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lunes, 19 de septiembre de 2011

NARRATIVA CRIOLLISTA DE MANUEL URBANEJA ACHELPOHL: EN ESTE PAÍS

CRIOLLISMO


El criollismo, corriente literaria conocida también como regionalismo, logró su apogeo en Hispanoamérica hacia las tres primeras décadas del siglo XX; sus escritores muestran una definida posición nacionalista en el arte y una conciencia literaria madura. Son considerados como americanistas, porque se apartan de las tradiciones europeas y centran su interés en el continente americano. Sin embargo, existe una diferencia con respecto a los americanistas del período romántico (Echeverría y otros) y de los indigenistas de la misma época (Zorrilla de San Martín y otros), ya que ponen su objetivo en el paisaje antes que en los individuos; por esto son notoriamente descriptivos y los personajes de sus obras son por lo común víctimas de esa naturaleza americana, brutal, inhóspita y grandiosa. Estos autores son excelentes artistas que dominan la técnica de la novela, el relato o el cuento, ya que han madurado en la escritura hispanoamericana, después de la maestría literaria que habían revelado en sus obras los poetas y prosistas del modernismo; en consecuencia, continúan esta tradición modernista de hacer verdadero arte escrito, pero con contenidos nacionales, antes que los cosmopolitas preferidos por sus predecesores.

La prosa criollista

De la fusión del realismo tradicional, ya renovado con la influencia del naturalismo y con el legado culto y esteticista de la corriente artística del modernisno, surge una fecunda y madura forma de narrar en Hispanoamérica que, en su origen, se puede designar con el nombre de narrativa modernista criollista. La narrativa criollista encuentra sus recursos en el realismo y el naturalismo y se acercó a veces a la literatura poética del Modernismo, pero tomó su propio cauce hacia una descripción objetiva de la realidad. Volteó los ojos a las costumbres y paisajes de la región en donde el sujeto-contemplador se acerca al objeto-contemplado. La narrativa modernista criollista se interesa por mostrar la vida criolla, sus contrastes, sus conflictos, temas límites como: la lucha del hombre con la naturaleza, la lucha del hombre con los demás hombre y la lucha del hombre consigo mismo, todo ello, ya no como un mero inventario de hechos o como un álbum de cuadros de costumbres, sino como la materia de una obra cuya unidad final proviene de una concepción estética, la Modernista. En algunas narraciones predomina un realismo matizado con gustos por lo artístico y en otras la inclinación hacia un realismo agresivo y descarnado (naturalismo), pero en todas, en mayor o en menor grado, siempre la mezcla de las dos corrientes.

Características del criollismo

• Los autores dominan el manejo de la lengua y conocen a fondo los regionalismos de vocabulario sintácticos, que usan sin prejuicios en sus obras.
• Los diálogos se caracterizan por la fidelidad a las hablas locales.
• Los escritores del criollismo conocen a fondo la psicología de los habitantes de esas regiones, y los presentan con exageraciones o idealizaciones irreales.
Los representantes del movimiento criollista en Hispanoamérica fueron, entre otros, Rómulo Gallegos, Francisco Lazo Martí y Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, considerado como padre del criollismo venezolano, porque fue quien usó por primera vez la palabra 'criollismo' en su revista Cosmópolis; José Eustasio Rivera (Colombia); Horacio Quiroga (Uruguay-Argentina); Ricardo Güiraldes y Benito Lynch ,(Argentina).

MANUEL URBANEJA ACHELPOHL
(Caracas, 25/02/1873- Caracas, 05/09/1937)

Manuel Urbaneja Achelpohl, escritor y periodista, es considerado por muchos como el iniciador del cuento moderno venezolano; sus padres fueron el general Luis María Urbaneja e Isabel Achelpohl. Cursó estudios en el colegio Santa María y, más adelante, en la Universidad Central de Venezuela para cursar estudios inconclusos de derecho. Figura junto a Pedro Emilio Coll y Pedro César Domínici entre los fundadores de la revista Cosmópolis cuyo primer número circuló el 1 de mayo de 1894; desde el comienzo esta publicación fue uno de los voceros del movimiento modernista en Venezuela. En 1896, recibió el primer premio del concurso de cuentos de la revista El Cojo ilustrado, por su relato "Flor de Selva". Entre 1896 y 1898 fue un asiduo colaborador de esta revista, en la que publicó numerosos cuentos. Tras el fraude electoral perpetrado en 1897 contra el general José Manuel Hernández, el Mocho, se incorporó en el alzamiento de los liberales nacionalistas (1898). En el gobierno de Cipriano Castro, ejerció el cargo de fiscal de instrucción pública en Valencia (1900-1905) y, en Caracas, trabajó en la Secretaría de la Corte Federal y de Casación (1905-1910).

Durante el régimen de Juan Vicente Gómez se mantuvo al margen de la política; siendo nombrado a la muerte de Gómez, director de la Escuela de Arte Escénico y de la Biblioteca Nacional (1936). Entre 1910-1911 se desempeñó como codirector, junto a Alejandro Fernández García, de la revista Alma Venezolana. En 1916 obtuvo en Buenos Aires el primer premio en el Concurso de Novelas Americanas con la más representativa de sus obras: En este país; de esta manera, se convirtió en el primer escritor venezolano en recibir un galardón internacional. En 1922 apareció su principal creación como cuentista: “Ovejón”, publicado por primera vez por José Rafael Pocaterra en la Novela semanal, serie que se editaba en Caracas. En 1927, publicó el novelín El tuerto Miguel. En 1937, apareció su segunda novela La casa de las cuatro pencas. Después de su muerte, su esposa se convirtió en una celosa conservadora de su obra; debiéndose a ella la primera recopilación orgánica de sus escritos El criollismo en Venezuela (1945). Con el tiempo, sus papeles fueron donados por su familia al Centro de Estudios Literarios de la Universidad Central de Venezuela. En 1973 fueron publicadas sus Obras completas. Su obra se caracterizó por la incorporación del realismo y las formas naturalistas de la ficción, lo que le permitió a Urbaneja Achelpohl destacar "lo criollo" como propuesta estética coherente.

Su obra literaria
Urbaneja Achelpohl es el creador del criollismo en la literatura venezolana; concibe sus personajes como su propia vida: están llenos de un aire rural saludable y se muestran como hombres rudos apegados a su paisaje y a su cielo. Sin embargo, no fue Urbaneja, desde un principio, un apasionado criollista; ya que en la época cuando hace su aparición en las letras nacionales, predominaba en nuestro medio la influencia literaria francesa; era el momento en que la máxima preocupación de los jóvenes escritores hispanoamericanos era visitar a París y Urbaneja, en cierta forma, tuvo que vibrar al compás del momento; al respecto, según palabras de Pedro Emilio Coll, su compañero de generación y amigo entrañable, Urbaneja «no escapó a las influencias de entonces y escribió algunas fantasías en prosa del género llamado decadente».

Después pasa por un período intermedio; por eso, aprende a gustar la poesía del campo y el paisaje venezolano. Entonces canta su himno de bellezas, en su prosa pura, espontánea, como nuestros ríos, como nuestros valles, como nuestras montañas. Urbaneja, que siempre había vivido identificado con la naturaleza, se empieza a descubrir él mismo y, en su prosa, aparecen escenas típicas de nuestros campos: el idilio de los campesinos, la yunta perezosa de bueyes que aran la tierra pródiga, el sol quemante de los mediodías, los polvorientos caminos de las aldeas, perdidas en las inmensas soledades, en los reflejos de los vastos horizontes venezolanos.

Ante el refinamiento de la literatura, preconizado por muchos de sus contemporáneos, Urbaneja fijó sus ojos en el más crudo realismo; se espantó de la moda y no transigió con los amaneramientos; a partir de esta toma de nueva conciencia, se fue por los caminos del campo dispuesto a aprisionar con su lente el paisaje, las costumbres, los tipos criollos, tal como eran: sin empalagosos rebuscamientos. En la novela venezolana, Urbaneja Achelpohl representa como el nacimiento de la confianza, de la fe, en el porvenir del género; lejos del pesimismo y del afrancesamiento, que habían predominado en nuestra novelística, se sitúa con sus personajes rudamente venezolanos y se mueve en un paisaje vivo, fresco y espontáneo.

Las novelas publicadas por Urbaneja Achelpohl son las siguientes: En Este País , la cual ganó el segundo premio en un concurso realizado en la Argentina en 1910; El Tuerto Miguel, novelín publicado en 1927 y La Casa de las Cuatro Pencas (1937). Fuera de la obra novelística, Urbaneja Achelpohl realizó una considerable obra cuentística. Pero los cuentos de Urbaneja han quedado dispersos en las mejores revistas de la época que se publicaban en Venezuela. En 1944, la viuda del escritor, doña Lola Pelayo de Urbaneja Achelpohl, empezó a publicar bajo el titulo El Criollismo en Venezuela, esa obra que hasta el momento había permanecido disgregada, consiste en prédicas y cuentos de ambiente venezolanista. Realmente, Urbaneja empezó por afinarse en el cuento para llegar a la novela. Sus cuentos, como Los Abuelos, Flor de Mayo. Botón de Algodonero, Flor de las Selvas, etc., representan en miniatura, pudiéramos decir, el mundo de las novelas.

De todas sus obras narrativas, la que mayor valor literario posee es su novela En Este País. La novela está escrita en buena prosa: sencilla, elegante, algunas veces recargada de giros criollos demasiado localistas. La novela cuenta como trama los amores de un joven campesino: Paulo Guarimba, con la hija del rico dueño de la hacienda donde trabajaba: Josefina Macapo. El muchacho gañan, de posición humilde, criado de la casa, contrasta en sus aspiraciones con la posición de la muchacha hija de un rico hacendado. Pero el idilio se formaliza. El amor no reconoce diferencias sociales y los dos se aman con calor. A través del desarrollo de los amores de Paulo y Josefina, el novelista describe en el más criollo lenguaje las costumbres de los campos, de las aldeas; los prejuicios sociales y las vanidades de la vida vernácula. Al final, Paulo, que se hizo general en una de las montoneras o guerras civiles, llega a ser Ministro. Entonces su situación social cambia de repente. Los padres de su novia se muestran complacidos con su matrimonio e infinidad de aduladores le queman incienso. Sin duda, que esta novela de Urbaneja plantea el ascenso de las clases populares y la declinación inmediata de las clases privilegiadas, por obra y gracia de nuestras contiendas internas, como la Guerra Federal , por ejemplo, donde se firmaban ascensos militares en blanco. En ella están de manifiesto muchos de nuestros problemas sociales, espirituales y políticos expuestos con una sabia delicadeza, con gran suspicacia y con una gran dosis de valor estético.

Frente al estetismo de los modernistas, frente al preciosismo de nuestra prosa y a la manera de plantear nuestros problemas con los ojos puestos en lo exótico, Urbaneja crea de esa manera lo que pudiéramos llamar la semilla de la genuina novela venezolana.

EN ESTE PAÍS


Estructura y argumento de la novela

La novela de Urbaneja presenta el ascenso de un personaje del pueblo a las cimas del poder; consta de veinte capítulos, estructurados en tres partes fácilmente identificables.

• La primera parte (Capítulos I-XI). Transcurre en la hacienda "Guarimba", situada a escasa distancia de Los Dos Caminos, a orillas del río Tócome. En aquel ambiente paradisíaco, una pareja de jóvenes, Paulo y Josefina, se atraen y terminan por enamorarse. Es, en esencia, el mismo tema idílico que ya conocemos como típico en la novela hispanoamericana del diecinueve y primeras décadas del veinte. La circunstancia de que Paulo es un pobre peón, y ella, la hija de los dueños de "Guarimba", crea el conflicto, que es de orden socioeconómico. Paulo y Josefina, al ser engendrados expresamente para protagonizar un conflicto de clases, son personajes convencionales y estáticos.

• La segunda parte (Capítulos XII-XVII). Tiene por escenario los campos de la guerra civil; los combates están narrados con gran vigor y realismo, por lo que es de suponer que responden a vivencias de Urbaneja en sus andanzas revolucionarias. En esta guerra juegan su suerte Paulo Guarimba (quien pelea como recluta en las filas del gobierno), y el doctor Gonzalo Ruiseñol (quien se ha ido con los revolucionarios para salvar de la hipoteca su hacienda "La Floresta"). El bando subversivo pierde. El doctor Ruiseñol cae preso y es conducido a una tenebrosa cárcel política, a la que llega moral y materialmente destruido. De la prisión lo libera el General Paulo Guarimba, Ministro de Guerra y Marina, quien además le consigue un empleo como archivero, para que el doctor Ruiseñol viva decorosamente.

• La tercera parte (Capítulos XVII- XX). Refiere la entrega de la hacienda "La Floresta” a don Toribio y doña Carmen Pichirre; y las bodas fastuosas del General Paulo Guarimba y Josefina Macapo quienes cuentan ahora con la aprobación y el contento de los padres de la novia.

Los personajes

• Paulo, enamorado de Josefina, es el peón de la hacienda y la acompaña en sus excursiones campestres: Ingresa en la milicia y, como soldado, afronta toda clase de peligros; cumple las mayores hazañas en su afán por hacerse general, e ingresar a la clase de su amada. Desde los tiempos de la Independencia -recuérdese la trayectoria de Páez- este fue uno de los caminos que el hombre del pueblo tuvo para superar su origen.

• Josefina es una muchacha enfermiza que recuerda a las heroínas románticas. Haciendo caso omiso de los prejuicios de clase, se enamora de Paulo Guarimba, descendiente de esclavos, afronta la ira de sus padres, que la arrojan de la casa por considerarla indigna.

• El doctor Gonzalo Ruiseñol, propietario de la hacienda "La Floresta", graduado en Norte América de Ingeniero Agrónomo, regresa lleno de proyectos encaminados a lograr un mayor rendimiento de las tierras de labranza, un mejor provecho en la cría de ganado vacuno y de las aves de corral. Sus ideas progresistas chocan con la opinión adversa de los viejos agricultores, quienes llegan a juzgarlo como un demente, un botarate o un soñador.

CAPITULOS DE LA OBRA

CAPÍTULO I
 INVOCACIÓN

¡Oh! Rústica doncella de mis amores, tiéndeme tu mano de capullos, para alcanzar la espiga de oro, símbolo de la abundancia en el granero aborigen y de ensueño, gloria entre las gentes de nuestra raza. Tu nombre es apenas conocido y apenas si cuenta amadores entre los liróforos de la nación. Mas llegará un día en que el mármol te glorifique, la prosa te vista y cubra como una enredadera con su manto florido y el verso, con sus lenguas de oro, tu fama dilate del uno al otro extremo de la tierra nueva. Acógeme y guíame, que contar deseo a mis hermanos, en humilde prosa, una simple historia, trasunto de nuestra vida y de nuestros sueños. Préstame aliento para llevar tu nombre adelante, adelante, más allá, más allá de las castas cumbres que sorprenden en su cuna al sol.

LOS MACAPOS

--¿Dónde se habrá metido el animal?

Y en la semi-obscuridad que precede al día, en bulto se alejaba en una u otra dirección. De la montaña comenzaba a desgajarse la neblina. El día anterior cayó una larga invernada, un lloviznar lento, monótono, desesperante y el valle despertaba entumecido. Denso velo ocultaba los hombres y las cosas. La voz tornó a decir más enconada:

--¿Dónde se habrá metido el animal? ¡Caray!

Abajo se apretujaban las nieblas y en la calva del Ávila jugueteaba la luz tenue de un sol cautivo.

--Barroso, Barroso; ¡oooh! ¡Barroso! ¡Si ha reventao la soga! ¿Quién coge a ese animal?.

El buey huía retozón con el cabo de soga a rastras. Siempre que se soltaba era lo mismo: corría, saltaba, hacía grandes estragos en la sementera y daba más guerra para cogerlo que a un toro, a pesar de ser el buey más viejo y manso de Guarimba.

