroes que vivieron los hechos narrados. Su condición de militar le permitió conocer los archivos de la guerra donde pudo revisar documentos y fuentes directas.

• En cuanto a la visión subjetiva de hecho histórico "Venezuela Heroica", es una historia apasionada porque su autor al narrar los hechos no lo hace tal cual los conoce, sino que todo lo transforma emocionalmente y presenta los hechos cargados por su propia emoción, característica propia del hombre romántico.

• El Estilo Poético hay que tomar en cuenta que esta obra fue escrita para conmover el ánimo de sus lectores; por eso está presentada en un estilo declamatorio, con una prosa vibrante, de gran sonoridad, por lo que el crítico Key Ayala, encuentra en ella la presencia de frecuentes y rotundos endecasílabos que le dan un ritmo especial. Hay, además una serie de expresiones literarias propias del romanticismo que complementan y contribuyen a aumentar los aspectos poéticos. Por ejemplo: el uso de frecuentes exclamaciones e interrogaciones cargadas de emoción.
VENEZUELA HEROICA

(FRAGMENTOS)

Textos tomados del blog Las letras que queremos hoy

La Victoria

(12 de febrero de 1814)

II

¡He aquí el año terrible! El año de las sangres y de las pruebas en cuyo pórtico aparece escrito por la espada de Boves, el Lasciate ogni speranza para los republicanos de Venezuela.

En torno de aquel feroz caudillo, improvisado por el odio, más que por el fanatismo realista, las hordas diseminadas en la dilatada región de nuestras pampas, invaden, como las tumultuosas olas de mar embravecida, las comarcas hasta entonces vedadas a sus depredaciones.

Mayor número de jinetes jamás se viera reunido en los campos de Venezuela. De cada cepa de yerba parecía haber brotado un hombre y un caballo. De cada bosque, como fieras acosadas por el incendio, surgían legiones armadas, prestas a combatir. Los ríos, los caños, los torrentes que cruzan las llanuras, aparecen erizados de lanzas y arrojan a sus riberas tropel innúmero de escuadrones salvajes, capaces de competir con los antiguos centauros.

Suelta la rienda, hambrientos de botín y venganzas, impetuosos como una ráfaga de tempestad, ocho mil llaneros comandados por Boves hacen temblar la tierra bajo los cascos de sus caballos que galopan veloces hacia el centro del territorio defendido por el Libertador.

Nube de polvo, enrojecida por el reflejo de lejanos incendios, se extiende cual fatídico manto sobre la rica vegetación de nuestros campos. Poblaciones enteras abandonan sus hogares. Desiertas y silenciosas se exhiben las villas y aldeas por donde pasa, con la impetuosidad del huracán, la selvática falange, en pos de aquel demonio que le ofrece hasta la hartura el botín y la sangre, y a quien ella sigue en infernal tumulto cual séquito de furias al dios del exterminio.

Es la invasión de la llanura sobre la montaña: el desbordamiento de la barbarie sobre la República naciente.

Conflictiva de suyo la situación de los republicanos, se agrava con la aproximación inesperada del poderoso ejército de Boves.

Bolívar intenta detener las hordas invasoras, oponiéndoles el vencedor en Mosquiteros”, con el mayor número de tropas que le es dado presentar en batalla.

Vana esperanza. Campo Elías es arrollado en “La Puerta”, y sus tres mil soldados acuchillados sin misericordia.

Tan funesto desastre amenaza de muerte la existencia de la República.

Campo Elías vencido, es la base del ejército perdida, es el flaco abierto, la catástrofe inevitable.

Todos los sacrificios y prodigios consumados por el ejército patriota para conservar bajo las armas la parte de territorio tan costosamente adquirida, van a quedar burlados.

La onda invasora se adelanta rugiendo: nada le resiste, todo lo aniquila. Detrás de aquel tropel de indómitos corceles, bajo cuyas pisadas parece sudar sangre la tierra, los campos quedan yermos, las villas incendiadas sin pan el rico, sin amparo el indigente: y el pavor, como ave fatídica, cerniéndose sobre familias abandonadas y grupos despavoridos y hambrientos que recorren las selvas como tribus errantes.

¡El nombre de Boves resuena en los oídos americanos como la trompeta apocalíptica!

Cunde el terror en todos los corazones; mina de desconfianza el entusiasmo del soldado; Caracas se estremece de espanto, como si ya golpearan a sus puertas las huestes del feroz asturiano; decae la fe en los más alentados, y una parálisis violenta, producida por el terror, amenaza anonadar al patriotismo. Cual si uno de los gigantes de la andina cordillera hubiese vomitado de improviso gran tempestad de lavas y escorias capaz de soterrar el continente americano, todo tiembla y toda se derrumba.

Sólo Bolívar no se conmueve; superior a las veleidades de la fortuna, para su alma no hay contrariedad, ni sacrificio, ni prueba desastrosa que la avasalle ni la postre.

Sin detenerse a deplorar los hechos consumados, alcanza con el relámpago del genio los horizontes de la patria; pesa la situación extrema que le trae la derrota de Campo Elías y la doble invasión que practican a la vez Rosete y Boves sobre la capital y sobre el centro de la República; mide sus propias fuerzas, que nunca encontró débiles para luchar por la idea que sostuvo, y concibe y pone en práctica, con enérgica resolución, un nuevo plan de ataque y de defensa.

Seguido de parte de las tropas con que asedia Puerto Cabello, va a fijar en Valencia su cuartel general; punto céntrico desde el cual con facilidad puede auxiliar a D’ Eluyar, a quien ha dejado frente a los muros de la plaza sitiada; al ala izquierda del ejército patriota, que cubre el Occidente; y a atender al conflicto producido en Aragua con la aproximación de Boves.

A tiempo que Ribas improvisa en Caracas una división para marchar sobre el enemigo, Aldao recibe orden de fortificar el estrecho de la Cabrera, donde va a situarse Campo Elías con los pocos infantes salvados de la matanza de La Puerta.

A Urdaneta que combate en Occidente, se le exige reforzar con parte de sus tropas las milicias que se organizan en Valencia. Ínstasele a Mariño a que acuda en auxilio del Centro. Díctase medidas extremas, pónese a prueba el patriotismo; al que puede manejar un fusil se le hace soldado; acéptase la lucha, por desigual que sea; y Mariano Montilla, con algunos jinetes, sale veloz del cuartel general, se abre paso por entre las guerrillas enemigas que infestan la comarca, y va a llevar a Ribas las últimas disposiciones del Libertador.

Nada se omite en tan difíciles circunstancias; lo que está en las facultades del hombre, se ejecuta, lo demás toca a la suerte decidirlo.

El conflicto entre tanto, crece con rapidez. Como aquellos terribles conquistadores asiáticos, ávidos de poder y venganza, Boves se adelanta por entre un río de sangre, que alimentan sus feroces llaneros al resplandor siniestro de cien cabañas y aldeas incendiadas, que el invasor va dejando tras sí convertidas en ceniza.

Apercibido a la defensa, el Libertador aguarda confiado en su destino la sucesión de los acontecimientos que van a efectuarse. Al terror general que le circunda, opone, como fuerza mayor, su carácter tenaz e incontrastable; al huracán que se desata para aniquilarle, enfrenta en primer término, toda una fortaleza; el corazón de José Félix Ribas.

El jaguar de las pampas va a medirse con el león de la sierra; son dos gigantes que rivalizan en pujanza y que por la primera vez van a encontrarse.

III

Apenas son siete batallones que no exceden en conjunto de 1.500 plazas, un escuadrón de dragones y cinco piezas de campaña, Ribas ocupa La Victoria, amenazada a la sazón por el ejército realista. Escaso es el número de combatientes que el general republicano va a oponer al enemigo, pero el renombre adquirido por este jefe afortunado alienta a cuantos le acompañan.

Empero, ¿Sabéis quiénes componen, en más de un tercio, ese grupo de soldados con que pretende Ribas combatir al victorioso ejército de Boves? ¡Parece inconcebible!.

En tres años de lucha, Caracas había ofrendado toda la sangre de sus hijos al insaciable vampiro de la guerra; hallábase extenuada, sin hombres que aportar a la defensa de su inválido territorio; y al reclamo de la patria en peligro, sólo había podido ofrecerle sus más caras esperanzas: los alumnos de la Universidad.

Allí van a buscarse los nuevos lidiadores que exhibe la República en aquellos días clásicos de cruentos sacrificios: y una generación, todavía adolescente, abandona las aulas y el Nebrija para tomar el fusil.

Sobre la beca del seminarista se ostenta de improviso los arreos del soldado. Y parten en solicitud del enemigo los imberbes conscriptos, confundidos con las tropas de línea; y aprenden de camino, el manejo del arma que los abruma con su peso, así como acostumbran el oído a los toques de guerra, y a las voces de mando de aquellos nuevos decuriones que se prometen enseñarles a morir por la Patria.

Todos marchan contentos; diríase que están de vacaciones. ¡Pobres niños! ¿Ligero bozo sombrea apenas sus labios y ya la pólvora va a enardecerles el corazón; apenas la sangre generosa de sus padres sienten correr ardiente por las venas, y ya van a derramarla! ¡La Patria lo reclama!.

¡Libertad!, ¡Libertad!, cuánta sangre y cuántas lágrimas se han vertido por tu causa… ¡y todavía hay tiranos en el mundo!.

La situación de La Victoria hasta entonces desguarnecida, y en la expectativa de ver caer sobre ella el azote del cielo, como a Boves nombraban, expresa elocuentemente el grado de terror que infundía en nuestras masas populares la ira, jamás apaciguada, de aquel feroz aliado de la muerte, a quien la vista de la sangre producía vértigos voluptuosos y fruiciones infernales.

Toda humana criatura sin distinción de edad, sexo o condición social, trataba de desaparecer de la presencia de tan funesto aventurero.

Los bosques se llenaban de amedrentados fugitivos, que preferían confiar la vida de sus hijos a las fieras de las selvas, antes que a la clemencia de aquel monstruo de corazón de hierro, que jamás conoció la piedad.

En el poblado, el silencio lo dominaba todo; nada se movía; casi no se respiraba. Los niños y las aves domésticas, parecían haber enmudecido; los arroyos callaban; el viento mismo no producía en los árboles sino oscilaciones sin susurros.

