EL BOOM LATINOAMERICANO COMO CONTEXTO
El “Boom latinoamericano”
cambió, en gran medida, la forma de narrar y de expresarse de muchos
escritores; fue un fenómeno literario que tuvo una gran repercusión a nivel
mundial. A mediados de la década de 1960, tras la publicación de una serie de
novelas latinoamericanas, se dieron a conocer los autores que desarrollaron un
nuevo estilo de narración que la realidad social de América latina, junto a
otros temas de interés temático y literario como podrían ser: la integración de
lo real y lo fantástico, la renovación de las técnicas narrativas y la
frecuente experimentación con el lenguaje.
El momento de mayor auge de
la literatura latinoamericana surge mediante el denominado “Boom” a partir de
1940 y que se corresponde con la denominada literatura real-maravillosa. Se
conoce como Boom latinoamericano a una serie de escritores de la segunda mitad
del siglo XX, promocionados en Europa a partir del éxito que supuso la
publicación de la novela La Ciudad y los Perros de Mario Vargas Llosa, la cual
tuvo un papel histórico en la divulgación de autores latinoamericanos en el
continente europeo. A mediados de la década de 1960, tras la publicación de una
serie de novelas decisivas que impactaron (y continúan haciéndolo) en los
países hispanohablantes, estalló un extraño fenómeno, posteriormente denominado
"boom latinoamericano". Este hizo recaer la atención a nivel mundial
sobre la literatura hispanoamericana, ya que durante su desarrollo se había
consolidado un nuevo estilo de narración. Este estilo apuntaba a mostrar de una
forma directa y concisa, la realidad social de América latina. Otras
"novedades" que presentaba este estilo eran: la ampliación de temas,
indistintamente rurales o urbanos, la integración de lo real y lo fantástico,
la renovación de las técnicas narrativas y la frecuente experimentación con el
lenguaje.
El Boom latinoamericano fue
un movimiento literario que surgió alrededor de los años 1960 y 1970, cuando el
trabajo de un grupo de novelistas latinoamericanos relativamente joven fue
ampliamente distribuido en Europa y en todo el mundo. El boom está más
relacionado con los autores Julio Cortázar de Argentina, Carlos Fuentes de
México, Mario Vargas Llosa de Perú, Gabriel García Márquez de Colombia, y José
Donoso de Chile. No sólo bajo la influencia de Europa y Norteamérica
modernistas, sino también por el movimiento de América Latina de la Vanguardia,
estos escritores desafiaron las convenciones establecidas de la literatura
latinoamericana. Su trabajo es experimental y, debido al clima político de la América
Latina de la década de 1960, también muy política. El crítico Gerald Martin
escribe: "No es una exageración para afirmar que si el continente del Sur
fue conocido por dos cosas por encima de todos los demás en la década de 1960,
éstas fueron, en primer lugar, la Revolución Cubana y su impacto tanto en
América Latina y el Tercer Mundo en general, y en segundo lugar, el auge de la
literatura latinoamericana, cuyo ascenso y caída coincidió con el auge y caída
de las percepciones Liberales de Cuba entre 1959 y 1971". El éxito
repentino de los autores del Boom fue en gran parte debido al hecho de que sus
obras se encuentran entre las primeras novelas de América Latina que se
publicaron en Europa, por las editoriales de Barcelona, en España. De hecho,
Frederick M, escribe que "novelistas latinoamericanos se hicieron
mundialmente famosos a través de sus escritos y su defensa de la acción
política y social, y porque muchos de ellos tuvieron la fortuna de llegar a los
mercados y las audiencias más allá de América Latina a través de la traducción
y los viajes y, a veces a través del exilio".
BIOGRAFÍA Y OBRA
Ernesto Sábato nació en
Rojas,
Argentina, 1911, y se doctoró en física
en la Universidad de la Plata; desde entonces, inició una prometedora carrera
como investigador científico en París, donde había ido becado para trabajar en
el célebre Laboratorio Curia. Allí trabó amistad con los escritores y pintores
del movimiento surrealista, en especial con André Bretón, quien alentó la
vocación literaria de Sábato. En París comenzó a escribir su primera novela: La fuente muda, de la que sólo
publicaría un fragmento en la revista Sur.
En 1945, de regreso a su
país, comenzó a dictar clases en la Universidad Nacional de La Plata, pero se
vio obligado a abandonar la enseñanza tras perder su cátedra a causa de unos
artículos que escribió contra Perón. Aquel mismo año publicó su ensayo “Uno y
el Universo” (1945), en el que criticaba el reduccionismo en el que desembocaba
el enfoque científico. El ensayo prefiguraba buena parte de los rasgos
fundamentales de su producción: brillantez expositiva, introspección,
psicologismo y cierta grandilocuencia retórica.
Su carrera literaria estuvo
influida desde el principio por el experimentalismo y por el alto contenido intelectual
de sus obras, marcadas por una problemática de raíz existencialista. Así, El túnel (1948) ahonda en las
contradicciones e imposibilidades del amor, mientras que Sobre héroes y tumbas (1962) presenta una estructura más compleja,
en que los diversos niveles de la narración enlazan vivencias personales del
autor con episodios de la historia argentina, en una reflexión caracterizada
por un creciente pesimismo. Ambas novelas tuvieron gran repercusión y situaron
a Sábato entre los grandes novelistas latinoamericanos del siglo XX.
El
Túnel fue una obra rápidamente traducida a diversos idiomas y
llevada al cine. La narración tiene indudable originalidad y valores
psicológicos relevantes: la confesión de Castel, el protagonista, quien ha
cometido un crimen y enfrenta al hombre de hoy, con una sociedad desquiciada;
de igual forma, resalta los contrastes con pincel agudo y lleno de color. El
estilo está en consonancia con el tema, dentro de un desequilibrado equilibrio.
Sobre
héroes y tumbas (aunque publicada en 1962, la edición
definitiva es de 1966) es su obra más ambiciosa; su compleja construcción y los
diversos registros del habla rioplatense, plasmados en ella, hacen que Sábato
haga pasar desapercibidas para el lector, las evidentes dificultades en la
construcción de la historia de la joven Alejandra y la del propio país. En la
obra, se destaca sobre todo el capítulo titulado "Informe sobre
ciegos", que puede ser leído, como de hecho lo fue, con entera autonomía.
Sobre
héroes y tumbas obtuvo un éxito impresionante y acabó por
convertir a su autor en una autoridad moral dentro de la sociedad argentina,
una suerte de formador de opinión que, por paradójico que parezca, al asumir
ese papel se fue alejando progresivamente de la actividad literaria. Su tercera
novela, Abaddón el exterminador
(1974), se centra en torno a consideraciones sobre la sociedad contemporánea y
sobre el pueblo argentino, su condición «babilónica» y su presente, que
adquieren en la novela una dimensión surreal, en que se funden realidad y
ficción en una visión apocalíptica.