Un mocetón alto y fornido daba tales voces, en aquel amanecer húmedo y friolento. Se llamaba Paulo Guarimba. La faz era ovalada y tristona, con una tristeza displicente, que arecía arrancar de las entrañas hacia fuera y eso siempre que los párpados caían sobre los ojos y la vista vagaba errabunda, pues cuando miraba de frente, los ojos de un verde y amarillo indefinidos tenían una expresión ruda y fiera bajo las cejas gruesas y castañas. En la nuca, asomaban por entre el pañuelo con que protegía la cabeza, mechones de pelo amarillento, de un color de oro muerto, tostado, melcochudo y áspero como la greña de un africano… Gritó de nuevo al buey:

--¡Sooo! Barroso. ¡Ja, caray! En este país hasta el Barroso jeringa.

El buey, con la penca encaramada, escapó hacia unas sementeras que rasgaban la tierra con los dedos verdes de sus reventones. El mozo exclamó colérico:

--¡Jaa, Barroso! Me la vas a pagáa

Se quitó las alpargatas. Arremangó con furia los calzones hasta los gruesos muslos. Echó a correr por entre los matojos del barbecho, húmedos y crecidos. Saltaba los mogotes como zorro en huída y perdió el sombrero. El buey entro con la cabeza en alto y venteando por las tierras negras que los reventones agujereaban. Paulo, en el claro, distinguió el cabo de soga que resbalaba lento, y sin tiempo para agacharse a cogerle, saltó a sujetarle con el talón grueso y chato. El buey partió violento, y el mozo vino a tierra. La soga pasaba por encima de su brazo, quemándole; en el aire le echó una manotada y le clavó los dientes blancos, cerrados y fuertes, y así, sobre la tierra blanda y humedecida, lo arrastró el buey hasta que, apoyándose en los codos, lo mantuvo. Se enderezó sobre la tierra. El día era en el valle: nubecillas ligeras corrían deshaciéndose en las colinas del Sur. Paulo, braceando la soga, atrajo hacia él el Barroso. Era un buey ya hecho, habituado al yugo y al arado, a la garrapata y a la mosca en la esterilidad de los sequeros. Salientes los músculos, redondas las ancas y el cerviguillo como el de un cebú, macizo. Los cachos gruesos, los candiles apuntando al cielo, en los que llevaba dos nudos de soga. En el testuz, un mechón dorado, rojizo, le venía a los ojos y le daba un aspecto fiero en el englobamiento de su mole pesada y majestuosa.

--Barroso, bien jarto estás.—Y agarrándole por el cacho le largó una cachetada. El buey retrocedió. Afincando el cuerpo con todas sus fuerzas, sobre el cacho, el mozo gritó, apretando los dientes:

--¿No me conoces? –y le soltó una patada en las narices. Al buey le faltó el aire; alzó angustioso la cabeza y estuvo quieto como un corderito.

--Ahora, el Melao, ¿dónde estará el Melao? –Y tirando del buey, le sacó fuera y lo ató al tronco de un sauce demirriado, cabeceante y cuajado de rocío.

En un barbecho distante, el Melao al sol humeaba. En su lomo, un tostado garrapatero esponjado, se espulgaba. En el barbecho, las arañas extendían en telares y a la luz suave era un extenso campo trémulo de aljófar.

Paulo marchó directo hacia el buey. A su paso, los matojos se movían, las arañas huían rápidas y el rocío rodaba por sus carnes duras.

El Melao era para el Barroso. Alto y mazudo, pero de índole blanda y reposada, sin rebeldías ni entusiasmos que le llevaran a reventar la soga para correr, bravucón en un alarde de libertad pueril.

Bajo el sauce les unió los cachos. Dóciles y calmudos, a sus voces le seguían

--¡Anda Melao! ¡Ven Barroso!

Junto a un puentecillo de troncos de sauce, retoñados con la humedad de la acequia, hizo alto Paulo. Por él se adelantó presuroso. Tras unas malvas y saucos retorcidos, un rancho se acurrucaba, descuajaringándose con los años. Una rosalera trepadora se extendía en un enrejado de caña y sus mil guías locas se echaban sobre el tejado, en donde en corona de verdes hojas, lucía su perenne florescencia, manto níveo. Se llegó el mozo al rancho y empujó la carcomida puerta en busca del yugo y la garrocha. Era aquél el nidal de los Guarimba, oscuro y húmedo. Ellos levantaron la horconadura, clavaron la cumbrera, amasaron el barro con la paja brava de las sabanas y rellenaron el cañizo del bajareque. Y todo esto antes, mucho antes de que la acequia corriera farfallando a su puerta. Los Guarimba y su rancho se perdían en el origen de la estancia.

¿Qué amo les señaló aquel sitio? ¿Qué amo los cristianó? Porque los Guarimba no lo negaban; los abuelos fueron esclavos, y su vida y suerte siempre estuvo pegada a aquella tierra de la que formaban parte como los árboles que habían visto crecer y los peñascos que rodaron de la montaña. Allí se encontraron con la azada en la mano, el yugo, el arado y la muerte. Guarimba era ellos, y ellos, Guarimba. Los amos, vendíanles junto con la tierra y los animales. Ellos pasaban indiferentes de unas manos a otras, convencidos de que, mientras existiesen, permanecerían unidos a aquella tierra como el alma al cuerpo. Sólo un orgullo les cegaba: ser las mejores azadas, los más listos gañanes, los más entendidos conocedores de las mudanzas del tiempo. Ellos, antes que nadie, oían el trueno anunciador del lejano invierno y el saludo del renacuajo; conocían el rumbo de las nubadas de verano; pronosticaban el pausado acomodarse del nubarrón cargado, deseoso por desahogar los hinchados senos; el alba participábales la humedad o sequedad del día y vaticinaban el resultado de las cosechas, sin que jamás fueran desmentidos. No tenían historia que contar, amaban y morían así como el rosal echa rosas y se seca y florece el yerbazgo de olor. Comenzaron a blanquear con Juan, el arpista, un abuelo de Paulo, que apareció entre ellos, como en el nidal de muchas aves acaece emplumar un extraño pichón. El arpa le hizo famoso, sin dejar de ser un buen Guarimba. Él plantó la blanca rosalera y el rancho tuvo nuevas y desconocidas alegrías. Paulo era el último vástago de aquella cepa humilde. Su padre, antiguo mayordomo de Guarimba, al morir, lo encomendó a sus amos de entonces, los Macapos. Apenas si cabía en un canasto cuando los Macapos lo ampararon. Creció a su lado. Pasó por la escuela, pero ante todo, fue un Guarimba, un cogedor de cabañuelas, que presentía en el silencio de la noche estrellada el trueno anunciador del lejano invierno y el saludo del renacuajo.

Con el yugo sobre el hombro y empuñando la garrocha, atravesó de nuevo Paulo el puente. Los bueyes, sin moverse, dejábanse enyugar. La coyunda, como una cinta, pasaba de una cornamenta a otra, asegurando el yugo sobre la nuca y los frontines rojos. Los bueyes, sumisos, dejaban hacer, rumiando, rumiando. Ni asomos de rebeldía mostraba el Barroso. A la voz de Paulo que ya los llamaba con la garrocha, marcharon en busca del arado sabino, que el día anterior, a causa del lloviznar constante, quedó en el barbecho.

El barbecho era un pan, aquel barbecho de entrada dura, sellado de rabo de zorro. El agua le había calado y las espesas cepas caían desmayadas sobre la reja.

Los bueyes marchaban lentos, afincando los remos, sin bajar ni subir en demasía la cabeza y el puyón se entraba en la tierra, hondo. Paulo llevaba el arado sin lidiar, sin moverse, firme y recto y la tierra se esponjaba y abríasuavemente como un pan en el horno.

En el copo de un tiamo, una bandada de conotos ponía gran algarabía; eran aves de paso a las tierras cálidas, hurentes donde cuaja tempranera su almendra el cacao, y la vainilla embalsama el bosque.

El sol ardía y el cielo estaba limpio de nubadas, brillantes.

Por el callejón de la estancia asomó una calesa. A la entrada se había formado un hoyacón con el desbordamiento de la acequia. Los peones paleaban el desagüe y apilaban material para el relleno. Los caballos metían el pecho y se encabritaban a los latigazos del cochero, sin sacar la calesa, atascadas las ruedas. A los irritados denuestos del auriga y al mordiscante chasquido del látigo sobre los lomos tensos. Paulo detuvo la yunta y clavó en tierra la garrocha, que se agitó trémula, como una llama. Se acercó pronto a la calesa. Los del interior clamaban, desconcertados: ¡Paulo! ¡Paulo!. El mozo se arrimó sorprendido, sonrió plácido y los ojos, en un fugaz arrobamiento, se dulcificaron, como si una niebla de amor los velara. El coche se tumbó sobre un lado; acudió a levantar la rueda, y en un esfuerzo vigoroso, lo enderezó en el aire. Arrancaron los caballos jadeantes al restallar del látigo. Se dejaron ver fuera del vehículo unas manos que saludaban, dando gracias y los griticos locos de unos chiquillos sonaban allá dentro, como bandejeo de aleluya.

Paulo buscó el sol en el cielo. Sus ojos, dorados, no cegaban al pupilar del fuego. Las once son ya, dadas, --se dijo interiormente--. Los peones del desagüe se echaban al hombro las blusas y las herramientas y marchaban riendo a la pulpería nueva, donde el amargo tenía demonio. Bajo el cedro reverdecido, Paulo dejó los bueyes a la sombra. Y fue hacia la calesa, detenida en espera de que desfugasen los caballos, para ganar el repecho pedregoso del callejón.

Venía lento, cavilando. No se explicaba aquella vuelta repentina de la familia. Ni un aviso, ni nada; de sopetón se le presentaba. ¡Si hacía quince días estuvo en Caracas y en la casa todos estaban buenos! Josefina pasaba su catarrón, que pescó a la salida del teatro, según dijo misia Carmen, por no cubrirse la cabeza con el chal. Tan metido estaba en sus pensamientos, que no reparó en el coche, que venía tras él, sino cuando el jadeo de los caballos resopló a sus espaldas. Se apartó a una orilla; eran las gentes de servicio. Con los bamboleos del carruaje reían con gran aspaviento. Dolores, la barrigona, con ojos dormidos, le miró dengosa, en un mirar pedante de mulata descontenta.

--¡Aparte!—le gritó

Él se volvió a un lado indiferente.

Ella sacó la lengua roja e intranquila, como una culebrilla coral, en la oquedad sonrosada de la boca, y torció los ojos.

En la subida alcanzó Paulo a los de la calesa. Ahora iba poco apoco, lentamente, como si evitara las sacudidas al caer en las rodadas que en aquellas tierras reblandecidas dejó el carruaje. Se detuvo el vehículo en el soportal. Un hombre alto, de gesto imperioso y espeso, mostacho retorcido, como el de un señorejo en abriles, puso el pi en el estribo y la calesa osciló sobre sus goznes. Era don Modesto Macapo.

Saludó a Paulo.

--Aquí otra vez, Josefina, mal.

Abrió grandemente los ojos brillantes en un mirar inquisidor.

--¿Y qué tiene?

--¡Locuras!, ¡locuras!

Desde el coche dos chiquillas gemelas se lanzaron a sus brazos.

--¡Paulo!, ¡Paulo!—Gozosos le besaban las mejillas y acariñaban el rostro con sus manitas de marcados hoyines sonrosados. María de las Nieves y Dulce Amor.

Devolvía el las caricias. Eran buenos amigos. Dábales el gusto y perseguíanle ellas como dos mariposas en las largas estadas de la familia en la estancia.

Una voz seca y disgustosa reprendió severa:

--¡Morochas! ¡Morochas! ¡dejen a Paulo! ¡No le fastidien ya!

Y doña Carmen Pureles de Macapo sacó fuera del carruaje su hermoso busto.

Era pequeña, muy apretada de carnes, con hoyuelos en los codos y el pie precioso, pequeñico, asomando bajo el ruedo violáceo de las enaguas de seda. Sus carnes eran almendras amasadas con rosas. Los ojos negros, grandes y aterciopelados. La frente estrecha y las cejas ligeramente arqueadas y suaves. La boca diminuta y la barba redonda con una ligera hendidura. El cuello corto, algo papujado, ceñido por una gargantilla de corales. Desdeñosa y hostil en el gesto y las maneras, y el timbre de la voz ingrato.

Al ganar tierra, se llevó a los ojos el impertinente y vuelta a Paulo, le señaló la calesa.

--Ahí está Josefina. No se puede valer. Sácala. Álzala por debajo de las almohadas.

Tomó en sus brazos el mozo a la niña con gran cuidado, como si temiese se fuera a deshacer en sus manazas rudas. Ella nada decía, pero en su semblante consunto, las dos llamitas de los ojos, le miraban lánguidamente con una dulzura profunda e infinita. Él creía caminar entre nubes, tembloroso, como si se le fuese a escapar de entre los brazos, y en un desfallecimiento morboso, la colocó en la silla de extensión, que Dolores, la barrigona, arrastraba, saliéndole al encuentro.

--¡Hombre! Con ese cuerpote y no tiene fuerza…

Y él trémulo, como si hubiese cargado con el Ávila a cuestas, se enjugó la frente sudorosa.

Misia Carmen Pureles de Macapo era de la vieja y conocida familia Pureles, gente de rancia oligarquía con el grillo constante de la nobleza de origen y abolengo. Aunque el abuelo de la casta fue cierto andaluz albéitar, de morenas facciones y cerradas barbas tapizándole la cara, jaranero, con las castañuelas y la guitarra, dispuesto, hasta en la misma hora de la muerte, a poner a bailar la alegría en el alma de las mozas. El tal se tropezó con una india vallera, vendedora de cachapas, famosa por el garbo y las redondeces de las carnes canelas. Cuando ésta, con el cesto en la cabeza y el blanco paño en hombros, arrollado al cuello, atravesaba la plaza, el bestiaje humano se recogía sobre el mismo y la dejaba pasar, cerrando tras ella en un susurro lujuriante, como oleada que se retira en arenosa costa sonajando los pedruscos. (De la abuela tenía misia Carmen, los hoyuelos de los codos y los andares rmilgados).Se fue el andaluz tras la golosina y la moza lista le llevó a la aldea por la vereda del altar, que no era plaza que rendían meras castañuelas y guitarrillas…

(…)

En una bajada de Reyes, el año de … un domingo muy claro y dorado, le abrasó el alma al Macapo la nieta del andaluz. Entonces misia Carmen derretía y sembraba desasosiegos hondos e incurables.

El Macapo fue aceptado con agrado entre los Perules. Traía todo cuanto podían desear: dineros y abolengo…

Así se juntaron aquellas dos almas, espigadas casi en las mismas condiciones y todas aquellas quimeras se consolidaron y fueron parte integral de sus mismas naturalezas. Tales eran los dueños de Guarimba, en el lindo valle del Ávila.

CAPÍTULO V
ALLÁ ARRIBA EN EL TOPE

Los de la caravana, ya lejos de don Gonzalo Ruiseñol, tomaron camino del cerro, herbazales arriba, hacia el tope de Cachimbo. La trasparencia del aire, lo despejado del cielo, prestaban más elevación ala montaña, destacándose las dos redondas cimas de la Silla, como cúpulas de un templo gigantesco, hasta perderse en las nubes. El ambiente, refrescado por las rumorosas quebradas, impregnado de oxígeno, oliente a pesgua y parásitas, acariciaba la negra cabellera de Josefina, besuqueaba las mejillas de las morochas, se entraba en los pulmones de Paulo, ensanchándolos como un fuelle; descendiendo luego al valle, azotaba las frondas, maullaba como un zorro rabioso en los ahumados torreones de los trapiches; dando resoplido aventaba la hojarasca a diestro y siniestro; precipitándose en los poblados rezongaba en todos los rincones, charloteaba en los empinados campanarios, rompíase en los ángulos de las elevadas fachadas; engolfándose en estrechas callejuelas, ahogaba sollozos, recogía suspiros, vítores e himnos, y repleto de miasmas, miserias, alegrías, se abalanzaba sobre cerros calvos y lomas áridas, donde sólo fructifican los cardones y modulan los guati-guati su canto triste.