Los que habían podido huir a las montañas se inclinaban abatidos en el recinto del hogar, buscaban la oscuridad para ocultarse en ella como en los pliegues de un manto impenetrable, y a cada instante, sobrecogidos de pavor, creían oír ruidos siniestros, precursores de la catástrofe que los amenazaba, ruidos que no deseaban escuchar, pero que el terror sabía fingirles, haciéndoles más larga y palpitante la zozobra.

Ribas fue acogido por aquel pueblo agonizante como enviado del cielo.
SAN MATEO

(Febrero y marzo de 1814)

I

Digno del noble orgullo de una raza viril es el recuerdo de esta jornada insigne, ya que el alto ejemplo de heroica abnegación que en ella se consagra; ya por la excelsa manifestación que dio a la América, de lo inflexible de aquella voluntad que acometía, confiada sólo en su propio valer y su pujanza, la conquista más noble y más gloriosa a que puede aspirar el amor patrio.

“San Mateo” no es simplemente una batalla. Entre los episodios más trascendentales de nuestra guerra de independencia, figura en primer término; simboliza el heroísmo de la revolución….

II

Un sol desaparece y otro se levanta.

Entre los escombros de la revolución, aniquilada hasta en sus fundamentos por el triunfo inesperado y sorprendente de Monteverde, se eclipsa la histórica figura de Miranda: alta virtud a quien había confiado sus destinos la naciente República. Apágase en el polvo, donde cae destrozado el altar de la patria, el fuego sacro de la idea redentora. Desmaya el sentimiento que provocó a la rebelión. El cielo de las halagüeñas esperanzas se obscurece de súbito, y las sombras de un nuevo cautiverio como lóbrega noche, amenazan cubrir la inmensa tumba, donde parece sepultada para siempre, con el heroico esfuerzo, la más noble aspiración de todo un pueblo.

Dos años de lucha, entorpecida por infructuosos ensayos de sistemas políticos mal aconsejados por la inexperiencia en los negocios públicos, unidos al desaliento de candorosas esperanzas frustradas, al encono latente de rivalidades peligrosas, y a la amenaza, jamás bien escondida al egoísmo, de arrostras aún más serios conflictos y recias tempestades, antes del definitivo afianzamiento de las nuevas instituciones, habían gastados los resortes políticos de la revolución, mellado la entereza de sus más esforzados apóstoles, y entibiado entre la multitud el entusiasmo, de suyo escaso, por una causa, al parecer, de tan difícil como remota estabilidad.

(...)
…Para 1812, no era ni sombra de aquel risueño arbusto del 19 de abril, coronado de flores entreabiertas al sol de la esperanza; ni menos se asemejaba al soberbio gigante del 5 de julio, cargado de abundosos y sazonados frutos: apenas si era un tronco de solidez dudosa, protegido por escaso ramaje, falto de savia y amenazado de esterilidad. En tan cortos días los nobles promotores de la revolución habían envejecido, y sus propósitos heroicos, y sus conquistas, y los trofeos cuantiosos de sus primeras y ruidosas victorias, desaparecían entre la sombra de un ayer ya remoto, para las veleidades del presente. Desatinada y recelosa, avanzaba la revolución con paso incierto hacia el abismo de su completa ruina. En vano a su cabeza, cual poderoso paladín, ostentaba al veterano de Nerwide. En vano a prolongarle la existencia concurrían los esfuerzos de los más abnegados. El cáncer de la anarquía la devoraba, su ruina era evidente. De pronto, en medio al desconcierto que la guiaba, un obstáculo fácil de superar en otras condiciones, le cierra audaz el paso. Acometida de estupor, retrocede, fluctúa, avanza luego poseída de inexplicable vértigo, tropieza con un guijarro que le arroja el destino, y empujada por la mano trémula de Monteverde, vacila y cae vencida, cuando con poco esfuerzo habría podido alzarse victoriosa.

La capitulación de La Victoria fue la mortaja en que se envolvió para morir. La perfidia la recibió en su seno y la ahogó entre sus brazos.

Miranda, la postrera esperanza de los independientes, sucumbe con la revolución y eclipsado el astro, sobreviene la noche…

III

Postración dolorosa, que explotaron hasta la saciedad los vencedores confiscando las riquezas de los vencidos, ultrajando su dignidad, su honra y sus costumbres, y anegando el país en sangre generosa.

Cumaná, quizás la más herida de las provincias orientales por la ferocidad de sus dominadores, es la primera que reacciona, pero su heroico esfuerzo no alcanza a sacudir la postración de sus hermanas. Sin embargo, aquel nuevo Viriato, como graciosamente a Monteverde calificaron sus aduladores, se estremece de espanto ante la ruda obstinación de los patriotas orientales, y poseído de salvaje furor, oprime entre sus brazos, casi hasta estrangularla, la presa que le diera la Fortuna y que presume conservar.

¡Ilusoria esperanza! En medio de tan profunda oscuridad para la sometida Venezuela, un gran foco de luz aparece de súbito en la empinada cima de los andes. Chispa al principio, oscilante entre los ventisqueros, acrece rápidamente hasta alcanzar las proporciones del dilatado incendio. En la inflamada región de los volcanes brilla radiosa como el ígneo penacho del Pichincha, cuando viste el gigante los terribles arreos de su imponente majestad; ilumina con resplandores que deslumbran a la cautiva América; inflama el mar con los reflejos de su fulgente lumbre, y atónitos y mudos la contemplan, desde el templo del sol hasta las playas donde Colón dejó caer el ancla de sus naos victoriosas, los descendientes de los Incas y los hijos sin patria de aquellos mismos héroes que al cetro de Castilla la dieran cual presea.

Aquella inmensa lumbre, aquella hoguera amenazante para los exarcados españoles, es el primer destello del genio de la América: es Bolívar que surge coronado de luz como los inmortales; es la presencia del adalid apóstol, que de lo alto de su corcel de guerra, predica la nueva doctrina americana al resplandor fulmíneo de su espada.

Airado vuelve los ojos a su patria el futuro Libertador de un mundo, y la contempla de nuevo esclavizada, moribunda, bajo la férrea planta de sus ensañados opresores. En las alas del viento que sacude la tricolor bandera sobre las cumbres de los Andes, llegan a él entre lamentos prolongados, el último estertor de la madre ultrajada y el chasquido del látigo con que se la flagela, atada al poste infamador de la ignominia. Justa es la indignación del héroe americano, profundo su dolor, cuando llama al combate a sus propios hermanos, sin obtener respuesta. En vano los exhorta a proseguir la ardua cruzada: muéstranse los más indiferentes. En vano les recuerda la altivez de otros días, los juramentos espontáneos de morir por la patria, la libertad perdida y todas las miserias a que somete la tolerada esclavitud: su voz se pierde en el silencio que acrece el estupor.

Aquel cuadro doloroso prueba a Bolívar lo que ya sospechaba: que la revolución había caído para no levantarse sino apoyada en un esfuerzo sobrehumano. La tempestad revolucionaria detenida de súbito en su rápido curso, había plegado las podero9sas alas y, constreñida por una fuerza extraña, apenas si podía estremecer la oculta fibra del amor patrio, latente en el recóndito de pocos corazones.

Despreciada por unos, maldecida por otros, por todos relegada al olvido, la revolución era un cadáver que sólo una voluntad superior podía galvanizar. Bolívar se juzgó capaz de tanto esfuerzo y lo intentó.

Pero, ¿quién era él?. ¿Quién el atrevido aventurero que osaba acometer tan magna empresa? Nadie lo conocía; la común desgracia le había hecho extraño a la memoria de sus propios hermanos. Después de aquella ruina y del estrago de una catástrofe espantosa ¿a qué volver a provocar las iras del león con el descabellado intento de arrancarle su presa?. Ni ¿cómo pretender arrebatar con débil brazo lo que un gigante se empeña en retener? Y en vano aquel sublime enajenado se esfuerza por alentar a las víctimas que perdona el cuchillo de feroces verdugos; amenaza, suplica, se inflama al fin en ira, y desnuda el acero. ¡Ay! Su cólera terrible hará más que sus ruegos; aquélla se desborda, y una ola de sangre surcada de relámpagos, desciende de las cumbres andinas con la violencia del alud, con el fragor del trueno.

(...)

La historia pavorosa de aquel tiempo, escrita al resplandor de una llama infernal con la sangre inocente de los niños descuartizados por Zuazola, sobre el seno materno herido y palpitante, recoge, poseída de estupor, las tremendas palabras de Bolívar estampadas con caracteres de fuego en el Decreto de Trujillo: decreto aterrador, reto inaudito que le trae con las iras de todas las pasiones, mortales amenazas e implacables furores.

V

Henos aquí a las puertas de aquel infierno más espantoso que el infierno de Dante: a la entrada de aquel periodo pavoroso de nuestra lucha de emancipación, conocido con el lúgubre nombre de la guerra a muerte.

El Decreto de Trujillo, espada de dos filos que esgrime audaz la mano de Bolívar lo tenemos delante, y es forzoso detenernos frente a frente de su satánica grandeza.

Ahí está, como siempre, sombrío y amenazante para unos, cual un escollo donde van a estrellarse nuestras pasadas glorias; para otros, deslumbrador y justiciero, como la espada a que debió su libertad el pueblo americano. Osar decir si fue digno de escomió o vituperio, si conducente o pernicioso al término feliz de la gran lucha, es empresa tan ardua que sólo la imparcial posteridad podrá llevar a cabo.

VI

El Decreto de Trujillo es el pavés sobre el cual aparece Bolívar en 1813. Escudo sangriento levantado al cielo por los mil brazos de la revolución, en que se exhibe como deidad terrible el egregio caudillo americano.

Precedido por el espanto que infunde en nuestros enemigos y por el entusiasmo que despierta entre la multitud, rueda, con pavoroso estrépito, sobre los yermos campos de Venezuela, el carro de la revolución. Apenas quinientas bayonetas lo escoltan y protegen; pero con él, desnudo el sable, radiosa la mirada y atronando el espacio con sus gritos de guerra, van Ribas, y Urdaneta, y Girardot, y D’ Eluyar, y el inmortal Ricaurte, sedientos de combates y de gloria. Nada resiste el ímpetu de su heroica bravura. En vano cierra España con numeroso ejército, la ancha vía que recorren audaces, dejando en cada huella sembrada una victoria. Allá “Agua-obispos”, la terrible y sangrienta, medio oculta en un repliegue de los Andes, como en los bordes de un inmenso sepulcro. Después “Niquitao”, que aun deslumbra en la historia con los reflejos de la espada de Ribas. Luego “Horcones”, y más tarde “Taguanes” que abre a Bolívar las puertas de Caracas y cubre con su manto de púrpura aquella campaña prodigiosa, marcha triunfal del genio sobre los destrozados hierros del despotismo.