A partir de la década de
1970, más que un escritor, Sábato representó una conciencia moral que actuaba
como un llamado de alerta frente a una época que él no dudó en calificar de
"sombría". Esa identificación entre Sábato y la autoridad ética quedó
muy reforzada por su labor como presidente de la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas (CONADEP), para la que fue designado en 1983 por el
entonces presidente de la República, Raúl Alfonsín. Los años que dedicó a
investigar "el infierno" de la represión durante el anterior gobierno
militar, según sus propias palabras, no le dejaron aliento ni espacio para la
literatura. Las conclusiones de la comisión quedaron recogidas en el llamado “Informe
Sábato”. En 1984 fue galardonado con el Premio Cervantes.
La obra de Sábato, que ha
sido prestigiada con numerosos premios internacionales y difundida en múltiples
traducciones, incluye además multitud de ensayos como Hombres y engranajes
(1951), El escritor y sus fantasmas (1963), El otro rostro del peronismo
(1956), Tango: discusión y clave (1963), La cultura en la encrucijada nacional
(1973), Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo (1974), Apologías
y rechazos (1979), Antes del fin (1998) y La resistencia (2000). Aquejado de un
grave problema de visión, se dedicó además a la pintura, otra de sus pasiones.
Murió en Santos Lugares, 2011.
EL TUNEL
El pintor Juan Pablo Castel,
nos hace partícipes con un tono existencialista del crimen que cometió. Castel
conoce a María Iribarne por quien se obsesiona y mantiene una extraña relación.
María está casada con Allende, un hombre ciego mayor que ella y según sospechas
de Juan Pablo, María también mantiene relaciones con Hunter, primo de Allende,
que vive en una estancia fuera de Buenos Aires que María visita frecuentemente.
Atormentado por sus dudas y por el misterio que envuelve a María, Castel la
mata. Confiesa a Allende sus sospechas de infidelidad que según él lo
justifican de haberle dado muerte a su esposa. Allende se suicida y Juan Pablo
Castel se entrega a las autoridades.
Personajes
principales:
Juan
Pablo Castel: Protagonista y narrador de la historia.
Solitario e incomprendido cree encontrar en María la comprensión y el amor que
no ha tenido, por ser ésta la única persona que ha entendido su pintura. Su
obsesión por María es llevada al límite y la mata creyéndose engañado.
Psicológicamente es un personaje muy intenso, con una habilidad mental se
cuestiona y cuestiona al lector sobre la existencia humana.
María
Iribarne: Un tono de misterio y confusión envuelve la historia de
María. Responde al interés que Castel siente por ella pero nunca logra
entregarse del todo, tal vez por su estado civil (está casada con Allende), sin
embargo, según sospechas de Castel mantiene relaciones afectivas con Hunter a
quien visita frecuentemente. Se siente identificada con Juan Pablo Castel a
través de sus pinturas.
Personajes
secundarios:
Allende:
Esposo de María. Está ciego y conoce a Castel porque le entrega una carta que
María le dejó antes de partir por primera vez a la estancia de Hunter su primo.
Al enterarse por boca de Castel de las infidelidades de María y de su muerte,
lo llama "insensato" y termina por suicidarse.
Hunter:
Primo de Allende y al parecer amante o amigo cercano de María.
Estructura
y resumen de la obra
La novela se divide en 39 capítulos y por su estructura
se puede organizar de la siguiente manera:
I
y II. Presentación del personaje. Juan Pablo Castel se
presenta a sí mismo, como autor del crimen que él mismo relatará, hace una
pequeña introducción a su historia de la muerte de María Iribarne e irónicamente
pide que aunque sea uno de sus lectores lo entienda, contando que una sola
persona lo entendió y esa fue precisamente la mujer que mató.
III
a V.
Castel conoce a María en una exposición de pintura en el que él expone, le
llama la atención una muchacha que mira fijamente una ventanita con una mujer
frente al mar que aparece en uno de sus cuadros, al notar tal detalle, Castel
se obsesiona con la chica y la busca por toda la ciudad. En su búsqueda el
pintor fantasea con todas las posibilidades que tiene para conocerla y
abordarla en la calle, a la vez que hace una serie de reflexiones que muestran
su postura ante la pintura y las exposiciones a las que prefiere no ir.
VI
a VIII. Castel encuentra a María en la calle y la sigue hasta su
trabajo, entra al edificio detrás de ella y le pregunta por cualquier cosa,
María lo reconoce y se sonroja. Castel le hace ver que la ha estado buscando
que tienen que hablar de la "ventana" de su cuadro, lo que María
parece no entender y él sale corriendo. María lo alcanza y se disculpa
diciéndole que lo tiene muy presente y se va. Castel no deja de pensar en ella
y decide buscarla otra vez.
XIX
a XII. Al día siguiente Castel va al mismo lugar a esperar que
María pase y la lleva del brazo a un parque cerca de ahí. El pintor le confiesa
a María que no deja de pensar en ella y que la necesita, le pide que nunca se
separe de él. Le pide que hablen del cuadro de la ventana y María le dice que
le parecía un mensaje de desesperanza y le dice que nada ganará con verla porque
le hace daño a todos los que se le acercan. Más tarde Castel la llama por
teléfono y no alcanza a entender la misteriosa voz de María que finalmente le
dice que tiene que colgar. Juan Pablo le dice que la llamará al día siguiente.
Agitado por la llamada Castel no puede dormir y se va a un café, muy temprano
habla a casa de María y la mucama le dice que se fue al campo pero había dejado
una carta para él. Al llegar a casa de María lo recibe un hombre ciego que le
entrega la carta y se presenta como Allende, esposo de María, sorprendido
Castel abre la carta que únicamente dice: "Yo también pienso en
usted". Allende cuenta a Castel de la estancia en donde se encuentra María
y de Hunter su primo, quien está al frente del lugar.
XIII
a XVI. Muy confundido por lo que pasó y por el contenido de la
carta, Castel empieza a deducir una serie de hipótesis en relación a la
historia que vive y el por qué María no le había mencionado nada de su
matrimonio. Días después llama para preguntar la dirección de la estancia y le
escribe una carta a María para pedirle que le llame en cuanto llegue a Buenos
Aires. María respondió a la carta diciéndole que piensa en él y lo siente entre
el mar y ella. Continúan escribiéndose hasta la llegada de María, quedan de
verse y Castel la cuestiona acerca de su repentina ida a la estancia.
XVII
a XX. Durante más de un mes mantienen una relación constante,
pero frecuentemente Juan Pablo se atormenta y atormenta a María con
cuestionamientos sobre su vida privada, sus relaciones, la manera en que
reacciona, el "cariño de hermanos" que dice sentir por Allende, etc.,
tales situaciones fueron llegando a extremos y un día Castel amenaza a María
con matarla si se entera de que lo engaña.