Escabroso era el sendero, resbaladizo el luciente herbazal, pero los de la caravana cayendo aquí, resbalando allá, alcanzaron la cima de una colina. Jadeante, asomándose a sus mejillas la poca rosa de su sangre, Josefina se dejó caer en el suelo; las morochas buscaron un mullido sitio en las yerbas donde tenderse a su gusto.; Paulo, dejando en libertad al burriquillo, fue por agua al torrente cercano, trayendo en tiernas hojas de conopio recogidas a modo de embudo, el líquido apetecido, tan frío, que los venados no le beben sino con el sol de los araguatos.

De espléndido panorama gozaban los de la caravana, risueño como el semblante de una novia en la alborada de sus nupcias. Ante aquel lienzo de matices diversos, Josefina paseaba sus ojos, deslumbrados por los fulgores del sol, de las vegas a las lomas y de allí a las sierras azulosas. Vese surgir allá en una rinconada, en la estribazón de los cerros, la población de Macarao , donde crece salvaje el membrillo, prospera la verde manzana y los duraznales todo el año ostentan su fruto parcho y el moreno. Hacia ese lado, aun en lo angosto y tortuoso del valle, el de Antímano, a la falda del cerro, agazapadito en torno a la blanca torrecilla de su iglesia. Más acá encaramado en su colina, cubiertas las laderas de frondosas rosadas trinitarias, el de La Vega, tierra clásica de los rojos budares y de las porosas múcuras. Y serpenteando, terso, cristalino, bajo frondas de jabillos, bucares e higuerotes, entre cañaverales, que sacuden sus grises penachos como indios guerreros pensativos, ondula el Guaire, el hijo de dos impetuosos torrentes, el espejo de la comarca;(...)Y casi equidistante de los extremos, como blanca garza en su nidal de juncos, sobre las suaves pendientes de las altas cuestas del empinado Ávila, con sus altos y sus bajos, surcado por profundísimas quebradas, Caracas, bajo la inmensa comba azul, ligeramente gris, en contraste con toda la escala de los verdes, desde el verdín de los primeros brotes al verdinegro sombrío de la montaña, que se enrojece cuando comienza a florecer el rosal salvaje, la rosa montañera. Caracas, la amada de los poetas, la deseada de los guerreros, con sus erguidas torres, sus techumbres rojas, sus esbeltos chaguaramos, sus saucedales melancólicos; ciudad de trasparencia y neblinas, que triste sonríe al sol en la algazara de la fiesta: sus mañanas son vaporosas, risueñas, cual la primavera de la vid; sus tardes, tristes cual largo invierno de los años.

(…)

Paulo, que se había echado en el suelo a pocos pasos de Josefina, casi acostado sobre el declive, con los codos apoyados en la tierra y la cara en la palma de las manos, seguía el mirar de sus ojos, las contracciones de sus labios pálidos, las complacencias y tristezas en que se bañaba su semblante como si fuese una luz.

Reinaba el más profundo silencio, el augusto silencio de las cimas; las morochas arrancaban a puchados el aromático poleo y otras yerbas frescas y olientes con que se aromatiza la montaña; Josefina continuaba como abismada en sus recuerdos, y en los ojos de Paulo se trasparentaban las hondas intranquilidades de su ánimo.

Cansados los ojos de Josefina de vagar de loma en loma, de pueblo en pueblo, de querer ver más de lo que distinguía de la ciudad y sus contornos, se encontraron con los de Paulo, que la acechaban en el momento en que aquella alma sentía profundamente lo que jamás se había atrevido a expresar de palabra.

Cuando sus ojos se encontraron, se confesaron el secreto de su amor. Repentina angustia obligó a Josefina a esquivar las miradas de Paulo; quiso decir alguna cosa, pero enmudeció al miedo de aquellos ojos, que la atraían como atraen los abismos.

¡Qué ojos los de Paulo Guarimba! ¡Brillantes, luminosos como los de fiera a la hora nocturna! Ojos que, coléricos, llenos de sangre, debían de anonadar; rencorosos, debían de caer como puñales candentes; rebosando amor, eran deslumbradores como el cabrilleo solar en la superficie de las aguas en reposo. Ojos estos, que han determinado un momento en la evolución de la razada hispanoamericana, que han llegado a crear una palabra, catire un derivado de cat francés, hoy chat, gato. Quien posee esos ojos, tiene algo de jaguar, el gran gato montés de la selva americana, y como él es felino, fiero, rencoroso, huraño, voluptuoso en el crimen y en el amor. En el alma que animan esos ojos, como en un crisol inmenso, se han fundido tres ramas de la especie humana: la de los hombres de ébano, la de los de mármol y la de los de bronce. ¡Oh! alma, multiforme y anárquica, eres una vasija repleta de perfumes y de venenos.

Al relampaguear de aquellos ojos, Josefina se había cerciorado de lo que ya había presentido alguna vez; algo de lo que ella habría llamado cariño, amor de hermano por aquel muchacho, con el cual había corrido a través de los campos, con el cual había pasado días enteros en el cafetal en busca de pichones de arrendajo y azulejos; algo de lo que había experimentado, cuando le llevaba a su casa de Caracas nidos de palomas turcas, con todos sus huevecitos, o con pichones emplumados sorprendidos en los surcos, emparamados, con el copioso rocío de la noche.

--¿Por qué me miras así, Paulo? – fue la primera palabra de su boca, después de evitar largo tiempo sus miradas.

--¿Cómo te miro, Josefina? – inquirió Paulo conteniendo el aliento.

-- ¡Cómo nunca me has mirado!

Y los ojos de Paulo se nublaron, bajo la selva de sus cejas castañas y gruesas; un inmenso sacudimiento movió todo su ser, como los que deben de conmover en sus profundos, endurecidos senos, a las canteras graníticas, cuando revienta en su superficie la mina.

--¡Tú debes de tener algo, Paulo! – observó Josefina, con voz trémula.

--Sí, siento aquí adentro un bachaquero, una quemazón; -- y cuando así decía, se golpeaba con los puños apretados el ancho pecho.

--¿Y de cuándo acá sientes eso? – le preguntó Josefina bajando los ojos.

--Siempre lo he sentido, pero hoy como nunquita.

Declaración con la cual Josefina se llenó del más vivo regocijo. La maligna caraqueña se revelaba en la alegría resplandeciente de sus ojos, en aquellas dos llamitas muertas que se incendian como dos cocuyos con las sombras de la noche; en aquel aire coquetuelo e indiferente con que se revistió al ver a aquel muchacho rendido, echado a sus pies cual manso cachorro. Y con aquel don del sexo, que obliga a la hembra, para luego felinamente imponerse, llevó una de sus manos a los hombros de Paulo, quien se había ido arrimandito a ella, como bebiéndola los alientos, y dójole:

--¡No me mires así sabes! ¡No, que no quiero que me mires…!

Al contacto de aquella manecita más suave que las hebras que forman las barbillas de las mazorcas tiernas, se ofusca Paulo, más de lo que estaba, y dejó salir lo que sentía.

--¡Más que sea así, cómo no he de verte, mi lucero! En tanto estén los ojos en mi cara, tengo que mirarte, porque se van tras ti, como ojo de ladrón tras los corotos ajenos. ¿Y para qué se hicieron los ojos sino para mirar lo más lindo que nos atraiga y embobe, como la boca para comer y la nariz para el olor?.

--¡Calla, calla!, -- decía Josefina ante aquella declaración franca y sentida.

No se inmutó por eso Paulo, sino que acercándose más a ella, y llevándose ambas manos a los ojos, le respondió:

--Pues sácame estos ojos y arráncame esta lengua. Agregado después de una pausa,..”Ansina mismo, te llevaré allá dentro, como un muerto su mortaja”.

Paulo la quería porque Sí, porque siempre tenía en la boca para él palabras dulces, porque había en ella un no sé qué, que le atraía, lo subyugaba; cuanto más lo veía, más la deseaba, con ese ahínco con que los niños desean los exóticos muñecos expuestos en las quincallas; y se entregaba a ella sumiso, atado de pies y manos, y decía lo que sentía porque lo sentía así y no le cabía allá dentro por más tiempo.

Sí; así se expresaba Paulo, sin ambages, franca y rudamente; no acontecía lo mismo con Josefina, quien a maravilla sabía ocultar su sentir. Caraqueña, de culta sociedad, hecha a intriguillas amorosas, estaba como sobre sí, sin atreverse a aventurar palabra alguna que pudiera dar pábulo a aquel incendio que presentía. Además, para luchar contra esos gérmenes de amor, que de chiquilla se estaban en su alma, venían en su ayuda la educación y el orgullo, la alta dosis de vanidad que le habían infiltrado desde la cuna, haciéndole entender que una Macapo no era : como ls demás gentes, lo que ella sincera y honradamente creía.

(…)

Con tales elementos a su favor, Josefina no era de rendirse así no más a la vehemente declaración de Paulo Guarimba, aunque éste estuviese abocado por inclinación natural al dominio de su corazón.

En tanto que Paulo no le quitaba los ojos de encima, Josefina, con los suyos gachos, se hacía las reflexiones siguientes:

“No puedo negar que le tengo mi pizquita de afecto. ¡Ah! ¡si él llegara a ser algo…!” Y alrededor de ese algo, como una mariposa atraída por la luz, daba vueltas su pensamiento impulsado por su corazón.

(...)

Estaban como mudos, Josefina entregada a sus pensamientos. Paulo, sin tener más que decir, puesto que era corto de palabra y no sabía de medias tintas ni de penumbras, donde se refugian los enamorados, para saetearse y explotar en provecho propio las situaciones favorables.

Así se hallaban, ella, sin atreverse a levantar los ojos, él, sin quitárselos de encima, cuando vino a sacarlos de aquel atolladero la ventolina que venía zumbando de Catia, aglomerando nubes sobre nubes en la montaña, impregnada de la humedad del mar.

--Bajemos, Josefina, que ya está aquí el aguacero, --Díjole Paulo.

--Sí, bajemos—le contestó Josefina sin asomo de sonrisa en los labios.

Y esquivando el mirarse, comenzaron a descender. Nubes, nubes tan espesas que no los dejaban bajar, se arremolinaban, los envolvían por completo. Los ventolinos de Catia La Mar y las brisas de Petare, engolfadas en la profunda quebrada de Tipe, se daban topetonazos: esos dos eternos enemigos que se disputan el dominio del valle, que enroscados como dos boas, se acometen como dos toros salvajes. Si triunfan las brisas de Petare, el cielo se torna azul, el aire se diafaniza, la montaña se despeja y el viejo del Ávila aparece con toda su majestad, con sus arrugas de piedra, dominando el valle que sonríe. Y si las ventolinas de Catia logran vencer, allá le van sedeñas nubes a la montaña, aires húmedos y cortantes, y tristezas para el valle, que antes parece un paisaje del Norte helado, que no de la Tórrida.

Con las morochas a cuestas, de brazalete con Josefina, se presentó Paulo a la estancia, cuando ya era toda la montaña un copo de algodón desmenuzado y el valle estaba triste y sombrío pues sólo el cristofué en la rama entumecida lanzaba su queja, en compañía de la verde rama que en cambural lejano ensayaba su canción de invierno.

CAPÍTULO VI
 CIGARRONES DEL ÁVILA

Érase una cocina de las de campana y horno, en donde cinco hornillas y cuatro anafes no daban abasto en aquel día de trajín. Humeaba el horno, chaporroteaban las hornillas al sopla que sopla de la fregona, retaca, melindrosa y suelta de lengua. La cual traía el desjaretado túnico rodado sobre los hombros, luciendo las redondas espaldas carnosas, morenas como el barro de los budares. El fustán pringoso como el de todas las de su oficio, llevábalo arremangado a la cintura a manera de rollo, merced a la cual podían apreciarse las graciosas curvas de sus pantorrillas. Los pies traíalos metidos en chancletas, que al caminar denunciábanla con su repiqueteo. Y para adorno y complemento de su traje traía, tanto atado a la cabeza para evitar la ceniza, como a guisa de buche para resguardo del movible seno, sendos pañuelos de los de Madrás de alegres y vistosos matices, con gayo pulmón de guaca.

En abrigaño, hurtándose a la humarada entre la mesa de fregar y el coquero, se hallaba cómodamente instalada en un butacón de banquete, el ama, misia Carmen Perules de Macapo, con las mangas de su atufada bata arremangadas más arriba de los codos; con una blanquísima toalla, a guisa de delantal, sujeta al cuello papujado y corto, desplumando, en compañía de doña Epifanía de Pichirre, las gallinas para el sancocho y el pavo para el horno.

--¿Con qué mañana estamos de jolgorio todo el bendito día? –manifestó la ciega en medio de un prolongadísimo bostezo, sin dar descanso a la mano con que maquinalmente arrancaba las recias plumas de una gallina grifa.

--Sí Dios no dispone otra cosa, doña Epifanía.

--¿Muchos serán los convidados? ¡Pues con esta bruja pasan de seis las gallinas desplumadas!

--Esperamos algunas personas. Entre ellas a ls Rochela, de la ciudad de Petare; a Chavalo Monifato, de los Monifato de Caracas; a los padre que vienen a celebrar la fiesta, si a bien lo tuviesen; y a tantas otras personas que, como usted sabe, se van presentando en estos casos.

--¡Válgame Dios! La casa se les va a llenar de gente.

--¡Y qué se va hacer¿ Uno no puede prescindir de la sociedad en que se ha criado y mucho menos cuando se tienen hijas casaderas y se llama usted Macapo.

--Eso mismito me rezaba mi madre: cuando se tienen hijas, se hace cualquier sacrificio, ¡aunque cueste un ojo! ¡Por ahí me ahorquen! Mis hijas primero que todo. Yo puedo vivir entre cuatro paredes, pero mis hijas codeándose con lo mejor, con lo que se merecen.

Charlandito las dos señoras, ya llevaban desplumado medio corral, cuando la muy atareada de la fregona, con un brazo en jarra, sin dejar de soplar las hornillas, interrumpiendo la canturría con que dulcificaba su tarea gritó:

--¡Misia Carmen! Ya está el agua hirviendo para el cochino!

Y como si aquel grito avivara su amor al canto, prosiguió su interrumpida canción con más brío, acompañando con el soplador la letrilla.

--Avísale a Magalo y no cante más que entre la humareda y la canción vamos a perder el juicio. –Contestóle misia Carmen a la fregona, agregando por lo bajo: --¡Esto se inaguantable! ¡Ah, Monagas! ¡Dios te tenga en la última paila, malvado!.

(…)

En tal día, la casa era una baraúnda de la cocina a la sala… Por doquiera veíanse las señales de unas manos primorosas, que armadas de plumeros y trapajos, habían pasado sacudiendo por aquí, deteniéndose, restregando más allá; manos que bien conocidas debían de tener los pulidos muebles, los jarrones, floreros y cuanto de ligero, delicado, frágil, sostuviesen los aparadores y rinconeras; (…) Manecitas adorables, conocidas de todas las flores del jardín, de todas las frutas del cercado, y, a más de todas esas cosas juntas, de Paulo quien con sólo sentirlas una mañanita sobre sus hombros, a punto estuvo de enloquecer. Y ahora era de ver con qué destreza aquellas manos obedecían a su dueño en la composición de la masa de ponqué y de la pasta de arena, en sacar la jalea de los moldes, en tornar el perdido brillo a los trinchetes dorados y plateados que enmoheció el desuso. Con tal gentileza y cuidado ejecutaban aquellas menudas, suaves manos, tan prosaicos oficios, que enamoraban. Nada, nada en aquel día dejó de ser acariciado por ellas, ni el más mínimo de los enseres precisos a una comilona digna de tan rumbosas y sonadas vísperas.