Un grito inmenso de júbilo y asombro se propaga por toda Venezuela. Revive el amor patrio, llena los corazones, y del sangriento polvo donde cayera exánime la naciente República, se alza de nuevo majestuosa y terrible al amparo de Bolívar y de su incontrastable voluntad.

1813 es una aurora; aurora de un instante que luego nublan sombras pavorosas, pero que exhibe en todo su esplendor al hombre extraordinario a quien debió su libertad el pueblo americano.

Dignidad, entusiasmo, amor patrio, energía en el propósito de la idea redentora, leyes, instituciones, fuerza para luchar, y la esperanza del definitivo afianzamiento de nuestra nacionalidad republicana, todo renace a la presencia de Bolívar. Venezuela le aclama su libertador; ciñe coronas a su frente inmortal, y de nuevo se lanza a la enseñada lid donde con suerte varia lucha sin tregua hasta alcanzar su independencia.

Desvanecido el estupor que produjera en nuestros enemigos la audaz campaña de Bolívar, torna España a esgrimir el sanguinoso acero de sus indomables defensores; reorganiza sus huestes destrozadas; apela una vez más al fanatismo de la masa inconsciente de nuestro pueblo, su poderoso aliado; provoca la ambición de obscuros caudillejos con la aprobación tácita de todos los desmanes cometidos por Monteverde; cobra aliento al pesar la superioridad numérica en que aventaja a sus contrarios; exalta el odio entre los dos partidos; sopla la hoguera en que habrán de consumirse vencedores y vencidos, y desata las alas de aquella tempestad de furiosas pasiones que de nuevo se agitan con estrépito sobre los yermos campos de la patria.

X

El 23 de febrero de 1814, diez días después de la heroica defensa de La Victoria por el General Ribas, acampó Bolívar, con su Estado Mayor y con su guardia, en el pueblo de San Mateo.

A pesar del rechazo que habían sufrido los realistas, era en extremo conflictiva la situación de la comarca. El terror dominaba todos los ánimos. Poblaciones enteras huían despavoridas a la aproximación de las hordas de Boves, y una emigración numerosa afluía al cuartel general republicano buscando amparo en el ejército.

Niños, mujeres y ancianos sobrecogidos de espanto, enflaquecidos por la miseria, seguían los cuerpos que velozmente iban reconcentrándose en San Mateo: y en torno de aquellos bravos que dividían con ellos su escaso pan con mano generosa, gritaban sin concierto, prorrumpiendo en desgarradores alaridos a la menor alarma.

Situado el Libertador en San Mateo, punto escogido como estratégico, para vigilar los movimientos del poderoso ejército enemigo reconcentrado en la Villa de Cura, y auxiliar con más facilidad, en caso necesario, una u otra de las dos ciudades más importantes de la República (Caracas y Valencia), amenazadas a la sazón por los realistas, se ocupa en reforzar sus posiciones con algunas obras de defensa, en tanto que la llegada del ejército de Oriente, acaudillado por Mariño, y esperado con ansiedad creciente durante muchos días, le pone en capacidad de acometer a Boves y de abrir, con probabilidades de buen éxito, una nueva campaña.

En la mañana del 26, se incorporó al Libertador el Mayor general Mariano Montilla, con la división de los Valles del Tuy, y al día siguiente los cuerpos de Ponce y de Salcedo y la brigada de Barquisimeto al mando de Villapol. Las fuerzas todas de los independientes, reunidas en San Mateo, ascienden a 1.500 infantes, con cuatro piezas de campaña de grueso calibre y 600 jinetes, entre los cuales figura el brillante escuadrón de Soberbios Dragones, ansioso por vengar la muerte de su jefe, el bravo Rivas-Dávila.

Repuesto Boves del descalabro sufrido en La Victoria, e impaciente por medirse con el Libertador, a quien cree exterminar con el empuje de sus numerosos escuadrones, se apresura a caer de nuevo sobre los republicanos, mal seguros en sus posiciones de San Mateo. A la cabeza de ocho mil combatientes sale orgulloso de la Villa de Cura; ocupa a Cagua, pueblo inmediato al cuartel general de los independientes; ordena a su vanguardia forzar en el paso del río las avanzadas a cargo de Montilla, las que le oponen dura resistencia; repliega con la noche; toma ventajosas posiciones en las alturas que dominan al sur del caserío, y espera el día para librar una batalla en la que de antemano se adjudica la victoria.

XXI

Un grito inmenso de triunfo y de alegría resuena al mismo tiempo en el campo realista; pero instantáneamente, insólita explosión y aterrador estrépito retumba en todo el valle, y densa nube de humo y de polvo asciende al cielo entre lenguas de fuego y cubre la montaña.

¿Qué pasa? ¿Qué acontece? Todos lo adivinan al disiparse el humo que cual fúnebre manto se extiende sobre la casa del Ingenio. ¡El antiguo edificio convertido de súbito en un montón de escombros, pregona el heroísmo de Ricaurte…! ¡Glorioso sacrificio a que no le induce la desesperación; ni se puede estimar como el arranque del despecho de una trágica muerte, ni menos como la protesta insolente del orgullo militar humillado! No; Ricaurte no es Cambrone en el último cuadro de Waterloo, revolviéndose en su agonía de león, para escupir el rostro, con frases de desprecio, a su enemigo vencedor. Está más alto. El amor a la patria es sólo quien le inspira… Una peripecia de la batalla le sirve de pedestal y sobre ella se empina. Su talla adquiere las proporciones de los antiguos héroes; su cabeza se pierde entre deslumbradoras claridades; a sus pies todo lo ve pequeño, menos la huesa que para recibirle cava todo un ejército. Desde la altura en que se encuentra divisa el campo de batalla; en él a sus amigos desesperados de vencer; a Boves, soberbio y victorioso; y tanto esfuerzo inútil y tanta sangre vertida infructuosamente, y la patria humillada, y su causa perdida: todo lo ve a sus pies, y árbitro se siente y soberano de la cruenta jornada: Su vida por mil vidas y por el triunfo de los suyos, le propone el Destino; y convencido acepta el sacrificio, y corre a él; y espanta, y vence, y desaparece de la tierra para ceñir en la inmortalidad la refulgente aureola de su gloriosa abnegación.

Ante aquel extraordinario sacrificio, Boves retrocede aterrado, y de nuevo va a guarecerse en las alturas.

Bolívar le persigue hasta sus inexpugnables posiciones; recorre el campo donde yacen extendidos mil cadáveres, y espera la llegada de Mariño para abrir la campaña.

Tres días más permanece el terrible asturiano en sus antiguas posiciones; luego cambia de aviso y se retira al fin de la presencia de Bolívar, noticioso de la proximidad del esperado ejército de Oriente.

CARABOBO

(24 de junio de 1821)

COLOMBIA, la aspiración grandiosa del genio de Bolívar, era una realidad.

Hija del heroísmo, concebida en el seno de las tempestades al eléctrico resonar de los clarines, entre el fragor de las batallas, los rugidos del león soberbio, dominador del Nuevo Mundo, y los himnos triunfales de un pueblo fanatizado hasta el martirio por loa idea redentora de la independencia y libertad, había surgido altiva como deidad terrible, coronada la frente de sangrientos laureles y armada de la noble potencia de su virilidad y sus derechos, del surco ardiente de la guerra en el campo inmortal de “Boyacá”.

Sobre el rico trofeo de cien victorias, descollaba con proporciones gigantescas, entre las nacientes Repúblicas americanas. Su porvenir estaba lleno de promesas; su nombre, al par de sus hazañas, era timbre de orgullo para los pueblos del Nuevo Continente; y al amparo de su egida, nuevas fuerzas, y brío, y mayor ardimiento cobraban las aspiraciones y los nobles propósitos de los sostenedores de aquella cruenta lucha contra el poder dominador de la Metrópoli.

Apenas en su aurora, la viva luz que difundía aquel astro radiante prometía no eclipsarse jamás.

No obstante, la lucha desastrosa empeñada hacía ya tantos años, continuaba con el mismo calor. Vilipendiada al par que combatida siempre por sus implacables enemigos. Colombia se ostentaba orgullosa en medio del huracán que se esforzaba en abatirla. Apenas si podía dar un paseo en el camino de su engrandecimiento, que no fuera apoyada en su robusta espada, que no hubiera menester abrirse campo con el fuego de sus cañones. Su imperio se extendía sobre ruinas humeantes, sobre campos desiertos, sobre doscientos mil cadáveres que clamaban venganza, sobre un suelo estremecido de continuo por el sacudimiento de las batallas.

(...)

Empero, tanta perseverancia y tan costosos sacrificios no habían de ser estériles.; para teñir de (...)púrpura la aurora del gran día del definitivo afianzamiento de nuestra independencia, por todos esperada con anhelo tras una noche de tres siglos, mucha sangre generosa había sido indispensable derramar; pero la aurora tan deseada iba a lucir al fin en los horizontes de la Patria.

III

A pesar de los obstáculos de todo linaje, con que el esfuerzo y la tenacidad de los jefes realistas embarazaban la marcha progresiva de la Revolución y su creciente desenvolvimiento, nuestras conquistas en 1820 eran trascendentales y de incontestable valimiento. Venezuela se había unido a su vecina hermana bajo el fulmíneo casco de Colombia. Nuestra fuerza moral era imponente. Nuestro ejército probado en cien batallas, aunque escaso en número, era disciplinado y aguerrido. Nuestros generales, así como nuestros magistrados, habían cobrado experiencia y alcanzado con la continua rotación de los sucesos, la altura indispensable al puesto que ocupaba y la prudencia tan necesaria así en la guerra como en las emergencias de los negocios públicos. La serenidad y el frío cálculo habían vencido y dominado el atolondramiento, la irreflexiva impetuosidad y las jactanciosas presunciones que, junto con el antagonismo de intereses y pasiones, tan funestos resultados dieran más de una vez en los primeros tiempos de la Revolución. Una sola voz, un solo pensamiento, dirigía aquel conjunto de homogéneos propósitos, antes de aspiraciones turbulentas y de intereses encontrados, entonces sometidos a una sola ley, a una sola voluntad: voluntad por todas acatada y estimada por todos como imprescindible.