XXI
a XXV. Abrumado por el desgaste de la relación Castel se pierde
en la bebida y sueña que un hombre lo convierte en pájaro. Al levantarse llama
a casa de María y se entera que se fue a la estancia y le manda una carta
pidiéndole perdón. Días después recibe respuesta de María invitándolo unos días
a la estancia. Al llegar a la estación, un chofer recoge a Juan Pablo
argumentando cierta indisposición de María. En la estancia es recibido por
Hunter y una amiga que lo cuestiona sobre pintura. Los amigos conversan
mientras Castel se pregunta sobre los motives de María para no salir de su
habitación.
XXVI
a XXVIII. Finalmente aparece María y se van a caminar por la playa
con el pretexto de ver unos dibujos de Castel. Estuvieron en silencio frente al
mar y María le confesó lo conmovida que estaba con el cuadro de la ventana y de
cómo deseaba conocerlo. Al regresar a la casa, Hunter estaba muy agitado y al
parecer celoso, eso hizo entender a Castel la relación que había entre ellos,
se retiró a su habitación y escuchó que discutían. Al día siguiente muy
temprano decide marcharse.
XXIX
a XXXIII. Castel confundido y decepcionado por la situación con
María bebe incansablemente, se pelea en los bares y maltrata prostitutas. Le
envía una carta a María en donde le explica su salida repentina de la estancia
y agradece sus atenciones pero él no cree en ella porque no entiende como puede
hablarle de amor a él y a su marido y al mismo tiempo acostarse con Hunter y
así se lo hace ver. Va al correo a depositar la carta y minutos después se
arrepiente, trata inútilmente de recuperarla pero en la oficina postal no se lo
permiten. Castel llama a María a la estancia para pedirle que venga a verlo o
si no se matará, María le hace ver que no tiene caso verse de nuevo que sólo se
lastimarán más pero ante la amenaza de suicidio acepta. Castel sigue
cuestionándose la relación entre Hunter y María y va a buscar a Lartigue un
amigo cercano a Hunter para preguntarle desde cuándo mantienen relaciones María
y su primo, ante la negativa de Lartigue y su nerviosismo, Castel sólo confirma
sus sospechas. Llama a casa de María que ya está en Buenos Aires y acuerdan
verse al día siguiente a las cinco de la tarde.
XXXIV
a XXIX. María no llega a la cita y al llamarla a su casa, Juan
Pablo se entera de que se regresó temprano a la estancia. Castel le pide un
coche a un amigo porque según él su padre está muy enfermo. Castel se encuentra
afuera de la estancia y recuerda los momentos felices con María y la sueña niña
corriendo en un caballo con su cabello al viento: … en todo caso había un sólo
túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi
infancia, mi juventud, toda mi vida. Comprende que siempre ha existido un muro
de vidrio que separa a María de él. Después de la espera, Castel ve a través de
la ventana de la casa, que ellos bajan las escaleras y se van del brazo a dar
un paseo por el parque, al volver a casa, Castel se siente morir al notar que
sólo se enciende una luz, la de la habitación central, y más tarde la de la
habitación de María. Juan Pablo con un cuchillo en mano, sube por el balcón y
aparece frente a la ventana de María quien le pregunta sobre lo que va a hacer,
Castel responde que tiene que matarla porque lo ha dejado solo y la mata. Sale
de la casa y muy temprano llama a casa de María y le dice a Allende que tiene
que verlo. En la cita, Castel le confiesa a Allende sus sospechas de
infidelidades de María e incluso le hace ver que lo engañaba con él mismo.
Inútilmente Allende persigue a Castel y le grita "insensato". Castel
se entrega a las autoridades y se entera que Allende se ha suicidado. (Martita.
2005. Nov, 05).
Estructura
y argumento
La obra se compone de una
nota autobiográfica a manera de proemio, una noticia preliminar y cuatro
partes: I. El Dragón y la Princesa; II. Los rostros invisibles; III. Informe
sobre ciegos; y IV. Un Dios desconocido.
La
breve reflexión autobiográfica resulta interesante tanto
para abordar críticamente la propia novela Sobre
héroes y tumbas, como sus obras precedentes, particularmente El Túnel. Sábato indica que hay
"ficciones mediante las cuales el autor intenta liberarse de una obsesión
que no resulta clara ni para él mismo"; y agrega que esas "son las
únicas que puedo escribir". Confiesa haberse dedicado, en los trece años
posteriores a la publicación de El Túnel
en 1948, relata un constante descontento por la incapacidad expresiva de su
búsqueda y agradece a sus amigos que lo inducen a publicar su obra. Además, dedica
Sobre héroes y tumbas "a la
mujer que tenazmente me alentó en los momentos de descreimiento, que son los
más".
La
noticia preliminar consiste en un "fragmento de una
crónica policial publicada el 28 de junio de 1955 por La Razón, de Buenos Aires". Recoge la noticia del parricidio y suicidio
de Alejandra Vidal Olmos quien mata a su padre a balazos y luego provoca el
incendio que la devora. Sirve como pórtico que permite organizar el entramado
textual de la novela. Allí se califica al "Informe sobre ciegos" de
Fernando Vidal como "el manuscrito de un paranoico".
I.
La primera parte: “El Dragón y la Princesa” se inicia con la
descripción de una tarde otoñal. En su deambular melancólico y triste Martín se
topa con unos restos de periódico, luego encuentra a Alejandra y Martín; en
estas líneas, se devela en forma retrospectiva la atormentada existencia de los
personajes. Al principio, se presenta someramente la personalidad de Martín: la
madre le gritaba que era producto de un descuido y no había sido posible
abortar.
El cap. VI presenta la
visión de la bandera argentina (azul celeste y blanca) como la "bandera
inmaculada" y las "palabras claves" de la existencia de Martín:
"frío, limpieza, nieve, soledad, Patagonia", todo dentro del marco
típico, fluido, del cuadro costumbrista del bar de Chichin y del habla criolla
con sus modismos y con sus apócopes característicamente porteños.
El cap. VII pone al lector
en contacto con el padre de Martín, un pintor fracasado, y la relación con su
hijo. Su padre confesándole a su hijo que era un fracasado y Martín gritando:
"¡este es un país asqueroso! ¡Aquí los únicos que triunfan son los
sinvergüenzas!". A continuación, tomando como fondo la relación Martín
—Alejandra, comienza a presentarse la vida de Alejandra: su visión de la
humanidad como "una chanchada" su crisis religiosa, a comienzos de la
adolescencia; su orgullo que la fija en la impenitencia; la corrupción de
Marcos Molina por Alejandra; las blasfemias de Alejandra y la afirmación del
ateísmo.
A partir del cap. XII de
esta primera parte, y hasta el final del libro, comienza el autor a ofrecer en
párrafos intercalados un flash-back relacionado con los antepasados de
Alejandra. En él irán apareciendo hechos, personajes y lugares centrales de la
reciente historia argentina; más adelante, siempre centrado el desarrollo en la
personalidad de Alejandra, se encuentran afirmaciones como "el mundo es
una porquería", la "ciudad inmunda", "yo soy una
basura", etc. Finaliza la primera parte con reflexiones sobre la
"felicidad" y la presentación de la existencia como "sucesión de
éxtasis y de catástrofes".
