CONTENIDO
1. “Uno”
de Adriano González León
2. “Una
mujer por siempre jamás” de Ángel Gustavo Infante
3. “Una
mujer me mira y me incomoda” de Miriam Mireles
4. “Según pasan los años” de Israel Centeno
5. “Nunca
llegaron rosas para el amor de ayer” de José Pulido
6. “Loca
por una cita” de Milagros Quintero Panza
7. “La
valla” de Eduardo Liendo
8. “La mano junto al muro” de Guillermo Meneses
9. “Joselolo”
de Ángel Gustavo Infante
10. “Contra la obesidad” de Federico Vegas
11. “Autopsia
del deseo” de Milton Quero Arévalo
Adriano González León
Anda uno así, como si hubiera despertado de
un sueño no tenido, así, todo despabilado y con grandes ojeras porque se ha
pasado la noche dando vueltas en la cama, o mejor dicho, en el bar, en los
bares, por donde quiera, qué sé yo, imaginando la ciudad sobre ruedas, la
cuidad que pasa entre nubes, uno corriendo por avenidas de árboles cortados,
árboles que se multiplican, y doblan la carrera de uno, aceras muy altas donde
jamás se trepa tu corazón, mamposterías siniestras, altos edificios fríos con
terrazas de vidrio, lugares sin amos, rincones secos, toldos amenazados por el
viento y esos papeles que brillan a lo lejos, esos desechos de escritura,
pedazos de cartas, creo yo, que un día te escribí y no me contestaste y la
rompiste, como se rompen todas las cosas que ha uno le duelen, el primer
juguete, el payaso de madera que hacía maromas cuando se apretaba así, aquí
abajo, donde se juntaban las dos piernas y había un travesaño que le imponía
las reglas de su movimiento, las reglas de la maestra en la escuela, para que
fuéramos prudentes y buenos hijos de la patria, pero tú eras solo un payaso
desmelenado y yo más payaso que tú con mis miedos y mi media lengua y mi
aritmética sin hacer, esos malditos problemas de regla de tres, que nunca
entendí, porque eran regla de uno, sólo uno tenía que resolver esa barbarie de
tres es igual a X, cuando el problema, la trigonometría, la regla de cálculo,
las hijueputeces, eran sólo uno, sólo uno, el número del comienzo donde no
había posibilidades de regresarse ni posibilidades de avanzar, porque era muy
difícil todo ese camino lleno de sustracciones y multiplicaciones y restas y
divisiones y uno quería ser uno porque el camino de los sueños prometía muchas
ansias.
¿Qué se soñaba allí? Bastantes cosas, si lo
supieras. Demasiada geografía. Puro mapa en tela de hule o tela brillante. Las
tierras y los sueños eran puro mapa. Y las cosas muy arbitrarias, porque los
dinosaurios se mezclaban con la catedral de Nuestra señora de París, o Notre
Dame, como decía la maestra, en su elegante francés. Pero yo no entendía que
las cosas o los asuntos se montaban unos sobre otros. No entendía, pero me
gustaba. La flora y la fauna confundidas con Bolívar y Napoleón. Tierras más
arriba, es decir regla o puntero más arriba, porque estábamos en la salita
pobre de la escuela y la única manera de avanzar sobre el mundo eran los
gráficos, el mapa sobre todo, aunque para los efectos de la clase de ciencias
también estaba el cuerpo humano lleno de venas y estirones y sangre, lágrimas
que siempre me dieron miedo y parecían un turno de farmacia, pero no era eso de
lo que hablaba sino lo que estaba más arriba de Napoleón y Bolívar, lo que se
doblaba y desdoblaba cerca del Polo Norte, en el estrecho de Bering.
Y luego Groenlandia, donde ya era imposible seguir,
porque en mitad del hielo había una casita llamada iglú, y eso me daba mucha
risa, porque nadie podía vivir entre letras y quejidos de oso, y sobre todo,
según dijo la maestra, en casas parecidas a cubetas de frigidaire, como se
llamaban las neveras o heladeras que llegaron por primera vez. El mapa se
descorría luego en promontorios, estrechos y volcanes. Todos juntos. Era lo más
complicada nuestra manera de ver. Uno quería ordenarlos mejor que el autor del
mapa. Mejor que lo dicho por la maestra. Uno ponía todo eso en su sitio, porque
el orden de la tierra, del mundo, tenía que tener la medida de nuestro corazón.
Pero el mapa o lámina no salía ganando.
Nuestro orden ponía el osito de los lugares
fríos en el país tropical, porque allí estabas tú, donde querías que en tu
cumpleaños te regalaran un peluche para tu regodearte con sus ternuras y sus
regalaran un peluche para tú regodearte con sus ternuras y sus bobos y tú qué
sé yo y tú no quererme a mí.
¿Qué es lo uno busca lleno de esperanzas?
Bueno, esa lucha cruel, me decía yo.
El que no te asomaras a la ventana cuando yo
te silbaba. El que te hiciera la loca cuando salías del colegio Madre Ráfols,
colegio de monjas como un panal de abejas visto desde el cerro, cuando los
muchachos tontos, que éramos nosotros, nos montábamos en la piedra más alta
para mirarlas a ustedes en el recreo y creer que las podríamos ver y que
ustedes nos podrían ver, pero yo sabía, y nunca se lo dije a ninguno, que la
vista no llegaba tan lejos como el deseo nuestro y por eso era mejor elevar un
volantín, llenarlo de colores, fabricar su cola entorchada con telas de
distintos recortes y enviarles un mensaje por la cuerda, mientras lo hacíamos
caer, con rebotes, sobre el patio del recreo, para gran estruendo de las monjas
y las celadoras y las internas que sabían que ése era un mensaje de los cielos,
enviado por nosotros, con la intercesión, pensábamos, de María Auxiliadora.
El hilo se enredaba en las piedras y nos
arrastrábamos entre las espinas, ramas secas, troncos filosos, vidrios rotos,
trozos de tela vieja, arenas coloradas, porque estábamos, o estaba yo,
empecinado en esa fe de tocar tu pelo de virgen, tu manto azul y las flores tan
ansiadas, las flores que para ese momento cubrían todo el cielo bajo un ramo de
luz, bajo un ramo de colores que iba de un cerro, atravesaba toda la ciudad,
como un arco iris que se desangra y un olor a lluvia fresca sin llover, un olor
a nubes que se han quedado quietas y ese resplandor de otro mundo, de otro
paisaje pintado al atardecer, mientras algún bosque, algunos bosques como
arboldorados como árboles de los libros, como los animales pequeños que sufren
en las cacerías y se desangran después en el mercado, porque corrían por los
pastos para dar su amor y la verdad era de ellos, como yo, habían perdido la
ilusión.
¿Sufría uno? Claro que sí. Por las noches
había calenturas, toses, insomnio, mal dormir. Sobre todo hacía mucha sed y
daba miedo pararse a buscar agua en el tinajero del corredor. Salían muertos.
Salían ratas. Salían ruidos extraños. Pero había que ir y darse tropezones en
las rodillas con los materos, chocar con las sillas que no existían durante
todo el día, pensar que esa lucecita a lo lejos, en el solar del fondo, no era
un cocuyo sino el ojo de un muerto, el muerto que corría después en forma de
bola encendida por la barba de don Demetrio Juárez, la barba de la casa grande
donde pudo haber sido enterrado un baúl con monedas de oro y correas de plata y
uniformes de la Guerra Federal. Todo eso era como un castigo. El precio de un
castigo. Porque uno no tenía por qué estar corriendo esos riesgos con los
fantasmas, estar solito en plena noche, contra el sereno de la huerta, pensando
en ti que no pensabas en mí, y todo se hubiera arreglado si hubieras puesto los
labios así, en forma de cucurucho, desde lo lejos, desde la baranda del palco,
en el Cinelandia, y hubieras movido la mano de la boca hacia los aires y con
ello hubieras echado a volar el beso que nunca llegó. Pero el vacío entre el
patio y tu sillón de preferencia era muy grande. Yo estaba a la intemperie,
porque los cines de ese tiempo no tenían un techo para las localidades baratas,
no tenían ni siquiera sillas, sino unos duros bancos de madera, alineados, con
dificultades para ver la pantalla, con dolores en la espalda y un olor a meaos
y cera de chicles y solamente quedaba tirar los ojos al cielo para simular
distracción y encerrarse otra vez en el chorrito de humo, en la luz que venía
desde las máquinas de proyección hasta la tela blanca del fondo, hasta la
pantalla de lona donde también el muchacho de la película estaba vacío de amar
y de llorar.
No me sentí traicionado, lo digo ahora. Me
sentí peor. Me sentí dejado a un lado, como se decía entonces. Me sentí, cosa
que no se cuenta, muñeco en el rincón, ruedita de reloj que jamás tendrá sitio,
bicho que camina hacia ninguna parte por entre las hojas secas, bicho que no me
molesta, hoja en la orilla de la piedra, ramita, pedacito de tronco, flor
oculta, rama olvidada, pluma de pájaro reseca, piel de culebra que ha mudado, hormiga
en extravío, gotas que nadie escucha, pluma que ha dado vueltas en el cielo sin
saber donde irá a caer, campana que nadie oye, qué sé yo.
No te hacía culpable. Tú no eras mala. Pero
eras lejana. No entendías cómo mi pecho se alzaba como el pecho de los
cantantes en las veladas, como el pecho del que no puede dormir y las tías
deben traerle el ungüento para las brujas y los pájaros negros lo dejen dormir.
Pero quien no dejaba dormir eras tú. Por no mirarme cuando junto a la pila de
agua bendita, cuando me subí al altar mayor para apagar las velas, cuando me
puse a repicar las campanas como si en cada golpe te diera los pedazos del
alma, los trozos del amor como decía una revista que vi yo en la estafeta de
correos donde la señorita Herminia, que la ocultaba con mucho pudor, porque en
las noches podrían venir los diablos a llevársela en cuerpo, en cuerpo
solamente, porque ya el alma la había perdido en prenderle lámparas a los
santos y puro rezar.
El asunto, después, consistió en investigar
si yo tenía un corazón. El mismo que perdí. ¿Pero lo perdí cómo, cuándo, en qué
condiciones, cuál grado de culpabilidad, qué grado de intención? De hacer
memoria, recuerdo que hay una carretera larga, una promesa de cuidad en vez de
pueblo, una catedral en lugar de iglesia, unas palomas volando y un carrito de
heladero con una campana para que vinieran todos los ángeles del mantecado, la
fresa, el chocolate, el durazno y el limón. Más tarde, el parque se volvió
lleno de árboles y bancos. Se volvió de parejas. Se puso de color. De gente que
se besaba bajo las matas de acacias. Las matas, o la mata, o el tronco seco,
donde nos besamos tú y yo.
Pero después, en ese mismo parque, tú andabas
vestida de azul, disfrazada de azul, casi parecida a una estrella, casi aquella
tarde de la película, casi lo que fuera… y yo te fui a esperar y compré un ramo
de astromelias y barquillas que derramaban su helado de tutifruti y me paré en
la grama más limpia, desde el lugar del parque donde todo se podía ver, donde
tú no me podías olvidar, cargado de flores y regalos, donde no era posible que
tus ojos no vieran mis presentes, lo que llamaban ofrendas en los libros, que
no vieras mi ilusión y dieras vueltas en los árboles de colores donde me quedé
solo para llorar tu amor.
Al pasar mucho tiempo, Dios te trajo a mi
destino. Digo yo que Dios porque a quién sino a Dios se le hubiera ocurrido
llegar tarde y no pensar de qué manera yo te podría querer. Dios se distrae por
allí y olvida los amores pobres que uno tiene, mis amores por ti, mi por ti
muero y mino puedo vivir sin ti. Dios es olvidadizo o se burla de nosotros. No
es para que nos enojemos. Son cosas de Dios. Pero Dios no tenía por qué ser tan
pendejo hasta el punto de no saber cómo yo podría quererte. Entonces me puso a
sufrir como aquél. ¿Quién sería aquél?… ¿Quién?… ¿Aquiles herido en ese
potrero? ¿El muchacho de la historieta tan burlado por su propia espada? ¿Un
tal Romeo sin una cuerda para subir a la ventana? ¿Quijano el Bueno con su
única carta como bandera? ¡Coño! Todo eso me lo aprendí en la escuela o
quisieron enseñármelo y así paso.
Por eso sufrí tanto. O sufrió otro llamado
aquél . Ese que sufre en vida la tortura de llorar su propia muerte. O un poeta
amigo que yo conocí y decía: ¡ Ay si mi muerte muriera!… Otro que hablaba de un
muerto enamorado. Y el viejo Antonio que sentía un golpe de ataúd como algo
perfectamente serio. Porque en el antiguo cementerio los muertos están ebrios
de lluvia antigua y sucia… Y hay que llorar la propia muerte. Como decía
alguien: ¡No quiero la muerte de los médicos! ¡Quiero mi propia muerte!. Y se
murió lleno de complicidades con el silencio, como su antepasado, ese que se
fue con un Cristo de metal clavado en el corazón, hasta que las putrefacciones
lo hicieran más digno.
En otras partes, otras gentes, más
campesinas, lloran su propia muerte. Yo las he visto entre pastizales, basuras
y zamuros asomarse a los cielos. La muerte propia tiene sus muñecos
particulares. Algunos sonríen, porque no tienen miedo. Otros bailan porque la
muerte es un compás. Otros se ponen con manos de imploración porque se van al
cielo, a cualquier parte, en cuerpo y alma. Los dioses de mi lugar son tan
generosos, que no les preguntan a los cadáveres a qué cielo pertenecen. A ellos
les da lo mismo la eternidad.
Pero como eres buena vas a salvar mi
esperanza con tu amor. No queda más nada. Ponte a fabricar muñecos de papel de
periódicos, haz cintas, cose, canta una canción. Si te pones a pasear por el
supermercado, mirando las vidrieras, como quien ve y no ve, te vuelves una
reina de los cuentos, porque todas las reinas son indiferentes, seguras, no
miran hacia ningún lado porque saben que todos las están mirando, sobre todo un
idiota como yo, que mide cada centímetro de tu blusa, los empujes de tus senos,
así, tan como frutas y después bajo hasta tu falda cortita, hasta tus piernas
provocativas, tenues, exhaustivas, singulares, piernas lisas, llameantes, para
besarlas en sus pequeños vellos medio rosados, para que hicieran ese gracioso
arco en el paso de la registradora, donde cuadraban el balance de las compras y
ya tú te ibas para siempre dejándome solitario entre las frutas, los
dentríficos, las pastillas de menta, unas hojas de afeitar y el pequeño
almanaque de regalo.
Quizás a esta distancia uno no ve mucho
porque está ciego en su penar. Asunto de verdades. Porque, ¿quién diablos está
claro con tantas lágrimas en los ojos, con tanta neblina sin explicación, con
tanto rocío que ha bajado de las nubes para que los pájaros le nieguen la
vista, para que los muñecos que representan los muertos, muertos de uno y de
otro tiempo, nublaran las tardes y entonces uno no te pudiera ver con alegría
porque la pesadumbre era lo propio en ese pueblo como la pesadumbre es lo
propio de esta avenida, después del supermercado, con todas las luces
encendidas y los autos pasando sin cesar, los autos rojos y amarillos y la luz
verde que finalmente los deja pasar para que tú te vayas con tus compras a otro
lado de mundo y te pierdas en las pasarelas de los edificios donde ya no se te
puede ver porque uno está tan ciego en su penar.
Hay, no nos engañemos, un punto cruel. Habría
que ubicarlo en otros límites, allá donde los árboles se vuelven marrones de
puro disolverse en hojas, allá donde los edificios no son más edificios sino
marchas borrosas que no abrigan a nadie, porque loa afiches y las rayas de
tizne y los escritos insolentes no les permiten una vida independiente y además
casi todos los locos desmesurados del barrio depositan allí sus orines, ponen
sus meaos tiernamente en las paredes laterales mientras los bichitos y las
hormigas marcan su caminata interminable, su ejecución patriótica en torno a la
edificación, su silencio y su llanto nocturno que las asociaciones de vecinos
jamás podrán ver ni sentir porque el viento de la noche se les escapa como un
pájaro extraviado o un mendigo que recoge pedazos de cartón en la hora más
solitaria donde a veces se escucha un grito cruel. ¿Por qué cruel? Porque el
odio es el punto muerto de las almas, es la tumba que cavamos desde niños,
aquella tarde de la escuela y de la plaza, el desencuentro, el no habernos
tropezado en la ciudad radiosa, porque en el pueblo y la ciudad, si tú no
apareces, como no apareciste aquella vez, si no apareces como deberías aparecer
ahora, todo se convierte en un tumba horrenda del amor, se pierde la ilusión, y
se maldice, porque uno se ha quedao sin corazón.
2. UNA MUJER POR SIEMPRE JAMÁS
Ángel
Gustavo Infante
El dueño de la cueva era un gay de estatura y
elegancia pobres. Semejaba un colibrí cuando debía cumplir algún encargo:
volaba nervioso sobre apuntes y bocetos, saltaba grabando retazos de
parlamentos: decorar interiores y rellenar escenarios de telenovelas en calidad
de extra eran sus oficios. De eso, y de mi puntualidad en las mensualidades,
vivía.
Vine a dar con él después de varios meses de
andar buscando habitación cerca de la universidad.
La cueva, como bauticé de inmediato a aquel
dormitorio, tenía baño y entrada independientes. Las paredes permanecían
ocultas bajo un papel de nubecitas blancas sobre fondo rosado. Las listas,
colocadas con prisa o desgano, acababan anárquicas alterando la simetría del
techo donde el ímpetu gestual del decorador había rematado la obra con pelotas
de engrudo.
No había espacio para un clóset. En su lugar,
un tubo cruzaba la habitación de pared a pared supliendo las funciones aéreas.
Del lado derecho, donde el tubo destrozaba varias nubecitas, se hallaba un
termo que al tiempo de suministrar agua caliente a todo el apartamento,
brindaba una insufrible gotera que se empozaba en el granito del rincón.
Un box spring matrimonial y una mesita de
noche constituían el mobiliario de la pieza. Después de vencer cierta repulsión
comencé a divertirme con las diversas manchas que se extendían en el colchón.
Sentado sobre la mesita y armado con la paciencia de un espeleólogo, me ocupaba
en traducir aquellas figuras producidas por los fluidos del cuerpo: dragones de
orín, mariposas de semen, cabezas de bestias asomadas a la ventana de una nube
invernal, se resumían en un archipiélago grabado por criaturas nocturnas al
centro de un atlas secreto, compuesto, quizás, por las amistades de mi casero
en noches como las que conocería muy pronto.
Un breve pasillo conducía al baño donde no
había nada especial, salvo la edad reflejada en las manchas del espejo, en el
modelo de las llaves del lavamanos y la ducha, en la austeridad de la porcelana.
A través de una rejilla de madera se apreciaba la efervescencia de Bello Monte,
en especial el movimiento de la avenida Miguel Ángel, y se colaba el rumor de
un automercado ubicado en la planta baja del edificio.
El primer fin de semana me di a la tarea de
transformar aquel ambiente con la ayuda de Lorena, con quien llevaba algunos
meses en una relación intermitente, compartida con sus amigas Ana y Beatrice,
quienes, por cierto, jamás aparecían en los momentos necesarios.
Concluimos hacia la noche del domingo bañados
en pintura blanca. En aquellos días redactaba mi tesis de maestría, basada en
una investigación sobre el referente urbano en la novelística de los años
cuarenta, y extraje del bolsillo una ficha que había seleccionado de mi archivo
para colocarla en el corcho, junto a las fotografías, como epígrafe a mi nueva
vida:
Habitar,
para el individuo o para el grupo, es apropiarse de algo. Apropiarse no es
tener en propiedad sino hacer su obra, modelarla, formarla, poner el sello
propio. Habitar es apropiarse un espacio.
Me consolaba un poco esta cita de Lefebvre.
Procedía, entonces, de una separación aparatosa. Había caído de las alturas,
como Altazor. Fui expulsado del paraíso. Mis alas aún estaban golpeadas.
Emergía en aquel mísero espacio y como el itabirano enmarcaba en una fotografía
la dicha pasada.
El insomnio fue cediendo entre las atenciones
de Lorena, los tragos y la lectura de ciertas novelas somníferas. Logré retomar
mi horario habitual: me levantaba a las cinco de la mañana, montaba el café en
una cocinilla eléctrica que había adquirido para los efectos y ya en el baño,
mientras terminaba de despertar, celebraba la aparición del primer «San
Ruperto», un autobús que adelantándose al sol lo imitaba en su puntualidad.
Trabajaba en la tesis hasta las nueve. Luego
iba a la universidad. A veces almorzaba en casa de mis padres, después me
internaba en la biblioteca hasta la extinción del día cuando salía a rellenar
el crucigrama de la noche por las calles de Sabana Grande, tomaba el metro hasta
la cinemateca o conversaba con el abuelo de Lorena, un anciano de ojos eslavos
donde se reflejaba un jardín de Trieste: la acuarela pintada en su juventud
antes de refugiarse en América, mucho antes de que la artritis cancelara sus
manos.
Regresaba a la cueva hacia las diez. Lorena a
veces venía a brindar un sosiego transitorio. Había sido mi amante durante los
últimos días de matrimonio y era el papel que mejor representaba. Decidí no
exigirle nada. No estaba en capacidad de dar más. Repetía como suyas las frases
del poeta: «Que el amor sea eterno mientras dure». Así lo comprendimos y
bailamos el bossa triste de Vinicius. Ya no debía importarme que la eternidad
le estuviera reservada a Beatrice y Ana.
Esa era mi rutina.
Hasta el día en que Elio, mi casero, decidió
retomar la suya: todo iba muy bien hasta el jueves, el viernes comenzaba la
fiesta. La primera vez me sorprendió la mañana del sábado con un cúmulo de
voces, risas y canciones que se fue disolviendo con la luz.
Me resultaba difícil imaginar a ese sujeto
frágil y asustadizo en parrandas de tal magnitud. Aunque también es cierto que
fuera del apartamento tenía otra apariencia: esa misma semana habíamos
coincidido en el automercado y me dio la impresión de estar ante otra persona:
imprimía un tono viril a la voz y a los gestos en la transacción con la cajera
quien, por cierto, parecía ser su amiga.
Mantuvo esa actitud hasta salir del
automercado. En la medida en que nos acercábamos al cuarto piso e íbamos
quedando solos en el ascensor, Elio se iba transformando: desafío y poder a
través de la mirada incongruente con la textura de la voz, acudían a
identificarlo.
¿La impostura había quedado abajo entre la
charcutería y las hortalizas o se abría con la reja de su apartamento? El
analista que predominaba en mí elaboró una respuesta acorde con las teorías que
entonces manejaba. El hombre triste que también iba siendo sintió deseos de
seguirlo y entrar a ese universo paradójico que, en medio de la repulsión,
lograba atraerlo.
En todo caso era un problema menor y, sobre
todo, su problema. Me respondí acostado sobre el archipiélago. Además, ¿a quién
podría interesarle? El mundo está lleno de homosexuales y bisexuales desde la
antigüedad. Eso ya no alarma a nadie.
Yo sólo debía ocuparme del trabajo de grado,
de las amenazas de mi ex mujer, de preparar las clases, de la mensualidad de la
cueva, de Lorena. Pero no, algo en mí (¿un mecanismo de defensa?) gustaba de
las digresiones indiscretas.
La noche de ese mismo sábado regresé temprano
con la aspiración de recuperar el sueño. Lorena estaba en el cine con sus
amigas. Me recibió un silencio inusual. Sentí nostalgia por las tardes del
sábado en el barrio: las rondas de anís, las cornetas atronadoras de Henry en
un concierto ecléctico, los reclamos de mamá por el volumen, el olor de la
marihuana disimulado entre ventiladores e incienso.
Sentí frío. Terminé de entrar. Eché una
cobija sobre mis hombros. Boté los zapatos y apoyé la frente sobre la rejilla
de la ventana. Tomé un trago de brandy directo de la botella que calmaba mi
insomnio. Vi a John Travolta bajo las luces en Saturday Night Fever. Tomé otro,
largo como un aullido, y acudió la voz de Lorena: «No me imagino un sábado
inactivo, sin fiesta, sin restaurant, sin cine, sin algo fuera de lo común».
Abajo, una pareja parecía discutir. Varias
personas hacían fila frente a los telecajeros. Un «San Ruperto» vacío y con las
luces encendidas cumplía otra vuelta.