Para 1820, España comenzaba a dudar del sometimiento de sus rebeldes colonias, y nuestro pueblo esquivo largo tiempo al sagrado propósito de sus libertadores, se inclinaba a creer en las promesas de los nobles apóstoles de la libertad y del derecho americano… España, en su propósito de someter a la rebelde Venezuela al yugo colonial, había agotado cuantos medios violentos le había sugerido la ferocidad de las más exaltadas pasiones: la represión salvaje, el cautiverio inquisitorial, el hambre, el hierro, el fuego, la perfidia con sus garras ocultas, el verdugo disfrazado de amigo. Pero el terror y la crueldad habían sido ineficaces. En vano se condenaban a la mendicidad y al desamparo las familias de los tachados de rebeldía; en vano se exhibían en las encrucijadas de los caminos públicos, en las plazas de las aldeas y en las puertas de las ciudades principales, cabezas cortadas por los verdugos, brazos, piernas y esqueletos pendientes de los árboles, clavados sobre picas o encerrados en jaulas para defenderlos de las aves de presa y prolongar el espanto que desean infundir entre la multitud. La cabeza de Ribas estuvo exhibida por cuatro años en una de las llamadas puertas de Caracas. Y nada fue bastante a detener el impulso que impelí9a a Venezuela a su emancipación; las medidas violentas se desprestigiaron y agostaron, y otros medios más hábiles fueron puestos en práctica a ver de contener por la conciliación lo que alcanzar no pudo la violencia, ni menos la crueldad.

---------------------------------------

IV

… La libertad proclamada en España, en el seno mismo de los acontecimientos de las tropas expedicionarias con destino a reforzar en Venezuela el ejército de Morillo, al par que abate el despotismo y coloca bajo la egida de instituciones liberales el porvenir político de la Península, favorece a América la transformación republicana de las colonias españolas.

Fijo, no obstante, como siempre, el Gobierno de la Metrópoli, en el propósito de conservar a la Corona sus posesiones de ultramar, se apresura, recién jurada la Constitución, a restablecer su quebrantada autoridad en las colonias; pero descaminado respecto al verdadero espíritu de la Revolución americana, cree allanable por la conciliación lo que vanamente por las armas se había empeñado en reprimir.

En tal sentido, la promesa de instituciones liberales y de una amplia amnistía, junto con el ofrecimiento de dignidades y empleos para los jefes insurgentes que sostenían la guerra en Nueva Granada y Venezuela, fue el primer paso de las Cortes en el camino de un avenimiento entre la Madre Patria y sus rebeldes hijos; y, con tal fin, encárgese a Morillo la pacificación de las provincias sublevadas por medio de la conciliación de tan encontrados intereses.

La nueva inesperada de sucesos tan extraordinarios, como los que se efectuaran en España, produjo en sus colonias una profunda conmoción, no exenta de desaliento y de despecho, entre los sostenedores del principio monárquico absoluto y de la integridad del territorio sometido por los conquistadores al cetro de Castilla. Aquel insigne triunfo de las nuevas ideas sobre el absolutismo, triunfo reputado por el pueblo español como la más gloriosa de sus victorias cívicas, desprestigia en América el poderío de la Corona y sus augustos fueros, no solamente entre las clases inferiores poseídas las más de fanático realismo e incapaces de suponer nada tan alto y poderoso como la voluntad de sus monarcas, sino aún entre aquellos mismos más esclarecidos a quienes era fácil concebir la trascendencia de un cambio tan favorable a sus personales intereses…

IX

Valeroso y disciplinado era el ejército español, y superior en número al que el Libertador podía oponerle, a pesar de las favorables circunstancias que avigoraban la causa republicana, y la popularizaban hasta entre los más esforzados opositores.

No obstante las ventajas y desventajas de los opuestos bandos, podían equilibrarse; si en el realista prevalecía por el momento la fuerza material, campeaba en su contrario el entusiasmo y la fuerza moral de todo un pueblo identificado en una misma aspiración. Para cada una de las bayonetas de que LA Torre disponía, diez corazones resueltos a sacrificarse por la patria podían oponerle los republicanos.

Con creciente rapidez acercábase el desenlace de aquel sangriento duelo, reñido con el mismo furor hacía ya tantos años; y a nadie se ocultaba que había de ser ruda y decisiva la próxima batalla que se librase en Venezuela.

(...)

En su larga carrera, Bolívar había pugnado con dos hombres verdaderamente notables por las condiciones especiales que los distinguieron en aquella guerra desastrosa, y ambos habían desaparecido del palenque sin haber logrado avasallarlo. En Boves había combatido al sectario de las propias creencias, al hombre de la naturaleza, el torbellino de las pasiones de la época, con todas las iras y arrebatos de una ambición ardiente, con todo el arrojo de un carácter resuelto y exaltado, y toda la pujanza y valentía del león. En Morillo había luchado contra el renombre glorioso, la pericia militar, el ardor reflexivo y la ordenada impetuosidad de un capitán experto y temerario a la vez que prudente. Sometido a las reglas que prescribe la disciplina hasta encadenar su genial intrepidez a las severas prescripciones de la táctica; tan rudo como hábil, de propias ideas, de no escasas aptitudes para el desempeño de la empresa que se le había confiado, sagaz, cruel, arrebatado, perseverante, sin dotes de caudillo, pero terrible e indómito.

X

Breves días duró la suspensión delas hostilidades acordadas en Trujillo, tregua tan desastrosa para España como benéfica para las armas de Colombia. LA guerra enciende de nuevo su destructora tea, el rayo vibra y en la vasta extensión de Venezuela dilata sus fragorosas resonancias.

No obstante, la súbita ruptura del armisticio, acogida con férvido entusiasmo por los independientes, fue como el despuntar de una risueña aurora para la causa americana.

Tras las espesas nubes que obscurecieron hasta entonces los horizontes de la patria, aparecen los primeros destellos de un sol resplandeciente que todo lo ilumina, lo exhibe, y magnifica con sus brillantes resplandores. Los bandos enemigos se miran sin el pasado enojo y se contemplan con admiración. No ya más lucha entre tinieblas aglomeradas por el odio; las sombras huyen avergonzadas y con ellas desaparecen las escenas terribles, el furor fratricida y la saña mortífera que alimentaran en su seno. La tierra absorbe la sangre derramada y el yermo campo reverdece y produce laureles. La espada de los héroes luce ante el nuevo sol, resplandeciente y sin mancilla; y el mismo ronco estrépito del bronce formidable que truena en las batallas, pierde la lúgubre y aterradora repercusión de los pasados tiempos. Sólo el acaso es responsable de la sangre que se derrame en los combates…

XVIII

Al despuntar la aurora del 24 de junio de 1821, el ejército republicano se pone en movimiento apresta las armas, deja en el campamento todos los equipajes, ganados y acémilas que pudieran embarazar su marcha, y, apercibido a la pelea, recurre lleno de entusiasmo la distancia que media entre las dos llanuras, testigos de sus pasados triunfos.

Alegre y bulliciosa era la marcha de nuestros regimientos: más que reñir una batalla, aquellos bravos, ansiosos por llegar al término deseado, parecían dirigirse a una feria. Ante la gloria de la Patria, nadie pensaba tristemente arrebatar a la victoria la mayor cantidad de laureles era la aspiración de todos. En medio del ruido acompañado de la marcha resonaban estrepitosos vítores fanfarronadas estrambóticas, gritos preñados de amenazas; y se entonaban coplas de melodioso ritmo, alusivas a los pasados triunfos, a nuestros héroes muertos, no vencidos: y corrían chanzonetas sarcásticas sazonadas de gracia y de dichos picantes, que, unidas al metálico chasquido de las armas, al relincho de los caballos y al susurro del viento en el ramaje de los árboles, formaban un extraño concierto, estrepitoso e inarmónico, pero lleno de virilidad y de alegría. Nuestros soldados, como los antiguos lacedomonios que presidía Tirteo, se enardecen y con los himnos guerreros de sus bardos salvajes, y cantando sus pasadas glorias se dirigen a Carabobo.

Empero, para llegar a la inmortal llanura por el camino que Bolívar seguía, era necesario superar graves inconvenientes opuestos por la naturaleza; los que, dado caso que hubiera sabido aprovechar el enemigo, ruda y costosa habría sido, sin duda la empresa de vencerlos. Después de esguazar el Chirgua y de internarse en las tortuosas quiebras de la serranía de la Hermanas, había que penetrar por el desfiladero de Buenavista, posición formidable donde pocos soldados bastan a contener todo un ejército; marchar luego por un camino lleno de asperezas, dominado en gran parte por alturas cubiertas de bosques y zarzales, y atravesar, al fin, una abra estrecha y larga, fácil de defender.

La Torre desprecio, sin embargo, las ventajas que ofrecía la conformación de aquel terreno por donde forzosamente nuestro ejército tenía que penetrar. Franca dejó al Libertador tan peligrosa vía, conformándose sólo con defender la entrada a la llanura. La pérdida completa del destacamento situado en Tinaquillo, fue acaso la razón que decidiera al enemigo a reconcentrar todas las fuerzas. Las avanzadas que tenía en Buenavista replegaron a la aproximación de los independientes; ocuparon éstos tan inexpugnable posición; y desde allí pudieron ver nuestros soldados todo el ejército español, desplegado en batalla, en la espaciosa sabana de Carabobo.

El bélico alborozo de los primeros Cruzados al divisar los muros de Jerusalén, ansiando redimir al sepulcro de Cristo, no fue mayor que el júbilo entusiasta que se produjo en el ejército patriota al contemplar el campo de batalla donde había de efectuarse la completa redención de Venezuela. Un grito inmenso resonó en las alturas que dominaran de lejos el campamento de La Torre, grito terrible, provocación amenazante de seis mil combatientes, resueltos a conquistar aquel día, la ma´s trascendental de sus victorias o a perecer en la contienda.

XXIII

Con un frente de cuatrocientos hombres y sin más fondo que dos hileras de soldados. “Apure”, “Tiradores” y “La Legión Británica” avanzan simultáneamente, con ls bayonetas asentadas sobre los regimientos españoles con que La Torre riñe la batalla; carga brillante, a cuyo empuje ceden los realistas, pierden sus posiciones, y repliegan buscando apoyo en el grueso de su caballería.