II.
La segunda parte: “Los Rostros invisibles”, nos presenta casi
desde su inicio, dos nuevos personajes del abigarrado marco de relaciones de
Alejandra: Molinari y Bruno. A través de Molinari surge la visión del burgués y
capitalista que fue, en su juventud, socialista y hasta anarquista; su
concepción del mundo y el diálogo sobre las generaciones. Continúa con una
visión de América Latina y de la etapa de la crisis argentina bajo Perón,
irónica, desgarrada, amarga en sus medias verdades. Luego surgen reflexiones
sobre la felicidad y un poema de Bruno que será el ritornello de las
reflexiones subsiguientes de Martín sobre la nada y el todo teniendo como telón de fondo su visión de
Buenos Aires ("Oh Babilonia"), y su monólogo interior sobre los
optimistas y pesimistas en el enfoque de la realidad argentina.
Todo el cap. VII presenta la
corrupción y la decadencia, la superficialidad y la frivolidad, un retrato de
tonos vivos sobre la Boutique de Wanda. Por boca de Bruno aparecerá después una
visión ácida y desilusionada del amor. El cap. XIII es aprovechado por Sábato
para expresar —por boca de Bruno— sus opiniones sobre Borges (que es poco
realista: demasiado imaginativo), las raíces culturales de todo artista,
criterios sobre cómo se debe escribir la verdadera literatura...
El cap. XIV, contiene
reflexiones sobre Argentina, lo argentino y los argentinos: continuidad
temática relativa con el anterior, aunque ya no centrada sobre Borges y su
obra, sino sobre personajes reales de la historia argentina, o modos de ser,
pensar y actuar de los propios personajes literarios de la ficción de Sábato
creados con la finalidad de un múltiple y variado toque costumbrista.
El cap. XVI está centrado en
la prédica del loco Barragán, en el Café de Chichín, sobre Buenos Aires como la
"ciudad maldita". Quien habla de Cristo es el loco y obtiene, para su
desvariado discurso, sólo una respuesta irónica y blasfema. Se agudiza, a continuación,
el distanciamiento entre Martín y Alejandra que ha venido en lento despliegue,
a lo largo de toda esta segunda parte. Los capítulos XXII, XXIII y XXIV señalan
la aparición de Fernando Vidal, padre de Alejandra. El cap. XXV está lleno de
reflexiones sobre el hogar y la Patria. En él, Martín fusiona su tragedia
hogareña con la tragedia Argentina. Después de un toque impresionista sobre la
insurrección de la marina contra Perón, el cap. XXVII constituye un aguafuerte
goyesco en prosa novelada —con un lenguaje duro— sobre la quema y saqueo de
iglesias que siguió a aquel hecho. Sólo salvan iglesias ricos —locos y obreros
—peronistas —idealistas (nadie normal).
III.
La tercera parte: “El Informe sobre ciegos”, constituye per se
una unidad. Es el relato de la mente desquiciada de Fernando Vidal. Siendo la
expresión testimonial de una mente enferma, él mismo presenta los elementos más
variados con desigual valor. Surge, casi desde el comienzo, el ateísmo fundante
y patológico de la obsesiva lucha de Fernando Vidal contra el pavoroso imperio
demoníaco manifestado a través de la Organización o Secta de los ciegos.
En el “Informe sobre Ciegos”
hay variedad temática: una visión del anarquismo argentino de comienzos de
siglo, hasta una crítica repleta de humorismo vitriólico sobre los anuncios de
prensa, o el feminismo o una burla de
esas "cadenas" que prometen todo tipo de bienes a quienes las
continúa y desgracias sin fin a quien las interrumpa o las grotescas
consideraciones sobre los canallas y los "canallómetros" y los
letreros de los excusados. Presenta incluso hasta una explicación sobre El Túnel, en la cual lo lógico aparece
identificado con lo psicológico; y dos capítulos que tienen descripciones
totalmente inconvenientes y aberrantes de tipo sexual.
Los capítulos XXXIV, XXXV y
XXXVI presentan a las cloacas de Buenos Aires, con un tono mágico, mítico y
alucinado. El capítulo XXXVII recoge también descripciones aberrantes y, al
igual que en los capítulos XXIX y XXX de esta misma parte —y no pocos pasajes de
las dos partes anteriores—, ofrece graves reparos morales.
IV.
La cuarta y última parte. “Un Dios desconocido” recoge el
parricidio de Alejandra y su muerte (suicidio) en el incendio de la casa en
Barrancas, y la subsiguiente desesperación de Martín. A continuación relata la
historia de Bruno, que sirve para terminar de colocar las piezas del
rompecabezas, establecer la conexión entre el Informe sobre ciegos y las dos
primeras partes, y presentar una visión impresionista de la década de los años
30 en Buenos Aires.
El libro termina con una
rápida, vertiginosa y fantasmagórica superposición de imágenes entre el relato
de Martín y los sucesos finales del trágico drama de Lavalle y sus seguidores
casi a mediados del siglo XIX argentino.
En el cap. II aparece el
pensamiento de Bruno sobre Martín: "y porque acaso todavía, ¡todavía!,
esperaba encontrar la clave del trágico y maravilloso desencuentro,
respondiendo a esa necesidad ansiosa, pero cándida, que los seres humanos
sienten de encontrar esa presunta clave; siendo que, probablemente, esas
claves, de existir, han de ser tan confusas y a su vez tan insondables como los
acontecimientos mismos que pretenden explicar".
El cap. III encierra el
relato de Bruno. Su conexión con Fernando. Bruno hace el elogio de la locura y,
con él, la conexión de la locura de Fernando Vidal con la locura argentina.
Habla de Georgina, la madre de Alejandra, prima carnal de Fernando Vidal.
Georgina fue el amor imposible de Bruno. Se detiene en el anarquismo porteño de
comienzos de siglo; y en cómo se reflejan en la Argentina la crisis económica
mundial y su consecuente "crisis del Progreso Indefinido". Habla de
la caída de Irigoyen.
El cap. V de esta última
parte del libro presenta el encuentro de Martín con Hortensia Paz. En un encuentro
fugaz, pero decisivo. Hortensia Paz es uno de los pocos personajes —si no el
único— normal, humilde, sencillo, puro, algo tímido, pero con mucho de ternura
y de bondad, que lo atiende cuando pierde el sentido. Tal encuentro decide a
Martín a viajar a la Patagonia.