Desperté.
Una brigada asaltó la medianoche: Elio y
varios amigos dando traspiés. Una manada de váquiros destruía mis libros. Volví
a despertar. Juan Gabriel estaba con los muchachos vestido de mariachi rosa
lamiendo el micrófono. Definitivamente desperté: en efecto, el último CD de
Juan Gabriel, su voz quebrada por el choque de copas, las risas y el resumen de
la ronda.
Otros sueños interfirieron. Un acetato apenas
permitía seguir «Luna que se quiebra sobre la tiniebla de mi soledad…» y el
crepitar de la aguja envolvía en llamas la cicatriz de Agustín Lara. Hubo una
historia demorada por la ebriedad. Sucedió en una barra esa misma noche. El
personaje parecía ser muy joven. Les habría ofrecido ser de ellos. De los tres
o cuatro que estaban allí incluyendo a Elio. A cambio de varios gramos de
«perico». Uno de ellos le ofreció una «piedra». Cocaína pura vía Medellín. El
muchacho propuso un adelanto de ambas partes. Entraron al baño.
Rocío Dúrcal suspendió el desenlace con
aquella canción bellísima dedicada a su hija muerta. El dolor del coro tenía
otros motivos. Un dolor destemplado, sin ensayos e imposturas se repitió hasta
el amanecer.
A mediodía entré por segunda vez al
apartamento de Elio. Todo estaba en orden. En el rostro de mi casero apenas se
insinuaba el trasnocho. Dudé. Quise devolverme. Antes había estado allí, en el
sofá que lucía impecable, firmando el contrato de arrendamiento. Ahora venía a
quejarme.
Colibrí voló a la cocina. Regresó con una
taza de café. Enrolló algunos pliegos extendidos sobre su mesa de trabajo. Sacó
unas matas al balcón. Enderezó un cuadro. Voló hasta mi café intacto y dijo con
voz aflautada:
—
¡Qué
aburridos son los domingos!, ¿no?
—Sobre todo si te impiden dormir la noche
anterior. Respondí automáticamente.
— ¡No me digas que estabas en tu habitación!
Haberlo sabido. Vinieron algunos amigos a tomar unos traguitos. En tu lugar me
hubiese incorporado a la reunión. Pero no te preocupes que estoy preparando un
consomé de gallina ri-quí-si-mo. Después caerás rendido hasta mañana si es que
no te despierta tu novia.
Hablaba planeando sobre la sala. Voló a la
cocina. De regreso trajo una bandeja con dos platos de consomé y varias
rebanadas de pan integral. Organizó el almuerzo en la mesa central del recibo
de donde había desaparecido, como por arte de magia, la colección de piedras
mexicanas, los ceniceros, algunas piezas de cerámica y mi café a medio probar.
Me obligó a repetir el consomé. Luego sirvió
ensalada de frutas y continuó revoloteando. Se conducía con tanta naturalidad
que logró darle un vuelco a la situación: a través de aquel agasajo imprevisto
convirtió en fiesta lo que pudo derivar en discusión.
Se detuvo. Me propuso compartir una siesta.
Acepté con la condición de que cada quien la hiciera en su habitación. Lo tomó
como un chiste cruel: ya había preparado el sofá. Me despedí agradeciendo sus
atenciones y caminando de espaldas llegué a la puerta.
Lorena pasó por mí a las tres. Fuimos al
Museo de Bellas Artes. En el trayecto me contó la película completa. No tuvo la
amabilidad de una sinopsis. Guardé silencio sin poder explicar el castigo: ella
siempre estuvo al tanto de mi aversión hacia ese tipo de historias, además,
contaba muy mal. Quizás sentía el deber de divertirme o la necesidad de
rellenar con palabras el abismo que ambos evadíamos.
En el museo me descubrí pensando en Elio. Lo
percibía allí revoloteando entre transparencias y veladuras. Lorena había
recorrido la exposición como quien revisa un álbum de fotografías sabiendo de
antemano que no hallaría su imagen. Más tarde, instalados en el café del
ateneo, agradecí su discreción: por fortuna no se dedicó a identificar figuras
en la abstracción, prefirió olvidar las pinturas y hablar del tiempo.
Volví a amarla. Aún no entiendo por qué.
Accedió a dormir conmigo. Nos abastecimos de
pizza y vino. Adoraba hundir sus pezones en la copa y lamer la eclosión de
pecas sobre los senos hinchados, bajar probando las periferias de su cuerpo,
desplegar mi lengua y allanar la vagina urgido por encontrar las razones de mi
amor. Para retrasarnos la muerte, como pedía la canción, bebimos vino y
seguimos las melodías que logramos sintonizar en la radio.
A la noche siguiente, cuando una novela
insufrible caía de mis manos, Elio llamó a mi puerta con el pretexto de revisar
la decoración y cambiar los horrores heredados del antiguo inquilino. Estaba
más nervioso que nunca. Algo andaba mal. Aprobó los cambios sin sorpresa. No se
detuvo en las fotografías ni en el par de óleos que había salvado de las garras
de mi ex mujer. Le expliqué que me disponía a dormir. No logró justificar su
permanencia. Se derramó en llanto sobre el archipiélago. Me senté a su lado.
Colibrí encajó la cara entre las almohadas y emitió un gemido interminable.
Reaccioné: lo tomé por los hombros, lo sacudí sin violencia, lo traje hacia mí.
Por un momento quedó a la deriva, desaliñado como un muñeco de trapo. Luego
dejó caer la cabeza sobre mis piernas y con una mirada me suplicó no
censurarlo.
Había recibido varias llamadas telefónicas:
alguien quería matarlo. Al principio dijo ignorar quién podría estar detrás de
todo y el móvil que lo inspiraba. Seguro de que nadie nos veía le acaricié la
frente. El cuadro era ridículo. Se relajó. Traté de persuadirlo: ese tipo de
llamadas abundaba en la ciudad, generalmente las realizaban jóvenes
desocupados, sólo por bromear. Entonces relató parte de la verdad: era la
venganza del muchacho de la otra noche, el de la barra.
Volvió el desasosiego. Le serví un brandy
doble y decidí esperar la confesión in vino veritas. Alterada quizás por la
cercanía de nuestros cuerpos y el desconocimiento mutuo, su versión rendía en
proporción inversa al licor. A la cuarta copa concluyó entre hipérboles dignas
de una borrachera en cierne.
Durante todo ese tiempo permanecí en
silencio, mi atención no se desvió ni en el momento de servir los tragos. El
temor de Colibrí no era infundado. Habían exagerado con el muchacho: después
del baño, donde uno de ellos le mostró el premio que nunca obtendría, tomaron
la Cota Mil en el Nova de Roberto, a quien yo apenas conocía de vista. Las
pocas parejas que apreciaban la ciudad desde el mirador no advirtieron la
presencia de cinco hombres en el carro blanco que se detuvo al final del paseo,
en el lugar más oscuro. Allí continuaron inhalando «perico» y bebiendo ron directo
de la botella. El muchacho quería el intercambio y regresar temprano a la
barra. Entre Roberto y los otros dos se estableció un acuerdo tácito. Elio,
según su versión, de haberse enterado previamente jamás habría aprobado esos
métodos: cuando el muchacho estuvo a punto de eyacular en la boca de Roberto,
los otros lo amordazaron y maniataron. Él se dejó hacer guiado por las
fantasías relatadas, el juego, el mareo. Lo extendieron boca abajo en el
asiento trasero. Él quiso oponer resistencia. Roberto le metió la cabeza en una
bolsa plástica para amedrentarlo. Los otros dos le abrieron las piernas y con
pulso exacto le hundieron el pico de la botella en el ano.
Después, entre un ataque de risa y tos, me
dijo que lo habían abandonado allí, semiinconsciente.
Ahora Colibrí estaba aterrado y con ganas de
seguir bebiendo. En medio del impacto que me produjo la historia pude entender
que había ascendido a la categoría de confidente y, en consecuencia, podría ser
castigado por encubridor. Aunque sabía de antemano que la policía no se
enteraría del asunto. Colibrí, aprovechando la situación, intentó besarme. Me
levanté de la cama. Ahora el desconcierto era mío. Le pedí que saliera del
cuarto. Retomó sus llantos. Imploró protección abrazado a mis rodillas. Se lo prometí.
No sé si actuaba bien o mal. Quizás era mi deber. Se lo prometí. Sí. Y al final
no lo hice.
Estaba confinado en la cueva. Debía entregar
la tesis para finales de año y ya terminaba octubre. Suspendí mis paseos
nocturnos. De Lorena y su abuelo sólo sabría los domingos. Cumplía un horario
mínimo en la universidad. Me asomaba a la biblioteca sólo para verificar algún
dato. Aceleré el ritmo de la redacción. Durante el día oía el repicar del
teléfono y, a veces, los gritos ahogados de Elio. Me esforzaba por no cruzarme
con él: nada debía distraerme. Sin embargo, las imágenes del relato se imponían
involuntariamente. Temía por Colibrí. Temía por mí. Debía concluir el trabajo
antes de quedar de nuevo en la calle.
El sábado en la tarde entré por tercera y última
vez al apartamento. Elio llevaba un kimono rojo. Había encargado comida
japonesa. Yo no estaba en condiciones de rechazar la invitación. El volumen del
teléfono era mínimo: el asedio continuaba. Evadimos el tema y brindamos con
vino de arroz. La onda oriental calmaba los nervios de mi casero. Sin más
preámbulos y con la seguridad de rendir una lección muy bien aprendida me dijo
que estaba enamorado de mí, que mi presencia le daba paz y seguridad, que era
capaz de todo por tenerme y que estaba dispuesto a brindarme las satisfacciones
que una mujer por siempre jamás me daría.
Lo último despertó mi curiosidad. Lo primero,
pese a la gravedad en la dicción, pudo ahorrárselo. Le dije que se dejara de
mariqueras conmigo, que le tenía afecto, que había prometido protegerlo, que
estaba pendiente de él, pero hasta ahí. Mis palabras rebotaron contra los
versos irrefutables de Jayyam:
Disfruta tus horas. El aliento te dejará en
tu día.
Te perderás bajo el misterio de la nada
Bebe: No sabes de dónde has venido.
Bebe: No sabes a dónde irás.
Necio. Me sentí como un necio por
subestimarlo. ¿Acaso algo le impedía conocer los antiguos Rubaiyyat?
Impresionado por el nuevo recurso acepté el escocés que vino a suplantar al
sake. Bebimos en silencio y la figura de Elio creció hasta envolverme en los
mantos de satén. El tiempo dejó de importarme. Sólo unos minutos íntimos
rodearon mi repentina erección y las destrezas felativas de Elio, y se
acoplaron al sofá cuando tomé su trasero rasurado para penetrarlo lenta,
temerosa, asquerosamente bien.
Lorena, puntual e impecable, pasó el domingo
a las tres. Fuimos a merendar a El Hatillo. Esta vez fui yo quien sintió la
necesidad imperiosa de rellenar el trayecto. Contra sus mal disimulados
bostezos le expuse solamente el marco teórico y la metodología aplicada en la
tesis. Mi soliloquio quiso prolongarse más allá del postre y ella, con
semblante de santa patrona de los mártires, me rogó un poco de silencio.
Así anduvimos hasta regresar a la cueva.
Estrenaba un body negro. De su breve equipaje extrajo algunos cassettes, un
frasco de encurtidos y un paquete de galletas de soda. Dispuso todo con
propiedad mientras yo cambiaba la sábana al archipiélago. De pronto comenzamos
a escuchar un sollozo lento, despegando de una vieja canción de Aznavour.
Recordé un almuerzo de despedida frente al mar. Lorena recordó cepillarse los
dientes. Elio de seguro recordaba y quizás repetía en silencio, pegado a la
pared, los versos aprendidos. Después vino Javier Solís, la Dúrcal, Juan
Gabriel. Y ya no quise oír las cintas de Ana. Nos dormimos en paz sobre los
lamentos y el despecho contiguo.
Cuando desperté, Lorena, aterrada, se tapaba
la boca con ambas manos sentada en el borde de la cama. La abracé. Entendí que
había llegado la hora. El muchacho había logrado entrar y destrozaba todo a su
paso. Juraba matarlo. Elio, al parecer, estaba encerrado en alguna de las
habitaciones. Los cristales se estrellaban contra las rejas del balcón. El
muchacho trataba de derribar la puerta. Elio bramaba como una bestia
acorralada. El muchacho bajó la voz para describir en detalle cómo lo
apuñalaría. Ana no hacía más que imitarme. Nos vestimos sin prender la luz. El
muchacho arremetió con más fuerza. Abrió la puerta.
Al salir, descalzos y sin aliento, en la alta
madrugada Elio pronunció mi nombre.
3. UNA
MUJER ME MIRA Y ME INCOMODA
Miriam Mireles
Tiene una discreta cámara fotográfica, la
mueve con cierto nerviosismo entre sus manos. La mujer la saca a cada rato de
su bolso. Hago como si no me diera cuenta de su inquietud. Me mira y me
incomoda. Estoy a punto de decirle que no me vea demasiado. Intento distraerme
de la ansiedad que eso me provoca pero el tic nervioso del señor sentado a mi
derecha, multiplica mi desasosiego. Él lee el periódico y sacude casi
imperceptiblemente su cabeza. Curioseo en el resto del vagón donde sólo vamos
tres personas. Observo de nuevo a la mujer, ahora lleva oculta la cámara en un
pañuelo de colores pasteles.
Sin moverme del asiento, leo el periódico del
señor desde su hombro izquierdo, pero es difícil hacerlo con naturalidad. El metro se detiene bruscamente y a pesar de
no caerle encima, lo tropiezo.
—Disculpe. Todavía no me acostumbro al nuevo
sistema que han implementado para bajarnos.
El señor se aleja un poco de mí y responde:
—
¿Sí?
Me arrimo para decirle en voz baja:
—Subir por una escalera hasta llegar al techo
del vagón e introducirse en el tubo succionador que te lleva a la calle
directamente, es como mucho para nosotras las mujeres. Sobre todo si nos
ponemos faldas o vestidos.
Anuncian por los altavoces el retraso para ir
a la próxima estación.
—El otro sistema de bajarnos por las ventanas
me gustaba más, se hacía un esfuerzo pero era menos azaroso y tenía menos
riesgo —digo mientras aguardo en vano que me hable.
Con una
risita y sin dejar de leer el diario, el señor responde:
—Me parece fabuloso el nuevo sistema.
La mujer de la cámara ha cambiado de lugar;
sin embargo, me sigue mirando con el rabo del ojo y de vez en cuando escribe en
una pequeña libreta. ¿Qué será lo que anota? ¿Es una reportera? Estoy a punto
de abordarla, de preguntarle ¿por qué me mira tanto? No, no soy capaz de decirle nada. Quisiera
acercármele. Sí, me gustaría hablar con ella. ¿Contarle lo ocurrido? No sé. Me
parece como si la conociera ¿Será qué la conozco? No. Ella no me ha saludado
pero, siento que puedo revelárselo. Le contaré todo pero no sé si me crea. Sí, comenzaré por decirle sobre la entrevista
de trabajo de hace dos días. Cerca de la estación de Caño Amarillo ¿Me creerá?
Bueno no, mejor empezaré por explicarle sobre los gritos al pasar por una
casona pintada de colores naranja y dorado. Sí, ahí me detuve para ver de dónde
salía esa bulla. Provenía de un gentío que manifestaba más adelante. Me vi
envuelta entre ellos cuando comenzaron a
correr en dirección a donde yo estaba.
Quedé paralizada. No sabía qué hacer. De inmediato empezaron a caer, muy cerca,
bombas que irritaban los ojos. No me moví. No reaccioné, sólo alcancé a taparme
la cara. Tosí. Tosí mucho. En aquella confusión, sentí a alguien tomar mi mano
y arrastrarme. No veía nada, caí al suelo varias veces. Sentí la desesperación
de la gente. Golpeaban las puertas y gritaban. A pesar del desbarajuste, la
persona no soltó mi mano. Sentí el calor del gentío, de sus cuerpos, de sus
brazos, más no pude verlos; forcejeé. Tuve muchas sensaciones extrañas. Los
gases ocultaban las formas, aún las más próximas. De repente, la masa de gente
se detuvo, empezó a recular y quedé aprisionada contra una puerta de vidrio. Se
abrió con la presión e inmediatamente se
cerró. Terminé adentro. La persona cuya mano me había arrastrado desapareció.
Intenté abrir la puerta pero no pude. Mis ojos se irritaron y me dio un fuerte
dolor en el pecho. Caminé por un corredor oscuro y logré conseguir una butaca
y, tirarme en ella.
Cuando volví en sí, estaba desorientada. Eché
mi cabeza hacia atrás y empezó a sonar una música de propagandas: de refrescos,
de cigarrillos. Limpié mis ojos para aclararlos. No sabía qué estaba sucediendo
realmente. Me di cuenta que transmitían, en una pantalla gigante, la publicidad
de un cine: “Visita Cancún en tus vacaciones navideñas” nos invitaba con voz
seductora la chica de una agencia de viajes. Miré hacia atrás, hacia todos
lados, no había nadie. Estaba sola, no había ninguna otra persona en aquella
gran sala. Todo transcurrió muy rápido. Comenzaron a pasar los tips sociales:
cóctel en la inauguración de un centro comercial, celebración de una boda y
cuando me secaba el rostro con las
mangas de mi maltrecha blusa, apareció la noticia de las exitosas
operaciones del cerebro. Para mi desconcierto quien daba las declaraciones era
yo y me acompañaba un médico un tanto especial. No lo reconocí. El reportero lo
presentó como Doctor Dagoberto Alcántara, fundador junto a otros del Movimiento
de Operaciones Cerebrales de la Corriente del 02. El doctor auguraba el éxito
de mi intervención, donde había utilizado diversos tejidos, experimentado con
la genética animal. Estaba convencido de las sorprendentes conclusiones
clínicas que se obtendrían progresivamente. Le insistió al reportero sobre los
acercamientos difusos entre las tendencias de los diferentes gremios médicos
del país. Le habló sobre las fronteras de los postulados entre esas sociedades
que se habían fragmentado. Esta situación impedía la realización de un evento
único de operaciones cerebrales.
Sacudí mi cuerpo.
No entendí nada, y menos aún cuando el Doctor
Alcántara explicó al reportero que este movimiento era
filosófico-médico-cibernético, surgido en Venezuela a mediados de los ochenta.
Ya no pude escuchar más, pensé que los gases
de las bombas me habían trastocado la mente. Decidí irme. Empujé muchas puertas
y salí de aquella sala de cine. Afuera no había rastros de aquella gente, ni de
la protesta.
Al
regresar a casa, llamé a mis familiares en Barquisimeto. Nadie contestó.
A todos les dejé el mensaje:
—Llámame ¡Es urgente!
Encendí el televisor y no parecía ocurrir
nada anormal. En el noticiero no dedicaron ni dos minutos a reportar la
protesta cerca de la estación de Caño Amarillo.
Esperando las llamadas de mi familia, me
dormí.
Al día siguiente, al bañarme descubrí unas
pequeños nudos en mis omoplatos y al lavar mis pies, me di cuenta que mis uñas
se habían endurecido. Estaban más largas de lo habitual. Traté de ver mi
espalda en el espejo, pero mi vista no alcanzaba. Sólo vi un leve
enrojecimiento en el lado izquierdo de mi nuca.
Decidí buscar a Dora en la universidad. Ella
puede ayudarme a revisar mi espalda y tal vez, pueda decirme qué tengo ahí.
En la Facultad, les pregunté a algunos
conocidos sobre la protesta en las inmediaciones de Caño Amarillo. No dijeron
nada importante y me fui sin despedirme, pues sentía una molestia en las puntas
de los pies. Al estar lo suficientemente
lejos, los examiné. Las uñas habían
crecido un poco.
No encontré a Dora en la universidad, ni en
su residencia, ni siquiera respondió el teléfono. Decidí regresar y por el camino traté de serenarme,
de ir lento, poco a poco, pero iba contraria a mis pensamientos. Apuré el paso y
noté algo inexplicable mientras entraba a mi habitación. Mis pies dieron como
pequeños saltos.
Pasé todo el día encerrada en el cuartico y,
a ratos me acercaba al pequeño espejo colgado en el pasillo del baño.
Únicamente vi el ligero enrojecimiento de la nuca. No pude observar más nada en
mi espalda. La toqué una y otra vez y sólo sentí pequeñísimas protuberancias,
como pedúnculos. Comencé a sofocarme y a temblar. Entré en una especie de
pánico. Traté de convencerme de que no pasaba nada. Me acosté y di muchísimas
vueltas en la cama. Algunas veces me levanté y no pude hacer nada. No dormí
bien. Me levanté muy temprano con un malestar de cabeza y me tomé dos Vicodín.
Resolví
ir hasta los alrededores de Caño Amarillo. Pasé por el frente del
Instituto Armando Reverón y cerca del Viaducto, me dispuse a tomarme un jugo en
una de las muchas fuentes de soda que por allí había. Pregunté al dependiente
si sabía algo de la protesta. Me comentó despectivamente que esos escándalos
eran cotidianos. Le hablé del sitio, una especie de sala de cine con puerta de
vidrio en su fachada. Me dijo que nunca la había visto. No le creí. Cuando
pagué al cajero le pregunté sí conocía al Dr. Alcántara y me respondió que no.
Salí desconcertada de aquella fuente de soda
y caminé hacia la estación del metro.
Con
cierto disimulo, examino otra vez las uñas de mis pies. Me doy cuenta, mientras me calzo los zapatos, que en el
vagón hay otras dos personas. El señor del periódico ya no está a mi derecha.
No vi cuando se marchó, me distraje pensando en lo qué le diría a la mujer de
la cámara fotográfica. De nuevo, ella me mira con el rabo del ojo y anota en su
libreta. Ahora, las dos nuevas personas que nos acompañan fingen no observarme.
En un impulso me acerco a la mujer. Se
sorprende.
—Me ha ocurrido algo muy raro. Necesito
contárselo por favor —le digo muy agitada—. ¿Puede escucharme?
Me mira entre recelosa e incrédula pero
acepta.
Cuando el metro se detiene, salgo con la
mujer por el succionador del vagón, nos lleva directamente fuera de la
estación. Buscamos un lugar para sentarnos y, ella señala mi espalda.
—¿Son naturales?
Asustada, estiro la mano para tocarme y ahora
sí, mis dedos palpan unas carnosidades con suaves y escasas plumas. Un frío
recorre mi cuerpo. Me tapo la boca para no gritar. Estoy a punto de desmayarme.
La mujer me sostiene y nos sentamos en el banco de una plaza muy cercana a la
estación. Comienza a preguntarme y totalmente perturbada le cuento lo que ha
sucedido.
Ella muestra una cara de fascinación y sin
preocuparse demasiado por mí, pregunta:
—¿Puedes volar?
—¿Qué dice? —grito.
—Desde hace largo rato he visto tus alas.
—Totalmente emocionada, acota—: Han ido creciendo.
Desconcertada con sus palabras me echo hacia
atrás para pegar mi espalda al banco de la plaza y así, esconder las plumas. Ella se da cuenta
y me entrega su abrigo.
Lo acepto de mala gana y pregunto:
—¿A qué se dedica?
—Busco una historia para un cuento.
—
No
te creo —le digo alterada.
Ella me mira cautivada.
—
¿Puedo
tomarte una foto?
Me siento grotesca.
—No sé. —Hago un esfuerzo y accedo— Está
bien.
Sin ningún apuro, la mujer limpia la cámara
fotográfica con el pañuelo de colores pasteles. Delicadamente lo guarda en el
bolso junto a su libreta.
—Tienes que quitarte el abrigo. —Estira sus
brazos y me ordena—: Despliega tus alas así.
La imito y me sale una media sonrisa.
Al enfocarme con la cámara, mis pies
comienzan a levantarse del piso.
—
Sonríe.
—Insiste—: ¡Sonríe! ¡Mueve tus alas!
Le hago caso y siento que subo rápidamente.
Una tenue brisa, color naranja, rodea mi
cuerpo.
Vuelo.
4. SEGÚN
PASAN LOS AÑOS
No se habla de amor sin arriesgar una
tontería, decía Jorge. A comienzos de los setenta me la pasaba enamorado: Aída,
Josefina y Luisa, las tres desgracias. No tenía sentido continuar en el barrio.
Se dividió el partido, la insurrección se posponía o todo se iba para el
carajo. Abel montó su negocio y movía la cocaína en la plaza de Los Elefantes.