(…)

Cuando el sol mugiente, majestuoso, como quien sabe embellecerse para morir, se ocultaba tras las lejanas lomas, arrojando sobre los picachos de la sierra rojizos manchones, se presentó Paulo a la estancia estropeado y sudoroso, de retorno de la montaña, a donde había ido por palma real para las arcadas del camino. En su desasosiego, en su mirada recelosa, en sus idas y venidas, en su rondar pensativo en torno de Josefina, se traslucía su afán por toparse a solas con la hacendosa niña. Lo que al fin pudo lograr, diciéndole, quedo, amorosamente, como el susurro de la brisa entre las altas cañas:

--¡Mira! Para que se lo pongas a la Virgen, a ver si sanas ligerito.

Y cuando así decía le mostraba un ramillete de cigarrones, bella perfumada orquídea, abierta en los obscuros barrancones del Ávila, donde prospera dulcemente abrazada a los esqueletos de los viejos árboles, vestidos de esmeralda por el musgo, bajo la ajena pompa de las volubles trepadoras, que alegres y risueñas como un canto de amor, las circundan y se cuelgan de sus escuetos brazos, en alto, como apuntalando los cielos, en su eterna desolación.

--Se lo llevaré a la Virgen en tu nombre –le contestó la niña, bajito, muy bajo--. Y remirando los cigarrones, agregó:

--¡Qué lindos, Paulo!. Si parecen que vuelan y que pican.

(…)

Se extasiaba Josefina, contemplando la flor, haciéndola tomas su posición habitual de racimo, pendiendo de sus luengos tallos frágiles, temblequeando de continuo en el aire; aspiraba su aroma sutil, penetrante, raro, como que sólo lo conocen las ericas de la montaña, hasta que, en un arranque de coquetería, la colocó sobre su pecho, sin dejar la orquídea de temblequear al rítmico vaivén de su respiración, semejando, en verdad, enjambre de vistosos, lascivos cigarrones adormitados en la flor de sus senos.

Josefina que hasta entonces no había hecho sino acariciar la extraña flor, detuvo los ojos en Paulo, envolviéndolo en una de esas miradas fugaces, pero escudriñadoras, capaces de deshelar los más duros hielos del alma; y reparando en el desgarrado traje del mozo, en las manos que le sangraban, inquirió, temerosa, la causa con un hablar trémulo:

--¿Por qué estás así, Paulo?

--Por traértelos, Josefina, los vi tan requetelindos, allá arriba en los copitos del copey, moneé el palo, pero las ramas secas se astillaron, y me dejé rodar como una pereza yagrumo abajo cuando se le acaba su abasto de hojas.

--¡Por mí no lo vuelvas a hacer!

--¡Por ti, aunque estuvieran en los mismos cielos, los cogería!

Abajó la niña la cabeza como se doblega sobre sí la sensitiva, mientras que Paulo, casi al oído, con una voz blanda quejumbrosa, le continuó diciendo:

--¡Por verte sanita, tú no sabes lo que yo haría! ¡Ah! Tú no lo sabes: de rodillas iría de aquí a la Ermita, besando los suelos……

Esforzábase Josefina en hacer ver a Paulo que recibía sus cortejos por pura broma; que aquella ardiente y constante declaración de amor, su querellar continuo, sólo eran majaderías que mucha bondad excusaban. Pero ido el mozo, la fingida indiferencia trocábase en angustia; la desventurada gemía y lloraba sin nunca acabar, que era su corazón acerico con mil prendidos alfileres. En vano aquella pobre alma hacía por deshacerse de aquel aor, que los prejuicios sociales le afeaban y que la vanidad de sus padres jamás consentiría.

Lucha sorda, ruda, se libraba en lo íntimo de su ser, entre los prejuicios sociales y sus naturales inclinaciones, que la llevaban como torrente al mar. Porque no era ni la imaginación ni los sentidos, sino el corazón lo que la obligaba a amar. Amar como se ama en la tórrida a los quince años, ardiente, sincera y desesperadamente.

(…)

CAPÍTULO XI
 ¡HAZTE GENERAL!

Aquella mañana no se uncieron los bueyes en Guarimba. Los labriegos que habían logrado escapar a la callapa gubernamental, aun con el susto en el cuerpo, refirieron a los dueños de la estancia lo que había acontecido durante la media noche: Al rancho del acequión le habían echado abajo las puertas, y para más se habían llevado a Paulo, junto con otros mozos de los contornos de la ciudad de Petare, de donde sería transportada la recluta directamente al teatro de la guerra, de aquella interminable revuelta que asolaba al país. La familia Macapo, sorprendida por la triste nueva, lamentó la adversa suerte de su gañán, en el verdor de sus años reducido a semejante estado. Don Modesto, sin dejar salir fuera su enojo, por no dar importancia y gusto al comisario, en cuyo proceder veía una afrenta a su persona, hizo uno como panegírico de Paulo. Las alabanzas al mozo destilaban algo corrosivo como zumos de cocuiza, porque en ellas fustigaba a los pocos diligentes, a los que como el comisario se derramaban en malas obras, en vez de recogerse a la hombría de bien y al trabajo. Misia Carmen, sin rodeos dejó correr el torrente de su indignación. La pobre señora, con su monomanía de las grandezas y de abolengo, todo lo acontecido lo achacaba a la envidiosa gentuza comarcana, la cual, según ella, empleaba aquellas artes ruines, con el fin de menoscabar los miramientos que se debían a una familia como la suya, por lo que vociferó en términos tales contra el arriero de la víspera, a punto de que la servidumbre de la casa como los labriegos que comentaban el suceso, se miraban unos a otros, perplejos y carilargos, más deseosos de escurrirse que de tener la honra de oír a la respetable señora, temerosos de hacerse merecedores del odio e inquina del comisario, el cual, no daría descanso a su machete, hasta no verlos, a ellos, en los puros huesos, pues tenerlo de enemigo era estar en pico de zamuro. Josefina, mientras que sus padres declamaban asombrando al palurdo auditorio, corrió al rancho del acequión presa de mortal ansiedad y con la avidez propia de quien desea no se le escape el más pequeño detalle, la pobrecita daba vueltas en torno al rancho, entrando y saliendo, como dicen de las fieras del monte cuando les roban sus cachorros.

Josefina, la que en una hermosa noche estrellada y de cucuyos en la fronda, cieguecita de amor, padeció el más cruel de los dolores, al oír, sin poder aplacar el enojo, los amargos reproches, las quejas más injustas, así como acallar las torturantes súplicas, los ruegos, a cual más insinuantes y conmovedores, de boca de aquel a quien amaba, con toda la intensidad de un amor pasional espigado en el silencio, guardado en el alma con la más profunda reserva, por no darlo a conocer a los suyos ni mucho menos a aquel que así la hacía gemir, cohibida por irrisorios perjuicios, los cuales, en su estrechez no aceptaban, so pena de deshonra, que una señorita de clara estirpe y buena sociedad, amara a un rústico mozo, sin otro abolengo que el humilde de labriegos y vaquerizos, sin más instrucción que la que puede comunicar una maestra de primeras letras aferrada al Catón de San Casiano, en una obscura y pobre aldehuela; Josefina, la que desesperada y enloquecida, arrastrándose como una culebra por sobre la hojarasca mustia del oquedal, se detuvo a punto de apagar en la clara fuente de sus amores, la ardiente sed que la consumía, sed insaciable, cual de albos lirios que en los rigores del verano sueñan con la estación vernal; Josefina, rara flor caraqueña, juguete de aparador, delicada, culta, inteligente y a quien una sociedad acaudalada y mantuana, bajo un mal barniz democrático, reservaba un novio de modales exquisitos, oliente, no a rústico romero y mejorana, sino a voluptuoso opanax; ante la nueva fatal lloró amargamente, porque amaba, amaba más que nunca.

Ante el infortunio del ser amado, los prejuicios, la vanidad, el orgullo, todo aquello tras lo cual se había escudado, para dominar los arranques de su corazón, se desvaneció como nubecilla a los resoplidos de viento huracanado. Había llegado la hora propicia al invencible amor: de constreñido y burlado hízose tirano, impetuoso y violento, y con furores de vorágine, borró, aniquiló de aquel casto corazón, de aquella voluntad enérgica, cuanto se opuso a su absoluto dominio. Amor, el divino, el purificador de las almas, el nivelador de las castas, el travieso y el cruel, el que se complace en tierra de reyes en regalar a una pastorcita todo un reino junto con el corazón de un príncipe, y a una princesa obliga a abandonar el boato de su corte, para seguir tras un musiquillo ambulante, de poblacho en poblacho, como una gitana; el que llamando a las puertas del avaro lo hace pródigo, el que sustenta al mendigo, el que hace ahorcar de una viga a un tonsurado y alienta al mísero poeta, ¡oh! ¡Dios mío! En la áspera cuesta. Camino de lo excelso, dueño y señor de su corazón se lo entregó de una vez y para siempre al adiestrador de bueyes, a un pobretón de los campos, sin otro capital que su ahijada, sin otro porvenir que un máusser, sin otra recompensa que una fosa a la vera del camino, bajo una rimazón de piedras arrimadas por piadosos pasajeros a los pies de una cruz.

(...)

La gente campesina tiene blanda el alma como recio el cuerpo; así es que reparando la labriega el quebranto y desaliño de Josefina, le dijo con habla cariñosa:

--¿Qué tiene la niña, que está como un pajarito enfermo, triste encapotada?

Como se estremece el templador, cuando la brisa agita las aguas de ramanso, así aquellas dulces palabras inesperadas despertaron a Josefina, e inconscientemente contestó:

--¡Se lo llevaron…!

--¿A quién, niña,? ¿A quién?

--¡A Paulo Guarimba, el gañán! Pobrecito; más consuélese su buen corazón; está bueno que si fuera un hombre, o su taita o su hijo, llorara toitico el día, como me pasa a mí, que de anoche pa acá no tengo ojos sino para llora; y si no fuera porque tengo que llevarle la ropita limpia, la cobija y el hijo pa que lo bendiga, allá en casa me estaría llora que llora, sin nunca acabá. Pero pa el pobre, mi prenda, hasta las penas, por grandes que sean, se achican, pues, si no, no hubiera pobres en este mundo. Vamos, criatura, que cuando vuelva, está más alegre que unas pascuas.

En alejándose la labriega, Josefina corrió hacia el caserón de a estancia. Aquella compasiva mujer le había inspirado con su desvelo por el hombre amado, una idea salvadora: volar al lado de los suyos y rogarle a su padre, libertara a Paulo, poniendo para ello en juego su influencia acerca de las autoridades comarcanas. Desayunaba la familia, cuando se presentó Josefina; en la mesa, la vajilla de cobre, sobredorado y plateado, hacia aguas a los rayos del sol que se colaba por el escañado de una parra frondosa, la cual, además de preservar al comedor de las reverberaciones de un patio enladrillado, donde se majaban caraotas y quinchonchos y se secaba el café, mantenía todo el año el runrún, alegre y festivo de cigarrones, ericas y guanotas. Cada cual ocupa su puesto: las morochas, en sus sillas altas, con sus servilletas historiadas sujetas tras de la nuca, y entre el estirado don Modesto para ella, era estar de antemano desposado con la muerte. Acosada por tan cruel presentimiento, flechada en la mitad del pecho por el amor, en su ofuscamiento no hallaba cómo dar cima a su designio, cerrada la senda del amor paternal, a la cual había ocurrido confiada y candorosa, sin sospechar que la herida vanidad de su padre rotundamente se negara a su deseo.

(…)

…Y con aquella ceguedad de los amantes. Cuando la sangre juvenil se agolpa en el corazón y rebosando se desborda como las aguas de un torrente, chafando con violencia los juncales de las márgenes que débil resistencia oponen a su impetuosa carrera dijo:

--Sí, iré a buscarlo; hablaré al Presidente del Estado, al señor cura, a los amigos de mi padre, a todos rogaré por él. Pues no de otro modo, en días pasados, las Rochelas obtuvieron la libertad de un pobre medianero, reclutado en su hacienda.

Así raciocinaba la enamorada niña, aunque para rebatir su proyecto, le salían al encuentro armadas de peros y más peros, fútiles objeciones, las cuales, sin ella darse cuenta eran pura artimaña de su mismo deseo por verse cuanto antes realizado, pues por grandes y lógicas que éstas fuesen, quedaban burladas, como las charcas veraniegas que encontraba a su paso, salvadas de un saltito, como que sus primeros años los había pasado no respetando empalizadas y hartándose de cemerucas o manzanitas de amor.

(…)

…Cuando llegó a las tierras altas, a los laderones incultos de Gonzalo Ruiseñol, estropeada, muerta de fatiga, sedienta, jadeante, envolviendo en una mirada el paisaje agreste , divisó como una mancha verde el cambural de hojas frescas y lustrosas recién plantado por Gonzalo, en torno del estanque, para aprovechar el derrame de aquellas aguas, llevadas hasta allí por medio de bombas y molinos, desde las tierras bajas a estotras bravías, como que su costra nunca había sentido la caricia prolija del arado. Abandonado al deshecho, buscó hacia aquel sitio de verdor lozano en medio de aquellos sequedales entrecortados por estribazón de la cordillera, y que Gonzalo soñaba transformar en campo deleitable y productivo. Allí, en aquel esfuerzo de Gonzalo, porque era allí que el tenaz mozo desfogaba sus energías emprendedoras, su fortuna se consumía y su imaginación forjaba maravillas agronómicas o bien, en sus momentos de amargas desilusiones, cuando la realidad se le imponía despiadadamente con su lógica brutal, deducida de los hechos, se denostaba, se enjuriaba a sí mismo con cuanta afrenta e improperio se le venía a la mente. Allí se detuvo Josefina, otra alma enferma, pero del mal de amores, y calmó su sed en las aguas del estanque, donde la brisa juguetona y apacible levanta suaves ondulaciones. Desvanecida, el cambural, el estanque, los cerros, todo le daba vueltas, por más que llevándose las manos a la cara cerraba los ojos. En medio de su desfallecimiento, la pobre niña se decía a sí misma: “Si esta nube no se me quita de los ojos, si esto no se me pasa, al pobre Paulo se lo llevarán. ¡Virgen mía! dame fuerzas para llegar hasta allá, no me abandones, madre clemente, deja que le salve, aunque muera después”. En ese lastimoso estado, marchando como si a cada paso tropezara con un escalón invisible, la doncella se encaminó hacia la amplia carretera, a través de las tierras de regadío, salvando los profundos surcos, sepultándose sus pies en los camellones al desmoronarse, heridas las manos y arañando el cuerpo al salvar los vallados y setos espinosos. Ya en la carretera rojiza y polvorienta, repentinas tolvaneras danzando a su alrededor, le arrojaban a los ojos nubes de polvillo cálido, adornaban su cabeza con las hojas secas y las basurillas del camino, o tomándola por eje la envolvían en su embudo rojo y polvoriento, empeñándose en levantarle las faldas, en arrastrarla como a las hojas secas a lo largo del camino o subirla al hilo telegráfico, al copo de los árboles, zarandeándola sin cesar por ver si la golpeaban contra algún tronco seco o la echaban de bruces al fondo de algún barranco; ciega, abrumada por el polvo, en medio de la carretera, la infeliz niña no sabía cómo orientarse, cuando la buena mujer del chiquillo que horas antes se había detenido en el acequión, saliéndole al encuentro dentro de un matorral vecino, comenzó a llamarla, diciéndole:

--Venga, niña, que el sol le derrite los sesos,--y tomándola de la mano, la condujo por el matorral, donde su rapaz dormía sosegadamente echado sobre la cobija.

Con sus anchas manos, la caritativa labriega arreglaba las faldas a Josefina, ponía remedio en cuanto le era posible y decíale como para consolarla:

--Muy grande debe ser su pena, pero no se desviva, que toiticos tenemos nuestro penar y a toiticos parece el nuestro peor.

--¡Ay! –dijo la niña,-- mi pena es cual ninguna otra; si usted la conociera, vería que me sobra razón para enloquecer.