Los últimos capítulos (IV
—VII) son quizá aquellos en los que la técnica literaria de Sábato adquiere
mayor relieve. En ellos el in crescendo de la superposición de imágenes del
pasado sobre el presente con la dramática huida, muerte y descarnamiento del
cadáver de Lavalle presentan un trágico y atenazante sentido: Lavalle es la
patria y, a la vez, hay algo de Lavalle en Martín, como lo había en Alejandra a
través de la vinculación de sus antepasados con el prócer. La Patagonia,
presentada como la pureza inaccesible, es la región a la cual va el
protagonista. La frase de Bucich a Martín, ya en el camino, "Que grande es
nuestro país, pibe...!", resalta en el epílogo como una mueca amarga. Asi
concluye la obra. (J.R.I. 1983).
Personajes
Esta novela, por lo
complicado de su trama, tiene una gama variada de personajes, a continuación,
solamente los principales:
Alejandra:
mujer de rostro anguloso, cabello rojizo, ojos verdes oscuros recelosos como si
estuviera lista para la pelea, cuerpo delgado, boca grande, piel mate, pálida y
pómulos pronunciados. Su madurez se dio abruptamente desde la niñez, producto
de las violaciones de su padre, bajo la mirada cómplice de su madre, testigo de
la infamia. Poseía una buena posición económica, pese a esto trabajaba para
salir adelante.
Martín:
hombre de ojos húmedos, con una mezcla de pureza y melancolía. Padecía enormes
perturbaciones, por el desprecio de su madre, quien le afirmaba que su
nacimiento se debía a un descuido; su espíritu joven requería cariño negado por
su madre; su condición socio económica era muy limitada.
Fernando: físicamente
era un hombre pelirrojo, pecoso, de nariz aguileña, usaba lente, tenía sonrisa
rápida y nerviosa; toda su apariencia era inquietante y a veces utilizaba tono sarcástico.
Era enajenado y cínico, lo llenaba una profunda paranoia y estaba obsesionado
con los ciegos.
Bruno:
era el amigo de Alejandra y Martín, estaba enamorado de Georgina. Es confidente
de Martín y conoce de cerca tanto a Fernando, como a Alejandra; es un personaje
aglutinante como hilo conductor en la estructura interna de la novela.
ANTOLOGÍA
(Fragmentos)
I
Bastará decir que soy Juan
Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está
en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi
persona. Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por
qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá
sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo
pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino
que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase
no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar
preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo
tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan
horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y
crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz
que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado
aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una
noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más
vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales
son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo
mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un
individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo
una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo
siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su
acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo
que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor
el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es
una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en
todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y
entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva. No es de eso, sin embargo,
de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más
sobre este asunto de la rata.
II
Como decía, me llamo Juan
Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi
crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar
un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la
vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan
un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico
esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo
y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de
mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un
superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la
vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del
Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein
o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre;
quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto,
se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia.
¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o
simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos
por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de
soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no
le llegaban a las rodillas?
La vanidad se encuentra en
los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la
generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre
debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es
soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener
defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a
serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un
hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un
sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me
sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que
viajar dos días enteros sin dormir.
Cuando llegué al lado de su
cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró
unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo
sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan
pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor
que los demás.
Sin embargo, no relato esta
historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo
o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos
los actos de la vida? Cuando comencé
este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna
especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no
le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente
que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que
ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen
hasta el final.
Podría reservarme los
motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no
tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es
bastante simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy
célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general
y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza
de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el
manuscrito ha de ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas
que considero inútiles, y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace
constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial
revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una
asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que
quiero decir? Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente,
la persona que maté.
III
Todos saben que maté a María
Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo
exactamente entre nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré
de relatar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no
tengo la necia pretensión de ser perfecto.
En el Salón de Primavera de
1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de muchos otros
anteriores: como dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido,
estaba bien arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos charlatanes
encontraban siempre en mis telas, incluyendo "cierta cosa profundamente
intelectual". Pero arriba, a la izquierda, a través de una ventanita, se
veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el
mar. Era una mujer que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado
y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por encima, como por algo
secundario, probablemente decorativo. Con excepción de una sola persona, nadie
pareció comprender que esa escena constituía algo esencial. Fue el día de la
inauguración. Una muchacha desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro
sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer
que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y
mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no
vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela.
La observé todo el tiempo
con ansiedad. Después desapareció en la multitud, mientras yo vacilaba entre un
miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo de qué? Quizá, algo
así como miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo
número. Sin embargo, cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz, pensando
que podría no verla más, perdida entre los millones de habitantes anónimos de
Buenos Aires. Esa noche volví a casa nervioso, descontento, triste. Hasta que
se clausuró el salón, fui todos los días y me colocaba suficientemente cerca
para reconocer a las personas que se detenían frente a mi cuadro. Pero no
volvió a aparecer. Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la
posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté para ella. Fue
como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y a invadir toda la
tela y toda mi obra.
IV
Una tarde, por fin, la vi
por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como quien tiene
que llegar a un lugar definido a una hora definida. La reconocí inmediatamente;
podría haberla reconocido en medio de una multitud. Sentí una indescriptible
emoción. Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al
verla, no supe qué hacer. La verdad es que muchas veces había pensado y
planeado minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo haber dicho que
soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un probable encuentro y la
forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en esos
encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación. Conozco muchos
hombres que no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer
desconocida. Confieso que en un tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque
nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo sido, en dos o tres
oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos casos
en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a
nuestra vida.
Desgraciadamente, estuve
condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer. En esos encuentros
imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y
sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a
fuerza de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas
variantes que eran lógicas o por lo menos posibles. (No es lógico que un amigo
íntimo le mande a uno un anónimo insultante, pero todos sabemos que es posible.)
La muchacha, por lo visto,
solía ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me pondría a su
lado y no resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de
algunos de los cuadros expuestos. Después de examinar en detalle esta
posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de pintura. Puede parecer muy
extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y tengo
la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la razón.
Bueno, quizá exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente
exagero. La experiencia me ha demostrado que lo que a mí me parece claro y
evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan quemado
que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una
actitud mía y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la
boca. Esa ha sido justamente la causa de que no me haya decidido hasta hoy a
hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si valdrá la pena
que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero temo que,
si no lo explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a
razones muy profundas.
Realmente, en este caso hay
más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las
cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por
razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen
una cantidad de atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad
de creerse superiores al resto.
Observo que se está
complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra
parte, el que quiera dejar de leer esta narración en este punto no tiene más
que hacerlo; de una vez por todas le hago saber que cuenta con mi permiso más
absoluto. ¿Qué quiero decir con eso de "repetición del tipo"? Habrán
observado qué desagradable es encontrarse con alguien que a cada instante guiña
un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan a todos esos individuos reunidos en un
club? No hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo, basta observar
las familias numerosas, donde se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos,
ciertas entonaciones de voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer
(anónimamente, claro) y huir espantado ante la posibilidad de conocer a las
hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra oportunidad: encontré rasgos
muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé deprimido y
avergonzado por mucho tiempo, los mismos rasgos que en aquella me habían
parecido admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco
caricaturizados. Y esa especie de visión deformada de la primera mujer en su
hermana me produjo, además de esa sensación, un sentimiento de vergüenza, como si
en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridícula que la hermana echaba
sobre la mujer que tanto había admirado.