¿Quién iba a pensarlo? me dijo Alberto. Abel, el íntegro, ejemplo de toda la
militancia de Catia. Un hombre de mística, repetía, movía la cabeza de un lado
a otro y se miraba las uñas. El Indio Becerra se inscribió en la escuela de
aviación. Seguía la línea del partido o buscaba tener futuro. Le hicimos una
fiesta de despedida. Nos reunimos todos los de la calle e invitamos a las
diablas del Liceo Andrés Eloy.
Compramos anís y ron y cerveza.
El hermano del Indio granuló más de una
botella con mandrax.
Las paredes sudaron esa tarde.
Enrique prestó su casa y se la sudamos.
Cuando sonaba un
bolero de Roberto Roena, me le acerqué a Jorge y le dije que estaba enamorado
de Josefina. Entonces me soltó aquello del riesgo y de la tontería.
Josefina bailaba con
uno de los hermanos Macario, el tipo la apretaba contra su cadera, le mordía el
pabellón de la oreja, le lamía el cuello, se frotaba como un perro. Podía
escuchar los gemidos del mono Macario a pesar de los timbales y la risa de la
gente de Lomas de Urdaneta. Yo bebía anís y me abría camino en la sala, daba
manotazos y miraba con cara de pocos amigos. Josefina se iba para el rincón y
él apriétala y Josefina se reía. Yo quería decirle reputa y no le decía nada.
Alberto presintió que se iba a prender una coñaza.
Siempre he sido
hombre de poca paciencia. Pasé a un lado del mono Macario y le toqué el culo.
Él revira, me lanza
un golpe con el puño cerrado. Lo esquivo. Me lanza otro golpe, esta vez me soba
la oreja. Escucho grillos y estanques repletos de agua, batidos por
bogarremeros. Me le encimo, lo abrazo, le suelto dos golpes sobre los riñones y
lo levanto con una patada en medio de las piernas. El cae. Viene el otro
Macario, su hermano, me hace sonar la espalda como un tambor, pierdo aire,
Jorge se le acerca, el mismo Indio Becerra deja a la novia en mitad de la sala,
todos saben que la fiesta llega a su final, que yo, Rubén Cabilla, me lanzo de
cabeza sobre los Macario, los embisto y me los llevo medio salón hasta la
puerta.
La casa de Enrique
está construida sobre una terraza de cemento y desde allí los arrojo y por
encima de mí comienzan a pasar uno y otro. Jorge, Enrique y el Indio Becerra
dan puños, patadas y bofetadas, como dice la canción.
Así terminó la
fiesta. Josefina se fue a su casa. Traté de decirle algo decente, pero lo que
me salió fue puta, reputa, recontramilputas.
Esas son mis
tonterías, Jorge. Mis amigos me tomaron de los brazos y me arrastraron a la
escalera que da a San Benito. Me sentía mal.
Había arruinado la
fiesta del Indio Becerra. Él se iba a hacer carrera entre militares. ¿Y qué? No
es el fin del mundo: una buena fiesta se termina a coñazos, me dijo Jorge a
manera de consuelo y nos quedamos tomando sol y sombra toda la noche. Al día
siguiente bañamos al Indio, lo vestimos con su uniforme azul de cadete de la
aviación y nos montamos en un autobús hacia Maracay. Lo dejamos en la base de
Palo Negro, tenía la lengua blanca y el aliento pesado. Lloramos juntos. No
quedaba nada de nada: Abel movía la bolsa en la plaza de Los Elefantes y ahora
dejamos al Indio en una base aérea para que lo formara el enemigo. ¿Podría el
Indio, borracho y enratonado, infiltrar al enemigo?
Años después se alzó
en un golpe militar, voló su F16 sobre Caracas y luego se fue al Perú.
Toda esa tarde la
pasé en la casa de Josefina, en las escaleras.
Ella asomaba medio
cuerpo desde la platabanda, miraba hacia las otras calles, perdía su mirada en
el barrio. ¿Qué buscaba? La figura deforme del mono Macario.
De nada sirvió que le
pidiera perdón.
Me sentía tonto.
Rubén Cabilla, un hombre duro. Un tipo de confianza en el partido. ¿Qué era
ahora, si no un cabrón? Me lancé de cabeza escaleras abajo. Tú estás loco, me
grita Jorge. Lo veo entre nieblas como a un santo, es la voz, me toma por los
brazos y me lleva a rastras, atravesamos la calle San Pastor, mis suspiros
rompían la tarde, rompían la noche, también suspiraba por Aída y por Luisa,
carajo —las tres desgracias—. Vamos a tomar cerveza en la calle Bolívar para
que te saques los despechos, me dijo, a escuchar rocola. De amor no se habla
sino para hacer tonterías, repite. Pedimos dos y dos más.
Sube y echa un polvo,
invita. Me levanto de la mesa, camino por el pasillo angosto que conduce a la
escalera del burdel, me paro en el umbral, soy el vaquero Rubén Cabilla, apoyo
una de mis manos en el descuadrado marco de la puerta, me imagino sombra
cubierta de carne, porque tres mujeres me ven, me quiebro en los brazos de sus
exhalaciones, soy humo, qué coño. Pasean sus miradas por la sombra, siguen las estelas
de humo de sus cigarrillos, invitan con pequeños movimientos a la sombra, se
incorporan, parecen los perritos de Pavlov, pasean sobre tacones altos, sus
carnes tiemblan, se derraman.
Tomo a una pequeña,
ella me toma a mí, abre la puerta de su cuarto, me desnuda, me lava, aprieta
desde el tallo hasta el glande, se percata, no sale pus ni otra excrecencia y
puede entonces llevárselo a la boca y ponérselo en el culo o entre las piernas,
es un estudiante sano, debe pensar, y yo, Rubén Cabilla, pujo para irme, se me
apagan las luces, no acabo.
Despierto en un
hospital con las venas pinchadas.
No se habla de amor
sin arriesgar una tontería. Eso dije al coronel Becerra mientras tomaba mi
segunda cerveza. Me lo repetía Jorge, le dije, cuando andaba emperrado con
Josefina y aún me sacaban llagas los recuerdos de Aída y Luisa. Becerra apenas
sonrió. Había engordado, le había clareado el pelo y mantenía el ceño fruncido
de los hombres ocupados.
Jorge sigue diciendo
esas palabras que parecen verdades, en estos días me soltó que nadie pasa
impune por la vida. ¿Y qué me quiso decir con ello? Desde que regresé de España
me he convertido en un hombre apocado, me inquieren. Nada queda de aquel Rubén
Cabilla, Alberto se ríe de mí. Sostiene que es una enfermedad de clase media.
La clase media es marginal, otra sentencia de Jorge, alocada, no lo sé, yo me
mantenía al margen de las cosas que pasaban. Nunca me reintegré.
Me mantuve ajeno de
las conspiraciones. Fui contundente, o no, pero le dije a Alberto: No voy a
participar en el traslado de esas armas. Él me lanzaba insultos, se condolía
por mi estado de ánimo, me dijo que daba asco, vas por la vida autocondolido y
doloroso como una virgen, qué carajo, no voy a participar en la toma de la
emisora, lacrimoso como una vela, un día de éstos te pego un tiro, es un acto
de piedad. Alberto no me mató porque a un revolucionario no lo mueve la piedad.
Luego de haber
abandonado a Victoria en Algeciras y de haber arriesgado mi última tontería,
decidí no insistir con la vida y sus esperanzas, siempre vanas. Me faltó coraje
para darme un tiro entonces. Un guardia civil me desarmó sin trabajo, a mí,
Rubén Cabilla. Me embalaron hacia Venezuela y desde entonces he pululado por
los bares chinos, allí me solazo frente a los incensarios, entre el olor a
orine y a soya.
Mi vida tuvo otro
capítulo. Un capítulo que se ha extendido de manera engorrosa y que busca
diluir el final.
Los amigos me han ido
dejando, soy tratado por asco o por lástima.
No hay diferencia.
Eres deplorable, me repite Alberto, casi tanto como Abel.
Abel ha prosperado en
el negocio.
Ya controla todo el
oeste de la ciudad y su gente ha comenzado a ser vista en bares del sur y del
este. El hermano de Abel, Franpipí, se mantuvo cerca de Alberto y de Jorge y
cuando los militares se alzaron, él se alzó con ellos. Luego de la derrota
tuvieron que mover las armas, mantener contacto con la guerrilla en la frontera
y procurar la fuga de los prisioneros. En todo andaba Franpipí. Era lo que en
su momento fue Abel. Un militante valioso. Mientras, el hermano se fue
convirtiendo en un colaborador de la policía, filtraba información y se peleaba
la zona con los compañeros del partido.
Alberto decidió sacar
a Abel del juego. Lo denunció en las juntas comunales, en la fiscalía y
movilizó a la gente del barrio contra sus vendedores. Incluso trató de
emboscarlos. Al principio no hubo consecuencias. Sólo escaramuzas.
Los jíbaros que
movían la bolsa en la plaza de Los Elefantes comenzaron a ser desplazados. El
negocio iba mal. Abel decidió delatar. Sabía dónde Franpipí guardaba las armas
y dónde escondía a un oficial que se mantenía prófugo. Una madrugada allanaron
la casa de Jorge y se llevaron a Alberto. Ambos estuvieron incomunicados cinco
días, les metieron la cabeza en pocetas repletas de excrementos, les quemaron
los pendejos con electricidad, les dieron golpes hasta en las axilas, los
sofocaron con bolsas de plástico. Ambos creyeron que los iban a matar. Niegan
haber soltado la lengua. Haberse ido de boca.
Días después medio
barrio cayó.
No fue la policía
quien se hizo cargo de las armas escondidas, ni del oficial del Ejército.
Franpipí había decidido moverse pero el hermano tenía un mapa claro de sus
movimientos. Colaba café en la pequeña cocina de la casa que le servía de
concha. Entonces un jíbaro de la banda de Abel brinca de su moto por un
terraplén, rueda y cae parado con una escopeta de dos cañones entre sus manos.
Con el hombro derriba la puerta de zinc y deja que su arma escupa. Riega de
plomo la pequeña sala, la única habitación, tira el carro y carga el arma una y
otra vez, va a la cocina y la hace tronar, a Franpipí le queda el pecho
abierto, mana sangre negra, trata de hablar y de su boca salen gorgoteos:
yo soy Caín y la
historia se cuenta al revés, de ese pensamiento no está seguro nadie, pienso.
Llegaron otros
sicarios y buscaron entre los muertos, buscaron bajo las camas, derribaron las
paredes de adobe, encontraron las armas, encontraron dos pasaportes,
encontraron unas revistas de mujeres desnudas y un tomo de El Capital. Metieron
todo en bolsas negras y se lo llevaron. Más tarde llegó la policía. Reseñaron
las muertes como un ajuste de cuentas entre bandas.
Hay vainas que no se
perdonan, me decía Becerra. Abel ha podido eludir su destino. Antes era más
fácil, Rubén Cabilla, cuando no éramos Gobierno, se armaba una operación
militar y se le pegaba un tiro. Abel está condenado a muerte. Lo sabía. Era lo
justo. Lo que no cuadraba era por qué yo debía ser el ángel de la muerte.
Ellos tenían hombres
y aparato.
¿Por qué un
solitario? Matar a un malandro es cosa fácil y sobre todo si eres el jefe de la
policía.
Todos mis amigos
pasaron de ser combatientes revolucionarios a ser policías de la revolución.
Actuaban organizando
brigadas populares, aprendieron los oficios del espionaje y asumieron sin
contradicciones esa nueva faceta de sus vidas comprometidas. El Indio Becerra,
hirsuto y ceñudo, era quien coordinaba todas sus actividades. Las vueltas que
da la vida. La mía no daba vueltas sino ridículas volteretas. Me hizo
vulnerable hablar de amor. Hablar de las tetas de Josefina, de las piernas de
Aída, de los ojos de Luisa.
Siempre te la pasaste
en esa paja, perdiste el temple, Rubén Cabilla, me dijo Becerra, ahora qué te
queda. Deberíamos pegarte un tiro por piedad, repitió la frase de Alberto. ¿Por
qué carajo no me lo pegan? Porque tú debes dar un tiro de justicia. ¿Por qué
yo? La vida se te fue cerrando, chiquito, me dijo el Indio, igual andas muerto
desde hace tiempo y antes de morirte como se debe, tus amigos te pedimos un
acto de justicia. Me exigió: reivindícate, carajo, se te fueron 20 años frente
a los incensarios en los bares chinos y entre los brazos de cualquier puta
mientras nosotros hacíamos una revolución: coño, se me fueron los años. ¿Y para
dónde se van los años?
Abel estaba en el
hipódromo, se iba a correr la sexta carrera del viernes. Gordo y rosado, vestía
un saco azul con un ancla bordada en el bolsillo y una gorra de capitán de
barcos cubría sus canas. Andaba confiado, fumaba un grueso cigarro, sus hombres
lo cuidaban de cerca, eran cuatro, nadie arriesgaría una matanza en la sexta
carrera del viernes. Yo, Rubén Cabilla, luego de tomarme dos tragos largos de
ron, me abrí camino entre la multitud en el momento en que los caballos pasaban
la marca de la última curva, Abel se acercó a la baranda, hacía sonar sus
dedos, sus hombres aplaudían o intercambiaban palmadas. Dejé que mi brazo se
extendiera y apunté, era Apolo. A medida que señalaba, hería de lejos entre el
griterío. Primero Abel, dos agujeros, uno en el pecho y otro en la garganta.
Luego dos de sus guardaespaldas y un vendedor de tostones. Dejé de señalar y me
perdí, me tragó la confusión. Creo haber leído que es difícil matar a un
hombre. Depende, me repetía, a Rubén Cabilla siempre le ha sido fácil la faena.
Salí del hipódromo,
boté los casquillos del arma y detuve un taxi.
Comenzaba a llover,
pedí al conductor que me dejara frente al restaurante de los chinos en Boleíta.
Necesitaba calmar mi
sed, me había ganado el tiro de justicia, estaba seguro. Quién sabe.
No se habla de amor
sin arriesgar una tontería. Cuando se acaba todo, se acaba y punto, me dijo
Jorge. Decidí entonces que no acabara porque nunca había empezado.
Huí hacia delante
desde la nada. El Indio Becerra estaba infiltrando a la Aviación. Josefina
entregada a la parrilla de la moto de uno de los Macario, Abel prosperaba en su
negocio, los demás revisaban sus vidas y pensaban qué hacer con un partido
dividido.
Me fui.
Llegué a Londres una
mañana de primavera. Victoria Station me recibió entre vapores, iluminada y
roja. Llevaba poco equipaje, estaba flaco, asombrado y dispuesto a no volver a
Venezuela.
Me haría director de
cine o poeta.
Llegué a la casa de
un amigo de Alberto. No era una casa, o sí, era una casa invadida, un squoter.
Era común ir a
Londres y llegar a un squoter por aquella época.
Toqué las puertas de
una vieja mansión cerca de Camdem Town, me abrió Gabrielle la monja, su cara
roja, su nariz larga y fina, de aguja, aguja de iglesia que me olfateaba, aguja
de pino rojo y hermoso. Pasé a la cocina y me presenté al resto de una comuna
que pretendía adaptarse.
Venían de los
sesenta: marroquíes, argelinos, irlandeses, españoles, escoceses, suizos,
italianos:
el mundo, todo en
seis casas. La aldea global del maldito McLuhan.
Bebían café, tomaban
vino, organizaban fiestas en el lote de tierra al fondo, fumaban hachís,
aquella primavera del 79, de vuelta, se quejaba Tom, ¿hacia dónde?
El retorno tiene un
reacomodo indeseable. Viví entre ellos por un tiempo. Gabrielle, la monja, fue
mi amante. Así de fácil, le gustaba meterse a la cama conmigo hasta altas horas
del día, nos frotábamos como leños y salíamos a comer lo que hubiese, tomábamos
café y fumábamos marihuana jamaiquina. Íbamos a los pubs del sur, nos gustaba
estar entre mucha gente, bailábamos o salíamos a comer castañas. Vino el cielo
de verano y los carnavales de Portobelo, las mascaradas en casa de los amigos
de Trinidad. A Gabrielle, la monja, le bajó la gracia, su vida cambió sin
melodramas, conoció a Laura y se hizo miembro activo del movimiento gay, no
hubo ruptura ni despedida, no me sentí triste ni me lancé por las escaleras de
Embarquement.
Seguí adelante y me
hice más amigo de Muhamed y de Tom, ellos no creían en lo que estaba pasando,
decían que la gente se volvía cínica cuando retornaba, que todos se habían
vuelto cínicos y había que hacer algo antes de que nos alcanzara la gangrena.
No quería hacer nada.
Quería ser poeta,
leer y descubrir a mis autores en las bibliotecas de los barrios negros. Quería
hacer cine o no hacer, pensar la poesía, leerla, imaginar secuencias o dejarme
poner viejo. Ellos insistían en que debíamos ir a Belfast a matar ingleses o al
Líbano a entrenarnos. Hablaron de la lucha armada y me invitaron a conocer los
secretos de los explosivos plásticos. En un principio me entusiasmé con sus
ideas.
Pero estaba cansado.
Ya no era más un hombre duro. No era más Rubén Cabilla. La revolución no era
asunto mío. Por suerte, conocí a unos españoles que escapaban de la mili y
vivían en Brixton Hill, en un squoter, por supuesto.
En otoño me alejé del
círculo de Candem. En otoño conocí la abundante cabellera y el rojo amor de
Victoria.
Roja era y pecosa su
piel. Como el centeno y la avena era. Sus ojos grandes de almendras, dulces y
brillantes, higos del otoño, verdes y grises, ojos que buscan mi cara.
No soy más ni lo seré
de nuevo.
Presumo en Victoria
mi derrota.
Ella había ido a
Londres a practicarse un aborto, estaba frágil, debí suponerlo, siempre estuvo
frágil como las hojas de otoño. Incluso, cuando me amó con exceso y su pasión
era una pasión real, corrosiva, debí entenderlo. Desde la primera noche nos
agarramos de manos. Conversamos un poco sobre la transición en España.
Ella estaba agobiada,
nunca supe por qué. No lamentaba haberse hecho un aborto, ni extrañaba a nadie,
pero estaba agobiada. Paseábamos por Marbel Arch, siempre nos tomamos de la
mano. Nunca he sentido la ternura como entonces.
Nos comimos la boca
por primera vez cerca de Hyde Park, caían como paladas las hojas sobre
nosotros, moría y era enterrado, rojo en ella. No puedo decir que fue
placentera mi relación con Victoria. Una pasión intensa no se dice ni se
explica. No me enteraba de nada. Entraba y punto. Me dejaba ir hacia atrás con
los brazos en cruz, iba hacia el fondo, había doblado la esquina o un pliegue
de la vida. Un doblez, dos, tres y cuatro. Un pañuelo o una mortaja. Me reduje
a ella y no cuestioné nada.
Nos hicimos
frecuentes en los bares punk de Richmond. Victoria me compró en un jumbel sale
una gruesa gabardina de soldado alemán.
Yo no le daba
importancia a que Victoria se pinchara. Yo bebía y ella se pinchaba, atenuaba
su agobio y avivaba el mío. No se es feliz nunca, pensé, ya no tenía a nadie a
quien decir, ni alguien que me dijera. Supe de Mohamed y de Tom. Apoyaban una
huelga de hambre de los presos del Ejército Republicano Irlandés. Me trataban
con cautela. A Gabrielle, la monja, la vi en Oxford Street la noche de navidad,
nos dimos besos y abrazos, intercambiamos buenos deseos. Ella insistió en
preguntarme si estaba bien, si me faltaba algo. Mierda, que no me faltaba nada,
lo tenía todo, absolutamente.
Miraba la nieve caer
y los coros cantar y me sentía en el cielo. Era navidad. Estaba en Londres y
amaba a Victoria. Y Victoria ¿era capaz de amar a alguien? No me hice la
pregunta, sentía la pregunta, la comencé a sentir cuando sus ojos se hicieron
más grises que verdes y sus manos quedaban muertas en mis espaldas, su boca
languidecía y sin embargo, estaba consumido por ella. No se es feliz nunca, me
repetía al verle las venas tatuadas por las ampollas negras de los pinchazos.
No se es feliz nunca, me dije, cuando dejó de obsequiarme sus orgasmos. No me
dejes, me dijo la primera vez que se quedó muerta en mis brazos.
No me dejes, me dijo
cuando lloré con la cabeza apretada sobre su vientre. No me dejes, me dijo y yo
le dije que no la dejaría nunca, que dejarla era traición y que la traición se
paga con muerte dolorosa.
No me dejes, me dijo.
El invierno fue duro, me rapé la cabeza, me atrincheré en el ático donde
vivíamos, compré carboncillos y comencé a dibujar con trazos horribles un mural
de mi ciudad, allá lejos, flanqueada por un cerro, en el cuenco de un valle.
Nunca pasaron los
días y fuimos quedando sin fuerzas, estaba impávido y se me ocurrió que un
viaje al finalizar el invierno nos devolvería el rojo de los primeros tiempos,
buena comida y vino grueso, le dije. Vamos a España.
¿Qué me hizo ir hasta
el final?
La luz. Pensé en
Marruecos. En los días perennes. En el sol calcáreo.
Lindo lugar para
morir. Victoria estuvo de acuerdo, se entusiasmó con la idea. Puedo decir que
me la eché al hombro como un talego. Nos despidieron en Victoria Station
Gabrielle, la monja, y Laura. Londres quedó atrás y no sentí dolor ni pena.
Sólo sentía a Victoria. Cruzamos el Canal de la Mancha por Dover y así de nuevo
al continente. Entramos a España por Port Bou. Victoria tuvo la primera crisis
de abstinencia antes de llegar a París. La dejé envuelta en un sleepingbag en
la Gare Oest y fui a un barrio argelino a controlar heroína. Vagué casi todo el
día, entre señas y desconfianza conseguí algo y en una farmacia pedí dos
frascos de jarabe para la tos. Regresé y besé los brazos, el pecho, la nuca de
Victoria. Busqué beso a beso una vena y la inyecté.
La mantuve con
codeína hasta Barcelona y allí todo comenzó a fluir, como es natural, hacia
Marruecos. Ella se perdió en la Barceloneta, se perdió entre marineros.
Cerré los ojos y no
quise pensar sino en el sol, en el maldito sol óseo del norte de África, ella
estaba allá y no entre putas en Las Ramblas, ella estaba allá y no entre las
escorias del puerto, ella estaba allá y me la mamaba a mí y no a un marinero
hijo de puta de Costa de Marfil. Se me perdió y la encontré, era un reino, una
heredad, en el quicio de una escalera cerca de la catedral. Suciarojaestropajo.
Me hice de dinero con
un golpe de fuerza. Compré ropa, alquilé un hostal, la bañé. La froté con agua
de azahares y ungí su cabello con aceites, continuaba hermosa, apenas dibujaba
esa sonrisa de los muertos. La había pinchado con heroína buena, me arriesgué y
lancé los dados. Al día siguiente nos largamos a Valencia, a Málaga, a
Algeciras. Ya no tenía dinero, ni chocolate, ni maricas perras para calmar mi
sed con unas cervezas. Victoria convulsionó.
Rubén Cabilla, el
duro, fue de nuevo a las calles, navaja en mano y a carajazos le quitó el
dinero a un tipo que salía de un banco y corrió por los callejones de Algeciras
e hizo a un lado a la gente, ya tenía el dinero para comprar una dosis y cruzar
el Mediterráneo.
Estaba feliz en el
momento en que sentí que un puño me cegaba. No me dejes, me dijo. Fui deportado
a mi país y no supe de Victoria, no pude darle el sol de los huesos ni el aroma
del Sahara, la dejé y me dejé, no tuve fuerzas para hacerme matar por la guardia
civil.
Marruecos quedó
intangible mientras me venía en vómitos.
No se habla de amor
sin arriesgar una tontería. Matar a un hombre no es nada agradable, mucho menos
matar a sus guardaespaldas y a un vendedor ambulante.
La vida me nació
estopa. Y tengo que continuar. Abel está muerto, el Indio Becerra ya no me
citará a tomar unos whiskyes en el Tamanaco.
Jorge y Alberto, uno
en la alcaldía, el otro en Fuerte Tiuna, como un mar de maricas, justo en el
carrusel de la historia, me dicen adiós. La noche está cálida. Tiemblo, me
quema la fiebre. Mis armas no tienen proyectiles.