Mientras lucha tan bizarramente nuestra infantería, inferior en mucho a la contraria, atraviesa la difícil quebrada un grupo de jinetes de la guardia de Páez, encabezado por el valiente Capitán Ángel Bravo, y parte del escuadrón primero de “Lanceros”, a las órdenes del Coronel Muñoz; y a tiempo llegan de hacerle frente a los húsares de “Fernando VII” y a los Dragones y Carabineros de la “Unión” que en número de quinientos caballos lanza La Torre sobre la extrema izquierda de nuestra línea de batalla con el objetivo de envolverla…

Páez reúne, entre tanto, los trozos de su caballería que lentamente salen a la llanura. Su ansiedad por allegar el mayor número, sin privar de su presencia alentadora a su diezmada infantería, se descubre en la rapidez vertiginosa con que lanza su impetuoso caballo para acudir a todas partes: así se ve lucir entre el revuelto torbellino del combate su rojo penacho, batido por el viento, cual una llama errante, veloz, inextinguible, alma de la batalla, provocadora del incendio.

De pronto, en medio de la inquietante expectativa que sufren los dos bandos, la llama voladora se detiene; y Páez lleno de asombro, vé salir de la nube de polvo que oculta los efectos de aquel violento choque, a un jinete bañado en propia sangre, en quien al punto reconoce al negro más pujante de los llaneros de su guardia: aquél, a quien todo el ejército distingue con el honroso apodo de “el primero”( Los llaneros llamaban así al Teniente Camejo, porque su bravura reconocida lo llevaba a ser siempre el primero que acometía al enemigo en toda carga.)

XXIV

El caballo que monta aquel intrépido soldado, galopa sin concierto hacia el lugar donde se encuentra Páez; pierde en breve la carrera, toma el trote, y después, paso a paso, las riendas sueltas sobre el vencido cuello, la cabeza abatida y la abierta nariz rozando el suelo que se enrojece a su contacto, avanza sacudiendo su pesado jinete, quien parece automáticamente sostenerse en la silla. Sin ocultar el asombro que le causa aquella inexplicable retirada, Páez le sale al encuentro, y apostrofando con dureza a su antiguo émulo en bravura, en cien reñidas lides, le grita amenazándole con un gesto terrible: ¿Tienes miedo?... ¿No quedan ya enemigos?... ¡Vuelve y hazte matar!... Al oir aquella voz que resuena irritada, caballo y jinete se detienen: el primero, que ya no puede dar un paso más, dobla las piernas como para abatirse; el segundo abre los ojos que resplandecen como ascuas y se yergue en la silla; luego arroja por tierra la poderos lanza, rompe con ambas manos el sangriento dormán, y poniendo a descubierto el desnudo pecho donde sangran copiosamente dos profundas heridas, exclama balbuciente: Mi General … Vengo a decirle adiós… porque estoy muerto. Y aballo y jinete ruedan sin vida sobre el revuelto polvo, a tiempo que la nube se rasga y deja ver nuestros llaneros vencedores, lanceando por la espalda a los escuadrones españoles que huyen despavoridos.

Páez dirige una mirada llena de amargura al fiel amigo, inseparable compañero en todos sus pasados peligros; y a la cabeza de algunos cuerpos de jinetes que, vencido el atajo han llegado hasta él, corre a vengar la muerte de aquel bravo soldado cargando con indecible furia al enemigo…

XXV

Mayor que la impaciencia que Bolívar había experimentado con el retardo de las dos divisiones, fue su angustia, cuando al flaquear el enemigo, miró resuelta la batalla por el heroico empuje de Páez y sus soldados, sin que fuera posible conseguir que todo el ejército español quedase prisionero. Vencedora, ero destrozada, no era dable a la 1ª división rendir a sus contrarios. En tal conflicto, el Libertador ordena a Plaza y a Cedeño prescindir del camino que llevan y penetrar al campo de batalla rompiendo las tupidas malezas y trasmontando las colinas como les fuera posible. Y embargada el alma con el placer de la victoria, el propio tiempo que por el sentimiento de que no llegara a ser completa, presencia entusiasmado los esfuerzos de Páez por sellar aquel día la más gloriosa página de su historia inmortal.

Sin el apoyo de su caballería, La Torre se ve envuelto: los batallones con que hace frente a la “Legión Británica”, “Apure” y “Tiradores” retroceden con precipitación. En vano se empeña en detener aquel funesto movimiento precursor del desastre¸ en vano, con el ejemplo de una entereza singular, estimula a sus aturdidos camaradas. Inútil es su empeño; su voz se pierde en el estrépito de la ardorosa lid, su brazo se fatiga. Tenaz soldado insiste, sin embargo, en la tarea imposible de conjurar los estremecimientos de la catástrofe que amenaza estallar y que lo arrastra, al fin, con la impetuosidad del huracán “Hortslrich”, da, el primero, el pernicioso ejemplo; al bote de nuestras bayonetas rompe las filas, se desbanda y huye produciendo terrible sacudida entre los otros cuerpos españoles. “Burgos”, fluctúa, no obedece la orden que le intiman sus jefes, de dar frente a los lanceros reunidos de Silva y de Muñoz; y cargado de flanco se desordena, gira sin concierto, y sirve de pasto a las lenguas de acero de nuestros escuadrones…

Ante aquella furiosa acometida, “Valencey” retrocede y “Babastro” se rinde; mas ¡ah! su postrera descarga antes de entregarse prisionero, arrebata a Colombia una de sus más puras y más preclaras glorias: Una bala penetra el corazón del joven héroe, y Plaza expira entre los vítores del triunfo.

Con la entrega de “Babastro”, el campo de batalla se siente sacudido por la gran catástrofe de las legiones españolas; y un grito espantoso, clamor desgarrador, inmenso último suspenso de agonía de aquel pujante ejército, resuena en la llanura, y la derrota, contenida un instante, se declara completa.

“Carabobo” duró lo que el relámpago, puede decirse que para todos fue un deslumbramiento.

Sobre la frente erguida del vencedor en “Las Queseras” brillaba un laurel más, y de alto precio.

El Libertador desciende a la llanura en el momento que se decide la batalla. Su pronóstico estaba cumplido; el ejército patriota saluda entusiasmado a su inmortal caudillo.

FUENTE

Biografía y vidas
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/blanco_eduardo.htm

Vasquez, M. Las letras que qnálisis de ueremos.
http://mireyavasquez.blogspot.com/2010/12/seleccion-de-capitulos-de-venezuela.html

Wikipedia. La Enciclopedia libre

Zavarce, J. AVenezuela heroica. Monografias.com



martes, 19 de julio de 2011

María, novela romántica de Jorge Isaacs

BIOGRAFIA DE JORGE ISAACS



El padre de Jorge Isaacs era George Henry Isaacs, un judío inglés procedente de Jamaica, que se instaló primero en el Chocó, donde se enriqueció con la explotación minera aurífera y el comercio con Jamaica, y después en Cali, donde era dueño de 12.500 hectáreas. Allí, tras convertirse al cristianismo y obtener la ciudadanía colombiana, se casó con Manuela Ferrer Scarpetta, hija de un oficial de la Marina española llamado Carlos Ferrer. De la unión de ambos nació, en 1837, Jorge Isaacs. Su padre fue propietario de tres haciendas cerca de Cali, llamadas "La Manuelita", "Santa Rita" y "El Paraíso" o la casa de la sierra. Ésta última, propiedad de la familia entre 1855 y 1858, será el escenario de la obra más importante del escritor, su novela María. "El Paraíso" está conservado hoy día como museo, con numerosas referencias a esta novela.

Se sabe poco de su infancia: se educó primero en Cali, luego en Popayán, y por último en Bogotá, entre 1848 y 1852, durante los años de gobierno de José Hilario López. En su poesía, Isaacs evoca el Valle del Cauca como el espacio idílico en que transcurrió su infancia, y la marcha a Bogotá debió suponer para él un paso difícil. Regresó a Cali en 1852, parece ser que sin haber terminado sus estudios de bachillerato. En 1854 luchó en las campañas del Cauca contra la dictadura del general José María Melo, por espacio de siete meses. Su familia atravesó por entonces una difícil situación económica a causa de la guerra civil. En 1856 se casó con Felisa González Umaña, que contaba por entonces catorce años y le dio abundante descendencia.

Isaacs intentó dedicarse al comercio, sin demasiado éxito y probó suerte con la literatura. Sus primeros poemas datan de los años 1859-1860; en la misma época, emprende la escritura de varios dramas históricos. En 1860 tomó de nuevo las armas para combatir al general Tomás Cipriano de Mosquera, quien se había levantado contra el gobierno central, y combatió en la batalla de Manizales. En 1861 murió su padre; terminada la guerra, Isaacs regresó a Cali para encargarse de los negocios paternos, llenos de deudas. Tuvo que desprenderse de las haciendas "La Rita" y "La Manuelita".

Sus desventuras económicas le llevaron en busca de abogados a Bogotá, donde encontró eco su actividad literaria. Leyó sus poemas a los miembros de la tertulia "El Mosaico", quienes decidieron costear su publicación (Poesías, 1864). En 1864 supervisó los trabajos del camino de herradura entre Buenaventura y Cali; durante el año en que desempeñó este trabajo, comenzó a escribir su novela María. En esta época también, debido a lo insalubre del clima, contrajo el paludismo, enfermedad de la que terminaría por morir a los 58 años de edad. María se publicó finalmente en 1867, y tuvo un éxito inmediato además fue traducida a 31 idiomas, tanto en Colombia como en otros países de Latinoamérica. Isaacs se convirtió en una figura muy conocida en su país, y dio comienzo a una dilatada carrera periodística y política. Como periodista, dirigió en 1867 el diario La República, de orientación conservadora moderada, donde publicó artículos de tema político.