--Nadie, niña,-- observó la buena mujer--, ve el mal de otro sino con los ojos de la cara, y el propio con anteojos aumentativos.

--No miro así el mío, ni lo comparo con otro,-- objetó Josefina,--mi dolor es la misma muerte.

--Niña, niña, no llore, que se le secan las fuentes, y pésteme su atención, y añide mis referencias, pa que vea, como con el congelo que llevo dentro, me aguanto y me muero; que ansina se ejecuta con las penas que le descalabran a uno el alma. En los ranhos de Galipán me he criado, y si no pregunte por Colaza, pa que vea. Ahí mismo conocí a mi hombre, y he dao cinco frutos de mi seno, y uno no más queda, que los otros murieron de mosezuelo en naciendo y están allá arriba entre los coros de serafines. Naide más feliz que yo en mis días de felicidades: un hombre con mucha querencia pa mí y con mucha vergüenza que es lo primero pa que una mujer no pase trabajos(…) Pues bien , mi niña, aunque nada me faltaba, que tenía mi rancho y en su plan un jardín, de donde sacaba pa la venta el romero, la ruda, la albahaca, a ve4ces me creía desgraciada porque fulán tenía un burrico más que mi hombre, y su mujer quien lo ayudara a tender el pan o a rayar la yuca, que ansina nos ponen las comodidades. Pue cátate que un día, cuando estábamos lo más contentos, se presentaron los guerreros, primero los del monte, por sonsacarme el hombre, pues todos eran compadres, y en la misma noche llegaron los del gobierno, tumbando y capando y mi hombre ganó el monte, y estuvo huyendo mientras la guerra ardía. Desde entonces, de mal en peor, pasando loa mar negra hasta hoy. Ya en el rancho no quedan sino las cuatro topias del fogón, y en lo que cuaja el topocho en el conuco, ya lo estamos asando pa engañar la vida: que no hay tiempo pa más, que cuando una guerra se acaba otra comienza.

¿Qué le parece ahora mi niña? ¡qué feliz fuera yo, con la pocaza riqueza que tenía y mi hombre en casa!.

Oía Josefina la historia de Colaza, con muestras de sumo interés y cuando aquélla calló, díjole:

--¡Su mal es grande, pero el mío es un mal!... Y las mejillas de Josefina se llenaron de rubor en aquella confesión tácita de su amor.

--Grande debe ser la historia de su pena,--díjola Colaza,-- pues por encima se le conoce, como el asno la matadura aun con la enjalma a cuesta. Y si quiere que le diga más y no se ofenda, la niña puso los ojos muy abajo pa quien como ella todo lo tiene de sobra y es de buena cuna.

Como sobre ascuas se hallaba Josefina, sufriendo aquel rudo examen, pero al mismo tiempo sentía gran alivio al hablar de su pena; su corazón se desahogaba y se sentía como más liviana, como si le hubieran quitado un enorme peso de sobre el pecho. Así es que a las rudas observaciones de la labriega manifestó:

--Es verdad, pero le amo desde niña, le amo no sé por qué, porque le amo, Colaza, con todo el corazón. Todo se opone a nuestra dicha, lo sé. Y aunque mil años viviera, mil años le amaría. Y mis padres no lo permitirán jamás, antes con gusto amortajada me vería con cuatro luces por delante. ¡Y yo qué puedo hacer, amándole como le amo, sino morir de dolor!...

Y Colaza, con los ojos preñados de lágrimas, en tanto que se echaba sobre el hombro el dormido niño y se terciaba sobre las espaldas la capotera, cortó la triste plática diciendo:

--Vamos andando, criatura, que ahí está Petare agazapadito.

¡Caminaban la una al lado de la otra, como si de antaño fuesen dos buenas amigas!. Y acaso no lo eran ya cuando una misma causa las llevaba a la ciudad, a dejar, cada cual y a su modo, su gotita de miel en el vaso de retamas que apuraba aquel que en mirándolas en vez primera, hizo latir la noble entraña inusitadamente.

Cuando llegaron a la ciudad Josefina y Colaza, la recluta ya se hallaba en el tren que debía trasportarla a la ciudad de Caracas. Y entre el trapaleo de la muchedumbre, oíase mezclados a crueles sarcasmos, amargos sollozos, quejas y ayes, consolaciones, frases inolvidables, ingenuas promesas, tristes adioses, los cuales se iban en pos de los que se marchaban a la muerte en el verdor de sus años.

Rota, molida, estrujada, dando empellones a éstos, codazos a aquéllos, Josefina se abrió paso por entre la muchedumbre en solicitud de Paulo, por quien preguntaba en su ansiedad a todo el que hallaba a su paso, sin alcanzar razón alguna. Así iba de grupo en grupo, sin poder escapar a los dicharachos vulgares y soeces, con que la regalaban tanto los pisaverdes de la ciudad como los mocetones de los campos, cuando ella se les acercaba apenada y trémula, rogándoles la informaran sobre el paradero de Paulo, o al pasar junto a ellos, hecha una lástima, tambaleándose y quejumbrosa; pues estos al verla en ese mísero estado, tomábanla por una buhonera ambulante, y como a tal la requebraban y floreaban; cada cual con las flores de su cercado, por lo que ora le llovían clavellinas y miosotis, ora rudas y hongos de los fangales.

(…)

--¡Paulo, Paulo! –clamaba en su desesperación Josefina, yendo de un vagón a otro, cuando, ¡oh, dolor! Vio en el último de éstos a Paulo, como escondido entre dos compañeros tan taciturnos como él. Turbadora emoción sobrecogió a la enloquecida niña; en aquel instante creyó morir, el sol se eclipsó para ella, la tierra huyó de sus pies; en su aturdimiento, ora sonreía, ora se entristecía, en tanto que el rústico mozo la contemplaba con devoto embeleso, cual si de hinojos estuviera ante la venerada patrona de la aldea. Abismábanse unos ojos en otros, sus almas cándidas asomábanse a ellos, sus hermosas almas purificadas en el crisol del amor, albas como una hostia.

¡Roto fue el idilio…! Margaritas silvestres, plegad vuestros broches; sol-solas, lamentaos de jaral en jaral. Roto fue el idilio al emprender su marcha triunfante y majestuosa la locomotora, hacia la ciudad lejana, pues Josefina fue separada violentamente del ventanillo por el cual contemplaba a Paulo. ¡Oh! Entonces, en una rase condensó todas sus promesas, todas sus esperanzas –Paulo,--dijo,--Paulo ¡hazte General!

¡Extraño adiós…! Pero es lo cierto que Josefina, siempre cohibida, atormentada por el orgullo y vanidad de sus padres, como alarmada por el incesante progreso de su amor, ante el abismo que veían entre su amado y su casta, ante aquel imposible, se refugiaba en el alcázar de su fantasía, donde colmaba a su amado de todo aquello de que andaba escaso, y al mísero gañán trocaba en acaudalado señorejo o bien, reunían tal número de circunstancias que de un alba a otra, la garrocha del boyero, convertida en lanzón invencible, daba honra y fama a su dueño, el cual, en la apoteosis de su gloria, venía por ella, como la recompensa más grata a sus marciales proezas.

REFERENCIAS

Criollismo y modernismo. (2008) RENA Red Nacional Escolar. (Documento en línea). Disponible: http://www.rena.edu.ve/cuartaEtapa/literatura/ModerCriollismo.html.(Consulta: 23/08/11).
Díaz Seijas, P. (2006-2007). Literatura venezolana. (Documento en línea). Disponible: http://www.literaturadevenezuela.com/html/lv_luismanuelurbaneja.html (Consulta: 05/09/11)
Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (s.f) Venezuelatuya. Com. Disponible: http://www.venezuelatuya.com/biografias/achelpohl.htm. (Consulta: 23/08/11).
Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (s.f). Efemérides venezolanas. Disponible: http://www.efemeridesvenezolanas.com/html/urbaneja.htm. (Consulta: 23/08/11).
Vásquez, M. (2011. Marz, 11). En este país. Selección de capítulos. Las letras que queremos hoy (Blog). Disponible: http://mireyavasquez.blogspot.com/search/label/Luis%20Manuel%20Urbaneja%20Achelpohl. (Consulta: 23/08/11).

lunes, 12 de septiembre de 2011

NARRATIVA MODERNISTA: IDOLOS ROTOS DE MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ

ELMODERNISMO




El término modernismo que había designado cierta corriente heterodoxa de renovación religiosa se aplicó en el campo de las artes a unas tendencias europeas y americanas surgidas en los últimos veinte años, del s.XIX. Sus rasgos más comunes eran un marcado anticonformismo y unos esfuerzos de renovación opuestos a las tendencias vigentes. En su origen el “mote” de modernistas era lanzado con matiz despectivo por los enemigos de las novedades. Sin embargo hacia 1890 Rubén Darío y otros asumen con un insolente orgullo tal designación. A partir de entonces la palabra Modernismo irá perdiendo su valor peyorativo y se convertirá en un concepto fundamental de nuestra historia literaria.

El concepto Modernismo es un objeto de distintas interpretaciones, dos son sus posturas; la más estricta, considera al Modernismo como un movimiento literario bien definido que se desarrolla entre 1887 y 1915, cuya cima es Rubén Darío. A lo anterior se oponen quienes piensan que el Modernismo no es sólo un movimiento literario sino una época y una actitud. Intentando conciliar las dos posturas cabría definir el Modernismo literario como un movimiento de ruptura con la estética vigente que se inicia en torno a 1880 y cuyo desarrollo fundamental alcanza hasta la Primera Guerra Mundial. Tal ruptura se enlaza con la amplia crisis espiritual de fin de siglo. En ciertos aspectos su eco se percibe en movimiento o en corrientes posteriores. En las raíces del Modernismo hay un profundo desacuerdo con la civilización burguesa. Los autores modernistas manifiestan su disconformidad a través de un aislamiento aristocrático y de un refinamiento estético, ello va acompañado muchas veces por aptitudes inconformistas como la bohemia, el Dandysmo y diversas conductas asociales y amorales. Para concluir hay que decir que el Modernismo fue un ataque indirecto a la sociedad al presentarse como “una rebeldía de soñadores” o, según la fórmula de Octavio Paz, “una revelación ambigua”.

Ruén Darío


Este movimiento es considerado como el primero extra-continental, que tiene origen de este lado del Atlántico; aunque, no nació por generación espontánea y tuvo antecedentes en muchos de nuestros grandes poetas de finales de siglo XIX: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Juan Antonio Pérez Bonalde, José Asunción Silva, Julián del Casal, entre otros. Por otra Parte, es indudable que la mayor influencia acusada por el nuevo movimiento poético en Latinoamérica, proviene de la literatura francesa. Rubén Darío, el más caracterizado representante del modernismo en el continente, recogió el mensaje de poetas antecesores, como Leconte de Lisle, a quien en Azul, le dedica un soneto y más tarde en su libro Los Raros, traza su semblanza. Así mismo fue devoto de Baudelaire. León Dier, Sully Prudhomme, Mallarmé, Rimbaud. Históricamente, el modernismo es como una solución al momento de crisis que vive la poesía española del siglo XIX; fuera de Espronceda y Bécquer, de facetas geniales, cada uno a su manera, no se vislumbra en el dilatado siglo XIX español nada que significara renovación. Los siglos de oro parecían haber agotado las grandes fuentes de la lírica castellana; sin embargo, en otros países europeos, como Alemania, Italia, Francia e Inglaterra, cuando no gozaban de una plenitud social y política, la poesía alcanza momentos de verdadero esplendor.

En Venezuela, el modernismo llega con retraso y se asoma detrás de los escombros del romanticismo, que había señoreado durante casi un siglo en nuestro escenario literario. Por esto, un crítico como Jesús Semprum ha dicho que el modernismo es influencia de influencias. Esto es, sin abandonar la influencia elemental, tanto de los clásicos como de los románticos, el nuevo movimiento se emparenta con la búsqueda de los simbolistas, por una parte y de los parnasianos, por otra. Es posible, como han dicho algunos analistas del proceso literario hispanoamericano, que el modernismo haya sido el producto de la crisis generada por los excesos del romanticismo; esta crisis, sin duda se debió a la angustia del cambio, surgida a finales del siglo en la mente de la juventud dispuesta a rebelarse contra la caducidad del antiguo estado de cosas. Frente a los viejos métodos de dominación y de atraso, la desilusión de las generaciones, creaba una situación de sueño y de evasión, que tenía como meta la reforma del medio propio. Entre nosotros, los más importantes seguidores del movimiento modernista, fueron prosistas: pensadores y narradores, fundamentalmente. Bastaría mencionar a Pedro Emilio Coll, Santiago Key Ayala, Pedro César Domínici, Manuel Díaz Rodríguez y Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, los dos primeros ensayistas y los otros narradores. En poesía: Rufino Blanco Bombona, Carlos Borges, Arvelo Larriva y José Tadeo Arreaza Calatrava.

LA NARRATIVA MODERNISTA (1896 - 1916)

La prosa narrativa modernista es considerada como prolongación y rectificación del Romanticismo: prolonga y desarrolla la libertad de éste; pero también se opone a la despreocupada entrega a la inspiración, al olvido del trabajo creador del artista, causas de la degeneración y crisis final del movimiento romántico. La novela modernista se caracteriza por reducir al máximo el elemento argumental, por ser expresión de los sentimientos e ideas de un protagonista en cuya conciencia, al manifestarse, se define su mundo, y por utilizar un lenguaje que, al privilegiar la función expresiva, se orienta hacia lo lírico. La novela existe como extensión de un personaje cuyo mundo brota y se materializa como “novela de personaje” porque queda definida por éste.

La narrativa modernista es la culminación del la expresión del individualismo de fin de siglo a un grado máximo, cruzado de uno a otro extremo por una ola creciente de ideas, proyectos y realizaciones que hace al individuo, centro y razón de ser de todas las cosas, así en la filosofía como en la vida. Y ese individualismo, teñido de despreocupación, es lo que se vierte en la prosa narrativa, una prosa que a veces no cuenta nada, que se explaya en descripciones de lujos y bellezas y no trasciende, pues se diluye en un antipositivismo escéptico en aras de la valoración del conocimiento como muestra de museo, o bien, en un pesimismo o desidia de vivir o bien en un cosmopolitismo, como fuga de la realidad, fuga que se puede interpretar como oposición al modelo de vida impuesto. Ese deseo de evasión en la novela modernista se manifiesta a su vez por medio de temas que anteriormente no habían aparecido en la novela hispanoamericana, tales como el ocultismo o el esoterismo. Son novelas que describen paisajes urbanos, con una sublimación de la realidad histórica; dos son las vertientes experimentales del personaje de las novelas modernistas: la primera es la experimentación en su relación con la sociedad a través del erotismo, las drogas y la cultura y la segunda es más bien una relación consigo mismo, una introspección que es la del propio autor. El desarrollo de la narrativa modernista fue tan prodigiosa que estuvo determinada por una verdadera poética con reglas prefijadas que hizo de la escritura del cuento y la novela hispanoamericanas un verdadero arte que ha persistido hasta la actualidad.

La prosa modernista presenta dos variantes:

1. La prosa modernista estetizante o artística
2. La prosa modernista criollista (de carácter realista o naturalista)
La prosa modernista artística o estetizante

La narrativa estetizante surge cuando la prosa modernista se vio en aprietos al tratar de novelar los recursos de la poesía por el conflicto entre la frase bonita y el cuidado del desenvolvimiento de la acción. Un resultado de esto es el poema en prosa o prosa poética (que no halló su perfección sino hasta bien entrado el siglo XX); hubo quienes celebraron este nuevo género pero muchas veces nos encontramos con mutilaciones que quedaron en palabrería. Sin embargo, quienes encontraron una visión profunda, contribuyeron a la dignificación de la prosa castellana. Algunos estuvieron en ambos casos. Entre los estetizantes hay que decir que encontramos una gran mayoría de poetas dados a la narrativa y también encontramos autores de cuentos y novelas, pero, así como los románticos preferían a la novela, los modernistas preferían al cuento.