Quizá cosas así me pasen por
ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a estas
deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos
pintores que imitan a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados
infelices que pintan a la manera de Picasso.
Después, está el asunto de
la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta examinar cualquiera
de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No
tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre
en este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo
creía un verdadero amigo, hasta tal punto que sufrí un terrible desengaño
cuando todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza; pero dejemos
esto. Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me
invitó a ir con él: ¿A dónde? —le pregunté. A un cóctel de la Sociedad
—respondió. ¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa
forma de emplear el artículo determinado que tienen todos ellos, la Sociedad,
por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido, por el Partido Comunista, la
Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven.
Me miró extrañado, pero yo
sostuve su mirada con ingenuidad. —La Sociedad Psicoanalítica, hombre
—respondió mirándome con esos ojos penetrantes que los freudianos creen
obligatorios en su profesión, y como si también se preguntara: "¿qué otra
chifladura le está empezando a este tipo?"
Recordé haber leído algo
sobre una reunión o congreso presidido por un doctor Bernard o Bertrand. Con la
convicción de que no podía ser eso, le pregunté si era eso. Me miró con una
sonrisa despectiva. —Son unos charlatanes —comentó—. La única sociedad psicoanalítica
reconocida internacionalmente es la nuestra. Volvió a entrar en su escritorio,
buscó en un cajón y finalmente me mostró una carta en inglés. La miré por
cortesía. —No sé inglés — expliqué. —Es una carta de Chicago. Nos acredita como
la única sociedad de psicoanálisis en la Argentina.
Puse cara de admiración y
profundo respeto. Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una
cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre, como al doctor Goldenberg,
que últimamente había tenido mucho renombre a raíz de haber intentado curar a
una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir. Lo miré
atentamente, pero no me pareció peor que los demás, hasta me pareció más calmo,
tal vez como resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que
comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que
sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la
sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por
algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras
me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de
masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la
diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y
damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias. Quise
buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba
atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé
entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de
diarios, un chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un
departamento hubiera aquel amontonamiento.
Sin embargo, de todos los
conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte,
naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar
con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS.
Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor
que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un
gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría?. Lo
mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo
mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con
un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto
los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que
telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede
encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?
V
Me he apartado de mi camino.
Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A
qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura? Me parece
que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de
presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con
semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que
decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habladurías de los colegas,
la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y
distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa;
de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el
pintor debe defenderse de los amigos de la pintura. Debía descartar, pues, la
posibilidad de encontrarla en una exposición. Podía suceder, en cambio, que
ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con
una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me
eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación! ¡Qué
fácil se volvía todo, qué amable! El encandilamiento me impidió ver
inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en aquel momento que
encontrar a un amigo suyo era tan difícil como encontrarla a ella misma, porque
es evidente que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella.
Pero si sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es
cierto, la pequeña ventaja de la presentación, que yo no desdeñaba. Pero,
evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso,
buscar un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso,
ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía
hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de
mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo
esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y lo deseché, me
avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa naturaleza a gentes como
Mapelli o Lartigue.
Creo conveniente dejar
establecido que no descarté esta variante por descabellada, sólo lo hice por
las razones que acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que es
descabellado imaginar la remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la
vez conocido de ella. Quizá lo parezca a un espíritu superficial, pero no a
quien está acostumbrado a reflexionar sobre los problemas humanos. Existen en
la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de gustos
semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre
todo cuando la causa de la estratificación es alguna característica de
minorías. Me ha sucedido encontrar una persona en un barrio de Berlín, luego en
un pequeño lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de
Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero
estoy diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona aficionada a la
música, al esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la
posibilidad más temida, al encuentro en la calle. ¿Cómo demonios hacen ciertos
hombres para detener a una mujer, para entablar conversación y hasta para
iniciar una aventura? Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con
una iniciativa mía; mi ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me
indujeron a tomar esa decisión melancólica y definitiva.
No quedaba sino esperar una
feliz circunstancia, de esas que suelen presentarse cada millón de veces; que
ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima
lotería, en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar
nuevamente y sólo recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda
jornada. Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella
y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra.
Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante,
seguí preparando mi posición. Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo
para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase
inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de
abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era
locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en
otras me imaginaba risueño. A veces, lo que es sumamente singular, contestaba
bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en
alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por
irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta
que yo juzgaba inútil o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban
lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza con que había
perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente,
terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía
quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y
a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros. En general, la
dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella con algo tan general
y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por
lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se
tiene tiempo y tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que
choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión social sobra el tiempo y en
cierto modo se está para establecer esa clase de vinculaciones entre temas
totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre gentes
que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que
descartar casi ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía
descartarla sin caer en una situación irremediable para mi destino. Volvía,
pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles, que llevaran
desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión
de problemas del expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil.
Una noche de insomnio llegué
a la conclusión de que era inútil y artificioso intentar una conversación
semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una
pregunta valiente, jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando:
"¿Por qué miró solamente la ventanita?" Es común que en las noches de
insomnio sea teóricamente más decidido que durante el día, en los hechos. Al
otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás tendría
suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el
desaliento me hizo caer en el otro extremo, imaginé entonces una pregunta tan
indirecta que para llegar al punto que me interesaba (la ventana) casi se
requería una larga amistad, una pregunta del género de: "¿Tiene interés en
el arte?" No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo
que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un
azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan
complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedía
que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden
de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando
uno imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba
frases de una variante con frases de otra, con resultados ridículos o
desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una dirección y en seguida
preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco. Cuando
llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.
SOBRE HÉROES Y
TUMBAS
Existe
cierto tipo de ficciones mediante las cuales el autor intenta liberarse de una
obsesión que no resulta clara ni para él mismo. Para bien y para mal, son las
únicas que puedo escribir. Más, todavía, son las incomprensibles historias que
me vi forjado a escribir desde que era un adolescente. Por ventura fui parco en
su publicación, y recién en 1948 me decidí a publicar una de ellas: El Túnel.
En los trece años que transcurrieron luego, seguí explorando ese oscuro
laberinto que conduce al secreto central de nuestra vida. Una y otra vez, traté
de expresar el resultado de mis búsquedas, hasta que desalentado por los pobres
resultados terminaba por destruir los manuscritos. Ahora, algunos amigos que
los leyeron me han inducido a su publicación. A todos ellos quiero expresarles
aquí mi reconocimiento por esa fe y esa confianza que, por desdicha, yo nunca
he tenido.
Dedico
esta novela a la mujer que tenazmente me alentó en los momentos de
descreimiento, que son los más. Sin ella, nunca habría tenido fuerzas para
llevarla a cabo. Y aunque habría merecido algo mejor, aun así con todas sus
imperfecciones, a ella le pertenece.