Militó al principio en el partido conservador, pero después se unió al partido radical y, en 1870, fue nombrado cónsul general en Chile. A su regreso, intervino activamente en la política del Cauca, tanto como editor de periódicos como representando a su departamento en la Cámara de Representantes. Intervino de nuevo en las luchas políticas de 1876, en las que tomó de nuevo las armas. Fue expulsado de la Cámara de Representantes en 1879, a raíz de un incidente en que Isaacs, ante una sublevación conservadora, se proclamó jefe político y militar de Antioquia. Tras este incidente, se retiró de la política, y publicó, en 1881, el primer canto de un extenso poema que no llegó a concluir, titulado Saulo. Nombrado secretario de la Comisión Científica, exploró el departamento de Magdalena, en el norte de Colombia, hallando importantes yacimientos de carbón, petróleo y hulla. Los últimos años de su vida los pasó retirado en la ciudad de Ibagué (donde había dejado alojada su familia años antes), en el estado de Tolima, proyectando una novela histórica que habría de ser su obra maestra y que jamás llegó a escribir. Murió en Ibagué el 17 de abril de 1895, siendo su última voluntad que su cadáver fuera enterrado en Medellín, la tierra de Córdova a la que había dedicado uno de sus poemas; no obstante, siempre expresó su amor por el Cauca: «¡Sí, mucho amo al Cauca, aunque es tan ingrato con sus propios hijos!»



SÍNTESIS ARGUMENTAL

Enmarcada por la espléndida geografía del Valle del Cauca, en épocas pasadas floreció la hacienda «El Paraíso». Allí, rodeados por la bondad de sus padres y tíos, crecieron dos jovencitos de nombres Efraín y María, primos hermanos, quienes desde su más tierna infancia se hicieron inseparables compañeros de juego y alegría. Muy pronto, sin embargo, el camino de los dos primos se separó. Efraín, alcanzada la edad necesaria para emprender una sólida educación, fue enviado por sus padres a la ciudad de Bogotá, en donde, tras seis años de esfuerzo, consiguió coronar sus estudios de bachillerato. María, entre tanto, lejana ya a las delicias de la infancia, se había convertido en una bellísima muchacha, cuyas dotes y hermosura encandilaron al recién llegado bachiller. Ciertamente, la sorpresa del muchacho fue compartida. También María se sintió vivamente impresionada ante las maneras y el porte de su primo, y aquella mutua admiración dio tránsito a un vehemente amor que se apoderó de sus corazones, sin que ellos mismos pudieran comprenderlo sino sentirlo.

El cariño de los jóvenes progresó dulcificado por las bondades de su medio y muy pronto, a pesar de que ellos quisieron ocultarlo, los ojos de sus mayores recabaron en este mutuo afecto. Entonces, una sombra dolorosa se interpuso entre los dos enamorados. Los padres de Efraín, quienes abrigaban un vivísimo amor por su sobrina, no podrían olvidar una penosa circunstancia que señalaba indefectiblemente su destino. Tal como su madre, muerta bastante tiempo atrás. María daba muestras de padecer una dolorosa enfermedad. Aquella dolencia, que llevara a la muerte a quienes la padecieran, tarde o temprano, empezaba a notarse en el semblante juvenil de la muchacha. Ningún alivio era suficiente, y aunque el ánimo de los buenos señores se inclinara favorablemente al amor de los muchachos, la posibilidad, casi indudable, de la muerte temprana de María, los obligaba a oponerse.

A pesar de ello, sus acciones no revistieron crueldad o torpeza. Todo lo contrario: el padre llamó a Efraín a su lado y sin mostrar señal alguna de su íntima determinación, lo instó a viajar a la lejana Europa a fin de adelantar estudios superiores de medicina. Aquella solicitud conturbó el ánimo de la enamorada, quien veía con profundo pesar la forzosa distancia que entre los dos pudiera interponerse. Sin embargo, la voluntad paterna fue determinante y tras una serie de obstáculos y aplazamientos que llenaron de felicidad el corazón de los amantes, Efraín enderezó sus pasos rumbo a Londres. El dolor de los primeros tiempos de separación fue mitigado por las incontables cartas que los muchachos se enviaban.

Muy pronto, Efraín resintió las dilaciones y tardanzas de su amada. Y cuando esta situación más lo mortificaba y ofendía, supo por boca de un amigo recién llegado a Inglaterra que la joven María había sido postrada por una dolorosa enfermedad que la amenazaba cruelmente y que requería su presencia. Inauditos fueron entonces los dolores de Efraín tratando de encontrar vías inmediatas para su desplazamiento desde Europa. Las enormes distancias y la lentitud de los transportes se erigía como otras tantas lanzas que mortificaban su corazón. Días y días se sucedían, sin que la añorada patria asomara en el horizonte. Llegaron después tras penalidades: la travesía de ríos y montañas, los accidentes, las lluvias, la crueldad de la naturaleza que inconmovible asistía a los agónicos esfuerzos del enamorado. Cuando ya Efraín consiguió descabalgar en tierras de «El Paraíso» y saludó emocionado a sus padres, por el semblante de aquellos adivinó la verdad: sus esfuerzos fueron vanos. La amada no pudo aguardar su llegada y con su nombre entre los labios falleció; antes había dejado de recuerdo sus trenzas para Efraín. La desesperación de Efraín lo condujo hasta el pie de la tumba de María, en donde los recuerdos de las alegrías pasadas le llevaron hasta la postración. Finalmente, incapaz de soportar la vida en medio del maravilloso valle que fuera escenario de su amor y que lo inundaba cada instante con su alud de recuerdos y emociones, Efraín decidió abandonar para siempre la tierra de sus mayores y se adentró en lo desconocido.

ALGUNOS PERSONAJES

EFRAÍN, joven protagonista de la novela, enamorado de María; luego de comprometerse en matrimonio con ella viaja a Europa para concluir sus estudios de medicina. Cuando regresa, ve frustradas sus ilusiones al encontrar que María sucumbió a la enfermedad y ha fallecido en su ausencia.

MARÍA, prima del protagonista, hija de Salomón, judío de Jamaica quien, antes de morir, la había dejado bajo el cuidado del padre de Efraín. Sufre de epilepsia, la misma enfermedad que terminó con la vida de su madre: Con la separación de Efraín se debilitan sus fuerzas y muere antes de que éste regrese de Europa.

EL PADRE, bondadoso hacendado del Valle del Cauca, en cuya casa permanece María bajo su cuidado. Es quien dispone el viaje de su hijo Efraín a Europa para continuar los estudios de medicina; razón que acarrea el destino trágico de la obra con la temprana muerte de la protagonista.

LA MADRE, era una buena mujer, la típica esposa tradicional, con un carácter sumiso. Su presencia en la novela simboliza prudencia y buenos consejos en los momentos más adversos vividos por la familia.

EMMA, es la hermana de Efraín y confidente de los enamorados. Siempre dispuesta a crearles momentos propicios y a servirles de consuelo en las dificultades; es la encargada de entregar las trenzas de María a Efraín, cuando éste regresa de Europa y encuentra que su novia ha muerto.

FELICIANA, negra aya de María, que en el pasado tuvo el nombre de Nay. Era hija de un guerrero achanti del África, pero capturada por uno traficantes, fue conducida a América en calidad de esclava.

ESTEFANÍA, negrita de doce años, hija de esclavos que sirve en la casa. Tiene un afecto fanático por María.

CAMILO, criado de la familia de Efraín enviado a Cali por correspondencia que esperaban.

EL CURA, anciano religioso que oficia la boda de Tránsito y Braulio.

SEÑOR "A", caballero con quien viaja Efraín a Europa y quien le da la noticia de la gravedad de María.

MAGMAHU, guerrero achanti padre de Nay (Feliciana).

SAY TUTO KUAMINA, rey achanti a cuyo servicio estuvo Magmahú.

ORSUÉ, caudillo de los achimis, muerto por Magmahú.

SINAR, hijo del anterior y esposo de Nay. Luego de ser capturado por unos traficantes es separado para siempre de su mujer, con quien ha tenido un hijo, el negrito Juan Ángel.

WILLIAM SARICK, irlandés, dueño de la casa donde fue dejada Nay (Feliciana) por los traficantes en calidad de esclava.

GABRIELA, mujer del anterior. Nay encuentra en ella consuelo por la pérdida de su esposo y buen consejo en la desesperación.

EL YANKEE, americano que intenta comprar a Nay para llevarla a su país, donde el hijo de ésta será esclavo por siempre.

CARACTERÍSTICAS DE MARÍA COMO NOVELA ROMÁNTICA


1. El Idilio como elemento estructurante de la acción

La novela sentimental romántica se caracteriza por tener como soporte básico el desarrollo del idilio en sus diferentes alternativas en medio de un clima sentimental.

En María la trama es sencilla. Se presentan los amores de dos adolescentes: Efraín y María, en una forma inocente e idílica, hasta que son interrumpidos por la muerte de la protagonista. Los hechos son desarrollados en forma lineal y el narrador presenta los hechos en primera persona o narrador autobiográfico.

2. La exaltación del yo

Uno de los rasgos definitorios del Romanticismo es la presencia del yo. En la novela María, al ser el narrador en primera persona, se puede confundir con el autor; sin embargo hay que dejar claro que el protagonista no es Jorge Isaac, sino un personaje ficticio (ente de papel, como diría Carmen Bustillos), con algunos rasgos personales.

3. Identificación de la Naturaleza con los estados de ánimo del protagonista

La idealización del paisaje y el subjetivismo se presentan claramente en la novela: el Valle del Cauca, donde el poeta pasó su infancia y juventud, se presenta con descripciones impregnadas por alegres recuerdos; como es el ambiente natural donde transcurre el idilio, todo se aprecia sobre la base de las emociones; por ese motivo, el paisaje refleja los estados de ánimo de los personajes: si Efraín está contento, el paisaje es alegre y si está triste, el paisaje es oscuro, opaco y fúnebre.

4. El sentimiento religioso

Esta característica se refleja en la novela por medio del ambiente humano, en la medida que existe una especie de bondad por parte los dueños de la hacienda hacia los esclavos. Este hecho produce que hombres y mujeres, blancos y negros, vivan llenos de amor cristiano y con una convivencia perfecta. Ante el dolor y la alegría siempre está la presencia de Dios.

5. Presencia del color local

El color local es una de las características del Romanticismo y consiste en demostrar las costumbres propias de la región; Jorge Isaac recrea en su obra aspectos relacionados con la vida de la región del Cauca; entre ellas: las actividades propias de los campesinos, los bailes, las tradiciones del hogar, comer juntos en la mesa y tener puesto fijo, rezar antes de las comidas, entre otros. Para ello, el narrador interrumpe lo referente al idilio y muestra algunos cuadros y episodios realistas.