Esta variedad del Modernismo se interesa más que todo por explotar lo estético y lo artístico de la palabra, inspirándose sus autores en modelos europeos y siguiendo, al pie de la letra, las doctrinas y los conceptos esteticistas europeos de la larga tradición grecolatina. El discurso narrativizado y la focalización cero son los más apropiados para la finalidad descriptiva del Modernismo al trasponer, en el discurso, objetos de otras artes y crear así un lenguaje puramente estético, rítmico y musical. De las funciones del narrador sobresale la función expresiva que pone de manifiesto una total filiación hacia el esteticismo y la quintaesencia, con el fin de dotar, a la realidad descrita y a los personajes, de predicados remitentes a la belleza por la belleza misma tomados de las otras artes. La función ideológica es inherente a la expresiva, pues el autor, al decidirse por lo puramente estético, renuncia a lo que no lo es, y, por lo tanto, toma una actitud de rechazo ante lo feo y no artístico. La fábula es de carácter lineal, por lo tanto, los personajes no sufren ningún tipo de transformaciones, pues lo que interesa es la descripción de exquisitos ornamentos, formas y cosas, donde ellos también forman parte de esos objetos. En la narrativa modernista estetizante, la historia es un simple pretexto para poner en evidencia un derroche de fantasías artísticas y de sugestiones sensoriales.

Tras los primeros ensayos prosísticos modernistas, con la publicación de cuentos artísticos y preciosistas a la manera de los relatos de moda en Francia, muy pronto, también se manifestó la tentativa de llevar a la novela las novedades estetizantes de Modernismo, siguiendo, como modelos, las novelas de ciertos autores europeos como Wilde, Lorraine, Huysmann y D’Annunzio. En las novelas modernistas, la materia novelable está totalmente subordinada a los requerimientos de la prosa artística, y sobresale el tema europeo y no lo propiamente americano. Las novelas modernistas son, más bien, lentos poemas en prosa, cuajados de preocupaciones intelectualistas y de toda una elaborada retórica de lo exquisito y lo raro, es decir, un lujo de formas, de colores y sonidos, cuyos personajes, frecuentemente, reflejan el desdeñoso sentimiento de superioridad intelectual de sus autores: abúlicos, mal hallados con la realidad y llenos de sueños de belleza, enamorados de una armonía inalcanzable.

La prosa modernista criollista

De la fusión del realismo tradicional, ya renovado con la influencia del naturalismo y con el legado culto y esteticista de la corriente artística del modernisno, surge una fecunda y madura forma de narrar en Hispanoamérica que, en su origen, se puede designar con el nombre de narrativa modernista criollista.

La narrativa criollista encuentra sus recursos en el realismo y el naturalismo y se acercó a veces a la literatura poética del Modernismo, pero tomó su propio cauce hacia una descripción objetiva de la realidad. Volteó los ojos a las costumbres y paisajes de la región en donde el sujeto-contemplador se acerca al objeto-contemplado. La narrativa modernista criollista se interesa por mostrar la vida criolla, sus contrastes, sus conflictos, temas límites como: la lucha del hombre con la naturaleza, la lucha del hombre con los demás hombre y la lucha del hombre consigo mismo, todo ello, ya no como un mero inventario de hechos o como un álbum de cuadros de costumbres, sino como la materia de una obra cuya unidad final proviene de una concepción estética, la Modernista. En algunas narraciones predomina un realismo matizado con gustos por lo artístico y en otras la inclinación hacia un realismo agresivo y descarnado (naturalismo), pero en todas, en mayor o en menor grado, siempre la mezcla de las dos corrientes.


NARRATIVA MODERNISTA EN VENEZUELA

Características:

1. Presencia del exotismo, una visión amplia sobre el mundo. Ambiente refinado.
2. Personajes enfocados desde su mundo psicológico. Son de conducta enfermiza y sin ánimo de vivir.
3. El lenguaje del autor es literario y estilizado. El de los personajes es culto y refinado.
4. Presenta una actitud pesimista y negativa ante la realidad venezolana.

MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ


(Chacao-Estado Miranda, 28 de febrero de 1871 - Nueva York, 24 de agosto de 1927)

Manuel Díaz Rodríguez fue un escritor modernista venezolano y sus padres fueron Juan Díaz Chávez y Dolores Rodríguez, inmigrantes canarios llegados a Caracas en 1842. Su primer libro, Sensaciones de Viaje, fue publicado en París en 1896. Su triunfo como escritor va a ser inmediato ya que obtiene el premio de la Academia Venezolana de la Lengua. Cuando Díaz Rodríguez regresa a Venezuela se incorpora al grupo de intelectuales que se han agrupado en torno a las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis. Va a ser uno de los integrantes de la llamada Generación de 1898 en Venezuela al lado de Pedro Emilio Coll, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y César Zumeta. Los primeros años de su vida como escritor son bastante fecundos, pues en 1897 publica Confidencias de Psiquis, con prólogo de Pedro Emilio Coll, y en 1898 publica De mis Romerías. En 1899 contrae matrimonio con Graciela Calcaño, hija del escritor Eduardo Calcaño, y regresa a París. Este mismo año publica Cuentos de Color, nueve narraciones que tienen el nombre de un color determinado el cual asociado con un estado del alma constituye la atmósfera de cada cuento.

Regresa a Venezuela en 1901. En ese momento se ha apartado de la medicina y se dedica por completo a escribir. Publica su primera novela, Ídolos rotos, que es un cuestionamiento del estado social, político y cultural que se vivió en Venezuela en la época de Cipriano Castro, a quien se opone abiertamente. Al año siguiente publica su segunda novela, Sangre Patricia, en la que plantea el tema de la Guerra Civil. Con ella culmina lo que algunos críticos consideran la primera y la mejor etapa de la obra de Díaz Rodríguez. Tras la muerte de su padre se refugia en la hacienda para evitar la bancarrota. Va a comenzar para él un largo retiro de casi siete años en medio de un silencio literario absoluto pero donde observa la vida de los labriegos, acumulando vivencias para una novela que escribirá años más tarde, Peregrina o El Pozo Encantado.

En 1908 llega al poder Juan Vicente Gómez. Díaz Rodríguez se convierte en su colaborador y da comienzo a su trayectoria política. Durante diecisiete años ocupa diferentes altos cargos en la administración de Gómez, como vicerrector de la Universidad Central de Venezuela, director de Instrucción y Bellas artes (1913), Ministro de Relaciones Exteriores (1914), Senador por el Estado Bolívar (1915), Ministro de Fomento (1916), Presidente del estado Nueva Esparta (1925) y Presidente del Estado Sucre (1926). En 1910 publica Camino de Perfección que es un ensayo sobre la vanidad y el orgullo, en 1918 Sermones Líricos y en 1926 Peregrina. El mismo año pasa a ser miembro de la Academia Nacional de la Historia. Víctima de una grave enfermedad de la garganta, Manuel Díaz Rodríguez se traslada a Nueva York en mayo de 1927 en donde muere el 24 de agosto.

Su obra literaria
• La primera obra literaria de Manuel Díaz Rodríguez es Sensaciones de Viajes (1896). Para entonces, Díaz Rodríguez no es más que un joven médico, desconocido en los medios de la literatura patria. Por el estilo, el buen gusto demostrado por el escritor, su cultura, bien pronto le van a ganar crédito para su brillante porvenir. Hasta los académicos estuvieron de acuerdo en que Díaz Rodríguez entraba con paso firme a la literatura venezolana y premiaron su obra primigenia. Sensaciones de Viajes es un libro lleno de bellezas, inspirado en el pasado artístico de Italia, en sus paisajes, en sus gentes, que el autor supo querer y admirar durante toda su vida.

• Otra obra de impresiones de viaje, obligación de los escritores del 900, es De Mis Romerías, publicada dos años después de haber aparecido Sensaciones de Viajes.

Confidencias de Psiquis (1897) se compone de cuadros, con ciertas características que se acercan a las de la novela. En él la constante es la del amor sensual.

Cuentos de Color (1899). La ola del modernismo se impone hasta en la misma denominación de los cuentos. Pero, sin duda, estos cuentos preparan el camino al escritor hacia la novela. En ellos hay buenas incursiones psicológicas a través de esbozos de personajes, y se pone de relieve, una vez más, el delicado estilo del escritor. Nueve son los cuentos que componen el volumen. Entre ellos sobresalen "El Cuento Blanco" y "El Cuento Gris". En Cuento Blanco asoma de nuevo la nostalgia italiana. El recuerdo del Mediterráneo inspira esa bella historia, matizada de suaves tonalidades, impregnada de una delicadeza y una candidez infantiles.

Ídolos Rotos, escrita durante los últimos años vividos en París, provocó variados y airados comentarios en los círculos literarios venezolanos. La novela en sí no es más que el contraste que ofrece al artista, a sus anhelos de superación y refinamiento, un medio inculto como el nuestro. Alberto Soria, el protagonista, es un escultor lleno de pesimismo con respecto a nuestro porvenir. Este pesimismo lo lleva a detestar su patria. Por eso exclama: «Y yo nunca realizaré mi ideal en este país. Nunca podrá vivir mi ideal en mi patria. ¡Mi patria! ¡Mi país! ¿Acaso éste es mi país?». En la novela también aparece el bosquejo de un adulterio entre Alberto y Teresa Farías, y finaliza con una tremenda sátira, tanto de carácter político como social, contra la Caracas de la época. Los personajes de esta novela de Díaz Rodríguez están alimentados por un afán cosmopolita muy pronunciado, en los que los problemas de su país se resuelven con el olvido y con el viaje a Europa. Finis Patrie es como el epílogo del vencido Alberto Soria en la obra; por todo esto, Ídolos Rotos ha sido considerada en la novelística venezolana como una de las importantes novelas pesimistas de principios de siglo. Y a ello se debe que críticas como Gonzalo Picón Febres, Julio Planchart y Mariano Picón Salas le hayan impugnado en cierta forma, exigiendo al novelista más calor nacional, mayor entereza en sus personajes para enfrentarse a nuestras situaciones políticas y sociales, tenidas como obstáculos en Ídolos Rotos, ante los ideales de Alberto Soria.

Sangre Patricia. En esta novela se refleja el rico mundo del continente suramericano en la literatura; para el momento de la aparición de la novela, este tema no había sido explorado en forma alguna. En Sangre Patricia, el color verde es como símbolo de la locura. Tulio Arcos, el protagonista, después de la muerte de Belén, su amada, que tenía los ojos verdes, cree ver en todo, o en el mar que se tragó el cuerpo o los ojos verdes que constituyen como la obsesión de toda su vida. Raro sueño de artista es la figura deslumbrante de Belén: «Aquella novia que mostraba en su belleza algo del color, un poco de sal y mucho del misterio de los mares. Bien se podía ver en su abundante y ensortijada cabellera la obra de muchas Nereidas artistas que tejiendo y trenzando un alga, reluciente como las sedas y reluciente como la endrina, encantaron el ocio de las bahías y las grutas; al milagro de su carne parecían haber asistido el alma de la espuma y el alma de la perla abrazadas hasta fundirse en la sangre de los más pálidos corales rosas; y sus ojos verdes eran como minúsculos remansos limpísimos, cuajados de sueños, en una costa virgen toda llena de camelias blancas». Como toda la obra de Díaz Rodríguez, hay que destacar el valor artístico de esta novela. En ella el novelista acude a símbolos estéticos y psicológicos que le colocan entre los precursores de una novelística de verdadero ámbito universal en América.

Camino de Perfección. En este texto, Díaz Rodríguez pasa de creador en el arte a teórico del arte, al exponer con claridad e impecable estilo su credo estético.

Sermones Líricos, compuesto por discursos, apostillas y notas.

Peregrina o el Pozo Encantado publicada en 1922 y en cuyo subtítulo, el escritor explica que se trata de una novela de rústicos del valle de Caracas. La trama de la novela es por demás sencilla y elemental, Dos hermanos, Bruno y Amaro, están enamorados de una misma muchacha, Peregrina. Bruno es un tipo alegre, nervioso; Amaro, no es correspondido por Peregrina. Pero Bruno, en busca de otras aventuras amorosas, se va alejando paulatinamente de Peregrina. Esta descubre que ha quedado embarazada de Bruno y muchos amigos intervienen para que el joven vuelva hacia ella y se case. Sin embargo, todo resulta inútil. Amaro es de los que ruega con mayor vehemencia a su hermano que no destruya el honor de Peregrina, y ante la contestación negativa de Bruno, está a punto de matarlo. En medio de todos estos contratiempos, Peregrina trata de suicidarse, lanzándose a las turbulentas aguas de una creciente. Amaro la salva. Bruno vuelve a su lado. Pero la muchacha muere. En la frescura del valle florecen los cafetales y los araguaneyes diademados de oro. La lluvia entona su fina canción en los atardeceres; en los barbechos, la semilla se hincha de esperanza; en el azul de la montaña se proyectan la alegría y la riqueza de la región. Peregrina es realmente como un poema a esa naturaleza soberbia, hermosa que rodea al valle de Caracas.

IDOLOS ROTOS

Ídolos rotos fue publicada en 1901 y está considerada como una de las novelas más pesimistas que se hayan escrito en Venezuela, ya que la vida caraqueña es presentada en sus aspectos social, político y cultural con una actitud derrotista, en donde se renuncia a toda posibilidad de salvación. El tema central de la novela es el fracaso del personaje Alberto Soria en su afán de imponer en Venezuela sus ideales de artista en medio de una imagen de la decadencia total del país. En la novela se señalan los diferentes problemas de la sociedad por medio de sus personajes, bien definidos: Alberto Soria, el artista incomprendido; Teresa Faría, la mujer adúltera; el general Galindo, el político oportunista; Emazábel, el luchador social.

Estructura y síntesis argumental

Desde el punto de vista formal la novela está estructurada en cuatro partes y quince capítulos.

• La primera parte comienza con la llegada después de cinco años de ausencia de Alberto Soria quien regresa de París, llamado urgentemente motivado a la repentina gravedad de su padre, Don Pancho Soria. Alberto Soria desde el comienzo de la novela se perfila como un personaje hipersensible, con una conducta enfermiza y cambiante, desarraigado del país y poco conocedor de los problemas del mismo. Había ido a Europa a estudiar ingeniería, pero una vez en París abandona los estudios y se hace escultor. En su primer contacto con Caracas manifiesta su choque con el medio, se siente inadaptado e inconforme, le molesta el sucio de las calles y el pésimo gusto arquitectónico que priva en la ciudad. Por boca de Rosa y Pedro, sus hermanos, se va dando cuenta de la mediocridad reinante y de la infelicidad en que se desenvuelve el hogar paterno.

• En la segunda parte de la novela comienza a cumplirse en el personaje Alberto Soria el proceso de desadaptación total con el ambiente venezolano. Primero en la familia, ya que su padre le confiesa su infelicidad por no haber logrado sus aspiraciones en sus hijos. Después se entera del drama de su hermana Rosa, casada con Uribe, quien es de baja condición humana, amigo del juego y los engaños; y se da cuenta de la pobre personalidad de su hermano Pedro, quien se mueve de acuerdo a los vaivenes de la política. El clímax de la crisis llega cuando Alberto descubre que en Venezuela se duda de su condición de artista, por lo que decide transformarse en un verdadero creador, pero vacila y se ve asaltado por temores y dudas. Poco a poco se va aislando de la gente hasta que se reúne únicamente con intelectuales inconformes que piensan como él, con quienes forma un círculo de reacción contra el ambiente de la época.

• En la tercera parte el personaje presenta un aparente cambio de conducta, debido al amor por María Almeida. Todo hace pensar en un cambio de actitud ya que Alberto intensifica su actividad como escultor y concluye una Venus Criolla que no lo satisface completamente. Aún así, monta una exposición en un café cercano a la Plaza Bolívar de Caracas, sin lograr éxito alguno. De pronto Alberto Soria sufre un cambio inexplicable en relación al amor que siente por María Almeida y pasa por extraños estados de ánimo, debido a celos infundados, productos de su imaginación. La tercera parte de la novela se cierra con la muerte del padre de Alberto.