I
- El dragón y la princesa
NOTICIA PRELIMINAR
Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo
Mirador que servía de dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro
por la propia Alejandra. Luego (aunque, lógicamente, no se puede precisar el
lapso transcurrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre
32. Finalmente, echó nafta y prendió fuego.
Esta tragedia, que sacudió a Buenos Aires por el relieve
de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la consecuencia de un
repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento de juicio ha alterado
ese primitivo esquema. Un extraño "Informe sobre ciegos", que
Fernando Vidal terminó de escribir la noche misma de su muerte, fue descubierto
en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa Devoto. Es, de
acuerdo con nuestras referencias, el manuscrito de un paranoico. Pero no
obstante se dice que de él es posible inferir ciertas interpretaciones que
echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante
una hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría
por qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la
pistola, optando por quemarse viva.
[Fragmento de una crónica policial publicada el 28 de
junio de 1955 por La Razón de
Buenos Aires.]
I
Un sábado de mayo de 1953,
dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado
caminaba por uno de los senderos del parque Lezama.
Se sentó en un banco, cerca
de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus
pensamientos. "Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente
tranquilo pero agitado por corrientes profundas", pensó Bruno, cuando,
después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y
fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no
sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín
de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a
veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años;
territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte.
Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular
demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce,
sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que
comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van
retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación
de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que
se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos,
el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un
misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es
diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata
con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la
ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática.
Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen
callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires.
Martín levantó un trozo de
diario abandonado, un trozo en forma de país: un país inexistente, pero
posible. Mecánicamente leyó las palabras que se referían a Suez, a comerciantes
que iban a la cárcel de Villa Devoto, a algo que dijo Gheorghiu al llegar. Del
otro lado, medio manchada por el barro, se veía una foto: PERÓN VISITA EL
TEATRO DISCÉPOLO. Más abajo, un ex combatiente mataba a su mujer y a otras cuatro
personas a hachazos. Arrojó el diario: "Casi nunca suceden cosas" le
diría Bruno, años después, "aunque la peste diezme una región de la
India". Volvía a ver la cara pintarrajeada de su madre diciendo
"existís porque me descuidé". Valor, sí señor, valor era lo que le
había faltado. Que si no, habría terminado en las cloacas. Madrecloaca. Cuando
de pronto —dijo Martín— tuve la sensación de que alguien estaba a mis espaldas,
mirándome.
Durante unos instantes
permaneció rígido, con esa rigidez expectante y tensa, cuando, en la oscuridad
del dormitorio, se cree oír un sospechoso crujido. Porque muchas veces había
sentido esa sensación sobre la nuca, pero era simplemente molesta o
desagradable; ya que (explicó) siempre se había considerado feo y risible, y lo
molestaba la sola presunción de que alguien estuviera estudiándolo o por lo
menos observándolo a sus espaldas; razón por la cual se sentaba en los asientos
últimos de los tranvías y ómnibus, o entraba al cine cuando las luces estaban
apagadas. En tanto que en aquel momento sintió algo distinto. Algo —vaciló como
buscando la palabra más adecuada—, algo inquietante, algo similar a ese crujido
sospechoso que oímos, o creemos oír, en la profundidad de la noche. Hizo un
esfuerzo para mantener los ojos sobre la estatua, pero en realidad no la veía
más: sus ojos estaban vueltos hacia dentro, como cuando se piensa en cosas
pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos que exigen toda la
concentración de nuestro espíritu. "Alguien está tratando de comunicarse
conmigo", dijo que pensó agitadamente. La sensación de sentirse observado
agravó, como siempre, sus vergüenzas: se veía feo, desproporcionado, torpe.
Hasta sus diecisiete años se le ocurrían grotescos. "Pero si no es
así", le diría dos años después la muchacha que en ese momento estaba a
sus espaldas; un tiempo enorme —pensaba Bruno—, porque no se medía por meses y
ni siquiera por años, sino, como es propio de esa clase de seres, por
catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza;
días que se alargan y se deforman como tenebrosos fantasmas sobre las paredes
del tiempo. "Si no es así de ningún modo", y lo escrutaba como un
pintor observa a su modelo, chupando nerviosamente su eterno cigarrillo.
"Espera", decía.
"Sos algo más que un buen mozo", decía. "Sos un muchacho
interesante y profundo, aparte de que tenés un tipo muy raro."—Sí, por
supuesto —admitía Martín, sonriendo con amargura, mientras pensaba "ya ves
que tengo razón"—, porque todo eso se dice cuando uno no es un buen mozo y
todo lo demás no tiene importancia. "Pero te digo que esperes",
contestaba con irritación. "Sos largo y angosto, como un personaje del
Greco."
Martín gruñó. "Pero
callate", prosiguió con indignación, como un sabio que es interrumpido o
distraído con trivialidades en el momento en que está a punto de hallar la
ansiada fórmula final. Y volviendo a chupar ávidamente el cigarrillo, como era
habitual en ella cuando se concentraba, y frunciendo fuertemente el ceño,
agregó: "Pero, sabes: como rompiendo de pronto con ese proyecto de asceta
español te revientan unos labios sensuales. Y además tenés esos ojos húmedos.
Callate, ya sé que no te gusta nada todo esto que te digo pero déjame terminar.
Creo que las mujeres te deben encontrar atractivo, a pesar de lo que vos te
supones. Sí, también tu expresión. Una mezcla de pureza, de melancolía y de
sensualidad reprimida. Pero además... un momento... Una ansiedad en tus ojos,
debajo de esa frente que parece un balcón saledizo. Pero no sé si es todo eso
lo que me gusta en vos. Creo que es otra cosa...
Que tu espíritu domina sobre
tu carne, como si estuvieras siempre en posición de firme. Bueno, gustar acaso
no sea la palabra, quizá me sorprende, o me admira o me irrita, no sé...Tu
espíritu reinando sobre tu cuerpo como un dictador austero. "Como si Pío XII tuviera que vigilar un
prostíbulo. Vamos, no te enojes, si ya sé que sos un ser angelical. Además,
como te digo, no sé si eso me gusta en vos o es lo que más odio." Hizo un gran esfuerzo por mantener la mirada
sobre la estatua. Dijo que en aquel momento sintió miedo y fascinación; miedo
de darse vuelta y un fascinante deseo de hacerlo.
Recordó que una vez, en la
quebrada de Humahuaca, al borde de la Garganta del Diablo, mientras contemplaba
a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a
saltar hacia el otro lado. Y en ese momento le pasaba algo parecido: como si se
sintiese impulsado a saltar a través de un oscuro abismo "hacia el otro
lado de su existencia". Y entonces, aquella fuerza inconsciente pero
irresistible le obligó a volver su cabeza.
Apenas la divisó, apartó con
rapidez su mirada, volviendo a colocarla sobre la estatua. Tenía pavor por los
seres humanos: le parecían imprevisibles, pero sobre todo perversos y sucios.