Tengo dinero y
pasaporte. Alquilo un cuarto en un hotel. Me desvisto, bebo un vodka puro y
frío, me quedo desnudo, sentado frente al televisor. El país está revuelto, no
me interesa el país. Confirmo mi reservación, me iré a Marruecos.
Tiemblo. Voy a la
ducha. Me doy un baño largo, gasto una pastilla de jabón. Recuerdo las piernas
de Aída, las generosas tetas de Josefina, los ojos de Luisa. Victoria no se
recuerda. Victoria es derrota y traición. Me seco y me envuelvo en toallas. En
dos días estaré en Casablanca. Nadie sabe. Será un remake. Aparecerá Victoria
bajo las aspas de un ventilador en un bar. Viva, roja y voluptuosa como aquella
primera vez en el squoter de Brixton Hill. Alguien tocará Según pasan los años.
Suena el timbre. Me dirijo a la puerta, es mi vodka. No sé por qué sonrío al
verle la cara al botones, escucho dos consejos, dos disparos, play it again,
Sam. El sol es calcáreo en Marruecos. Lo juro.
5. NUNCA
LLEGARON ROSAS PARA EL AMOR DE AYER
Su padre boqueó y murió cuando el sol estaba
saliendo y en la calle se escuchaban algunos portazos. Se intuía el avance de
un autobús escolar.
Habían pasado la noche acompañándolo en la
clínica años cincuenta, ventiladores y aire acondicionado, paredes mantecado,
fluorescentes redonditos como aureolas de ángeles, pasos yendo, pasos viniendo
y tacones detenidos de improviso; olores a desinfectante de pino, alcohol,
mercurocromo, yodo, perfumes de enfermeras; voces de pasillo, la muerte a punto
de brotar como una flor invisible y fétida.
Las primeras horas que estuvieron juntos al
lado de la cama las aprovecharon para reencontrarse, de una manera tan
contagiosa que en algunas ocasiones el anciano intervenía para hacer una que
otra acotación o aclaratoria. Se dedicaron a conversar sobre sus vidas, y el
viejo abría los ojos, los cerraba, se debatía suavemente bajo los guadañazos de
la muerte que se balanceaba haciendo su número de trapecista en las sondas del
suero. La muerte lo pescaba y él coleteaba agonizante ensartado con náilon.
Enrique miraba orgulloso a su hermano Camilo y éste lo contemplaba de igual
manera a él.
¿Quién se va a comer esa manzana? El viejo no
puede tragar nada sólido. Se interrumpían y se escuchaban. Se sentían como
extraños recién presentados porque no se veían desde hacía diez años, por lo
menos. Enrique vivía haciendo su trabajo de ingeniero metalúrgico en Guayana y
de allí no salía nunca. Camilo era publicista y había hecho su rutina
existencial en Miami. Sus vidas eran ahora unos currículums de papel que pronto
dejarían la materialización pulposa y viajarían por computadora. Así de
modernos y desarraigados estaban. En navidades se llamaban y se saludaban pero
hablaban a ráfagas y durante unos pocos minutos.
-Yo pensé que tantos tubos de plástico
metidos en la nariz y en la boca era cosa de películas pero a papá lo tenían
atravesado con esas vainas- comentó Enrique unas horas después. Esa mosca
maldita metiéndose en el vaso. Esa mosca se va a parar encima del sánduche que
se exhibe en el mostrador.
No hallaban nada sustancioso qué decir
estando sentados en el cafetín, bebiendo café mañanero, esperando el
certificado de defunción y los otros papeles de la clínica. Ya a Enrique se le
estaba pasando el gusto de escuchar el mal castellano que ahora hablaba Camilo,
aunque de repente se sentía tentado a decir como él: sorring. A un cuarto para
la seis de la mañana su padre los observó con detenimiento y les hizo señas con
una mano para que se acercaran. Antes de decir cualquier otra cosa comentó para
sí, como si acabasen de entrar a la habitación: vinieron, por fin vinieron.
La cara parecía reducida pero más larga, como
una calavera de animal. La piel estaba virtualmente despegada de los huesos,
como a punto de caerse hacia un lado. Cual edredón que se rueda. Igual que los
forros de los muebles cuando se aflojan –Sí, aquí estamos, papá- respondió
Camilo por los dos y el viejo les habló de la madre verdadera, una esposa que
se aburrió de verlo meterse debajo de un carro como un ordeñador de aceite, y
después hizo comentarios sobre Alida y pareció pedir perdón o por lo menos
insistió, en medio de una tormenta de asma, que había sido un hombre muy
individualista y encerrado en sí mismo. De repente les confesaba tengo miedo y
ellos sabían que estaba muriéndose y que temblaba ante lo que iba a sentir por
última vez. Esperaba un fuerte dolor, un dolor más grande que todo lo
experimentado, algo revuelto con oscuridad y desesperación. Ellos le decían “no
te preocupes que todo va a salir bien” como cuando él los llevaba al dentista y
les explicaba que eso no era nada. Ya viene, ya viene: es muy difícil, se
quejaba y ellos repetían no te preocupes que estamos contigo.
-Llama al médico, llama a la enfermera- decía
Enrique y no se movía de la orilla de la cama que había hecho suya. Del otro
lado estaba Camilo, buscando el timbre para llamar al personal de guardia. Lo
encontró y lo hundió varias veces. La habitación se llenaba de luz natural y se
escuchaba el tronco de los ventiladores pidiendo grasa. El hombre abrió los
ojos hasta desorbitarlos y luego los cerró llevándose un trozo de techo
blanquecino, unas aspas lentas y un aleteo de persianas para el más allá.
Camilo piensa en la boca de Betty y aspira su
aliento de cereza. El más allá es un eufemismo para definir el momento en que
se abandona para siempre el más acá. Le repetirá esa idea a Betty. ¿Qué haces a
esta hora en Miami Florida, mi amor? ¿me añoras, me llamas? Estará preparándose
para sus clases de aerobics. Hace señas de que le traigan otro café y le dice a
Enrique, ambos insuflados por una libertad de adultos auténticos recién
graduados, que pueden pedir lo que quieran en el cafetín de la clínica:
-¿Por qué no vamos hoy mismo a la casa de la
montaña?
Y Enrique asiente preguntando ¿por qué no?
Hace poquísimo vieron morir al padre y éste ni siquiera tembló o gritó: se
quedó quieto después de un ronquido y ya está, tanto caminar, tanto hablar,
tanto comer, tanto bañarse y limpiarse: tieso como un palo. Pero antes les
había contado todo lo de Alida y ellos se quedaron abismados mirándolo. La cama
estaba convertida en una lancha mortuoria que cruzaba hacia la otra playa. La
sentían avanzando para aquel lado y su padre se empequeñecía de veras. La
carita, las cuenquitas, los huesitos. Un fardo tirado.
Es muy poco lo que recuerdan respecto a ella:
sólo vaguedades como la vez que bajó hacia la autopista y se fue caminando por
la orilla mientras a su lado pasaban carros de todos los colores, unos recortando
la velocidad, otros apresurándose. El humo de un cigarrillo fluía hacia su
espalda y luego se perdía en el espacio.
Fumaba de noche en el porche; era alta, con
una cabellera teñida de rubio casi blanco. Le gustaba llevar camisas o franelas
muy cortas. Siempre estaba presente su ombligo, como el ojo de Polifemo,
mirando la mitad de la vida desde una piel tensa reseca saturada de vellos, que
parecían espinitas de sol.
A veces se transformaba en una persona de
carácter muy fuerte y no salía de la cocina donde leía recetas de libros y
preparaba unas comidas pastosas que su padre engullía fascinado y ellos
tragaban a duras penas, pero generalmente era una mujer melancólica y solitaria
que llamaba a las estaciones de radio para pedir canciones. Tenían perfecta
conciencia de que Alida se había cansado de la vida tan abrumadoramente
apacible y engordadora que capitaneaba su padre. El era un hombre de poquísimas
palabras que trabajaba fuera de la casa cinco días a la semana y los dos días
que estaba en el hogar los pasaba divirtiéndose a solas con sus herramientas y
su carro.
Hubo un tiempo en que su padre comenzó a
prestarle más atención al hogar, sobre todo a partir del día que Alida
desapareció de la casa y estuvo una semana ausente. Una mañana se detuvo un
taxi desvencijado en el hombrillo de la autopista como si se hubiese
descompuesto y ella bajó lentamente. No traía regalos ni nada. Descendió del
carro carcomido y repintado y subió la cuesta poco a poco. Se detuvo, arrancó
unas hojas, pareció dudar y luego abrió la puerta del corral de la casa y
entró.
-Los dos se encerraron en su cuarto y
hablaron mucho…papá gritó una sola vez ¿tienes memoria de eso, Camilo? Nosotros
decíamos la va a coñacear y no sabíamos de parte de quién nos debíamos poner,
aunque en el fondo le dábamos la razón a ella.
-Claro que me acuerdo. Después de ese
samplegorio la normalidad parecía una patilla a punto de caerse de un camión.
Esa vez escuchamos cuando papá le dijo tengo que hablar con Enrique y Camilo y
nosotros nos cagamos porque pensamos que nos iban a mandar para un internado,
porque cuando papá se arrechaba lo que decía era eso: los voy a meter en un
internado y uno se imaginaba que un internado era como una cárcel para niños.
Su padre y ella vivían temporadas armoniosas
en que los llevaban a pasear a la playa, a comer pollo en brasas o a un centro
comercial. Donas, el cine, cotufas. Se veían tranquilos y muy amables el uno
con el otro. Hasta que llegó el desesperante y caluroso mes en que ella bajó
hacia la autopista sin decir una palabra y no regresó más. Su padre se enfermó
esperándola y cuando se dio cuenta de que nunca más volvería se dedicó a beber
cerveza y jugar dominó quién sabe adónde. Lo dejaba solos y ellos aprovechaban
para no ir a la escuela. Hasta la pantalla del televisor se cubrió de polvo.
Después la abuela llegó para poner orden y se los llevó. Así fueron creciendo
hasta que se graduaron y se separaron cada uno por su lado. Hasta estos días en
que les avisaron que su padre estaba grave y ellos retornaron para verlo morir
y aprovecharon para ir a visitar la casa de la montaña y ver qué iban a hacer
con ella.
-Nos volvíamos locos por los chicharrones de
pollo que nos preparaba Alida- murmura Enrique mirando la distancia y buscando
con los ojos el pino donde colocaban el cartón de tiro al blanco.
-Sí. Y por el quesillo aquel. Ella nos dejaba
comer bastante quesillo y nunca nos fastidió ni nos regañó. Era tan rara. Las
otras mamás de por ahí gritaban no coman dulce, hagan la tarea y apaguen ese
televisor. En cambio Alida nos preguntaba si queríamos jugar bingo o si
queríamos ir al cine con ella.
-A veces la escucho, escucho aquella voz
hablando de veleros y catamaranes, de barcos y muelles y de las camisas
floreadas que le gustaban tanto cuando veíamos aquel programa de televisión que
mostraba a Hawai. ¿No estaba medio loca por las cosas marinas?- responde
Camilo.
-Lo absurdo- vuelve Enrique- fue cuando se
apareció la policía con aquellos señores y conocimos a la mamá de mamá diciendo
que nos iba a salvar de papá.
-Primera noticia de que teníamos una abuela.
Tú la veías escondido detrás de las persianas y me decías: parece uno de los
malos de la lucha libre. La abuela nos llevó de ahí y después de eso fue que
supimos que la mamá de nosotros era otra mujer que también había dejado a papá
cuando estábamos más chiquitos y que se había muerto en un aborto, que tú
preguntaste qué era un aborto y yo le grité que Alida era nuestra mamá y la
abuela me rompió la boca de un manotón.
-La abuela Gregoria nada más nos decía que
papá se había vuelto muy irresponsable pero nunca quiso hablar de Alida. Le
preguntábamos y ella nos mandaba a lavar las manos o a pelar papas. No hablen
de eso aquí en mi casa, vagabundos, los voy a enseñar a ser cristianos gritaba
¿te acuerdas, Camilo?
-¿Qué habrá sido de Alida? Ojalá que esté
bien. Ojalá que esté viviendo en una isla, en una playa. ¿Sabes? Más que ese
gorgoteo que se le vino a papá desde el pecho como si se le estuviera enredando
en baba el corazón, me impresionó lo de Alida y cuando dijo que la había
querido con mucha rabia porque no podía llevar amigos a la casa.
-Yo todavía no puedo creer que Alida…
-Yo tampoco…sus labios sonreían con dulzura y
sufría aquella soledad tan femenina que la atosigaba. Actuaba como una mujer.
Enlazaba las manos y colocaba la barbilla encima. Cruzaba las piernas. Así, con
ese matiz…tan…frágil.
La autopista se congestiona. Los vehículos
comienzan a avanzar lentamente hasta que se forman largas colas y aparecen
manos agitándose por las ventanillas. Mariposas diminutas intentando escapar de
los escarabajos gigantes, de los ácaros envenenados. Cerca de ahí, en un árbol
que está como sembrado en sus columnas vertebrales, irrumpe el aleteo espantoso
de un pájaro demasiado grande; lejos aúllan una o dos sirenas. ¿Guayabas? ¿son
guayabas maduras? Allá en el manchón verde, junto al barranco.
Enrique y Camilo se callan. Van y vienen.
Palpan la cerca, miran la vieja y rechoncha mata de ciruelas desde abajo como
si tuviera faldas. En el tronco, ahorcado por un alambre de púas, ha
desaparecido el corazón que ellos dibujaron a manera de sorpresa con el nombre
de Alida en el centro.
-Ella se emocionó yo sé que se emocionó ¿no
recuerdas que nos abrazó largo rato? A mi me llamó hijito y a ti te dijo ay
hijito. Era tierna cuando le tocaba y caminaba como Marilyn Monroe-comenta
Camilo.
-Alida me parecía muy femenina- agrega
Enrique pero no pueden seguir hablando porque ahora sí es verdad que se les ha
reventado el llanto y cada uno vuelve la cabeza para un lado distinto
intentando llorar sin aspavientos ni moqueaderas y por eso se quedan estáticos
mientras el paisaje de la infancia se derrite y ambos piensan sin querer, así
de pasadita, en el plateado y chulo aeropuerto.
Milagros Quintero
Panza
Nadie sospechaba, a pesar de su presencia
recurrente. Todas las noches llegaba a la misma hora.
—Lo de siempre, —dice ella al mesonero y él
le sirve un güisqui 18 años en la roca. Ella lo toma con lentitud y deleite, lo
saborea, degusta sus alcoholes. Ese trago la conecta con un pasado reciente y
anestesia su angustia, la acompaña y le da seguridad. Siente ganas de abrazarse
a ese trago.
Llama al mesonero y le pregunta si tiene
algún recado para ella.
—No señorita, no hay recado ¿desea otra cosa?
—le dice él casi instintivo, con la actitud de quien tiene la costumbre de
servir sin pedir explicaciones.
—Voy a esperar —responde parca, sin darle las
gracias.
Mira la pantalla del teléfono con ojos fijos
y un falso control de sí misma. Casi en un ritual, presiona la tecla para
llamar al buzón de mensajes. Con parsimonia, marca los cuatro números de su
clave secreta.
Usted no tiene mensajes, le responde la
máquina. Vuelve a marcar, incrédula, cómo si existiera la posibilidad de error
en la grabadora, y escucha aturdida la misma voz metálica.
Desde hace una semana espera una llamada que
nunca recibirá. Tiene miedo de habérsela perdido mientras estuvo en el baño,
teme una mala jugada de su compañía telefónica o una falla imprevista del
teléfono. Vuelve a marcar. Nada. Su buzón está vacío y ella lo sabe, pero
insiste cautiva del absurdo.
Ese último mensaje que él le dejó, lo escuchó
repetidas veces y lo guardó una y otra vez durante los tres días que funciona
el sistema de la compañía telefónica. Maldita compañía que no la deja escuchar
para siempre su voz. Su voz que se despide, su voz que le dice que lo siente,
que no puede volver a llamarla, su voz suave, un susurro que no le da la cara.
Se queda mirando el celular y decide marcar
su número. Irresponsable que nunca responde. El número que usted ha marcado se
encuentra temporalmente desconectado. Ella continua su ritual, lo llama aunque
nunca responda, como si lo ilógico gobernara su vida, como si la sensatez se hubiera
ido para siempre. Vuelve a marcar un par de veces más, incapaz de convencerse
que no está, que desconectó su número, el único nexo que los unía. Le tiemblan
las manos y no sabe si es por la angustia de no hallarlo o por el frío del
lugar.
Todo comenzó una noche en su casa, mientras
miraba una película de amores contrariados y comía cotufas con mantequilla. Era
una noche normal, igual a todas. Llenaba su soledad con fantasías de muchos
amigos que la invitaban a salir, y ella siempre se negaba alegando estar
cansada. ¿Dónde están los hombres? Se preguntó la dama del televisor. Ella, sin
despegar los ojos del aparato, corrigió la pregunta: ¿dónde están los hombres
solteros?
De inmediato, como era su pasatiempo
favorito, comenzó a imaginar que conocía al hombre de su vida, lugar común que
solía emplear cada vez que creía tener una nueva conquista. Esta vez se le
ocurrió que podía ser en el aeropuerto. Un viajero solitario y soltero. Un
ejecutivo exitoso. Lo imaginó guapo, elegante y con muy buenos ingresos. Esto
último era un aderezo de su vanidad, atrapar un soltero adinerado.
¡Cómo no se me ocurrió antes! Sí, el
aeropuerto es un buen lugar para enjaular un marido.
Estaba decidida a atrapar un viajero, un
pasajero frecuente, uno de esos ejecutivos que suelen viajar en primera clase.
Siempre llega cuatro horas antes de la salida
de su vuelo imaginario, no hay boleto que chequear, tampoco equipaje. Se
instala en el cafetín más concurrido, en una mesa cercana al pasillo, atenta al
tránsito de los pasajeros que van o vienen. Pide un capuchino para disimular.
Observa.
Al principio pasó inadvertida entre los
empleados, luego uno que otro, reparó en su presencia persistente y
sistemática. Al poco tiempo, a solicitud del encargado del cafetín, fue
investigada por el personal de seguridad. Éstos, después de asegurarse que era
inofensiva, empezaron a nombrarla entre ellos como la loquita viajera.
No hablaba con el personal, callada y
expectante a cada nuevo vuelo anunciado, se le notaba una extraña obsesión por
mirar las manos de los pasajeros en tránsito que acudían a ese cafetín, y cada
vez que divisaba algún caballero sin anillo de bodas, lo abordaba sin
preámbulos. Para iniciar conversación tenía un método algo marchito, usado
durante las últimas semanas: le preguntaba la hora de equis vuelo que sabía
retrasado, o le comentaba alguna noticia del periódico. Casi siempre tenía
éxito, pero la conversación no pasaba de unos pocos minutos, a lo sumo cinco,
antes que el caballero notara algo extraño en su proceder y tomara distancia.
Ella se limitaba a sonreír y con desenfado empezaba a buscar un nuevo dedo
anular libre de la odiosa prenda.
A la quinta semana de su plan, un hombre
elegante y libre de anillos, aceptó tomarse un café con ella.
—Viajo tanto y a veces estoy tan sola, que no
dejo pasar la oportunidad cuando encuentro a alguien interesante con quien
conversar.
Le contó que trabajaba para una ONG, que
estaba divorciada y no tenía hijos. Le habló de lo despiadado que era su ex y
como la hostigaba para volver con ella. Le dijo que le gustaban las películas
viejas y la música de los ochenta. Él la escuchó ausente, sin apartar la mirada
de su celular. A los treinta minutos hizo una llamada rápida y se marchó.
Acordaron verse a su regreso. Decidieron hora y lugar. Ella eligió un
restaurante ubicado en el este de la ciudad. Intercambiaron números de celular
y cuentas de correo electrónico. Una dirección a la que ella envió mensajes
hermosos y cadenas en la red, desde esa misma tarde. Después, dos correos
diarios le parecieron suficientes; uno de buenos días y otro para desearle
buenas noches. Siempre finalizaba con un no te preocupes si no puedes
responderme. En el sexto mensaje se le ocurrió restar los días que les faltaban
para verse: faltan cinco días, le escribió después de su ya acostumbrado final:
no te preocupes si no tienes tiempo de responderme, y así en cada uno de los
mensajes que siguieron.
Nunca obtuvo respuesta, pero ella se repetía,
cada vez que entraba a su cuenta de correo, No debo apresurarme, tenemos una
cita, no debo espantarlo.
El día que regresaba el candidato a novio,
ella sintió la tentación de ir a esperarlo al aeropuerto, sin embargo, se
conformó con una llamada para saludarlo y recordarle la invitación a cenar.
Desde que logró conseguir esa cita no había
vuelto y le pareció de mal augurio regresar al aeropuerto sin estar casada.
Volveré cuando me vaya de luna de miel, se dijo con entusiasmo. Los empleados
del café no repararon en su ausencia, tampoco los de seguridad se acordaban de
la loquita viajera.
Ella estaba feliz porque al fin tenía una
cita. Había pasado los días pensando y haciendo planes mientras se sometía a
tratamientos de belleza. Acudió a un Spa para hacerse un velo de novia y una
limpieza de cutis. Se mandó a hacer un tatuaje en el hombro con las iniciales
de él, y se pintó el cabello de rojo, para darse un look más juvenil.
Se imaginó muchas veces cómo sería el
encuentro. Tal vez él le traería un regalo, un souvenir de algún lugar
visitado. Al instante su rostro cambió de expresión y hasta se sonrió. No, no
va a traerme un regalo, los hombres no se ocupan de esos detalles, se dijo con
naturalidad. Entonces recordó que le había comentado que su vuelo era el de
Aruba y ella sí que tendría que comprarle un regalo.
Tomó una decisión. Se fue de tiendas, no
estaba para esos excesos, pero optó por comprarle un perfume: un Mont Blank, el
más costoso que le mostró el vendedor. Es una inversión, se repitió a sí misma.
Alquiló un traje porque el dinero no le alcanzaba para más. Reparó en su bolso
gastado por el uso y decidió que debía comprar una cartera elegante que
combinara con sus zapatos nuevos y con el traje alquilado. Recordó que la
vendedora le había preguntado por la ocasión, y ella le explicó que era la
noche de su compromiso, por eso quería estar tan linda. Se probó un perfume
para ella pero no pudo comprárselo, su tarjeta había llegado al límite. Esa
noche llamó a su ex marido y le dijo que debía una cuota especial del
condominio. Él, más fastidiado que solidario, le regaló el dinero para el pago
de la tarjeta.
Esta será la penúltima humillación a la que
me someto con este canalla, se dijo así misma.
Al llegar a casa llamó a una ex compañera de
trabajo para compartir la novedad:
—Tengo un novio nuevo y vamos a
comprometernos. Es soltero y trabaja como ejecutivo en una trasnacional, está
en el exterior y llega mañana. —Colgó sin dar más detalles a un teléfono sin
tono. Hacía más de tres meses que le habían suspendido el servicio.
No importa, de todas maneras sé lo que me
habría respondido, ¡la envidiosa esa! Miró el celular y descartó llamarla,
debía ahorrar saldo para llamar a su futuro esposo.
Se miró al espejo y ensayó una sonrisa. Se
acercó más para constatar las minúsculas arrugas alrededor de sus ojos. Abrió
la boca grande y estiró el cuello. Debía darse prisa, sus arrugas se empezaban
a notar demasiado.
No soportaría llegar a los cuarenta, sin
casarme, le había comentado esa tarde a la vendedora. En realidad, hacía tres
largos años que los había cumplido, pero ella continuaba diciendo que tenía
treinta y cinco años y siempre agregaba, con una media sonrisa: treinta y cinco
muy bien llevados, para recuperar enseguida una expresión de máscara, ensayada
en el espejo de su baño para no arrugarse.
Debo cuidarme de las líneas de expresión,
pensó al acercarse hasta casi pegar el rostro a la superficie del espejo:
¿cuánto costará una sesión de botox? Le preguntó a su imagen.
Volvió a mirar el reloj, en ese gesto nervioso
y estereotipado que suelen hacer las personas que esperan.
¿Cómo es posible que se haya ido? ¿Para dónde
se fue? ¿Por qué no me llama?
Se consuela en la contemplación de sus fotos.
Fotos inocentes que tomó con su celular en la única salida que tuvieron.