• La cuarta parte de la novela presenta la narración del comienzo y evolución de los amores entre Alberto Soria y Teresa Farías, mujer adúltera de extraña personalidad. Alberto comienza a hacer una escultura de su amante, pero pronto es descubierto por su novia y su hermana. De pronto estalla una nueva guerra civil que sume al país en la anarquía. Al triunfar la revolución el país cae en manos del populacho y la soldadesca; Alberto se dirige a la Escuela de Bellas Artes, convertida en cuartel, y contempla sus obras mutiladas y profanadas por los soldados. En entonces cuando renuncia a todo y decide emigrar para poner a salvo su ideal de belleza.

SELECCIÓN DE CAPÍTULOS


PRIMERA PARTE
I

Mil emociones, a cual más intensa, le traían vibrando desde el alba: unas tristes, otras alegres, luchaban todas entre sí, pero sin alcanzar ninguna el predominio. De aquí cierta confusión, cierta perplejidad risueña, estado semejante al del éxtasis, o mejor al estado de alma de quien empieza a despertarse y duerme todavía, cuya conciencia en parte responde a los reclamos de la vida real, en parte se recoge, obstinada y feliz, bajo las últimas caricias de un sueño.

Alberto Soria volvía a la patria después de cinco años de ausencia. Cuando vio la tierra muy cerca, todas las memorias de sus niñez y juventud, hasta aquel instante confundidas con muchas cosas exóticas, recobraron su primitiva frescura; y desde la cubierta del buque se dio a reconocer, al través de esas memorias, la costa y los grises peñascos de la playa, las colinas áridas medio sumergidas en el mar, los verdes cocales y las casas del puerto, agazapadas las unas al pie del monte que sigue la curva costanera, desparramadas las otras por la misma falda del monte, cuesta arriba. A medida que se acercaba a la tierra y más claramente distinguía los objetos unos de otros, con más vigor el pasado revivía en su alma. Casas, árboles, peñascos y algunos lugares muy conocidos de él evocaban en su espíritu un enjambre de recuerdos. Ya en tierra, después de haber caído en brazos del hermano que le esperaba en el muelle, siguió viendo hombres y cosas a través de los recuerdos, con sus ojos de cinco años atrás, no habituados al llanto, a la sombra, ni al dolor, sino hechos a la sonrisa, a la franca alegría de vivir, a las formas vestidas de belleza y a la belleza vestida de luces. De pronto se halló pensando en los últimos años de su vida como en un sueño, cuya vaga y esplendorosa fantasmagoría estaba a punto de apagarse.

Ya el cambio de aspecto de ciertas cosas le recordaba su larga ausencia, ya la intacta fisonomía antigua de otras cosas representábale con tanta viveza el pasado, que le parecía no haber vivido jamás ausente de la tierruca.

Así en esa ambigüedad oscilante de vigilia y de sueño estaba todavía, horas después de haber saltado a tierra, en un vagón del tren que le llevaba a la capital. Sentado contra un ventanillo del vagón, a la derecha, se asomaba de tiempo en tiempo a ver el paisaje, y se complacía en admirar sus pormenores, cuando antes esos mismos pormenores no le llamaban la atención, o le causaban hastío de verlos con frecuencia. Si quitaba los ojos del paisaje, los ponía en el hermano sentado junto a él, y entonces los dos hermanos se consideraban mutuamente con una mezcla de curiosidad y ternura. Desde que se abrazaron en el muelle, a cada instante se miraban y sonreían. Era tal vez la sorpresa de encontrarse cambiados, al menos por de fuera, lo que llamaba a sus labios la sonrisa, pues para entrambos el tiempo había volado, y ninguno de los dos estaba apercibido a encontrar mudanzas en el otro. Para Alberto, en especial, era muy grande la sorpresa. A su partida, el hermano, cinco años menor que él, era apenas un adolescente: el cuerpo desmirriado, el rostro sin asomos de barba y de expresión melancólica y mustia. Su madre, enferma cuando le dio a la vida, murió meses después, y en esta circunstancia veían todos el por qué de su aire pálido y marchito. Ahora aparecía transformado de un todo: de chico melancólico y frágil se había cambiado en mozo gallardo y fuerte. No conservaba de su antigua expresión enfermiza sino una como sombra de cansancio alrededor de los ojos. Aparte ese tenue rastro de su antigua endeblez, toda su persona, vestida con elegancia, y hasta con un poco de amaneramiento, respiraba la satisfacción de quien está bien hallado con el mundo y empapa el ser, alma y cuerpo, en todas las fuentes de la vida.

Si no con igual sorpresa, Pedro observaba al hermano con mayor curiosidad, como si esperase descubrir en éste algo maravilloso traído de muy lejos. Y los dos hermanos hablaban de muchas cosas, pero si orden ni coherencia, cayendo de vez en cuando en silencios profundos. La misma abundancia de lo que deseaban decirse, repartiendo al infinito su atención, sellaba sus labios. Además de eso los preocupaba, haciéndoles enmudecer, el temor de rozarse con un punto sensible, sobre el cual ninguno de los dos quería decir nada, esperando cada uno que empezase el otro.

El tren había dejado la costa y subía, simulando amplias ondulaciones de serpiente, por los flacos de la sierra. Lejos, a la derecha, se divisaban los últimos cocales, la playa y su orla de espumas, el mar y el distante horizonte marino, cerrado por espesos cortinajes de nieblas. Enfrente y a la izquierda no se veían sino cumbres, laderas y hondonadas. A la vuelta del camino desaparecieron el mar, la playa y los cocoteros, para minutos más tarde reaparecer, y continuar así, apareciendo y desapareciendo, según el capricho de la ondulosa vía férrea. A medida que el tren se internaba en la serranía, más imponente y monótono era el paisaje. A un lado, la cuesta pedregosa del cerro; al otro lado, el barranco, en ciertos lugares profundísimo; por todas partes rocas negruzcas y tierra árida, color de ocre, de tonos amarillentos y rosados, a trechos cubierta de raros manchones de verdura. Algunas quiebras, merced a ocultos hilos de agua, provenientes de la cumbre, lucían una vegetación lozana y rica; pero todas las demás, no humedecidas nunca, o sólo muy de tarde en tarde, por el agua del cielo, criaban maleza ardida del sol, rastrera y pobre. Por la orilla del barranco se sucedían los cactos de grandes pencas espinosas, en el extremo de algunas de las cuales resaltaba el higo rojo y áspero, semejando viva púrpura cuajada en los labios de una herida, o inmenso rubí oscuro, casi negro. Y a lo lejos, muy cerca de las cimas, de cuando en cuando aparecían, fuertes y nobles habitantes de la altura, los araguaneyes en flor, interrumpiendo con sus regios mantos de estrellas de oro la uniformidad gris de los breñales.

Soria contemplaba el paisaje, recogiendo sus líneas salientes y sus colores más vivos con ojos expertos, habituados a percibir en todas partes y en todas partes recoger los rasgos dispersos e infinitos de la multiforme belleza. Pero su atención la distrajo Pedro, quien, primero titubeando, luego en tono resuelto, dijo como siguiendo una conversación interrumpida:

--Pues “el viejo”, como ya te he dicho, está malo, muy malo. Los médicos no le conceden mucho tiempo de vida. Según ellos afirman, difícilmente resistirá a un nuevo acceso. El último acceso le dio hace unos quince días, y no he visto nada más espantoso. Desde entonces en casa vivimos en perpetua zozobra, temiendo cada día lo que puede traer el día venidero. Afortunadamente, Rosa es toda firmeza y valor, y equivale a muchas enfermeras juntas. Cualquiera otra se habría rendido al cansancio, pues tarea de sobra tiene con su marido y papá.

--¿Su marido? ¿Y Uribe también está enfermo?

--Siempre. Ya de esto, ya de aquello, siempre se queja de algo. Y aunque tiene aspecto descalabrado y enfermizo, y vive consultando a los médicos, hasta ahora no sé a punto fijo qué enfermedad es la suya.

Por el alma del recién llegado pasó como un relámpago de alegría perversa. Era su venganza. Se vengaba de la tristeza abrumadora y sin motivo, de su dolor sutil e indefinible, suerte de celos malsanos prendidos en su alma como un germen de amarguras cuando recibió en Europa la noticia del proyectado matrimonio de Rosa Amelia. Esta, a propósito de su casamiento, le escribió unas cuantas líneas, las cuales, a pesar de su tono cariñoso, no bastaron para sofocar en el ánimo de Alberto Soria el grito de un extraño despecho. Alberto se creyó ofendido en su amor a la hermana, como traidoramente despojado de un bien precioso, y desde esa época, sin él mismo saberlo, tuvo celos del intruso, y guardó a la hermana un resentimiento vivo.

Pero inmediatamente después de haberse alegrado se avergonzó de su alegría, y sobre todo se avergonzó de no haberse entristecido mucho al conocer el estado lastimoso del padre. Su semi-indiferencia le repugnó, y turbado, como el reo capaz de comprender su falta, quiso distraerse volviendo los ojos al adusto panorama de la sierra.

Por el fondo del barranco y por la escueta ladera del monte empezaron a correr sombras de nubes, y finas gotas de agua cayeron, mojando la cara de Alberto Soria, asomado al ventanillo. Hacia atrás, hacia el mar ya invisible, el paisaje seguía, inundado de luz; y en ese espectáculo de lluvia y sol a un tiempo. Alberto vio la imagen fiel de su alma, comparable en aquel segundo a un rostro enigmático y misterioso que de un lado sonriera y del lado opuesto llorase.

La lluvia cesó, y deshecho el nublado, reinó de nuevo en toda la extensión del paisaje la claridad fastuosa del sol, apenas interrumpida por la breve noche de los túneles. Alberto Soria observaba de nuevo las cuestas, la gualda túnica de los araguaneyes floridos, las colinas color de ocre, bajas, casi desnudas, en algunos puntos revestidas de mogotes escuálidos, tales como dispersos mechones de cabellos lacios en una calva incompleta. Ya se distraía siguiendo sobre las piedras del monte un grupo de raíces trepadoras, enlazadas como serpientes; ya se regocijaba a la vista de un peñasco en forma de cono, de vértices coronado por un solo árbol abierto sobre el peñasco, a la manera de gracioso parasol de China. Y de todas estas cosas y de los matices de estas cosas se exhalaba para el viajero como una esencia, como un espíritu, un ideal de belleza fuerte y salvaje.

Por segunda vez la atención de Alberto fue distraída hacia el interior del coche; pero entonces no fue la voz de su hermano, sino la voz de una mujer la que rompió su éxtasis contemplativo. En el mismo vagón, enfrente de Soria, conversaban dos pasajeros: un hombre como de treinta y ocho años, alto, seco, de ojos grandes, brincones y frente prolongada por una calvicie prematura, y una mujer bastante joven, rubia, de labios rojos, frescos, sensuales, lujosamente vestida y sentada entre una multitud de cachivaches: abanicos, abrigos y cajas de cartón de varios estilos y dimensiones. En el hombre, Alberto reconoció un vago de buena familia, un elegante de profesión, antiguo héroe de salones y clubs, y en la mujer a una vendedora de caricias, antaño muy a la moda en la capital, por cuyos paseos y calles arrastraba, como nuncios de un impudor, trajes llamativos y escandalosos. El veterano de salones y clubs hablaba lenta y reposadamente, como persona de pro, en tanto que su interlocutora lo hacía con bruscos aspavientos descompasados. De su conversación nada llegaba a los demás viajeros, apagadas como eran las voces por el ruido del tren en marcha. Pero el tren se detuvo en una estación, y entonces Alberto oyó a la mujer decir de modo claro y distinto:

--¿Y qué me dices de Mario Burgos? Me han asegurado que tiene amores con Teresa Farías. Como Teresa Farías antes de casarse con Julio Esquivel fue novia de Mario…

Y la mujer acabó ahogando un refrán grosero en una carcajada cínica y ruidosa. El héroe de salones y clubs murmuró algo con voz imperceptible, y vio después a los demás viajeros, como temeroso y avergonzado de que hubiesen oído las palabras de su compañera de viaje.

Alberto, al oírlas, volvió los ojos como asombrados e interrogadores al rostro del hermano, el cual se limitó a responder con una sonrisa de significación incierta. Aunque no mera amigo de ninguna de ellas, Alberto conocía a las personas cuyos nombres acababa de escuchar, y tal vez por eso le impresionaron hondamente las palabras malévolas de la errante vendedora de caricias. Después de llenarle de asombro mezclado con un poco de indignación, esas palabras desviaron el rumbo de sus pensamientos. Desviaron sus pensamientos hacia el país lejano, hacia la distante ciudad europea de donde él venía.

Abstraído en la rememoración de cosas lejanas, para él desaparecieron las cosas al través de las cuales iba el tren, puesto en marcha de nuevo; no vio cómo el paisaje cambiaba poco a poco, sucediendo a las altas cumbres colinas humildes, y a los enormes despeñaderos quiebras nada profundas. Por último, a la derecha de la vía surgió una hilera de sauces, de follaje amarillento y pobre, y a poco se divisaron a lo lejos, como avanzada de la ciudad, ya muy próxima, algunas casas caprichosamente esparcidas. Como tantos viajeros que, al llegar al término, se complacen en recordar su punto de partida, Alberto evocaba con lucidez maravillosa la ciudad europea abandonada por él quizás para siempre. Los recuerdos de los últimos días vividos en esa ciudad fueron pasando por su memoria deslumbrada; pero uno solo de esos recuerdos triunfó al cabo de la esplendidez y la fuerza de los otros. En los largos mediodías y en las tristes noches de a bordo, en alta mar, le había perseguido sin tregua. Y ahora, cuando tal vez iba a extinguirse completamente, se lo representaba doloroso y bello como nunca. Era el recuerdo de un adiós todo besos y lágrimas. Era la visión de un cuerpo de mujer, lleno de temblores, enlazado a su cuerpo; la visión de unos ojos rebosantes de lágrimas, inclinados sobre sus ojos, húmedos de llorar; la visión de unos labios tendidos hacia sus labios en demanda del último beso; la visión radiante de una hermosa cabellera rubia, llamarada de sol cuajada en finísimas hebras áureas, caída, durante los espasmos del dolor, en cascadas de trenzas y lluvia de rizos alrededor de dos frentes, hasta vestir de suave seda y perfume las mejillas de dos rostros, hasta ocultar a la vez dos cabezas, cubriéndolas y amparándolas con toda su magia de luz y de oro, como una tienda real, perfumada y rica, protectora del amor de dos novios augustos.

IV

El médico de la familia, un doctor Fuentes, que a su redondez de figura y a su gravedad sentenciosa de voz debía cerca de las cuatro quintas partes de su reputación y clientela, había dicho con tono solemne y afectado:

--Me parece caso concluido… caso concluido. Sólo un milagro puede hacer que ese corazón triunfe. Sus fibras débiles, degeneradas, no reaccionan ya sino muy difícilmente a los tónicos más poderosos. Cafeína, esparteína, trinitrina y demás remedios análogos, administrados al enfermo, obran como si los tirásemos al aire. Para mí, el desenlace final es inminente.

Y como sucede, cuando todos yerran, los médicos estuvieron acordes. Emazábel mismo, aún con su prestigio de médico y recién llegado de París, halló justas las palabras de Fuentes, y agregó que, a lo sumo, podría establecerse un estado de asistolia crónica, de ningún modo perdurable.

Pero, contra los pesimistas pronósticos de los médicos, la disnea angustiosa de don Pancho comenzó a desaparecer poco a poco, su pulso a readquirir su antigua regularidad y firmeza, y todo su cuerpo a deshincharse, con tanta rapidez, que en donde estaba distendida con exceso, como en las piernas lo estaba, la piel quedó formando arrugas enormes. De la posición molesta que en la cama tenía, la cabeza y el tronco sobre un alto rimero de almohadas, pasó don Pancho a sentarse de tiempo en tiempo en una silla del dormitorio, y luego a pasear por éste, charlando a la vez con los que iban a visitarle y entreteniéndose al principio en animar su charla con desahogos de buen humor, el fácil buen humor de quien después de verse a dos dedos de la tumba, se ve con salud más o menos perfecta y saborea la vida, golosamente, como un regalo.