6. El exotismo romántico

Los románticos comúnmente chocaban con la realidad que los rodeaba y por eso a menudo volvían su mirada hacia países y ambientes remotos; este exotismo se aprecia en María cuando se introduce el relato de Nay y Sinai. En esta parte del texto, se describen las inhumanas cacerías de negros. Otro elemento exótico presente en la obra se destaca en el lenguaje, cuando se alude a detalles y elementos de mundos lejanos.

7. Temas y recursos románticos

En María se desarrollan y se mezclan los cuatro temas fundamentales del Romanticismo: el amor, la naturaleza, la muerte y el aspecto religioso religioso. El amor es la base sentimental del relato que tiene como marco y en primer plano una naturaleza idealizada, pero el tema de la muerte va a estar presente, pues ella va a ser motivo de que se quiebre bruscamente el idilio. La muerte se presiente a cada momento mediante anticipaciones y presagios que contribuyen a darle ese clima de tristeza a la novela; estos indicios son evidentes en el cuervo o ave negra que revolotea en algunos capítulos y en la evidente enfermedad de María. El sentimiento religioso cristiano acompaña a los otros aspectos de la obra.


(FRAGMENTOS DE LA NOVELA)

Capítulo II

Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos gruduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.

Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.

Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún, al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
Capítulo III

A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.

Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.

Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción, y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas; y se sonrojaba aquélla a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño-oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.

Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padre nuestro, y sus amos completamos la oración.

La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.

María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.

Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.

-¡Qué bellas flores! -exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.

-María recordaba cuánto te agradaban -observó mi madre.

Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.

-María -dije- va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.

-¿Es verdad? -respondió-; pues las repondré mañana.

¡Qué dulce era su acento!

-¿Tantas así hay?

-Muchísimas; se repondrán todos los días.

Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.
Capítulo V

Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante los preparativos de viaje.

En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos, hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían enseñado a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques: sus padres y ellos volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro, el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: «amito mío, ya no te veré más». El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.

Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.

Una tarde, ya a puestas del sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica mi padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón; la greguería de los loros en los guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido por los montes: las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos: todo me recordaba las tardes en que abusando mis hermanas, María y yo de alguna licencia de mí madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.

Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable apostura:

-Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?

-Sí, mi amo -le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el mango de su pala.

-¿Quiénes son los padrinos?

-Ña Dolores y ñor Anselmo, si su merced quiere.

-Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que necesitabas para ella y para ti con el dinero que mandé darte?

-Todo está ya, mi amo.

-¿Y nada más deseas?

-Su merced verá.

-El cuarto que te ha señalado Higinio ¿es bueno?

-Sí, mi amo.

-¡Ah! ya sé. Lo que quieres es baile.

Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo a mirar a sus compañeros.

-Justo es; te portas muy bien. Ya sabes -agregó dirigiéndose a Higinio-: arregla eso, y que queden contentos.

-¿Y sus mercedes se van antes? -preguntó Bruno.

-No -le respondí-; nos damos por convidados.

En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche a las siete montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos a oír. Cuando llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a tomarnos el estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo, y le pendía de la cintura el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra antigua casa de habitación había sido desocupada de los enseres de labor que contenía, para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas: en una araña de madera suspendida de una de las vigas, daba vueltas media docena de luces: los músicos y cantores, mezcla de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las puertas. No había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con maestría tal; había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes; los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto diletante hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con zamarros y sombreros. Bailaban en ese momento Remigia y Bruno: ella con follao de boleros azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla y zarcillos de cristal color de rubí, danzaba con toda la gentileza y donaire que eran de esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños de su ruana de hilo, calzón de vistosa manta, camisa blanca aplanchada, y un cabiblanco nuevo a la cintura, zapateaba con destreza admirable.

Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos cada pieza de baile, tocaron los músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el amo. Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin a bailar unos momentos con mi padre: pero entonces no se atrevía a levantar los ojos, y sus movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos retiramos.

Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome a su lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar a favor mío su bienestar, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás, de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaje, a más tardar dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su fisonomía se revistió de una seriedad solemne sin afectación, que se notaba en él cuando tomaba resoluciones irrevocables. Esto pasaba la tarde en que regresábamos a la sierra. Empezaba a anochecer, y a no haber sido así, habría notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del camino se hizo en silencio. ¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!
Capítulo XIV

Pasados tres días, al bajar una tarde de la montaña, me pareció notar algún sobresalto en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso; y al agregar que estaba aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fue posible mi dolorosa ansiedad.

Olvidado de toda precaución, entré a la alcoba donde estaba María, y dominando el frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla a la vida, me acerqué desconcertado a su lecho. A los pies de éste se hallaba sentado mi padre: fijó en mí una de sus miradas intensas, y volviéndola después sobre María, parecía quererme hacer una reconvención al mostrármela. Mi madre estaba allí; pero no levantó la vista para buscarme, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compadecer una buena madre en la mujer amada por su hijo, a su hijo mismo.

Permanecí inmóvil contemplándola, sin atreverme a averiguar cuál era su mal. Estaba como dormida: su rostro, cubierto de palidez mortal, se veía medio oculto por la cabellera descompuesta, en la cual se descubrían estrujadas las flores que yo le había dado en la mañana: la frente contraída revelaba un padecimiento insoportable, y un ligero sudor le humedecía las sienes: de los ojos cerrados habían tratado de brotar lágrimas que brillaban detenidas en las pestañas.

Comprendiendo mi padre todo mi sufrimiento, se puso en pie para retirarse; mas antes de salir, se acercó al lecho, y tomando el pulso a María, dijo:

-Todo ha pasado. ¡Pobre niña! Es exactamente el mismo mal que padeció su madre.

El pecho de María se elevó lentamente como para formar un sollozo, y al volver a su natural estado, exhaló sólo un suspiro. Salido que hubo mi padre, coloquéme a la cabecera del lecho, y olvidándome de mi madre y de Emma, que permanecían silenciosas, tomé de sobre el almohadón una de las manos de María, y la bañé en el torrente de mis lágrimas hasta entonces contenido. Medía toda mi desgracia: era el mismo mal de su madre, que había muerto muy joven atacada de una epilepsia incurable. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo.

Sentí algún movimiento en esa mano inerte, a la que mi aliento no podía volver el calor. María empezaba ya a respirar con más libertad, y sus labios parecían esforzarse en pronunciar alguna palabra. Movió la cabeza de un lado a otro, cual si tratara de deshacerse de un peso abrumador. Pasado un momento de reposo, balbució palabras ininteligibles, pero al fin se percibió entre ellas claramente mi nombre. En pie yo, devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá mis labios la llamaron. Abrió lentamente los ojos, como heridos por una luz intensa, y los fijó en mí, haciendo esfuerzo para reconocerme. Medio incorporándose un instante después, «¿qué es?», me dijo apartándome; «¿qué me ha sucedido?», continuó, dirigiéndose a mi madre. Tratamos de tranquilizarla, y con un acento en que había algo de reconvención, que por entonces no pude explicarme, agregó: «¿ya ves? yo lo temía».

Quedó, después del acceso, adolorida y profundamente triste. Volví por la noche a verla, cuando la etiqueta establecida en tales casos por mi padre lo permitió. Al despedirme de ella, reteniéndome un instante la mano, «hasta mañana», me dijo, y acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que interrumpida nuestra conversación en alguna velada, quedaba deseando el día siguiente para que la concluyésemos.
Capítulo XV

Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarto, un cierzo impetuoso columpiaba los sauces del patio; y al acercarme al huerto, lo oí rasgarse en los sotos de naranjos, de donde se lanzaban las aves asustadas. Relámpagos débiles, semejantes al reflejo instantáneo de un broquel herido por el resplandor de una hoguera, parecían querer iluminar el fondo tenebroso del valle.

Recostado en una de las columnas del corredor, sin sentir la lluvia que me azotaba las sienes, pensaba en la enfermedad de María, sobre la cual había pronunciado mi padre tan terribles palabras. ¡Mis ojos querían volver a verla como en las noches silenciosas y serenas que acaso no volverían ya más!

No sé cuánto tiempo había pasado, cuando algo como el ala vibrante de un ave vino a rozar mi frente. Miré hacia los bosques inmediatos para seguirla: era un ave negra.

Mi cuarto estaba frío; las rosas de la ventana temblaban como si se temiesen abandonadas a los rigores del tempestuoso viento: el florero contenía ya marchitos y desmayados los lirios que en la mañana había colocado en él María. En esto una ráfaga apagó de súbito la lámpara; y un trueno dejó oír por largo rato su creciente retumbo, como si fuese el de un carro gigante despeñado de las cumbres rocallosas de la sierra.

En medio de aquella naturaleza sollozante, mi alma tenía una triste serenidad.

Acababa de dar las doce el reloj del salón. Sentí pasos cerca de mi puerta y muy luego la voz de mi padre que me llamaba. «Levántate», me dijo tan pronto como le respondí; «María sigue mal».

El acceso había repetido. Después de un cuarto de hora hallábame apercibido para marchar. Mi padre me hacía las últimas indicaciones sobre los síntomas de la enfermedad, mientras el negrito Juan Ángel aquietaba mi caballo retinto, impaciente y asustadizo. Monté; sus cascos herrados crujieron sobre el empedrado, y un instante después bajaba yo hacia las llanuras del valle buscando el sendero a la luz de algunos relámpagos lívidos. Iba en solicitud del doctor Mayn, que pasaba a la sazón una temporada de campo a tres leguas de nuestra hacienda.

La imagen de María tal como la había visto en el lecho aquella tarde, al decirme ese «hasta mañana», que tal vez no llegaría, iba conmigo, y avivando mi impaciencia me hacía medir incesantemente la distancia que me separaba del término del viaje; impaciencia que la velocidad del caballo no era bastante a moderar,

Las llanuras empezaban a desaparecer, huyendo en sentido contrario a mi carrera, semejantes a mantos inmensos arrollados por el huracán. Los bosques que más cercanos creía, parecían alejarse cuanto avanzaba hacia ellos. Sólo algún gemido del viento entre los higuerones y chiminangos sombríos, sólo el resuello fatigoso del caballo y el choque de sus cascos en los pedernales que chispeaban, interrumpían el silencio de la noche.

Algunas cabañas de Santa Elena quedaron a mi derecha, y poco después dejé de oír los ladridos de sus perros. Vacadas dormidas sobre el camino empezaban a hacerme moderar el paso.

La hermosa casa de los señores de M***, con su capilla blanca y sus bosques de ceibas, se divisaba en lejanía a los primeros rayos de la luna naciente, cual castillo cuyas torres y techumbres hubiese desmoronado el tiempo.