Rememora esas imágenes: él riendo, él con su trago de güisqui 18 años, él y su
chaqueta alpha gris, él y su celular, él con su montón de llamadas. Disculpa,
le decía. Siempre pidiendo disculpas y ella: no te preocupes, vale. Pero ella
sí estaba preocupada. Preocupada de que pasara el momento y él no le hiciera
una propuesta. A los veinticinco minutos, él se tuvo que ausentar. Le pidió que
lo esperara solo un instante. Le dijo que regresaría.
Se quedó mirando la silla desocupada y el
trago a medio tomar. Reparó en que se marchó sin comer, y dejó olvidado su
regalo en la mesa. Pasaron cuatro horas.
Terminó la noche. Estaba sola en ese
restaurante donde todos van acompañados, donde todos van con un plan. Ella no
sabe qué hacer con su soledad. Ella no sabe qué hacer con ese frío, ese aire
helado que le congela hasta la cédula en su bolso minúsculo. Esa maldita cédula
que la delata, que le grita al mundo que es divorciada, divorciada de la
compañía masculina. ¿Divorciada de quién? De la vida, de sí misma.
Se siente incómoda en ese traje alquilado. Un
traje alquilado para él, ella toda alquilada para él. Observa el celular, le da
la orden de sonar, pero éste no la obedece. Ella no se atreve a llamarlo. Teme
ser inoportuna. Toma el regalo y rompe el papel hasta llegar al envase.
Juguetea con él, le da vueltas en la mesa, una, dos, diez, veinte, cien,
doscientas veces. Se le queda mirando, lo abre en un impulso y se coloca unas
gotitas del perfume en los hombros y el cuello. Cierra los ojos e imagina que
él la abraza. Siente un hoyo en el estómago. No es de hambre.
—¿Le pido un taxi? —preguntó el mesonero con
cara comprensiva, mientras le entregaba la cuenta.
Esa llamada al otro día. Esa llamada no para
volver a invitarla, sino para disculparse, para decirle que lamentaba haberla
dejado, que tal… y ella no lo deja hablar y le vuelve a decir que no se
preocupe, que lo importante es pasarla bien juntos. Él le dice: tal vez otro
día, ahora estoy muy ocupado y cuelga. Luego otra llamada a los cinco minutos
que ella no atiende por falso orgullo, para darse importancia y hacerse la
dura. Él le deja ese mensaje. El maldito mensaje que ya no está, ese mensaje
que su compañía de teléfonos borró ¿Cuántos días puede guardarse un mensaje?
¿Cuánto días han pasado?
Vuelve a saborear su trago. Ya siente el
impacto del alcohol. Ella no está acostumbrada a beber, pero lo hace como lo
hizo él esa noche. Un scotch había dicho él, ella un daiquiri de melocotón, y
se arrepiente enseguida, pero el mesonero ya se ha ido y él está hablando por
teléfono. Se voltea para que ella no escuche. Es una precaución innecesaria,
porque ella no escucha, solo lo observa y sonríe con una risa vacua.
Unos hombres vestidos de chaqueta negra se
acercan a la barra para hablar con el barman, éste hace unos gestos de
confusión, dice varias veces que no con la cabeza y luego mueve los hombros en
un gesto irreverente para decirles ¡qué me importa! Los otros dos sonríen a la
vez, y el más viejo le da unas palmadas en la espalda. Se acercan a la única
mujer que está en la barra, la saludan con cordialidad, por su nombre y le
piden que los acompañe. Ella tiene la fantasía que es él quien ha enviado a
buscarla porque desea volver a verla. Él, que sabe que desde esa primera noche
ella ha regresado todos los días al mismo lugar del encuentro.
Los policías le muestran una foto de él, que
le recuerda la chaqueta alpha gris que usaba el día de la cita. Esa única
salida frustrada en la que él solo habló por teléfono, y ella lo veía con cara
de mujer complaciente. Con expresión de entiendo todo lo que pasa, de mujer
comprensiva, de… Sí, grita desesperada, ¡lo conozco, es mi novio! ¡Vamos a
casarnos!
—Tiene que acompañarnos señorita —le dice uno
de los policías.
Ella ilusa, les pregunta: —¿dónde está? ¡Lo
estoy esperando! ¿Está bien?
Ellos la miran incrédulos, cansados y con
cara de fastidio. El tipo está muerto, le dice a secas el más joven y entonces
ella se echa a llorar y grita desconsolada.
Los policías no entienden ni les importa
entender. La suben a la patrulla y ella grita más fuerte, llamándolo por el
nombre falso de la cuenta de correo. Repite ese nombre para que ellos le digan
que no es verdad, debe ser un error, logra decirles entre sollozos, mientras se
frota la cara con ambas manos. Su maquillaje está desecho, sus mejillas son
tapices de colores diluidos en lágrimas. El agente, impávido y directo, le
dice:
—Tiene seis días en la morgue y nadie ha ido
a reclamar el cadáver. Lo encontraron en la maleta de un carro alquilado. Usted
es la última persona con quien lo vieron, y su celular fue el último número que
marcó.
Ella no sabe qué decir, pero se siente
orgullosa del comentario que le hizo el policía.
La última persona con quien lo vieron, mi
número el último que marcó. Repite en voz baja, entonces vuelve a llorar y
lamenta no estar vestida de negro.
Lleva puesto el mismo vestido de la primera
noche. Un vestido de un absurdo color rojo, un vestido alquilado que no quiso
entregar porque él le había dicho que le sentaba muy bien.
Ojalá fuera negro, le dice señalando el
vestido al policía que está a su lado.
Una viuda debe vestir de negro, dice para sí.
Luego pregunta al policía:
—
¿No
sabe si le encontraron un anillo de compromiso en la chaqueta?
7. LA VALLA
Desde la tarde que me suspendieron la
incomunicación y salí del calabozo para recibir en el patio un poco de sol y de
brisa salobre, la valla adquirió su dimensión de reto. Cuando regresé al
calabozo ya me había penetrado la obsesión de la fuga. Mi corazón no estaba
resignado a soportar la servidumbre del tiempo detenido. Por eso, el reto de la
vida tenía la forma de esa cerca metálica, de no más de cinco metros de altura,
enclavada en el patio de la prisión. Del otro lado se encontraba la continuidad
del tiempo y la promesa de una libertad azarosa y mezquina. Era mi deber
intentarlo. Cada vez que salía al patio durante esa hora vespertina, mi
intención se fijaba en tratar de precisar cuál podía ser el punto más
vulnerable de la valla, según la colocación del guardia (el puma) y el momento
más propicio para saltarla. Era una jugada que requería de tres elementos para
ser perfecta: ingenio, velocidad y testículos. Para no considerar la acción
descabellada, debía descartar también la mala suerte. Por ese motivo escogí,
para intentarla, el día más beneficioso de mi calendario: el 17.
Entre mi propósito de fugarme (y seguramente
el de otros compañeros que caminaban pensativos por el patio) y su feliz
consumación, se interponía la dura y atenta mirada del puma que siempre
mantenía la submetralladora sin asegurador. Era un hombre en el que fácilmente
se podían apreciar la fiereza y la rapidez de decisión. Por su aspecto físico
resultaba un llamativo híbrido racial: una piel parda, curtida por el mucho
sol, ojos grises de brillo metálico y el pelo marrón ensortijado.
La única ocasión que me aproximé con
temeridad hasta la línea límite, marcada a unos dos metros antes de la valla,
se escuchó un seco y amenazador grito del puma: ¡alto! (Supe por otros
prisioneros más antiguos, que alguien al intentar saltarla, recibió una ráfaga
en las piernas). Después del incidente hice algunos esfuerzos por cordializar
con el guardián, tratando, de este modo, de ablandar su atención, pero el puma
no permitía el dialogo ni siquiera a distancia. Estaba hecho para ese oficio,
sin remordimientos. Lo máximo que obtuve de él, fue que en un día de navidad me
lanzara un cigarrillo a los pies desde su puesto.
Durante cinco años, mi plan de fuga se quedó
en la audacia de lo imaginado. Por mi buena conducta fui transferido del
calabozo a una celda colectiva, hasta que el almanaque puso fin a la espera y
obtuve la costosa libertad de forma legal y burocrática. Regresé así a la
normalidad calumniada que tanto despreciamos.
De nuevo el tiempo había recuperado su
perdido sentido y mis reflejos comenzaron a adaptarse nuevamente a la prisa de
la ciudad. La memoria de los días inmóviles se fue desdibujando. Pero una
noche, durante un sueño intranquilo, reapareció la valla con su reto. Al
principio logré asimilarlo como uno de esos indeseables recuerdos que con mucho
empeño logramos finalmente desgrabar. Pero la misma visión comenzó a repetirse
cada vez más intensa, hasta transformarse en un signo alarmante que surgía en cualquier
situación. Eso me hizo detestar mi suerte: la libertad no era más que una
simulación, porque yo había quedado prisionero de la valla y del miedo a
saltarla.
Una mañana decidí visitar la prisión y
solicité hablar con el puma (Plutarco Contreras, era su nombre). Me recibió
cordialmente y hasta mostró agrado cuando le dije que tenía buena readaptación
a la nueva vida, que me desempeñaba como vendedor de enciclopedias y estaba a
punto de casarme. También a mí me sorprendió favorablemente no encontrar en sus
ojos la antigua dureza. Volví a verlo en varias ocasiones y se estableció entre
nosotros un relación amistosa. Una vez lo esperé hasta que terminó sus
obligaciones, conversamos un rato y yo le ofrecí como regalo un llavero de
plata con la cara de un puma. Antes de irme, con recelo le pedí un favor, él
estuvo de acuerdo y comprensivo con mi solicitud.
Cuando entramos al patio, su mano descansaba
con afecto en mi hombro. Después él se colocó en su sitio habitual de
vigilancia, mientras yo (exactamente como lo había pensado durante años) me
trepé por la valla metálica y salte hacia el otro lado del tiempo. Al caer,
sentí una súbita liberación. Me di vuelta para despedirme, y apenas tuve tiempo
de ver la terrible mirada del puma que me apuntaba con el arma.
—Lo siento —dijo antes de disparar— yo
también esperé mucho tiempo esta oportunidad.
8. LA MANO JUNTO AL MURO
Guillermo
Meneses
La noche porteña se
descargó en relámpagos, en fogonazos. Voces de miedo y de pasión alzaron su
llama hacia las estrellas. Un chillido (“¡naciste hoy!”) tembló en el aire
caliente mientras la mano de la mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía el
escándalo sobre el cielo del trópico cuando el hombre dijo (o pensó): “Hay aquí
un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se
muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal vez soy yo el que
parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el espejo del cuarto de
Bull Shit?… La vida de ella podría pescarse en ese espejo… O su muerte…
La mano de la mujer
se apoyaba en la vieja pared; su mano de uñas pintadas descansaba sobre la
piedra carcomida: una marzo pequeña, ancha, vulgar, en contacto con el frío
muro robusto, enorme, viejo de siglos, fabricado en épocas antiguas para que
resistiese el roce del tiempo y, sin embargo, ya destrozado, roto en su vejez.
Por mirar el muro, el hombre pensó (o dijo): “Hay en esta pared un camino de
historias que se enrolla sobre sí mismo, como la serpiente que se muerde la
cola”.
El hombre hablaba
muchas cosas. Antes —cuando entraron en el cuarto, cuando encontró en el espejo
los blancos redondeles que eran las gorras de los marineros— murmuró: “En ese
espejo se podía pescar tu vida. O tu muerte”. Hablaba mucho el hombre. Decía
sus palabras ante el espejo, ante la pared, ante el maduro cielo nocturno, como
si alguien pudiese entenderlo. (Acaso el único que lo entendió en el momento
oportuno fue el pequeño individuo del sombrerito ladeado, el que intervino en
la historia de los marineros, el que podía ser considerado —a un tiempo mismo—
como detective o como marinero. Cuando miraba la pared, el hombre hizo serias
explicaciones. Dijo: “Trajeron estas piedras hasta aquí desde el mar; las
apretaron en argamasa duradera: ahora, los elementos minerales que forman el
muro van regresando en lento desmoronamiento hacia sus formas primitivas: un
camino de historias que se enrolla sobre sí mismo y hace círculo como una
serpiente que se muerde la cola”. Hablaba mucho el hombre. Dijo: “Hay en esa
pared enfermedad de lo que pierde cohesión: lepra de los ladrillos, de la cal,
de la arena. Reciedumbre corroída por la angustia de lo que va siendo”.
La mano de la mujer
se apoyaba sobre el muro. Sus dedos, extendidos sobre las rugosidades de la
piedra, sintieron la fría dureza de la pared. Las uñas tamborilearon en
movimiento que decía “aquí, aquí”. O, tal vez, “adiós, adiós, adiós”. El hombre
respondió (con palabras o con pensamientos): “La piedra y tu mano forman el
equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada fuga de los
instantes y el lento desaparecer de lo que pretende resistir el paso del
tiempo”. El hombre dijo: “Una mano es, apenas, más firme que una flor; apenas
menos efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa. Si una
mariposa detuviera su aletear en un segundo de descanso sobre la rugosa pared,
sus patas podrían moverse en gesto semejante al de tu mano, diciendo “aquí,
aquí” o, acaso, “adiós, adiós, adiós”. El hombre dijo: “Lo que podría separar
una cosa de otra en el mundo del tiempo sería, apenas una delgada lamina de
humana intención, matiz que el hombre inventa; porque, el fin, lo que ha de
morir es todo uno y sólo se diferencia de lo eterno”. Eso dijo el hombre. Y
añadió: “Entre tu mano y esa piedra está sujeta la historia del barrio: el
camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde
la cola. Aquí está la lenta decadencia del muro y de la vida que el muro
limitaba. Tu mano dice qué sucede cuando un castillo frente al mar cambia su
destino y se hace casa de mercaderes; cuando, entre las paredes de una
fortaleza defensiva, se confunde el metal de las armas con el de las monedas.
Rió el hombre:
“¿Sabes qué sucede?”… “Se cae, simplemente, en el comercio porteño por
excelencia: se llega al tráfico de los coitos”. Cerró su risa y concluyó,
severo: “Pero tú nada tienes que ver con esto; porque cuando tú llegaste, ya
estaba hecha la serie de las trasmutaciones. El castillo defensivo ya había
pasado por casa de mercaderes y era ya lupanar”.
Cierto. Cuando ella
llegó, el comercio de los labios, de las sonrisas, de los vientres, de las
caderas, de las vaginas, tenía ya sentido tradicional. Se nombraba al barrio
como al centro comercial de los coitos en el puerto. Cuando ella llegó ya esto
era —entre las gruesas paredes de lo que fue fortaleza— el inmenso panal
formado por mínimas celdas fabricadas para la actividad sexual y el tiempo
estaba también dividido en partícula de activos minutos. (—Tú ahora. Ya. Adiós.
Tú ahora. Ya. Adiós. Tú ahora. Ya. Adiós) y las monedas tenían sentido de
reloj. Como las espadas, cuyo sitio habían tomado dentro de los muros del
antiguo castillo, podían cortar la vida, el deseo, el amor, (Se dice a eso
amor, ¿no es cierto?).
Pero cuando ella
llegó ya existía esto. No tenía por qué conocer el camino de historias que, al
decir del hombre, se podía leer en la pared. No tenía por qué saber cómo se
había formado el muro con orgullosa intención defensiva de castillo frente al
mar, para terminar en centro comercial de coitos luego de haber sido casa de
mercaderes. Cuando ella llegó ya existían los calabozos del panal, limitados
por tabiques de cartón.
Inició su lucha a
rastras, decidida y aprovechadora, segura de ir recogiendo las migajas que
abandona alguien, ansiosa de monedas. Con las uñas —esas mismas uñas gruesas y
mordisqueadas que descansaban ahora sobre la rugosa pared— arrancaba monedas:
monedas que valían un pedazo de tiempo y se guardaban como quien guarda la
vida. Angustiosamente aprovechadora, ella. El gesto de morderse las uñas, sólo
angustia: nada más que la inquieta carcoma, la lluvia menuda de la angustia,
dentro de su vida.
Ahora, su mano se
apoyaba sobre el muro. Una mano chata, gruesa, con los groseros pétalos roídos
de las uñas sobre la piedra antigua, hecha de historias desmoronadas, piedra en
regreso a su rota insignificancia, por haber perdido la intención de castillo
en mediocre empresa de mercaderes.
Ella nada sabía.
Durante muchos años vivió dentro de aquel monstruo que fue fortaleza, almacén,
prostíbulo. Ella nada sabía. El barrio estaba clavado en su peso sobre las
aristas del cerro, absurdamente amodorrado bajo el sol. Oscuro, pesado, herido
por el tiempo. Bajo el sol, bajo el aliento brillante del mar, un monstruo el
barrio. Un monstruo viejo y arrugado, con duras arrugas que eran costras,
residuos, sucio, oscura miel producida por el agua y la luz, por las mil
lenguas de fuego del aire en roce continuo sobre aquel camino de historias que
se enrolla en sí mismo —igual que una serpiente— y dice cómo el castillo sobre
el mar se convirtió en barrio de coitos y cómo la mano de una mujer angustiada
puede caer sobre el muro (lo mismo que una flor o una mariposa) y decir en su
movimiento “aquí, aquí”, o “adiós, adiós, adiós”.
Ella nada sabía.
Cuando llegó ya existía el presente y lo anterior sólo podía estar en las
palabras de un hombre que mirase la pared y decidiese hablar. Ya existía esto.
Y ella estuvo en esto. Los hombres jadeaban un poco; echaban dentro de ella su
inmundicia. (O su amor). Ella tomaba las monedas: la medida del tiempo.
Encerraba en la gaveta de su mesa de noche un pedazo de vida. O de amor.
(Porque a eso se llama amor). Dormía. Despertaba sucia de todos los sucios del
mundo, impregnada de sucia miel como el barrio monstruo bajo el viento del mar.
Su cabeza sonaba dolorosamente y ella podía escuchar dentro de sí misma el
torpe deslizarse de una frase tenaz. “Te quiero más que a mi vida”. (¿Cuándo?
¿quién?). Uno. Ella piensa que tenía bigotes, que hablaba español como
extranjero, que era moreno. “Te quiero más que a mi vida”. ¿Quién podría
distinguir en los recuerdos? Un hombre era risa, deseo, gesto, brillo del
diente y de la saliva, arabesco del pelo sobre la frente. Luego era una sombra
entre muchas. Una sombra en el oscuro túnel cruzado por fogonazos que era la
existencia. Una sombra en la negra trampa cruzada por fogonazos, por estallidos
relampagueantes, por cohetes y estrellas de encendido color, por las luces de
cabaret, por una frase encontrada de improviso: “Te quiero más que a mi vida”.
Pero todo era brillo
inútil, como la historia enrollada sobre sí misma y ella nada sabía de la
piedra ni de las historias ni de las luces que rompían la sombra del túnel.
Sólo cuando habló con aquel hombre, cuando lo escuchó hablar la noche del
encuentro con los tres marineros (si es que fueron tres los marineros) supo
algo de aquello. Ella estaba pegada a su túnel como los moluscos que viven
pegados a las rocas de la costa. Ella estaba en el túnel, recibiendo lo que
llegaba hasta su calabozo: un envión, una ola sucia de espuma, una palabra, un
estallido fulgurante de luces o de estrellas.
Dentro del túnel,
moviéndose entre las sombras de la existencia, fabricó muchas veces la
pantomima sin palabras de la moza que invita al marinero: la sonrisa sobre el
hombro, la falda alzada lentamente hasta el muslo y mirar cómo se forma el roce
entre los dedos del marino.
Así llegó aquél a
quien llamaban Dutch. El que ancló en el túnel para mucho tiempo. Dutch,
amarrado al túnel por las borracheras. La llamaba Bull Shit. Seguramente
aquello era una grosería en el idioma de Dutch. (¿Qué importa?). Cuando él
decía BULL SHIT en un grupo de rubios marinos extranjeros, todos reían. (¿Qué
importa?) Ella metía su risa en la risa de todos. (¿Qué importa, pues? ¿qué
importa?). Bien podía Dutch querer burlarse de ella. Nada importaba porque él
también estaba hundido en el túnel, amarrado a las entrañas del monstruo que
dormía junto al mar. Él cambiaba de oficio; fue marino, chofer, oficinista. (O
era que todos —choferes, oficinistas o marinos— la llamaban Bull Shit y ella
llamaba a todos Dutch). Y si él cambiaba de oficio, ella cambiaba de casa
dentro del barrio. Todo era igual. Alrededor de todos, junto a todos, sobre
todos —llamáranse Dutch, Bull Shit o Juan de Dios— estaba el barrio, el
monstruo rezumante de zumos sombríos bajo la luz, bajo el viento, bajo el
brillo del sol y del mar.
Daba igual que Dutch
fuera oficinista o chofer. Daba igual que Bull Shit viviese en uno u otro
calabozo. Sólo que, desde algunos cuartos, podía mirarse el mundo azul —alto,
lejano— del agua y del aire. En esos cuartos los hombres suspiraban; muchos
querían quedarse, como Dutch; decían: “¡qué bello es esto!”
La noche del
encuentro con los tres marinos (si es que fueron tres los marineros) apareció
el que decía discursos. Era un hombre raro. (Aunque en verdad, ella afirmaría
que todos son raros). Le habló con cariño. Como amigo. Como novio, podría
decirse. Llegó a declarar, con mucha seriedad, que deseaba casarse con ella:
“contraer nupcias, legalizar el amor, contratar matrimonio”. Ella rió igual que
cuando Dutch le decía Bull Shit. Él persistió; dijo: “te llevaría a mi casa; te
presentaría a mis amigos. Entrarías al salón, muy lujosa, muy digna; las
señoras te saludarían alargando sus manos enjoyadas; algunos de los hombres
insinuarían una reverencia; nadie sabría que tú estás borracha de un ron barato
y de miseria; pretenderían sorprender en ti cierta forma de rara elegancia;
pretenderían que eres distinguida y extraña; tú te reirías de todos como ríes
ahora; de repente, soltarías una redonda palabra obscena. ¿Sería maravilloso?
La miró despacio,
como si observase un cuadro antiguo. La mujer apoyaba sobre el muro su gruesa
mano chata de mordisqueadas uñas. Él continuó: “Te llevaría a la casa de un
amigo que colecciona vitrales, porcelanas, pinturas, estatuillas, lindos
objetos antiguos, de la época en la que estas perlas fueron unidas con argamasa
duradera para formar la pared del castillo frente al mar. Él te examinaría como
si observase un cuadro antiguo; diría, probablemente, que pareces una virgen
flamenca. Y es cierto, ¿sabes? Son casi iguales la castidad y la prostitución.
Tú eres en cierto modo, una virgen: una virgen nacida entre las manos de un
fraile atormentado por teóricas visiones de ascética lubricidad. ¡Una virgen
flamenca! Si yo te llevara a la casa de ese amigo, él diría que eres igual a
una virgen flamenca, pero… Pero nada de eso es posible, porque el amigo que
colecciona antigüedades soy yo y hemos peleado hace unos días por una mujer que
vive aquí contigo… y que eres tú”.
Un hombre raro. Todos
raros. Uno se sintió enamorado. (“Te quiero más que a mi vida”). Uno la odió:
aquél a quien ella no recordaba la mañana siguiente. (“¿Tú? ¿tú estuviste
conmigo anoche? ¿No recuerdas?”, dijo él). Había temblor de rabia en su
pregunta; como si estuviese esperando un cambio de monedas y mirase sus manos
vacías. Los hombres son raros. Una mujer no puede conocer a un hombre. Y menos,
cuando el hombre se ha desnudado y se ha puesto a hacer coitos sobre ella:
cuando se ha puesto a jadear, a chillar, a gritar sus pensamientos. Algunos
gritan “¡Madre!”. Otros recuerdan nombres de mujeres a las que —dicen ellos— quieren
mucho. Como si deseasen que la madre o las otras mujeres estuviesen presentes
en su coito. Jadean, gritan, chillan, quieren que ella —la que soporta su peso—
los acompañe en sus angustias y se desnude en su desnudez. Luego sonríen
cariñosos: “¿No recuerdas?”
Todos raros. Ella
nunca recuerda nada. Está metida en la sombra del túnel, en las entrañas del
monstruo, como un molusco pegado a la roca donde, de vez en cuando, llega la
resaca: la sucia resaca del mar, el fogonazo de una palabra, el centelleo de
las luces del cabaret o de las estrellas. Ella está aquí, unida al monstruo sin
recuerdos. Lejos, el mar. Puede mirarlo en el tembloroso espejo de su cuarto
donde, ahora, están dos gorras de marineros. (Pero, ¿es que no eran tres los
marineros?). Hasta parece hermoso el mar a veces. Cargado de sol y de viento.