Un tanto sorprendidos, los médicos no dejaron de sostener su pronóstico. Emazábel aconsejó a Alberto no fiarse mucho de aquella inesperada mejoría.

--Nada tan común en los enfermos del corazón como los golpes traicioneros. Sobre todo en las enfermedades aórticas, aún entre las mejores apariencias, puede sobrevenir la muerte súbita, aventando con un soplo todas las esperanzas.

Pero Alberto, si bien oía con mucha atención y aparentaba acatar los prudentes avisos de Emazábel, en realidad no hacía de ellos caso ninguno. No quería indagar si era fundado o no el temor de los médicos: bastábale ver la mejoría indiscutible de su padre. Y ésta, para él, era como un acto de clemencia para el alma de un condenado a la tortura. Lo libertaba de una preocupación fija y dolorosa. Varias veces en el curso de su viaje, al regreso de París, pensó con espanto si no hallaría al padre muerto o moribundo. Y al pensar de ese modo, se consideraba como reo de un crimen inútil, de un crimen sin remisión, el crimen de estar ausente, muy lejos, en la paz y la dicha, mientras el padre agonizaba. A la mano tenía mil excusas fáciles, atenuadoras de su crimen, pero a pesar de ellas le quedaba siempre en el alma algo así como la anticipada amargura de un remordimiento.

La mejoría del padre, además de adormecer y disipar sus escrúpulos, permitióle dejar el encierro, ya muy largo, y recorrer la ciudad ansioso de ver los cambios efectuados en el aspecto de la población, en los rostros de conocidos y de amigos, u en la belleza de las mujeres antiguamente admiradas. Quería también verificar las malas predicciones de algunos amigos. Estos, desde que él llegó, no cesaban de anunciarle decepciones, enojos, desagrados de toda especie. El mismo día de su llegada, en la estación del ferrocarril, dos o tres de los que fueron sus camaradas en Europa y habían regresado antes que él, dieron principio a sus malos anuncios, diciéndole cosas disparatadas, dejándole adivinar contrariedades y tristezas, alegrándose de su vuelta con palabras y frases ambiguas, entre serias y burlonas, que desconcertaron a Alberto por el tono zumbón y maleante.

Alberto se dio a saborear las dulzuras de la vuelta. Recordó, entonces, comprendiendo por vez primera su hondo sentido, las palabras de un autor admirado: Se parte únicamente para volver. Mucho del goce de un viaje está en el regreso. Y se explicaba la inquietud de ciertas almas que, en un ir y venir alternado y continuo, se procuran a cada paso el dolor de la partida y el placer del retorno, hasta hacer de la propia existencia una sola voluptuosidad triste.

Su primera salida la hizo una mañana, pero no más caminó doscientos metros, cuando volvió atrás los pasos. Al verlo tan pronto de vuelta, su hermana le preguntó si había olvidado alguna cosa.

--No, no he olvidado nada. Es que… Por la tarde saldré.

Pero no dijo la causa de su retroceso brusco. Sólo interiormente pensaba: “Parece una artimaña diabólica. Un pormenor tan baladí ¿cómo ha podido causarme una impresión tan viva, un desagrado tan profundo?. Si Emazábel llegara a saberlo, ya tendría para un buen rato de broma. Y no sólo Emazábel: cualquiera otro hallaría mi desagrado muy ridículo”. Y pensando así, Alberto se representaba su breve paseo. A lo sumo unos doscientos pasos: la calle angosta, sucia, a un lado casi desierta y abrasada de sol; al otro lado, en sombra, algunos transeúntes; por la calzada, a trechos limpia, a trechos inmunda, un coche a todo correr y un carro lento, saltante y chillón. En el trayecto, el recién llegado se complace en darse cuenta de que está pisando la calle, que. De lejos, con la imaginación, había recorrido a menudo, y, aunque no desagradablemente, lo marea y lo turba cierto contraste repentino entre lo que ve y lo que él esperaba ver, porque la ausencia había en él poco a poco borrado la memoria de las proporciones: en su recuerdo no eran las calles tan estrechas, ni tan bajos los edificios. Por último, al término del corto paseo, otra calle, la calle del Carnaval, aun más desaseada: en las aceras, transeúntes más numerosos, y calle abajo, el flemático y torpe avanzar de dos jamelgos flaquísimos, un tranvía de ruedas grandes y caja diminuta, como caja de muñecos y de soldados de plomo. El tranvía, adelante, el cochero con el pie en el estribo, el otro pie en la plataforma, y las riendas, como al descuido, en las manos; dentro del carro, una mujer y tres hombres; en la plataforma trasera, el conductor, con la gorra tirada sobre la nuca, los labios dispuestos al silbido, estira el brazo derecho negligentemente por entre dos de los pasajeros a presentar a uno de estos el billete del tranvía. Y sin cuidarse de si el pasajero ve o no el ademán y tomo o no la boleta, como si para él nada de eso tuviera importancia ninguna, silba muy orondo y clava los ojos en el rítmico andar provocador de una chicuela que pasa.

Fuera de eso, nada recordaba de su corto paseo, nada por lo menos bastante a justificar su desagrado, su tristeza, aquel dolor abierto de súbito en su alma como la rosa de una herida. Pero pronto olvidó su disgusto, ocupándose en abrir y vaciar dos cajas enormes de su equipaje, todavía cerradas, llenas la una de libros, la otra de objetos de arte, casi todos regalos de sus camaradas artistas. Pedro le ayudaba, riendo y parloteando muy contento con satisfacer al fin su curiosidad imperiosa. Con porfía pueril, su curiosidad no había hecho sino rodar alrededor de aquellas dos cajas, midiéndolas con los ojos, calculando su peso, contemplándolas, acariciándolas tenazmente como a dos mudas esfinges a las cuales pretendieses arrancar un secreto delicioso y extraño. Mientras desclavaba las maderas, rompían el zinc y echaban a un lado en desorden la paja y los papeles de rellenar, el buen humor y la charla de Pedro aumentaban, desbordándose en exclamaciones de asombro ingenuo y exagerado, como asombro de niño. De los libros llamaron la atención de Pedro algunos ya célebres que él no conocía aún, y otros, conocidos o no de él, pero de edición atrayente, lujosa y rara.

(…)

Después de los libros fueron los demás objetos, los regalos que traía Alberto a los de la casa y los que le habían hecho a él sus amigos en Europa: el bibelot raro, las curiosidades de pueblos y países remotos, y cuanto exornaba su taller y su habitación parisienses. De cada una de esas cosas parecía fluir una ola de remembranzas. Alberto ebrio de memorias, hablaba, hablaba, hablaba, y el rumor de su voz acrecía la dulce embriaguez de sus recuerdos. A cada paso decía un nombre, y al nombre seguía un retrato o una caricatura, y la historia alegre o triste de una noche, de una tarde o de una hora de su vida de estudiante y artista, de paseante vagabundo y trabajador, perseguido y torturado por la obsesión de la obra. Y el entusiasmo de Alberto se comunicaba fácilmente al hermano porque se trataba de París, el fascinador señuelo de todas las almas jóvenes, y Pedro creía adivinas, alcanzar y poseer la luz, el amor y el perfume de Paris a través de los labios fraternos. Lo que Pedro no entendió muy bien fue la alegría y casi exaltación del hermano ante dos objetos, apreciados en mucho al parecer, según lo cuidadosamente enfardelados que estaban: el uno era una cabeza de yeso, cabeza deliciosa de muchacha de veinte años, cabeza leonardina, la boca sensual y doliente, los ojos impregnados de ideal; el otro, una acuarela pequeñita, simple manojo de crisantemos áureos.

La cabeza era obra de Alberto, la acuarela obra de Calles, aquel pintor de la Argentina amigo suyo.

Cuando Alberto, hacia la tarde, salió de nuevo, nada persistía en su espíritu de su inexplicable disgusto de la mañana. Pisando la acera con más gozo y agilidad, se puso a recorrer las calles con la impaciencia del extraño que desea verlo todo y aprisa. De vez en cuando reconocía, o bien se imaginaba reconocer el rostro de un transeúnte, y entonces vacilaba entre saludar o no, siguiendo después, cuando no lo hacía, perseguido por la duda de si la persona en cuestión sería un amigo de poco tiempo, ya olvidado. A veces parábase a observar un cambio entrevisto. Pero los cambios realizados durante su ausencia no eran muchos: ya una casa recién construida, ya un hotel, o, sobre todo, un café nuevo con pretensiones de lujoso, en donde antes existió una covacha infecta o un fogón miserable. En ea primera salida lo llenaban de regocijo pueril ciertos pormenores. Así, de un lado de la plaza Bolívar, se detuvo ante un árbol en flor a contemplarlo, como si fuese un modelo soñado con todas las gracias y primores, o un bronce de Rodín, o un mármol perfecto.

En esta guisa, reconociendo rostros de viejos conocidos, deteniéndose a observar los cambios, experimentando vagos deleites a la vista de nonadas fútiles, cuando más graciosas, Alberto recorrió muchas calles, atravesó algunas plazas y, por último, ya muy tarde, se dirigió a lo más alto de “El Calvario”, deseoso de abrazar con la mirada, como en un solo abrazo de luz y de amor, a la ciudad entera. Dejó atrás la empinada y fatigosa gradería de cemento que lleva a lo alto de la colina, y tomó por la senda de suave pendiente por donde van los coches, para subir con más descanso y ver desarrollarse más lentamente el claro paisaje nativo. Ascendiendo la colina, antes estéril, hoy sembrada de flores y árboles, lo asaltaron, por analogía de impresiones, dos recuerdos: el de una tarde romana en el Pincio y el de una luminosa tarde florentina en la Viale del Colli, donde un veneciano, proscrito en Florencia, hablaba de sus verdes canales dormidos en un perpetuo sueño de belleza, con acento quejumbroso y nostálgico.

Llegado a la cumbre del paseo, buscó los mejores puntos de vista, y desde allí se entretenía en descubrir con la mirada, nombrándolos a un mismo tiempo, los edificios más notables: el teatro Municipal; cerca del teatro una iglesia a la manera de Bizancio, coronada de cúpulas; la Plaza de Toros, la Catedral, la iglesia de la Pastora y demás templos, casi todos de arquitectura mediocre. Y las torres de los templos, idealizadas por la distancia, proyectadas sobre el Ávila unas, sobre el cielo las otras, adquirían a los ojos de Alberto gracia y esbeltez indecibles. Hacia el Noroeste le pareció ver todo un barrio nuevo como si la ciudad, en ese punto, se hubiera ensanchado bruscamente: casas construidas y casas a medio construir sobre una tierra color de ocre, algunos dispersos manchones de arboleda y muchas calles, apenas en esbozo, rompidas (sic) de barrancos.

Cuando Alberto se dispuso a bajar del Calvario hacía tiempo que las rosas del largo crepúsculo de septiembre se deshojaban en el cielo occiduo. Mientras él bajaba, aproximándose a la ciudad, seguían deshojándose las rosas de luz, ya no solamente en el cielo occiduo, sino en todos los puntos del cielo. Y las rosas deshojadas caían sobre el Ávila, sobre los techos de las casas, sobre las torres de los templos, en las calles de la ciudad, e inflamaban la atmósfera. Alberto veía asombrado el suave incendio fantasmagórico, preguntándose por qué, tiempo atrás, antes de su partida, no observó nunca esas rosas de los crepúsculos de septiembre. Y a esa pregunta, confusamente se respondía que tal vez sus ojos, deshabituados por la ausencia, hechos a contemplar y descubrir muchas bellezas exóticas, habían aprendido a ver mejor la belleza de las cosas familiares.

De vuelta al centro, a su llegada a la plaza Bolívar, vio muchas mujeres que bajaban hacia la plaza por la calle Norte, y se fue por ésta, llevado por su curiosidad, calle arriba. Eran devotas que salían de la Santa Capilla, unas, de velo, otras, de pañolón, casi todas con libros de rezos en las manos. La Santa Capilla. Antes ligera y diminuta como un joyel, unida tan sólo hacia atrás al caserón de la Academia de Bellas Artes, libre a los lados y al frente, en medio de una plaza en armonía con su magnitud, había sido, a expensas de la plaza, convertida en pesado laberinto, feo y lúgubre, merced a la imaginación churrigueresca de ciertos curas y beatas. Muchas devotas, quedaban aún estacionadas y en grupos, conversando en las puertas de la capilla fronteras al Parque, vasto cuartel coronado de almenas. El frente del cuartel no está separado de la capilla de hoy sino por la sola anchura de la calle. Y tanto la capilla de un lado, como del lado opuesto el cuartel, situados como están en la intersección de dos calles, forman esquina. N la esquena misma, del lado de la capilla, había un grupo de devotas; y otros grupos había en la plazuela del lado Norte, único fragmento respetado de la antigua plaza. Al pasar Alberto cerca del grupo estacionado en la esquena, una del grupo, vestida de negro, como de luto riguroso, y con un velo negro también y muy tupido, como el de cualquiera turca de Estambul, con un solo y vivo movimiento alzó y dejó caer el velo impenetrable. Y Alberto pudo ver, como un relámpago, una cara desconocida y preciosa. Luego, a la vista de una mujer del grupo de la plazuela, le asaltó la duda que, a la vista de otras personas, le había asaltado más de una vez aquella tarde. Creyó reconocerla; y más le turbó la duda cuando notó que ella se fijaba en él con la misma tenacidad que él en ella. Después de seguir adelante por algún tiempo, ocupado en un soliloquio mudo: “debe ser ella… no, si no puede ser…”, volvió de improviso la cara. Y los ojos de la mujer habían seguido sus pasos. Entonces, no sin antes disimular su intento, sacando el reloj a ver la hora, regresó por donde había ido.

A lo lejos, en Occidente, morían las últimas rosas diáfanas. Las devotas del grupo de la esquena no se habían dispersado aún, y la misma muchacha del grupo, con el mismo ademán rápido y gracioso, alzó y dejó caer el velo impenetrable.



--Coquetuela—se dijo para sí Alberto, y siguió entonces camino de su casa, agitado po ls mil sensacioes confusas de aquel día. Pensaba en el barrio nuevo, desde la altura del Calvario entrevisto, construido sobre tierra árida color ocre; pensaba en el desaseo de las calles; veía de nuevo, sobre el desaseo de las calles, deshojarse las infinitas rosas del crepúsculo. Y dentro de él relampagueó la visión de la ciudad nativa como una visión de ciudad oriental, inmunda y bella.

REFERENCIAS

Díaz Seijas, P. (2006-2007). Literatura venezolana. (Documento en línea). Disponible: http://www.literaturadevenezuela.com/html/lv_luismanuelurbaneja.html (Consulta: 05/09/11)

Ídolos rotos. Capítulo I (s.f.) Radiofeyalegría. (Documento en línea). Disponible: http://www.radiofeyalegriaeducom.net/pdf/MD-2do-S11-Castellano.pdf (Consulta: 24/08/11).

Ídolos rotos (2011. Febr, 22) Wikipedia (Documento en línea). Disponible: http://es.wikipedia.org/wiki/%C3%8Ddolos_rotos. (Consulta: 23/08/11).

Manuel Díaz Rodríguez. (s.f.) Prosa modernista. Biblioteca de la prosa modernista de habla hispana.. (Documento en línea). Disponible: http://prosamodernista.com/manuediazrodriguez.aspx. (Consulta: 24/08/11).

Vásquez, M. (2011. Febr, 12). “Algunos capítulos de Ídolos Rotos”. En: Las letras que queremos hoy. (Blog). Disponible: http://mireyavasquez.blogspot.com/2011/02/algunos-capitulos-de-idolos-rotos.html. (Consulta: 23/08711).