El Amaime bajaba crecido con las lluvias de la noche, y su estruendo me lo anunció mucho antes de que llegase yo a la orilla. A la luz de la luna, que atravesando los follajes de las riberas iba a platear las ondas, pude ver cuánto había aumentado su raudal. Pero no era posible esperar: había hecho dos leguas en una hora, y aún era poco. Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas hacia el fondo del río y resoplando sordamente, parecía calcular la impetuosidad de las aguas que se azotaban a sus pies: sumergió en ellas las manos, y como sobrecogido por un terror invencible, retrocedió veloz girando sobre las patas. Le acaricié el cuello y las crines humedecidas y lo aguijoneé de nuevo para que se lanzase al río; entonces levantó las manos impacientado, pidiendo al mismo tiempo toda la rienda, que le abandoné, temeroso de haber errado el botadero de las crecientes. Él subió por la ribera unas veinte varas, tomando la ladera de un peñasco; acercó la nariz a las espumas, y levantándola en seguida, se precipitó en la corriente. El agua lo cubrió casi todo, llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco después alrededor de mi cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única parte visible ya de su cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerle describir más curva hacia arriba la línea de corte, porque de otro modo, perdida la parte baja de la ladera, era inaccesible por su altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban guaduales desgajados. Había pasado el peligro. Me apeé para examinar las cinchas, de las cuales se había reventado una. El noble bruto se sacudió, y un instante después continué la marcha.

Luego que anduve un cuarto de legua, atravesé las ondas del Nima, humildes, diáfanas y tersas, que rodaban iluminadas hasta perderse en las sombras de bosques silenciosos. Dejé a la izquierda la pampa de Santa R., cuya casa, en medio de arboledas de ceibas y bajo el grupo de palmeras que elevan los follajes sobre su techo, semeja en las noches de luna la tienda de un rey oriental colgada de los árboles de un oasis.

Eran las dos de la madrugada cuando, después de atravesar la villa de P***, me desmonté a la puerta de la casa en que vivía el médico.
Capítulo LV

Durante un año tuve dos veces cada mes cartas de María. Las últimas estaban llenas de una melancolía tan profunda que, comparadas con ellas, las primeras que recibí parecían escritas en nuestros días de felicidad.

En vano había tratado de reanimarla diciéndole que esa tristeza destruiría su salud, por más que hasta entonces hubiese sido tan buena como me lo decía; en vano. «Yo sé que no puede faltar mucho para que yo te vea», me había contestado: «desde ese día ya no podré estar triste: estaré siempre a tu lado... No, no; nadie podrá volver a separarnos».

La carta que contenía esas palabras fue la única de ella que recibí en dos meses.

En los últimos días de junio, una tarde se me presentó el señor A***, que acababa de llegar de París, y a quien no había visto desde el pasado invierno.

-Le traigo a usted cartas de su casa -me dijo después de habernos abrazado.

-¿De tres correos?

-De uno solo. Debemos hablar algunas palabras antes -me observó, reteniendo el paquete.

Noté en su semblante algo siniestro que me turbó.

-He venido -añadió después de haberse paseado silencioso algunos instantes por el cuarto-, a ayudarle a usted a disponer su regreso a América.

-¡Al Cauca! -exclamé, olvidado por un momento de todo, menos de María y de mi país.

-Sí -me respondió-, pero ya habrá usted adivinado la causa.

-¡Mi madre! -prorrumpí desconcertado.

-Está buena -respondió.

-¿Quién, pues? -grité asiendo el paquete que sus manos retenían.

-Nadie ha muerto.

-¡María! ¡María! -exclamé como si ella pudiera acudir a mis voces, y caí sin fuerzas sobre el asiento.

-Vamos -dijo procurando hacerse oír el señor A***-: para esto fue necesaria mi venida. Ella vivirá si usted llega a tiempo. Lea usted las cartas, que ahí debe venir una de ella.

«Vente -me decía-, ven pronto, o me moriré sin decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me mata hora por hora esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.

»Si vienes... sí vendrás, porque yo tendré fuerza para resistir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desaparecer. Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde, todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guarda-pelo en donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en vísperas de irte, y todas tus cartas.

»Pero ¿a qué afligirte diciéndote todo esto? Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo instante lo que ellos solos sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre».

-Acabe usted -me dijo el señor A***, recogiendo la carta de mi padre caída a mis pies-. Usted mismo conocerá que no podemos perder tiempo.

Mi padre decía lo que yo había sabido ya demasiado cruelmente. Quedábales a los médicos sólo una esperanza de salvar a María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no vaciló; ordenábame regresar con la mayor precipitud posible, y se disculpaba por no haberlo dispuesto así antes.

Dos horas después salí de Londres.

Capítulo LX

Al día siguiente a las cuatro de la tarde llegué al alto de las Cruces. Apeéme para pisar aquel suelo desde donde dije adiós para mi mal a la tierra nativa. Volví a ver ese valle del Cauca, país tan bello cuanto desventurado ya... Tantas veces había soñado divisarlo desde aquella montaña, que después de tenerlo delante con toda su esplendidez, miraba a mi alrededor para convencerme de que en tal momento no era juguete de un sueño. Mi corazón palpitaba aceleradamente como si presintiese que pronto iba a reclinarse sobre él la cabeza de María; y mis oídos ansiaban recoger en el viento una voz perdida de ella. Fijos estaban mis ojos sobre las colinas iluminadas al pie de la sierra distante, donde blanqueaba la casa de mis padres.

Lorenzo acababa de darme alcance trayendo del diestro un hermoso caballo blanco, que había recibido en Tocotá para que yo hiciese en él las tres últimas leguas de la jornada.

-Mira -le dije cuando se disponía a ensillármelo, y mi brazo le mostraba el punto blanco de la sierra al cual no podía yo dejar de mirar-; mañana a esta hora estaremos allá.

-¿Pero allá a qué? -respondió.

-¡Cómo!

-La familia está en Cali.

-Tú no me lo habías dicho. ¿Por qué se han venido?

-Justo me contó anoche que la señorita seguía muy mala.

Lorenzo al decir esto no me miraba, y me pareció conmovido.

Monté temblando en el caballo que él me presentaba ensillado ya, y el brioso animal empezó a descender velozmente y casi a vuelos por el pedregoso sendero.

La tarde se apagaba cuando doblé la última cuchilla de las Montañuelas. Un viento impetuoso de occidente zumbaba en torno de mí en los peñascos y malezas desordenando las abundantes crines del caballo. En el confín del horizonte a mi izquierda no blanqueaba ya la casa de mis padres sobre las faldas sombrías de la montaña; y a la derecha, muy lejos, bajo un cielo turquí, se descubrían lampos de la mole del Huila medio arropado por brumas flotantes.

Quien aquello crió, me decía yo, no puede destruir aún la más bella de sus criaturas y lo que él ha querido que yo más ame. Y sofocaba de nuevo en mi pecho sollozos que me ahogaban.

Ya dejaba a mi izquierda la pulcra y amena vega del Peñón, digna de su hermoso río y de mis gratos recuerdos de infancia. La ciudad acababa de dormirse sobre su verde y acojinado lecho: como bandada de aves enormes que se cernieran buscando sus nidos, divisábanse sobre ella, abrillantados por la luna, los follajes de las palmeras.

Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa. Un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada al salón: estaba oscuro. Me había adelantado pocos pasos en él cuando oí un grito y me sentí abrazado.

-¡María! ¡mi María! -exclamé, estrechando contra mi corazón aquella cabeza entregada a mis caricias.

-¡Ay! no, no, ¡Dios mío! -interrumpióme sollozando.

Y desprendiéndose de mi cuello cayó sobre el sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro, y la luna acababa de bañar su rostro lívido y regado de lágrimas.

Se abrió la puerta del aposento de mi madre en ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil.

-¿Dónde está, pues, dónde está? -grité poniéndome en pie.

-¡Hijo de mi alma! -exclamó mi madre con el más hondo acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su seno-: ¡en el cielo!

Algo como la hoja fría de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?...
Capítulo LXV
En la tarde de ese día, durante el cual había visitado yo todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cementerio de la Parroquia donde estaba la tumba de María. Juan Ángel y Braulio se habían adelantado a esperarme en él, y José, su mujer y sus hijas me rodeaban ya para recibir mi despedida. Invitados por mí me siguieron al oratorio, y todos de rodillas, todos llorando, oramos por el alma de aquélla a quien tanto habíamos amado. José interrumpió el silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una súplica a la protectora de los peregrinos y navegantes.

Ya en el corredor, Tránsito y Lucía, después de recibir mi adiós, sollozaban cubierto el rostro y sentadas en el pavimento; la señora Luisa había desaparecido: José, volviendo a un lado la faz para ocultarme sus lágrimas, me esperaba teniendo el caballo del cabestro al pie de la gradería: Mayo, meneando la cola y tendido en el gramal, espiaba todos mis movimientos como cuando en sus días de vigor salíamos a caza de perdices.

Faltóme la voz para decir una postrera palabra cariñosa a José y a sus hijas; ellos tampoco la habrían tenido para responderme.

A pocas cuadras de la casa me detuve antes de emprender la bajada a ver una vez más aquella mansión querida y sus contornos. De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba.

Llegó Mayo entonces, y fatigado se detuvo a la orilla del torrente que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder: sentóse sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuviesen algo de humano, como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado, y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez.

A la hora y media me desmontaba a la portada de una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque, que era el cementerio de la aldea. Braulio, recibiendo el caballo y participando de la emoción que descubría en mi rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un paso más. Atravesé por enmedio de las malezas y de las cruces de leño y de guadua que se levantaban sobre ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: «María...».

A aquel monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la interroga, que la maldice... que le ruega, que la llama... demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.

El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me hizo levantar la frente del pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome una corona de rosas y azucenas, obsequio de las hijas de José, permaneció en el mismo sitio como para indicarme que era hora de partir. Púseme en pie para colgarla de la cruz, y volví a abrazarme a los pies de ella para darle a María y a su sepulcro un último adiós...

Había ya montado, y Braulio estrechaba en sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.

Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.
FIN


FUENTE

Biblioteca digital Miguel de Cervantes

Biografías. Diarioinca.com

Las letras que queremos

Wikipedia, la enciclopedia libre

Wikisource, la biblioteca libre.