Aunque aquí dentro poco se sepa de ello. Gotas de sucia miel lo han carcomido
todo; han intervenido en la historia del muro sobre el cual tamborilean los
dedos de la mujer (“aquí, aquí” o “adiós, adiós, adiós”) han hecho la historia
de los elementos minerales que regresan hacia sus formas primitivas después de
haber perdido su destino de fortaleza frente al mar; han escrito la historia
que se enrolla sobre sí misma y forma círculo como la serpiente que se muerde
la cola.
Ella nunca recuerda
nada. Nada sabe. Aquí llegó. Había un perro en sus juegos de niña. Juntos, el
perro y ella ladraban su hambre por las noches, cuando llegaban en las
bocanadas del aire caliente las músicas y las risas y las maldiciones. Ella,
desde niña, en aquello oscuro, decidida a arrancar las monedas. Ella en la
entraña del monstruo: en la oscura entraña, oscura aunque fuera hubiese viento
de sol y de sal. Ella, mojada por sucias resacas, junto al perro. Como,
después, junto a los otros grandes perros que ladraron sobre ella su angustia y
los nombres de sus sueños. De todos modos, podía asomarse alguna vez a la
ventana o al espejo y mirar el mar o las gorras de los marineros. (Dos gorras;
tal vez tres los marineros).
Porque casi es
posible afirmar que fueron tres los marineros: el que parecía un verde lagarto,
el del ladeado sombrerito, el del cigarrillo azulenco. Si es que un marinero
puede dejar olvidada su gorra en el barco y comprarse un sombrero en los
almacenes del puerto, fueron tres los marineros, si no, hay que pensar en otras
teorías. Lo cierto es que fue el otro quien tenía entre los dedos el
cigarrillo. (O el puñal).
Ella miraba todo,
como desde el fondo del espejo del cielo. Acaso, como desde el fondo del espejo
de su cuarto, tembloroso como el aletear de una mariposa, como el golpear de
sus dedos sobre la rugosa pared. Si le hubieran preguntado qué pasaba, hubiera callado
o, en el mejor de los casos, hubiera respondido con cualquier frase recogida en
el lenguaje de las borracheras y de los encuentros de burdel. Hubiera dicho:
“¡madre!” o “te quiero más que a mi vida” o, simplemente, “me llamaba Bull
Shit”. Quien la escuchase reiría pero, si intentaba comprender, oprimiría el
semblante, ya que aquellas expresiones podían significar algo muy grave en el
idioma de los hambrientos animales que viven en la entraña del monstruo, en el
habla de las gentes que ponen su mano sobre el muro de lo que fue castillo y
mueven sus dedos para tamborilear “aquí, aquí” o “adiós, adiós, adiós”. Lo que
le sucedió la noche del encuentro con los tres marineros (digamos que fueron
tres los marineros) la conmovió, la hundió en las luces de un espejo
relumbrante. Verdad es que ella siempre tuvo un espejo en su cuarto: un espejo
tembloroso de vida como una mariposa, movido por la vibración de las sirenas de
los barcos o por los pasos de alguien que se acercaba a la cama. En aquel
espejo se reflejaban, a veces, el mar o el cielo o la lámpara cubierta con
papeles de colores —como un globo de carnaval— o los zapatos del que se había
echado a dormir su cansancio en el camastro revuelto. Se movía el espejo,
tembloroso de vida como la angustiada mano de una mujer que tamborilea sobre el
muro, porque colgaba de una larga cuerda enredada a un clavo que, a su vez,
estaba hundido en la madera del pilar que sostenía el techo. Así, el espejo
temblaba por los movimientos del cuarto, por el paso del aire, por todo.
Desde mucho tiempo
antes, la mujer vivía allí, en aquel cuarto donde los hombres suspiraban al
amanecer: “¡qué bello es esto!” y contaban cuentos de la madre y de otras
mujeres a las que —decían ellos— habían querido mucho. Cuando el hombre que
decía discursos estaba allí, también estaban los marineros; al menos, el espejo
recogía la imagen de dos gorras de marineros, tiradas entre las sábanas, junto
al pequeño fonógrafo. (Dos gorras de marineros). La mujer que apoyaba la mano
sobre el muro podía mirar los círculos blancos de las gorras en el espejo de su
cuarto. Dos círculos: dos gorras. (Lo que podría hacer pensar que fueron dos
los marineros, aunque también es posible que otro marinero desembarcase sin
gorra y se comprase un sombrero en los almacenes del puerto). En el espejo
había dos gorras y por ello, acaso el que hablaba tantas cosas extraordinarias
dijo: “En ese espejo se podría pescar tu vida”.
A través del espejo
se podría llegar, al menos, hasta el encuentro con los dos marineros. (Digamos
que fueron dos; que no había uno más del que se dijera que dejó su gorra en el
barco y compró un sombrero en los almacenes del puerto). A través del espejo se
puede hacer camino hasta el encuentro con los dos marineros, igual que en la
piedra donde se apoya el tamborileo de los dedos de la mujer puede leerse la
historia de lo que cambió su destino de castillo por empresas de comercio y de
lupanar.
Ella estaba en el
cabaret cuando los marineros se le acercaron. Uno era moreno, pálido el otro.
Había en ellos (¿junto a ellos?) una sombra verde y, a veces, uno de los dos
(o, acaso, otra persona) parecía un muñeco de fuego. Una mano de dulzura
sombría —morena, con el dorso azulenco— le ofreció el cigarrillo, el blanco
cigarrillo encendido en su brasa: “¿quieres?” Ella miró la candela cercana a
sus labios, la sintió, caliente, junto a su sonrisa. (La brasa del cigarrillo o
la boca del marinero). Ya desde antes (una hora; tal vez la vida entera) había
caído entre neblinas. E1 humo del cigarrillo una nube más, una nube que
atravesó la mano entre cuyos dedos venía el tubito blanco. Ella lo tomó. Puede
recordar su propia mano, con la ancha sortija semejante a un aro de novia.
Junto a la sortija estaban la brasa del cigarrillo y la boca del hombre: la
saliva en la sonrisa; al lado del que sonreía, el otro —la silueta rojiza— y,
también, el que parecía un verde lagarto. No tenía gorra sino sombrerito de
fieltro ladeado. (Casi cierto que eran tres, aunque luego se dijera que fueron
dos los marineros y esa tercera persona un detective, lo que resultaba posible
ya que los detectives, como lo sabe todo el mundo, usan sombrero ladeado, con
el ala sobre los ojos).
La cosa comenzó en el
cabaret. Ella —la mujer de la mano sobre el muro— vivía en el piso alto. Sobre
el salón de baile estaba el cuarto del tembloroso espejo donde se podía mirar
el mar o las gorras de los marineros o la vida de la mujer. Treinta mujeres
arriba, en treinta calabozos del gran panal; pero sólo desde el cuarto de ella
podía mirarse el lejano azul, como también sólo ella tenía el lujo del
fonógrafo, a pesar de lo cual era nada más que una de las treinta mujeres que
vivían en los treinta cuartuchos de piso alto, lo mismo que, en el cabaret, era
una más entre las muchas que bebían cerveza, anís o ron. Una más, aunque sólo
ella tenía su ancha sortija, semejante a un aro de novia.
De pronto, las luces
del cabaret comenzaron a moverse: caminos azules, puntos amarillos, ruedas
azules y la sonrisa de los marineros, la saliva y el humo del cigarrillo entre
los labios. Ella sorbió las azules nubes también; pero ya antes había comenzado
la danza de las luces en el cabaret. Caminos rojos, verdes, ruedas amarillas,
puntos de fuego que repetían la brasa del cigarrillo. Ella reía. Podía oír su
propia risa caída de su boca. Las luces daban vueltas, la risa también se
desgranaba como las cuentas de un collar encendido y junto con las luces y la
risa, se movían las gentes muy despacio, entre círculos de sombra y de
misterio. Los hombres —cada uno— con la sonrisa clavada entre los labios: la
silueta rojiza igual que el que semejaba un verde lagarto y el del sombrero
ladeado. (El que produjo la duda sobre si fueron tres los marineros). Ella
cabeceaba un ademán de danza y sentía cómo su cabeza rozaba luces y risas
cuando se encontró frente a un espejo: el tembloroso espejo de su cuarto en
cuyo azogue nadaban las dos gorras marineras. Todo ello sucedió como si hubiese
ascendido hacia la muerte. Por eso, una voz chilló: “¡naciste hoy!” y el hombre
dijo: “En ese espejo se podría pescar tu vida”.
Pero, eso fue
después. Ciertamente, los marineros se acercaron: una mano, una boca, la sombra
verde y el rojizo resplandor. Aquel a quien llamaban Dutch había estado esa
noche o, tal vez, otra noche parecida a ésta. (Una noche como tantas de las
noches nacidas en el túnel, en la entraña del monstruo, en un instante de la
gran oscuridad cruzada por fogonazos que era la vida allí). Estaba Dutch. O,
acaso, no. No; ciertamente, no. Era el de los discursos, el paciente hablador,
quien estaba presente. La mujer alzó su mano en un gesto de danza; sus uñas
abrieron cinco pétalos rojos a la luz de las bombillas. Se levantó; sintió en
su cuerpo como ella toda tendía a estirarse. Miró (en el espejo de sí misma o
en el espejo tembloroso de su cuarto) su cabeza deslizada en ascensión entre
las bombillas del cabaret y entre las luces del alto cielo sereno. Se movió
—lenta y brillante— sobre bombillas, estrellas, espejos. La voz, la sonrisa, el
cigarrillo de los marineros eran palabras, gestos, señales que indicaban el
pecho del hombre. (Su cartera o su corazón). Como si atravesara rampas de
misterio los pasos de ella la llevaban hacia el que descansaba sobre la mesa
del cabaret. Apartó espejos, luces, estrellas; atravesó nubes de humo. Estaba
acompañada por los tres marineros (eran tres, entonces): el que parecía un
verde lagarto, el del rojizo resplandor y la sombra azulenca en las manos, el
del pequeño sombrero ladeado sobre la sien izquierda. Cuando llegó a la mesa,
rozó el pecho del hombre que dormía. “Bull Shit”, dijo él. “¡Ah! ¡Eres Dutch!”
“¿Dutch? ¿Dutch?” “Sacas de tu sombra una palabra y piensas que es un hombre.
No, no soy Dutch; tampoco soy el que te dijo te quiero más que a mi vida ni el
que te habló de otras mujeres a quienes quiere mucho. Soy otro corazón y otra
moneda”. Las voces de los dos (¿o tres?) marineros ordenaron: “Sube con él”.
Ante el espejo se
miraron. Ella diría que no pisó la escalera, que no caminó frente al bar, que
caminaron —todos— las rampas del misterio y atravesaron las puertas que hay siempre
entre los espejos. Por los caminos del misterio, por los caminos que unen un
espejo a otro espejo, llegaron (o estaban allí antes) y se miraron desde la
puerta del espejo. (Ellos y sus sombras: la mujer, los marineros y el que,
antes, dormía sobre la mesa del cabaret mostrando a todos su corazón). El del
pequeño sombrero ladeado no estaba en el espejo. El otro, el que dormía cuando
estaban abajo, habló; al mirar las gorras de los marineros, dijo a la mujer:
“En ese espejo se podía pescar tu vida”. (Igual pudo decir “tu muerte”).
La mujer estaba fuera
del cuarto, apoyada la gruesa mano de roídas uñas sobre la rugosa piedra del
muro. A través de la puerta veía las gorras de los marineros en el cristal del
espejo. El hombre había echado a andar el fonógrafo, del cual salía la dulce
canción. Los marineros se acercaban. Suspendida sobre el negro disco, la aguja
brillante afilaba la música: aquella melodía donde nadaban palabras, semejantes
a las palabras de Dutch cuando Dutch decía algo más que Bull Shit, semejantes a
gorras suspendidas en el reflejo de un vidrio azogado. El hombre escuchaba
tendido hacia el fonógrafo. Hacia él avanzaba uno de los marinos: el que antes
había ofrecido el cigarrillo de azulados humos. La mujer miraba la mano del
marinero, nerviosa, activa, cargada de deseos. (Si una moneda es la medida del
amor, puede alguien desear una moneda como se desea un corazón). Ella lo
entendía así: “El gesto de quien toca una moneda puede ser semejante a la frase
te quiero más que a mi vida; acaso ambos. espejos de una misma tontería o de
una misma angustia”. La mano —deseosa, inquieta, activa— se dirigía al sitio de
la cartera o del corazón. El hombre volvió la cabeza; miró cara a cara al
marinero. El que tenía en sí un resplandor de brasa rió con risa hueca como
repiqueteo de tambor, como el movimiento de los dedos de la mujer sobre el
antiguo muro. El hombre volvió a inclinarse sobre la melodía del fonógrafo. La
risa del otro caía sobre el ritmo de la música y el hombre se bañaba en la
música y en la risa.
El gesto del marinero
amenazó de nuevo cuando la mujer llamó la atención del que escuchaba la música.
Quieta —su mano sobre el muro— lo siseó. Él fue hasta ella; se quedó mirándola,
como un conocedor que mira un cuadro antiguo; fue entonces cuando habló: “Hay
en esta pared un camino de historias que se muerde la cola. Trajeron estas
piedras desde el mar, las apretaron en argamasa duradera para fabricar el muro
de un castillo defensivo; ahora, los elementos que formaban la pared van
regresando hacia sus formas primitivas: reciedumbre corroída por la angustia de
un destino falseado”.
La mujer lo miraba
desde el espejo del cielo, alta entre las estrellas su cabeza. Antes de que
ello fuera cierto, la mujer miraba cómo entre los dedos del marinero brillaba
el cigarrillo: un cigarrillo de metal, envenenado con venenos de luna,
brillante de muerte. Los dedos de ella (y sí que resultaba extraordinario que
dos manos estuviesen unidas a elementos minerales y significaran a un tiempo
mismo, aunque de manera distinta, el lento desmoronamiento de lo que fue hecho
para que resistiese el paso del tiempo), los dedos de ella repiquetearon sobre
el muro: “no, no, no”.
Fue entonces cuando
él propuso matrimonio, cuando la comparó a una virgen flamenca, cuando dijo:
“Te llevaré a la casa de un amigo que colecciona antigüedades; él diría que
eres igual a una virgen flamenca; pero no es posible, porque ese amigo soy yo y
hemos peleado por una mujer que vive en esta casa y que… eres tú”.
El gesto del marinero
con el envenenado metal del cigarrillo —o del puñal— era tan lento, como si
estuviese hecho de humo. Lento, alzaba su llama, su cigarrillo, su puñal, el
enlunado humo encendido de la muerte. Ella movía los dedos sobre el muro;
tamborileaba palabras: “no, no, cuidado, aquí, aquí, adiós, adiós, adiós”. El
hombre dijo: “Te quiero más que a mi vida. Pareces una virgen flamenca. Bull
Shit”.
Ya el marinero bajaba
su llama. Ella lo vio. Gritó. La noche se cortó de relámpagos, de fogonazos.
(Tiros o estrellas). El del sombrerito ladeado lanzaba chispazos con su
revólver. Alguien salió hacia la noche. Hubo gritos. Una mujer corrió hasta la
que se apoyaba en el muro; chilló: “¡Naciste hoy!”. El hombre repetía: “Bull
Shit, virgen, te quiero”.
La mano de ella
resbaló a lo largo del muro; su cuerpo se desprendió; sus dedos rozaron las
antiguas piedras hasta caer en el pozo de su sangre; allí, junto al muro, en la
sangre que comenzaba a enfriarse, dijeron una vez más sus dedos: “Aquí, aquí,
cuidado, no, no, adiós, adiós, adiós”. Un inútil tamborileo que desfallecía
sobre las palabras del hombre: “Te quiero más que a mi vida, Bull Shit,
virgen”. El del sombrero ladeado afirmó: “Está muerta”.
Más tarde el de los
discursos comentaba: “Esta es una historia que se enrolla sobre sí misma como
una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros”.
El del sombrerito se opuso: “Hay dos gorras en la cama de Bull Shit”. “En el
espejo”, rectificó el de los discursos; “la vida de ella puede pescarse en ese
espejo. O su muerte”.
Voces de miedo y de
pasión alzaban su llama hacia las estrellas. La mano de la mujer estaba quieta
junto al muro, sobre el pozo de su sangre.
9. JOSELOLO
Ángel Gustavo Infante
Mírele los ojos: hermanolo tiene par de
puñales escondidos. Chupa, bróder. Busca la uña de la guitarra. La pega se
secó. Marca la clave con tu casquillo: dos taconazos seguidos y dos separados.
Vuelve. Dame el montuno.
Pliotá, baña tus pulgas y descarga, que el
hermano Joselolo está elevando:
—Qué —dijo arrugando los ojos sin mirar a
nadie—, yo me asimilé al señor. Me enrolé en las filas del Cristofué. Vino al
mundo para salvarnos y darnos vida eterna. Yo no me dejo aplicá ninguna
sicología: la verdadera paz es espiritual. Isaías cantó: todos nos descarriamos
como ovejas, cada cual se apartó por su camino y Dios cargó en él, en el
Cristofué, el pecado de todos.
Después del sermón, el cuerpo de boxeador
cumanés saltó al ring: la corona de vidrios de la pared le rompió el pantalón y
Joselolo cayó sentado en el techo. Los gritos de abajo lo mantuvieron
levitando. Vaciló con las amenazas y la luz que rellenó los huecos. Pisada en
falso. Primero hasta la rodilla, después el zinc vencido lo devoró por
completo: dio manotazos de ahogado sobre una batea partida. Cortó la oscuridad
con su navaja sin sentir los planazos en la espalda. Rodó entre gamelote y
montones de basura.
Siguió cojeando calle abajo sin esquivar las
piedras, punzando los gritos con su picahielo.
Cuando Joselolo se arrebata, en su cara se
fija una sonrisa dura. Le entran ganas de voltear con Paiva, imita sus bufidos,
se mueve con violencia y lo llama a gritos al torito negro. Pliotá le niega
pega y La Zurda asalta Yesterday con un silbido y se va olvidando todo.
Primer round: sobre el techo de las Salazar
ventila sus puños como nudos de cabos podridos. Segundo: el cielo raso del
Tacarigua ruge como un tigre viejo. Tercero: desde las tapas de Inocencio
brinca a las de la Pelúa y recibe una lluvia de botellas. Se espanta, resbala,
baja entre los muros de Nieto y Buchipluma.
Le vacían encima un tobo de agua helada
muchacho loco alucinógeno ladrón. Los amos del ring se reúnen: dos de las
Salazar lo sostienen, otra le levanta la cabeza y le arregla la cara: La
Sangrepesá aprieta el puño y le borra la sonrisa de un coñazo.
El bróder nunca fue santo: desde el liceo
perfiló su profesión: empaquetado hasta la médula en la muerte de un compañero,
es citado a la dirección para aclarar los detalles. La oficina del director
está sola y su paltó pagando sobre el espaldar de la silla. Pisó el peine: el
director, que valía por dos (había guardado todo su dinero en las medias),
aparece de pronto, cierra la puerta con su gordura y le dice satisfecho: Hasta
aquí lo trajo el río. No se le ocurra volver sin su representante.
Doble paquete. Se ganó, de gratis, una fama
tremenda: choro y criminal. No hubo pruebas. Las promesas de su vieja Lola le
alargaron la vida escolar. El director accedió a cambio de la verdad. Joselolo
prometió irla cantando en cada viaje a Parque Carabobo, donde tuvo que asistir
durante varias semanas, acompañado por los profesores del primero C para evitar
el linchamiento: parientes, amigos y demás deudos, le montaban cacería en los
alrededores de la Petejota.
Todo el mundo hablaba del “Luis Barrera
Linares”: el liceo se puso de moda. y por primera vez se oyó el nombre de Las
Mayas más allá de El Peaje. Jamás se dio a conocer el nombre del victimario:
era menor de edad. El de la víctima aparecía por todas partes.
Hasta la última noche en que, por fin, el
certificado del forense vino a respaldar la versión del único
testigoindiciadomalandrocriminal: el chamo era epiléptico y, esa tarde, había
tomado una sobredosis de barbitúricos. O sea: no lo fulminó el golpe, sino el
aire.
Mera coincidencia la culebra que presenció el
broder: está en el pasillo cuando se forma un bululú, se acerca a ver qué es lo
ques: someten a una disciplina que los tenía obstinados. Se abre paso con la
esperanza de mirar cómo le sacan los dientes. De repente sale una mano del nudo
de camisas amarillas y se planta en el ojo del sapo. Joselolo vio la caída.
Contó hasta diez mentalmente. Vio la espuma y los ojos blancos. Le iba a alzar el
brazo al vencedor y no encontró un alma fuera de las aulas.
Libre de culpa, quiso rehacer su imagen:
anduvo el resto del año como comprador de oro roto. La buena fe, sin embargo,
no impidió que lo botaran del liceo. Su vieja recorrió la zona sur. Al fin, un
olvido de la jefa de la comisión de inscripciones, le permitió la entrada en El
Chocolate de la calle catorce.
Cuando la profesora pidió el expediente del
bróder, para cerciorarse de los rumores que venían creciendo desde la otra
punta del mesón, ya era tarde: la vieja Lola había desaparecido. Perdida,
gritó: ¡Jesús, el terror del Luis Barrera! Al volver en sí, recordó las
imágenes de un sueño rarísimo: en un segundo, todas las películas de Clemente
de La Cerda —que por cierto detestaba— rodaron bajo sus párpados.
Joselolo andaba todo descontrolado. Así salió
para el segundo año, sin pararle mucho a esos dedos que señalaban su pasado. Y
en El Chocolate se lleva EL GRAN CHASCO: de tanto andar con su veintiúnica
admiradora, va y se enamora.
Tina vivía al final de Puerto Escondido y el
chamo Robinjú fue su hermano. Andaban juntos desde primaria. El propio trío.
Ella recogía la camisa y los útiles cuando Joselolito entrompaba con Adel, con
Amable, o con quien se pusiera cómico. Tina es ahijada de Lola y Lalo: los
viejos del bróder. La misión de Joselolo fue acompañarla y no desampararla ni
de noche ni de día. Se encaramaba a Robinjú en el hombro y lo bajaba hasta el
kínder. Tina llegaba después con la lengua afuera, toda gordita, catira, con
los ojos casi amarillos de la carrera: buenastardes desde carajita, la
carajita.
La cambiaron de liceo porque sin Joselolo le
hacían la vida imposible. El bróder la necesitaba: compartía su merienda,
falsificaba los boletines y, en casos de emergencia, pegaba a chillar por él y
los profesores no hallaban qué hacer hasta que los más débiles rompían las
citaciones.
Una vez se jubilaron. Compraron ciruelas. Se
montaron en un autobús Puerta Caracas y sin balas para lanzar por la ventana,
cansados de rodar, bajaron en Quinta Crespo. Cruzaron la Baralt para
devolverse, pero de repente comenzó a llover.
Entraron a un galpón que antes fue cine con
nombre de flor. No había luz: el perrote negro dormía amarrado a listones de
cedro, el hombre moreno andaba sobre un andamio alumbrando el techo, la
bicicleta de reparto estaba recostada al portón con los cauchos hundidos en
pantano y aserrin.
Hermanolo apartó a Tina hacia un rincón. Tomó
sus manos y, clavándole una mirada punzopenetrante, dijo: Vete y espérame en
Los Próceres. Tapó su boca. Hazme caso, después te explico.
El autobús no había arrancado. Desde su
asiento, Tina vio algo parecido a Joselolo y a la bicicleta, uno sobre otra,
volando bajo la lluvia.
Cuando Tina llegó al Paseo ya no llovía y su
compañero lijaba el nombre del negocio grabado en la chapa del cuadro. Borró
Aserradero. Dejó Sao Paulo. A Tina le gustaba el nombre, pero le tuvo que
quitar ese raro Sao: ¿Cómo explicaba en su casa que era un regalo de Paulo, un
compañero medio rico que tenía muchas bicicletas?
Ni el viejo Lalo ni la vieja Lola
consintieron tal regalo (en el fondo no se comieron el cuento) y obligaron al
bróder a devolverlo. Paulo, ofendidísimo, no aceptó el rechazo y Joselolo se
armó con doscientos clavos que le soltó, uno sobre otro, un bedel del liceo.
Tina se había portado y comportado: no
preguntó nada y jamás lo delató.
Compartió su fortuna
y a la larga
la afortunada
traicionó su corazón:
Luis, el marido de La Zurda, se la tumbó. Y
Joselolo se quedó como fiscal de aviones: mirando al cielo. Justo cuando había
descubierto que la quería,
porque esa chama era,
como él decía:
fidelidá.
Hermanolo se puso flaquísimo y dejó el
pupitre vacío. Después escogió su esquina y montó un remate. Sus viejos
lucharon hasta lo último: a Lola se le agotaron las lágrimas y a Lalo se le
estrechó el rancho:
El o yo, Lola, él o yo, repetía a su mujer
antes de salir para la fábrica a cumplir su tercer turno. El bróder,
alcahueteado por la madre es madre y hay una sola, caía bien sonao a golpe de
diez y dormía tranquilote. Lola lo llamaba temprano. Lalo llegaba más viejo
cada día y antes de caer rendido repetía: El o yo, Lola, él o yo.
Colgaba en dos tandas para reponer la noche.
Hermanolo destapaba ollas por ahí: pujando por el arrebatón de su cómplice, se
machacaba el güiro con semillas de girasol y cáscaras de guineo, fumaba monte
con furia y bebía como un desgraciado por si tropezaba con Luis, decirle que se
cuidara, que él ya tenía un muerto encima. Aunque en el fondo más bien queda
decirle que se metiera con alguien de su tamaño, porque el Luis siempre les
llevó doce ruedas por delante.
Luis es mensajero de una tienda en Chacao.
Creció oyendo a Los Beatles. Vivía con La Zurda en un galpón de ladrillos
forrado de afiches, el techo pintado de negro con estrellitas de papel aluminio
que brillaban por la luz de un fluorescente violeta. El gajo de Luis era eso:
una sala y un baño repletos de gente rumbeando. Al final de la sala: un
mostrador, detrás una cama plegable y una cava.
Tina apenas se había asomado, un sábado por
la noche, con la fiebre a millón. No pudo detallar nada quedó enceguecida por
los relámpagos que estallaban en plena sala. Detrás del mostrador, Luis
maraqueaba su maraquita entre una y otra melodía, o enrolaba uno de los suyos
con la cobija que picaba La Zurda.
A Tina le pareció haber visto a la mujer esa,
pasándole al disyoki un montón de discos. Volvió a su casa rayando en la
convulsión: nadie la vio, no pudo bailar con él. Y lo peor: no tuvo oportunidad
de demostrarse a sí misma que sabía bailar tan bien como en gimnasia,
imaginando el aro en sus caderas.
De todos modos, la batería y las guitarras no
la hubieran emocionado tanto como la emocionó —a ritmo de blues, con el
festival de las paredes y el firmamento de luna violeta— la forma como Luis la
desnudó sobre la alfombra, para iniciarla en esa vida que destruyó la del
bróder.
El pure de Tina se contentó con casarlos por
civil. La Zurda perdió su techo de la noche a la mañana. Y sin emprender las
razones, con pantalla de tristeza para no alarmar, en silencio juró venganza.
Decidió hacer justicia por su propia mano. Qué siniestra, el sobrenombre le
viene al pelo. Se le encendió el bombillo cuando encontró a Joselolo hasta —el
culo— consumiendo las ganancias.
Entonces la mujer se dedica a explotar el
eclipse en que andaba el chamo. Compra una falda y un blusón fucsia con la
liquidación que Luis dejó involuntariamente debajo de las cornetas. Y se
arrancan, en una de esas, para Camurí, a sacar el doble despecho con Elías y su
susodicha. Cutuflá les pasó las entradas: su grupo alternaría con los
visitantes. Y si Güili me llama, le resuelvo los timbales. Así fue. Almendra no
vino porque el trombón no le canceló completo la última gira. Cutuflá se lució
de gratis. En el intermedio le dejó a La Zurda un poco de perico boricua que le
regaló el pianista.
Hermanolo bebía para perder el conocimiento y
olvidar a esa gorda ojos de lechuza que lo miraba desde todos los lugares. Esa
cara redonda de luna fosforecente que se escondía y burlaba detrás de las
cabezas oxigenadas. Cuando La Zurda le oyó cantar, capturó su estado y le
calculó un ron más para clavarse debajo de la mesa. Retiró el vaso con mucho
cuidado, le arregló el cuello de la camisa y acompañó el contrabando: Te quise
con alma de niño / y me pegaste con traición /el niño se compra con un dulce
/que con mentiras me robaste el corazón.
Lo sacó a bailar bombacarambomba y el parejo
deslizaba rechinando sus zapatos con el brillo del trombón entraba a destiempo
con el coro y se le escapaba a la siniestra con su reserva de levanta muerto:
Ayer lloré y hoy me río.
La Macabra lo llevó a botar la curda a Playa
Los Angeles. Elías y su consorte prefirieron caerse a pasiones dentro del
volskwagen. Entonces la ex de Luis le quita los zapatos al bróder y le instala
par de torres bajo las fosas.
Al rato caminaban a orillas del mar. El
hombre, sanidad, como si no hubiera visto caña en mucho tiempo y la mujercita
pegada a él como una calcomanía. La noche, el mar y lás estrellas le encendieron
la sangre al pana y, aunque la jeva es federica, la tumbó en la arena dispuesto
a encontrar los aretes que le faltan a la luna.
La veteranía de La Zurda quedó demostrada
desde el principio: bajo la falda fucsia se abrió el Triángulo de las Bermudas
reforzado con piedralumbre. El bróder le metió una cuarta después del casco
nazi y le almidonó el cuartel.
En toda la pantomima, La Zurda imaginó a su
ex clavándole las espuelas con el ritmo que la enloqueció durante un año dos
meses y trece días. Reprimió su nombre las dos veces que se le acababa el mundo
y al final mordió, chilló y escupió, cuando Joselolo le sacó la pala y se
levantó: el gobierno se acercaba linterneando la playa.
En los días de carreras, Hermanolo corría
burda. Primero subastaba los mejores de la cátedra y después luchaba por
rematar los burros. Vendía bailando. Miraba por los poros. La Zurda le cantaba
la zona: la policía y los de la banca del terrible Berra, le tenían el ojo
puesto. El bróder se boleaba bien: la mitad de Las Mayas se retrataba con él
porque inspiraba confianza. No había comenzado a volar sobre los techos ni a
gritar sermones a todas horas. Nadie, entonces, le había dado la espalda o
sacado el culo, que no es lo mismo pero es igual.
Calle luna: la gente de Berra el terrible lo
andaba cazando. Calle sol: La Zurda lo tenía obstinado con sus casquillos.
Calle luna calle sol: no se podía dejar tumbar el negocio. A él lo tumbaron una
sola vez y quería olvidar, aprender a olvidar, olvidar a olvidar: perdonar.
Y ahí es cuando aparece
EL PENTECOSTAL
Andando en la nota del olvido y el perdón,
una tarde le cae El Pentecostal. Joselolo cargaba el güiro cruzado de rosarios:
mándrax dosis doble. Y, citando al apóstol San pablo el hombre dijo:
“Si hablo las lenguas de los hombres y aún de
los ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un
platillo discordante. y si hablo de parte de Dios, y entiendo sus propósitos
secretos, y sé todas las cosas, y si tengo la fe necesaria para mover montañas,
pero no tengo amor, no soy nada. Y si reparto entre los pobres todo lo que
poseo, y aun si entrego mi propio cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor,
de nada me sirve”.
Más nada: al bróder se le escondieron las
medias. Porque okey: La Zurda lo había atrapado con las tenazas de cangrejo que
tiene entre las piernas, sin embargo, sentía una monstruosa soledad. El
Pentecostal siguió leyendo y su antigua fe fue despertando.
Joselolo tenía sus dudas, pero andaba menos
mal. La Zurda ignoraba la transformación. No le hacía cerebro a las escapadas
que se echaba todas las noches: sabía que moriría ahí, quemándose la lengua con
el alumbre. Mientras tanto, el bróder bebía el vino montesanto y atestiguaba
los milagros de Yiye Avila en el Nuevo Circo.
La mujer estaba clara: lo principal era la
venganza, como se lo había jurado casi un año atrás: Joselolo debía disolver a
la pareja. ¿Cómo? Todo bajo control: dar a Tina el descanso eterno. Así, Luis
volvería a ser para ella para ella nada más.
Joselolo combinaba los trajines del evangelio
con los castigos del cuerpo: las palabras de los apóstoles le aceleraban la
nota y bajaba a mil por hora al paraíso terrenal de La Siniestra: la
sermoneaba, la lamía de cuerpo entero y, duro como la gelatina, se babeaba por
ella e imaginaba los ojos de lechuza, la cara redonda de Tina. Hasta que una
noche, enluisado, cabalgándola con violencia, le prometió vengarla.
La jeva le consiguió un hierro.
Hermanolo lo estrenó ese mismo día en el
remate: después de la quinta válida, la casa ofrece una ronda de cervezas. El
bróder tenía el porcentaje resuelto, aunque en la tercera tuvo que reforzar la
salida de diez burros: sólo Charli, Pliotá, Adel y Cabilla regatearon a Escorpión,
el favorito. Transaron en tres tablas. El Profe y Corazonada arrancaron
conformes con ciento cincuenta y sesenta, que Adel y Pliotá les metieron.
Escorpión arrasó. Joselolo no pudo impedirlo. Se fue reponiendo y antes de la
sexta, lanza la ronda para matizar.
La Zurda había avisado que Cabilla chambeaba
para el Berra. Hermanolo, sin pararle al público de gallinero, envuelto en
extraña paz por culpa de El pentecostal, anotó su duro sobrenombre y el número
quinientos al lado del tercer favorito. Resulta entonces que Joselolo, mosca
con la cuenta de las cervezas, deja arrancar la última del domingo sin cobrarle
al Cabilla.
El hombrecito le dejó a Aleja un mono de doce
tercios y a Hermanolo el rancho ardiendo con Barceló que se resolvió mil
bolívares. El bróder aflojó una orquídea y quedó debiendo poco menos de la
mitad. Caída y mesa limpia. Desbancado por nuevo, coño, por ñero. La Zurda no
se pela. Del Cabilla: nada por aquí nada por allá.
¿Y a que no se imaginan quién llegó?
Damas y caballeros, en vivo y en directo
desde Puerto Escondido: BERRA EL TERRIBLE.
Berra es tan flacamente flaco que si pica el
ojo parece una aguja. Una vez se le escapó a la policía de la manera más
pendeja: se pegó a un muro y lo confundieron con una grieta. Pero la fama:
¡Guillermotel! Joselolo tantea el hierro. El hombre queda fuera de base,
desarmado, y vuela por el patio de Aleja, cae al baño de Barceló y se pierde.
El bróder no había terminado de sacar el revólver. De repente escupe un
candelazo y tumba la ventana. Con la gran suerte de que nadie estaba asomado,
porque si no, le escarcha el güiro.
La vieja Aleja pálida arrecha más que
arrecha, lo insulta bestia de mierda asesino no es la primera vez que intentas
matar a alguien. Por aquí no vuelvas, hijo de la grandísima puta.
Hermanolo confuso asustado arrecho también,
piró sin dirección determinada. La Zurda con el domingo libre: playa Canguro.
Qué vaina. Lalo montando guardia. Qué vaina. Pliotá tiene un buen calmante:
media bombona de anís granulado. Acto seguido: los elementos caen a una postura
de agua casemarisol. Marisol —cortesía les sirvió su respectiva ensalada y
algunas onzas de ron.
El bróder, feliciano, volando vio venir a la
catira sola soltera sin compromiso. Le costó y cortó reconocer que Luis tiene
muy buena mano. Buenísima. La sacó de la reunión. Sentados en las escaleras le
dio arrechera, calidad pura, saber que amaba burda a Luis. Al punto de querer
parir para complacerlo y, para colmo, Luis estaba resuelto: además de la
tienda, chambeaba a destajo con la Cóleman y ganaba un buen porcentaje
controlándole la plata a la banca del Berra.
Puta reputa coñoetumadre
Charli se la quitó como pudo
Y dice el coro:
Joselolito firmó
su acta de defunción.
Bebió
de un palo todo el anís, todo el ron. Obligó al hermano Pliotá, bajo cañón y
todo, a soltarle los granos que le quedaban.
Segundo debut: el zinc comenzó a tronar como
si una manada de gatos peleara y peleara un virgo. Las balas se le acabaron,
bendición divina, al tercer disparo. Acabó con la fiesta. Con todo. Acabando de
acaba con su vida. Se fue saltando sobre los techos con la mirada fija en la
casa de sus viejos.
Lalo ya sabía el cuento. Lo esperaba con
ganas de descargarle encima todo el asco que le producía, de devolverle la
vergüenza a machetazos.
Lo sentó de un planazo en pleno pecho. El
bróder le tiró el revólver y sacó su picoeloro. Entonces el viejo le dejó caer
el machete, esta vez de filo, con toda la fuerza de su alma.
10. CONTRA LA OBESIDAD
Cuando estrella entró a trabajar con nosotros
debe haber pesado más de noventa kilos, pero era una gordura que iba bien con
su personalidad amable, bien asentada, plena de conocimientos y grandes
sorpresas. Bastaba con preguntar: «¿Dónde podrán traducir esto al italiano?»,
para que Estrella diera la solución:
–Yo pasé dos años en Milán.
Y los dos años resultaban ser un posgrado
sobre Virgilio, un capítulo con suficiente fuerza y secuelas para explicar una
buena parte de su personalidad, y de su peso.
Una vez me rasgué el pantalón con la platina
suelta de un carro y, al llegar a la oficina y preguntar dónde podrían
arreglarlo, se abrió un nuevo episodio: Estrella es hija de un sastre italiano
y estuvo a punto de formar parte del negocio, pero el padre no quería
expandirse hacia la ropa para mujeres y ella buscó otro camino. Aún domina el
zurcido invisible, un arte que en Caracas solo conocen Estrella y unas viejas
portuguesas que trabajan por San Bernardino.
Sus experiencias podrían parecer una inconexa
sumatoria de pasiones y oficios, pero, al conocerla bien, se empiezan a
entrelazar en un estilo coherente, fascinante. La vitalidad de esos
entrelazamientos, el caudal de información que es capaz de acumular, las
responsabilidades que los demás cargamos en ella, las maravillas que nos
aguardan en cada pregunta que le hacemos, constituyen una tentadora invitación
a asociar su gordura con su capacidad de almacenamiento. Una explicación
ciertamente injusta si Estrella no fuera la primera en aceptarla. En su particular
relación con la humanidad, «dar» equivale a responsabilizarse cada vez con más
exigencias, y esta puede ser la causa o la consecuencia de su obesidad. Es lo
que ella cree, y creerlo ha sido su trauma.
Nadie en la oficina se inmiscuyó en su peso,
ni ella daba detalles de dietas o se quejaba de las crueles trampas de su
metabolismo. Los comentarios no pasaban de «va al cafetín a media mañana y dos
veces en la tarde», «no debería tomar tanta azúcar con el café», aunque todos
veíamos cómo iba des- bordando la silla y alejándose del escritorio. Era algo
tan paulatino e integrado a su pericia y generosidad que sobrepasó sin mayor
drama los 100 kilos y se sometió a peligrosas liposucciones y a un anillo en el
estómago. Pero cuando rebasó los 130, Estrella sintió que estaba cayendo en el
abismo de lo monstruoso y ocurrió un episodio confuso, como todo intento de
suicidio que no termina de definirse. Con ese trance comenzó a hacerse evidente
lo que ya sabíamos y yo pretendía ignorar: Estrella es tan generosa como
indispensable, tan indispensable como frágil. Había que ayudarla.
Mi empeño en enfrentar solo las tareas
agradables, como una cómoda estrategia para tener una visión de la totalidad,
depende de su omnívora capacidad de tragar y manejar dificultades, desagradables
rutinas, enfrentamientos internos y externos, las tareas fundamentales y
cotidianas. Al otro extremo del espectro está mi egoísta manera de amar a
Estrella, una pasión que se apoya en su gordura para jurarse imposible y
manifestarse solo como un cariño con cierta lástima, o como una simple
preocupación por el bienestar de una empleada con destrezas de heroína.
Después del episodio que tanto nos asustó a
todos, mi socio y yo decidimos buscar un solución en el exterior. Por supuesto
que la propia Estrella se encargó de analizar las ofertas y encontrar el mejor
sitio en el planeta. Sé bien que en la excelencia suelen esconderse los peores
engaños, pero yo estaba desesperado con su estado, lo que me convertía en uno
de esos ilusos que tiene una fe ciega en los oscuros trucos de los
especialistas, y la dejé marchar a la aventura que ella seleccionó entre las
opciones de la industria norteamericana para adelgazar, que es casi de la misma
escala de la dedicada a engordarnos.
Los grandes emporios del tabaco alrededor de
la ciudad de Raleigh proveen a la Universidad de Carolina del Norte con fondos
inextinguibles para sus programas e investigaciones. Solo piden a cambio que se
excluya de los cuestionarios médicos una sola pregunta: «¿Usted fuma?». Estrella
partió hacia el departamento de «Obesity Control and Prevention» como si las
maletas las llevara debajo del vestido. En las semanas de preparación, antes de
dejar su destino en buenas manos, comió con la feliz gula de quien jura que
todo va a cambiar para siempre.
Durante un mes no tuvimos noticias suyas.
Llegué a pensar que el tratamiento consistía en meter- la en una jaula a punta
de caldos de repollo hasta matarla de hambre. Me hacía mucha falta su apoyo y,
gracias a la costumbre de centrarme en su obesidad, me consolaba pregonando la
cantaleta de mi preocupación por su salud.
Justo a las tres semanas llegó el primer
reporte en una postal con la foto de un camino entre grandes árboles de caoba.
El mensaje era breve:
¡Soy otra!
A Estrella siempre le han gustado esas frases
comprimidas, estimulantes. Las utiliza para negociar y es aún más concisa para
confesar sus sentimientos. Y funcionó, pues yo no hacía sino pensar en esa
«otredad» que podía ir desde una genuina metamorfosis hasta una treta tan comercial
como la gordita que aparecía en el folleto promocional de la clínica diciendo
orgullosa: «Estoy más sana. Ahora puedo comprar ropa en cualquier tienda».
«Soy» y «otra» incluyen tantas posibilidades
que no resistí la curiosidad y decidí irme a Carolina del Norte. Esta vez me
armé con una excusa algo más solidaria: «Si Estrella dice que es bueno es que
es excelente, y yo debería quitarme unos quince kilos».
No fui bien recibido. Mi aspecto levantaba
sospechas; parecía uno de esos periodistas que se inscriben en un tratamiento
para luego vender a una revista la versión de que todo es un fraude. Pero
contaba con mi buena Estrella, quien ya era un personaje popular en la
institución. Ella misma me advirtió con un «tú no perteneces a este mundo»,
pero se encargó de inventar que yo tenía una condición cardíaca y fui aceptado
en un programa para el que no daba la talla ni el peso.
Al día siguiente me evaluaron y pasé al gran
salón de los nuevos. La primera terapia consiste en enfrentar las crudas
realidades del cuerpo y nos mandaron a quedarnos en ropa interior. Habría
bastante más de dos mil kilos contemplándose unos a otros, masas de roscas
colgantes que parecían repartirse en porciones iguales, como si los cuerpos al
engordar tendieran a parecerse. El eje de todas las miradas fue mi cintura,
indecente por su insólita falta de verdadera sustancia. Tenía en mi contra el
estigma de la normalidad y aquellos sufridos combatientes contra su voraz
apetito pensaron que me daba placer insultarlos al mostrarles una panza
estándar, incluso reciente.
Antes de vestirnos nos tomaron toda clase de
medidas y fotografías para las típicas duplas de «antes» y «después». Luego
rezamos oraciones y cantamos himnos encomendando a Dios nuestro sobrepeso.
Estrella me había recibido, tal como lo hacía
todos los lunes, con un resumen de cuáles eran las bases del tratamiento:
«Camaradería y caminatas». Lo de «camaradería» resultó ser graciosamente
literal, porque todos los pacientes terminaban unos en las camas de los otros.
La razón es muy simple: la obsesión por la comida es un sustituto de una
obsesión sexual. Al engordar, el cuerpo se aleja de su sexualidad y se refugia
cada vez más en lo oral. La idea solapada del tratamiento, incluyendo las
periódicas y colectivas revisiones oculares, es que la pasión retorne a su
santo lugar al ofrecerle al paciente la liberadora alternativa del sexo. De
esta manera, lo que la obesidad ha represado se desata con un vigor
proporcional al peso perdido.
Nunca en mi vida he visto gordas tan proselitistas
y cachondas. Las expresiones gestuales y las verbales expresadas en clara e
inteligible voz, como «¡te quiero comer!», me acosaron hasta agotarme, porque
la implacable dieta me tenía cansadísimo y vagaba como un esmirriado indígena
entre rapaces misioneros. Añádase que el hambre crónica genera unos alientos de
oso polar.
Las caminatas por los bellos jardines de la
universidad eran encantadoras, aunque los enfermeros insistieran en darles un
aire marcial. Allí se daba el inicio de la «camaradería» mediante una incitante
oxigenación. Allí también descubrí las disparidades entre los obesos al
observarlos en pleno movimiento, porque los había tan lentos como un cubo de
plomo arrastrado por una alfombra persa y tan dinámica como Dumbo en pleno
vuelo. En esos recorridos pude acompañar a Estrella gracias a que los iniciados
y los expertos se unían en una misma marcha.
En el proceso de adelgazar también van
emergiendo notables diferencias. En unos comienza a pre- dominar lo descolgado,
lo ojeroso, y se deslizan hacia una languidez mortuoria, peor que la tristeza,
como si llevaran luto por las carnes perdidas. Otros, como Estrella, adquieren
el esplendor de una graciosa coordinación al sentirse más ligeros, y su libre
alegría va creciendo hasta llegar a una sospechosa euforia que nunca logra
asentarse, y quieren recuperar todo lo que no disfrutaron cuando arrastraban
una carga que ahora recuerdan como ajena. Es en estos casos cuando se da la
sexualidad más beligerante.
Durante las caminatas, Estrella estaba en el
grupo de los que avanzaban con buen fuelle y hasta gritaban consignas que
terminaban en «amén». Nuestros encuentros eran breves porque yo nunca lograba
alcanzarla. No me importaba quedarme atrás. Los gordos tienden a ser gente
culta y al final de la cola era donde se daban las conversaciones más sórdidas
y entretenidas.
Alguna vez nos llevaron a visitar los campos
de tabaco para aclararnos quién era el gran benefactor de las investigaciones.
En los días de lluvia nos trasladaban a un gran centro comercial llamado
Crabtree Valley, una pequeña ciudadela donde podíamos cumplir la meta de los
diez mil pasos diarios. En aquel indescifrable laberinto de galerías uno jamás
cruzaba frente a una misma tienda. Parecíamos una tropa de delincuentes o
retardados mentales bajo la vigilancia de una docena de enfermeros que nos
obligaban a llevar el paso con cantos que reforzaran nuestra fuerza de
voluntad.
Todos marchábamos a buen ritmo hasta pasar
frente a una feria tan vasta como estandarizada de hamburguesas, chicken
fingers y calamares vietnamitas. La cercanía al epicentro de las más tórridas
tentaciones se presentía en los temblores de rodillas, en los giros de torsos y
hasta en rugidos gástricos de elefante. Estrella iba siempre adelante, cada vez
más exaltada y portando en sus ojos el brillo y la franqueza que tantas veces
evité confrontar.
Utilizaba una mezcolanza de italiano e inglés
para animarnos con su vibrante voz de soprano:
–Let’s go, my friends… Avanti, sempre avanti!
Pero no hay vigilancia que pueda vencer la
astucia de un gordo hambreado. A veces, en un descuido de los enfermeros, uno
de los esforzados pacientes lograba quedarse rezagado tras una columna y, ya
libre del grupo, se colaba en aquel paraíso de fritangas tan expeditas como
insípidas. El problema es que estaba prohibido llevar dinero, porque durante el
tratamiento nuestra tropa juraba renegar de los excesos mercantilistas, así que
la única oferta disponible eran los desperdicios o robarle la comida a un niño.
Fue en esas vueltas cuando pude medir la
magnitud de las fuerzas telúricas que se intentaban controlar. Era tan
conmovedor como asqueroso presenciar el espectáculo de un ejecutivo, de quién
sabe qué transnacional, que se abalanza de cuerpo entero dentro de un basurero
para morder una lonja de pizza y se aferra al contenedor de sus tesoros
mientras lo jalan por los pies entre cuatro guardianes. Luego venía el
arrepentimiento del pecador por traicionar a sus compañeros de tropa y
continuaba su marcha lamiéndose la franela manchada de inmundicias.
El arsenal de la clínica incluía bastante más
que camaradería y caminatas. Estaban también los potajes vitamínicos, las
inyecciones de placenta, las pastillas para las migrañas y los problemas de
columna, la ansiedad y el insomnio, todo disfrazado con unas charlas religiosas
que debían cambiar nuestros patrones de vida. Estrella era una líder natural en
esa cruzada de hacernos creer soldados del espíritu y su proselitismo fue
haciendo su sexualidad más y más sublime. Yo, en cambio, iba perdiendo fuerzas
mientras lucía cada vez más falsa mi comedia del corazón débil. No podía hacer
más que seguirla y observarla en silencio, sin invadirla, sin acosarla.
Este estado mío tan pasivo, tan desapegado,
se agravó cuando Estrella se enamoró de otro paciente. Cuando el obeso pasa de
la comida al sexo ya viene muy focalizado. Comer es algo objetivo, concreto, y
de igual manera y con la misma periodicidad de las tres comidas diarias, tiende
entonces a saciarse ese otro frenesí que permanecía subyacente. Inmediatamente
se selecciona a una persona, la que esté más próxima. Estrella se unió a otro
de su misma condición y disciplina, un alma gemela que jamás hubiera conocido
si no hubieran buscado la misma solución en el mismo sitio y durante los mismos
días. Al romanticismo le gusta nutrirse de esas simples casualidades que
considera milagrosas.
Los dos obesos se aferraron a esas
coincidencias y establecieron un idílico comienzo de predestinados, aunque el
origen era pragmático y ferozmente animal. Seguro que germinó mientras se
observaban durante los escarceos nudistas, hasta llegar al peso y a las formas
que harían posibles unas grandiosas fornicaciones anheladas por años. O por
toda una vida si, como quiero creer, Estrella era virgen.
Cuando ya se entendían, dieron un
extravagante paso hacia sus fantasías. Durante una caminata por el Crabtree
Valley Mall, se fueron quedando los dos atrás, pero no se abalanzaron como los
demás sobre los basureros. Estos disciplinados amantes tuvieron la voluntad de
planificar algo más espiritual: escaparse a San Francisco, la ciudad que los
llamaba desde que eran unos adolescentes prisioneros en unos cuerpos de
dinosaurios.
Estrella ya tenía un itinerario y un carro
bien equipado aguardando en el estacionamiento. Había hasta una carpa en la
maleta para pasar una noche en el Yosemite National Park, otro de los mutuos
sueños incumplidos.
Cuando me enteré de aquel gran escape, mi
primera dificultad fue transmitir a aquella pragmática institución mi horror
por una fuga que los médicos consideraron un «buen síntoma». He debido ser más
prudente y comprensivo ante los delirios de una mujer que partía hacia su
primera historia de amor, pero juré demandarlos por haber trastornado a
Estrella, «una mujer con instintos suicidas», les advertí para alarmarlos. Solo
así logré que la oficina del «Obesity Control and Prevention» movilizara sus
servicios policiales para averiguar hacia dónde se dirigía la pareja. Obtuve
además los datos del automóvil, el destino final y el teléfono de la esposa del
cómplice de Estrella.
Estaba tan angustiado como decaído. Me limité
a abrir un mapa y unir con un grueso marcador rojo la autopista que va de
Raleigh a San Francisco. No podía hacer más, no había un delito que justificara
una persecución. También sabía que, sin la ayuda de la propia Estrella, jamás
podría alcanzarla. Eran más de dos mil millas, 43 horas manejando sin parar,
una gesta imposible para mi actitud contemplativa y manía de delegar las
acciones importantes.
La pareja ni siquiera llegó a Graceland, una
de las paradas que habían planificado en sus caminatas por entre los jardines y
arboles sin frutos de la universidad. La casa de Elvis Presley hubiera sido un
buen intermedio para no sentir con tanta fuerza el remordimiento del fracaso.
Después de ocho horas manejando llegaron a
Nashville y decidieron continuar un poco más, hasta que el cansancio por el
exceso de emociones los detuvo en un motel con aspecto de pueblo de leñadores
en medio de un parque natural llamado Hatchie National Wildlife Refuge. Habían
visto por entre las siluetas de los grandes árboles un aviso luminoso que
auguraba un reino de meandros y garzas, y se comprometieron a cumplir al día
siguiente con la caminata de los diez mil pasos antes de volver a agarrar
carretera.
Satisfechos con la jornada cumplida de pasar
sin detenerse a través de infinitas ofertas de comida, se entregaron esa
primera noche, sin vigilantes ni horarios, a una desatada sesión de alaridos y
nalgadas fornicando como las orcas y los gladiadores. Luego durmieron unas
horas y los dos soñaron una misma pesadilla de hambre vieja a través de
kilómetros de asfalto. A las cuatro de la mañana se despertaron secos y vacíos.
La sed era inaguantable y gritaron eufóricos cuando descubrieron un colorido
tríptico en la mesa de noche con una merengada de chocolate en la portada. El
mensaje más peligroso estaba en el margen inferior: «24 horas de servicio a la
habitación».
Como una película que se acelera hacia el
final, irían sustituyendo por comida el erotismo que tanto habían gozado y
soñado gozar. Con el paso de las horas llegó el momento en que se observarían
soñolientos y grasosos, preguntándose qué rayos era lo que antes les apasionaba
tanto de sus cuerpos.
El menú del motel no era extenso, y
consiguieron el teléfono de un lugar cercano que también habían visto en la
carretera mientras cruzaban el par- que antes de llegar al motel.
Era un restaurante que anunciaba las mejores
costillas de Tennessee de una manera tan estrafalaria que, al verlo desde la
ventana del carro, la pareja se había reído con la ascética solidaridad de unos
cruzados incorruptibles. Ahora se regían por otras leyes y sus pedidos de carne
de cerdo y papas fritas comenzaron a llegar prestos y bien calientes a la
habitación del motel.
Parece que sí llegaron a ensayar alguna corta
caminata que suspendieron con la excusa de volver a hacer el amor, pero apenas
se desnudaban y se echaban en la cama volvían a llamar al restaurante de las
costillas. Mientras aguardaban el pedido, se daban uno que otro beso amistoso,
aceptando con resignación el inexorable retorno a sus orígenes.
Primero se marchó el hombre, quien resultó
ser un operador de grúas. Se llevó el carro a mitad de la noche y regresó a la
clínica para continuar su tratamiento. Juraba que Estrella era la culpable. Y
puede que tenga razón, porque ella se ha pasado guiando las vidas de los demás,
incluyendo la mía, satisfaciendo deseos que uno no se atreve a confesar. El
operador de grúas fue quien me dio la dirección del motel y los detalles de lo que
iba a encontrar.
–Ella está muy mal, muy arrepentida –afirmó,
como si se hubiera convertido en su piadoso confesor.
Era tan incómodo pasar por la faena de
alquilar un carro. Llamé a la misma agencia y pedí las mismas condiciones que
Estrella, el mismo modelo con los mismos seguros. Ya en la carretera pensé
varias veces en devolverme, mientras imaginaba un final tan predecible como las
inexorables líneas blancas entre los carriles de la autopista.
Llegué a la pequeña cabaña en medio del
parque también de noche. No encontré el desastre que esperaba. La habitación
lucía impecable. Estrella estaba sentada en el borde de la cama como aguardando
a que su jefe le dictara el inicio de una carta que solo ella sabría cómo
terminar. Mientras me acostaba a su lado y apoyaba la cabeza en sus piernas, le
dije como entrando en un profundo sueño:
–Siempre te voy a cuidar, Estrella. Ahora
vamos a dormir un poco… Ha sido un viaje interminable… Son ya muchos años… Es
suficiente… Estoy tan cansado.
Desde su regazo, levanté la vista y pude ver
la opulenta barbilla con su hoyuelo de hada madrina y, más allá, la dulce y
oronda plenitud de su rostro. No parecía venir de una recaída. La sentí segura,
ávida, amorosa. Cubrió mi rostro con sus senos y, colocando el peso de su mano
en mi pecho, comenzó a abrir los botones de mi camisa y a acariciarme las
tetillas mientras susurraba con apasionada eficiencia:
–Es verdad, mi amor, ha sido una larga
espera… Mira cómo estás de flacuchento… ¿No te provoca comer algo?
11. AUTOPSIA DEL DESEO
Milton
Quero Arévalo
Perplejo miraba el joven
estudiante a su profesor y maestro de Anatomía, ante la sentencia invariable de
la primera impresión, que arrojaba el cadáver que se disponía a diseccionar. El
cuerpo inerte aún no recibía el brillo del bisturí y el profesor Negrete, con
tan sólo una mirada se atrevía a dar un resultado, que estaba consolidado por
33 años de trabajo en la unidad de Anatomía Patológica del Hospital
Universitario. Sin embargo, el joven estudiante esperaba otra frase que hiciera
risible la primera, o que la desmintiera, pero nada; la seguridad y seriedad de
Negrete le auguraba que algo nuevo debía aprender aquella tarde.
—Los cadáveres hablan,
bachiller, y este es un parlanchín.
Sin embargo, el cuerpo allí
rendido, no tenía golpes, hematomas, ni rastros de sangre, ni heridas
punzopenetrantes. ¿Cómo entonces puede decir algo este cadáver, si no hay
indicios?. —pensaba el bachiller Molina—.
—Las heridas son intangibles
—sonreía Negrete.
Había cambiado, sin duda, el
profesor Negrete. Ya no era el mismo, ahora hablaba con los cadáveres,
diseccionaba al compás de la música barroca, escribía sentencias, epigramas y
poemas sobre los cuerpos de los cadáveres, se reía con ellos y hasta les
gastaba bromas pesadas. Pero aún, conservaba el respeto de sus colegas y estudiantes.
Todos lo justificaban asegurando que era una eminencia y bien podían tolerarle
sus locuras y manías. Creaba “naturalezas muertas” en el Pabellón de autopsias,
colocando sobre las camillas metálicas frascos de formol, martillos, cinceles,
agrupados con guantes verdes y alguna que otra bata blanca ensangrentada, luego
observaba el conjunto, sonreía, lo deshacía y volvía a crear otro, esta vez con
nuevos elementos.
—Hay que complacer al
detective Pantoja, así que manos a la obra bachiller.
Brandenburgische Konzerte
Nr. 1—3
Allegro
Pulsa (play) y brota la
música, que iguala con sus notas la tarde que se antoja lenta, lívida y
pegajosa. Su mano dirigida por el bisturí escoge el corte “Y”, avanza el metal
frío, desde las articulaciones acromio claviculares hasta la línea media del
esternón y desde aquí hasta la sínfisis del pubis. Observa Molina la destreza y
pericia, mientras Negrete recita algunos versos de Aquiles ante el cadáver de
Patroclo. ¡Hermosa piel que se pudre sin remedio!. Levanta el tejido celular
subcutáneo y el joven estudiante, guiado por su maestro secciona los músculos
del piso de la boca, extrae las glándulas submaxilares, llega a la cavidad
oral, tracciona la lengua y corta el paladar blando en su unión con el paladar
duro. Llora Aquiles y unta en aceite el cuerpo de su amigo, despliegue viril
que se reduce, mientras una tea brillantísima anuncia el duelo. Bajan hacia el
tórax, hasta visualizar los músculos intercostales y las costillas, seccionan
estas últimas con el costótomo y se funden en un abrazo Bach en su inicio y el
cuerpo de Patroclo al ritmo del formol que reduce en su olor la certeza de la
vida.
— ¿Sabías
que Aquiles y Patroclo eran amantes?
Se extraña Molina y mueve la
cabeza, al tiempo que documenta la presencia de líquido en las cavidades
pleurales y pericárdicas. Explora los órganos toráxicos in situ y descarta con
una fruición de sus labios anomalías congénitas. A medida que avanzan parece
confirmarse la impresión primera de Negrete, se maravilla Molina y piensa en
Pietro D’ Argelata, quien no encontró nada al realizar la autopsia del Papa
Alejandro VI en 1410, a pesar que este, murió de forma súbita y misteriosa en
Bolonia. Rivaliza con la sonrisa de Negrete, que en su suntuosidad pareciera
estar por encima de los hechos y las cosas.
Avanzan los metales y dan
paso a los instrumentos de cuerda, quienes plácidamente penetran las cavidades
internas. Aquiles besa la blonda cabellera del amado y Negrete coloca la cabeza
en un ángulo de 90° del cuerpo, realiza una incisión de la piel cabelluda de
una apófisis mastoide a otra, hasta llegar al hueso. Todo es pericia y
conocimiento en el trabajo de Negrete, viaja al ritmo del allegro.
—El viaje es un elemento
principalísimo de la épica. ¿Quién no diría que esto es un viaje Molina?.
Le alcanza a su maestro la
sierra de Stryker, y este efectúa una laminectomía y se completa de esta forma
la separación de la apófisi espinal, con cincel y martillo. Brillan los ojos de
Negrete y sonríe, porque ha concluido al unísono del 1° movimiento (allegro) de
Bach.
—Debería leer la Ilíada
bachiller… Su sentido épico le hará entender la necesidad de la muerte.
—Profesor… (toma bríos
Molina) ¿Cómo pudo saber sin abrirlo que sería una autopsia blanca?
—Eso nunca se sabe Molina…
se presiente. Sumerge el encéfalo en una cubeta con formol al 10%. Voy al
cafetín, certifica autopsia blanca, supongo que no le agradara a Pantoja,
nuestro amigo al parecer era un azote de barrio. Su alma, por su prontuario no
ha debido dejar el cuerpo de manera natural, pero esas cosas pasan —le dice
Negrete.
Se marcha con ímpetu Negrete
y se arrastra el último aliento de sol, que pasa por la médula seccionada,
hasta que en un énfasis impresionista baña la duramadre. Se ilumina el
instrumental quirúrgico ensangrentado, y se asusta un poco Molina, porque
comienza a ver belleza en el conjunto de objetos y el cadáver así dispuesto.
Disipa su mente, hace un esfuerzo y vacía ese pensamiento, cobra sentido
aquella frase de Shakespeare, piensa en el nombre que le daba vida a ese
cadáver y decide investigar las causas en el barrio donde vivía.
Adagio
El barrio “Teotiste de
Gallegos” está signado por la pluralidad de la lengua. Camina Molina por las
calles de arena y voces guajiras se dan la mano con el español, en los juegos
de los niños, que aprovechan los últimos destellos de una tarde mortecina.
Pregunta por el occiso, se extraña la gente y le señalan: calle 14, casa de
rejas verdes, no tiene nombre ni número. Hilaria se llama la mujer de Luis
Antunes, alias el Pitufo. No llora Hilaria, le arrima un taburete de madera con
patas forradas con tripas de caucho. Se extraña la mujer del Pitufo.
—Yo me hacía la idea de que
usted era policía —le dice la mujer.
Un enjambre de moscas se
pelean por tomar el rostro de Hilaria, esta las aparta a manotazos. Escruta el
rostro Molina, e intenta ver en él, lo que fue el Pitufo, indaga en las noches,
en los días de la pareja, pero su pensamiento no es capaz de revelar lo que la
autopsia señala. Piensa en Bonifacio VIII (De Sepulturis) y se siente
excomulgado. Quiere recorrer el cuerpo de Hilaria y encontrar la causa de la
muerte. Sus ojos iluminan el pocillo de peltre con café que le tiende la mujer,
mira hacia el fondo de la vivienda, ve dos niños en la tierra comiendo algunas
sobras; no sabe si tomar el café o dejarlo. Sopesa la frase de Negrete y la
pondera: “todo conocimiento viene dado por un viaje”. Se sorprende de estar
allí.
—Lo revolvieron todo… pase
usted —le dice Hilaria.
Observa Molina, la cama
desvencijada, unos cajones rotos, ropa tirada en el piso, una mesita de noche
hecha pedazos, fotos, cuadernos, en fin la dureza de Pantoja en la búsqueda de
evidencias.
— ¿Qué
busca usted? —le pregunta Hilaria.
—En realidad, un
presentimiento.
Comienza a mirarlo con
extrañeza la mujer del Pitufo. Los detectives buscaban cosas tangibles, se
habían llevado un revólver, una navaja pico e’ loro y 15 pitillos de cocaína.
Pero este jovencito inexpresivo comenzaba a incomodar a la mujer. ¿Cómo se
puede buscar un presentimiento? —pensaba la mujer. Algo no debe andar bien en
la cabeza de este muchacho. Siente un leve escalofrío ante la presencia de una
mosca que tropieza con la palma de su mano, la siente fría y esponjosa. Se
sacude la mujer, como nunca se sacudió ante los hechos del Pitufo.
—No sé qué busca, los
policías se llevaron todo. Tan sólo dejaron su cuaderno de poesías; no les
interesó.
— ¿Puedo
verlo?
—Claro… y si quiere se lo
lleva.
Se marcha Molina y se
detiene en la esquina del barrio. Pide un cepillao de menta y verdes morfemas
inquieren al vendedor de raspaos.
—Tremendo malandro, su
trabajo oficial era plomero, pero eso era un parapeto, una fachada, me
entiende, ¿pero qué cosa, no? Con todo y lo bravo que era, su mujer lo
volteaba.
Sale Molina del barrio,
acompañado de la sexta vocal guajira, que pronuncian las mujeres agarradas de
las cercas de sus casas, y las pinta con frases verdes que se le salen del
cielo de la boca. Piensa Molina en el año 1302, en Bartolomé de Varignana,
quien realizó la autopsia de un tal Azzolino, de quien se sospechaba que había
muerto envenenado. En Don Carlos de Sigüenza y Góngora que fue capaz de revelar
en su testamento la causa de su muerte. Lee los poemas del Pitufo y se siente
como Vindiciano, a quien le placía examinar las vísceras de los difuntos para
aprender de qué manera habían muerto. Viaja Molina en el texto y la piel del
poema se desgrana para revelarle la sensibilidad oculta del Pitufo. ¿Por qué se
escondía? ¿Por qué se ocultaba en la letra?—se pregunta Molina. Viaja Molina en
carritos del Milagro y piensa en aquella frase de Negrete. Viaja Molina a
través de la voz del Pitufo y viaja a través de su cuerpo diseccionado.
Allegro
Molesto Negrete por su
ausencia, lo conmina a que termine la obra y suture el cadáver. Lo observa
Negrete, mientras dispone nuevos elementos en la mesa, esta vez iluminados con
la luz de las lámparas fluorescentes. Rebulle un nuevo collage de
instrumentales quirúrgicos. Intuye Negrete a Molina.
— ¿Dónde
estuvo bachiller?
Duda Molina. —En realidad
buscando algunos datos —le dice.
—Las evidencias están en el
cuerpo, Molina. El cuerpo es un viaje y todo viaje es expresión de
conocimiento, concéntrese en él, bachiller, y podrá ver lo obvio. No podrá
creer nunca el detective Pantoja que este malandro murió de amor, pero es así,
cada uno de sus órganos así lo revela.—vuelve a sonreír Negrete.
Molina no podía ver lo que
su viejo maestro intuía y esto lo desconcertaba en demasía. Suena la puerta y
Negrete arruga la frente y cierra los ojos porque un compás del allegro es
rayado con el sonido maderamen de la puerta. Se inunda la sala con la presencia
altisonante de Pantoja, quien entra comiendo, mira el cadáver de reojo, mueve
un frasco del conjunto de la obra de Negrete.
—Envenenamiento o asfixia
mecánica.
—Ni lo uno ni lo otro.
Se extraña Pantoja, toma una
silla. —¿Entonces qué?
—Autopsia Blanca.
—Déjate de vainas Negrete,
bastante tenemos con tus “naturalezas muertas”. Un individuo con este
prontuario nunca muere de causa natural. ¿Qué lo mató?
—Nada ni nadie lo mató.
Digamos que abandonó el cuerpo a motus propio.
—No te creo esa vaina.
Camina Pantoja. Se acerca al Pitufo, lo mira, le da una vuelta, mira al
bachiller que está aspirando los líquidos de las cavidades craneanas y el tórax
abdominal, ahora lava la piel con agua corriente para dejarla completamente
limpia de coágulos y de residuos. Salpica una gota de agua el rostro de Pantoja
y piensa en Mercedes Mogollón bañándose con él después de hacer el amor en el
Hotel King. Piensa Negrete en el cuerpo de Patroclo en la pira funeraria
ardiendo en el agua. Piensa Molina en un charco de aguas sucias del barrio
“Teotiste de Gallegos” e Hilaria piensa en la líquida mirada de su amante…
—Qué de cosas Negrete,
tantos enemigos y morir así…
—Si… aunque tengo mi propia
teoría. ¡También se muere de amor!.
Lo mira Pantoja, observa sus
instalaciones artísticas, escucha la música, se limpia la boca, bota los restos
de comida en el cesto. Decide no indagar más, intuye cierto desequilibrio en
Negrete, pide el certificado y se marcha. Duda Molina, luego se atreve, le
muestra el cuaderno de poesías del Pitufo.
—Tenga profesor…
— ¿Qué
es?
—Su cuaderno de poesías.
Así que era poeta. Toma el
cuaderno, lo ausculta con fruición, se sube a la silla y lee al tiempo que le
ordena a Molina suturar las incisiones en forma continua. Decide no escribir un
epigrama en el cuerpo del Pitufo, tampoco un poema de Góngora, decide marcar
ese cuerpo con la voz candente de su deseo. ¡Esta será una autopsia del deseo!
—le dice. Se estremece Molina del juego macabro de Negrete, pero ve algo de
poesía en el gesto, recuerda a Keats, Byron… levanta la piel, penetra la aguja
y Negrete desde lo alto con fricativa voz. Mi nombre está deshabitado. Mira
Molina a su maestro y continúa. Ahora recorre la clavícula. Alguien fundió la
cáscara y con su hierro. Sube el Allegro y siente como las notas se entrelazan
con la voz de Negrete y recorren el cuerpo exangüe del Pitufo. Se maravilla
Molina. Un puñal del desamor fue construido. Mira lo circunstancial del cuerpo,
la sensualidad del mismo y por lo tanto su brevedad, en cambio, siente la
permanencia de lo eterno a través de la letra, la cual es a su vez depositaria
del poema. Le crispa este Happening de la necrofilia, la punta de la aguja une
los pliegues intercostales, con suavidad y mesura, la sensualidad de Bach
atrapaba el cuerpo del Pitufo y los labios de Negrete. En esta esquina una
traición fue preparada. Sonríe Negrete, ya que ha unido en un instante el
cuerpo y el alma del Pitufo en la morgue del Hospital Clínico Universitario.
Dicen que Hilaria se llamaba la esposa del plomero, así engañado. Se unen en un
abrazo el cuerpo del poema y el cuerpo material. ¿Con que se llena un nombre
vacío?. Un hilo negro de punzadas dibuja el cuerpo. Mientras aquí soy conducido
la mordedura tísica me domina. Llega Molina al pubis y termina. Se alegra
Negrete, porque concluye el Allegro, el poema y la vida misma del Pitufo. Un
inmenso silencio lo envuelve todo, algo intangible hay en el aire que respiran,
un leve escalofrío envuelve el cuerpo del bachiller Molina. Siente que ha
tenido un contacto con lo inasible, lo intangible y lo imperecedero. Desciende
Negrete.
—Recoja todo bachiller,
mañana será otro día.
Lo despide Molina. Piensa en
el Pitufo y agradece algún conocimiento que cree haber adquirido en el día.
Arranca el poema leído, el último escrito del Pitufo, descose el pecho e
introduce el último poema. Se sorprende de estar repitiendo las conductas de
Negrete, cose nuevamente el cadáver y observa un brillo no visto hasta
entonces. La sala se ilumina con un resplandor artificial, trata de ver de
donde proviene, pero sólo logra ver la luz que despide el último poema de Luis
Antunes, alias El Pitufo.
Menuetto
Mi
nombre está deshabitado,
alguien
fundió la cáscara y con su hierro,
un
puñal del desamor fue construido.
En
esta esquina una traición fue preparada,
Dicen
que Hilaria se llamaba la esposa del plomero, así engañado.
¿Con
qué se llena un nombre vacío?
Mientras
aquí soy conducido la mordedura tísica me domina.