Las estatuas, en cambio, le proporcionaban una tranquila felicidad, pertenecían
a un mundo ordenado, bello y limpio. Pero le era imposible ver la estatua:
seguía manteniendo la imagen fugaz de la desconocida, la mancha azul de su
pollera, el negro de su pelo lacio y largo, la palidez de su cara, su rostro clavado sobre él. Apenas eran
manchas, como en un rápido boceto de pintor, sin ningún detalle que indicase
una edad precisa ni un tipo determinado. Pero sabía —recalcó la palabra— que
algo muy importante acababa de suceder en su vida: no tanto por lo que había
visto, sino por el poderoso mensaje que recibió en silencio.
—Usted, Bruno, me lo ha
dicho muchas veces. Que no siempre suceden cosas, que casi nunca suceden cosas.
Un hombre cruza el estrecho de los Dardanelos, un señor asume la presidencia en
Austria, la peste diezma una región de la India, y nada tiene importancia para
uno. Usted mismo me ha dicho que es horrible, pero es así. En cambio, en aquel
momento, tuve la sensación nítida de que acababa de suceder algo. Algo que
cambiaría el curso de mi vida.
No podía precisar cuánto
tiempo transcurrió, pero recordaba que después de un lapso que le pareció
larguísimo sintió que la muchacha se levantaba y se iba. Entonces, mientras se
alejaba, la observó: era alta, llevaba un libro en la mano izquierda y caminaba
con cierta nerviosa energía. Sin advertirlo, Martín se levantó y empezó a
caminar en la misma dirección. Pero de pronto, al tener conciencia de lo que
estaba sucediendo y al imaginar que ella podía volver la cabeza y verlo detrás,
siguiéndola, se detuvo con miedo. Entonces la vio alejarse en dirección al
alto, por la calle Brasil hacia Balcarce. Pronto desapareció de su vista.
Volvió lentamente a su banco y se sentó. —Pero —le dijo— ya no era la misma
persona que antes. Y nunca lo volvería a ser.
II
Pasaron muchos días de
agitación. Porque sabía que volvería a verla, tenía la seguridad de que ella
volvería al mismo lugar. Durante ese tiempo no hizo otra cosa que pensar en la
muchacha desconocida y cada tarde se sentaba en aquel banco, con la misma
mezcla de temor y de esperanza. Hasta que un día, pensando que todo había sido
un disparate, decidió ir a la Boca, en lugar de acudir una vez más,
ridículamente, al banco del parque Lezama. Y estaba ya en la calle Almirante
Brown cuando empezó a caminar de vuelta hacia el lugar habitual; primero con
lentitud y como vacilando, con timidez; luego, con creciente apuro, hasta
terminar corriendo, como si pudiese llegar tarde a una cita convenida de
antemano.
Sí, allá estaba. Desde lejos
la vio caminando hacia él. Martín se detuvo, mientras sentía cómo golpeaba su
corazón. La muchacha avanzó hacia él y cuando estuvo a su lado le dijo: —Te
estaba esperando. Martín sintió que sus piernas se aflojaban. — ¿A mí?
—preguntó enrojeciendo. No se atrevía a mirarla, pero pudo advertir que estaba
vestida con un sweater negro de cuello alto y una falda también negra, o tal
vez azul muy oscuro (eso no lo podía precisar, y en realidad no tenía ninguna
importancia). Le pareció que sus ojos eran negros. —¿Los ojos negros? —comentó
Bruno. No, claro está: le había parecido. Y cuando la vio por segunda vez
advirtió con sorpresa que sus ojos eran de un verde oscuro. Acaso aquella
primera impresión se debió a la poca luz, o a la timidez que le impedía mirarla
de frente, o, más probablemente, a las dos causas juntas. También pudo
observar, en ese segundo encuentro, que aquel pelo largo y lacio que creyó tan
renegrido tenía, en realidad, reflejos rojizos. Más adelante fue completando su
retrato: sus labios eran gruesos y su boca grande, quizá muy grande, con unos
pliegues hacia abajo en las comisuras, que daban sensación de amargura y de
desdén. "Explicarme a mí cómo es Alejandra, se dijo Bruno, cómo es su
cara, cómo son los pliegues de su boca." Y pensó que eran precisamente
aquellos pliegues desdeñosos y cierto tenebroso brillo de sus ojos lo que sobre
todo distinguía el rostro de Alejandra del rostro de Georgina, a quien de
verdad él había amado. Porque ahora lo comprendía, había sido a ella a quien verdaderamente
quiso, pues cuando creyó enamorarse de Alejandra era a la madre de Alejandra a
quien buscaba, como esos monjes medievales que intentaban descifrar el texto
primitivo debajo de las restauraciones, debajo de las palabras borradas y
sustituidas. Y esa insensatez había sido la causa de tristes desencuentros con
Alejandra, experimentando a veces la misma sensación que podría sentirse al
llegar, después de muchísimos años de ausencia, a la casa de la infancia y, al
intentar abrir una puerta en la noche, encontrarse con una pared. Claro que su
cara era casi la misma que la de Georgina: su mismo pelo negro con reflejos
rojizos, sus ojos grisverdosos, su misma boca grande, sus mismos pómulos
mongólicos, su misma piel mate y pálida. Pero aquel "casi" era atroz,
y tanto más cuanto más sutil e imperceptible porque de ese modo el engaño era
más profundo y doloroso. Ya que no bastan —pensaba— los huesos y la carne para
construir un rostro, y es por eso que es infinitamente menos físico que el
cuerpo: está calificado por la mirada, por el rictus de la boca, por las
arrugas, por todo ese conjunto de sutiles atributos con que el alma se revela a
través de la carne. Razón por la cual, en el instante mismo en que alguien
muere, su cuerpo se transforma bruscamente en algo distinto, tan distinto como
para que podamos decir "no parece la misma persona", no obstante
tener los mismos huesos y la misma materia que un segundo antes, un segundo
antes de ese misterioso momento en que el alma se retira del cuerpo y en que
éste queda tan muerto como queda una casa cuando se retiran para siempre los
seres que la habitan y, sobre todo, que sufrieron y se amaron en ella. Pues no
son las paredes, ni el techo, ni el piso lo que individualiza la casa sino esos
seres que la viven con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios;
seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, de algo tan poco
material como es la sonrisa en un rostro, aunque sea mediante objetos físicos
como alfombras, libros o colores. Pues los cuadros que vemos sobre las paredes,
los colores con que han sido pintadas las puertas y ventanas, el diseño de las
alfombras, las flores que encontramos en los cuartos, los discos y libros,
aunque objetos materiales (como también pertenecen a la carne los labios y las
cejas), son, sin embargo, manifestaciones del alma; ya que el alma no puede
manifestarse a nuestros ojos materiales sino por medio de la materia, y eso es
una precariedad del alma pero también una curiosa sutileza. —¿Cómo, cómo?
—preguntó Bruno. "Vine para verte", dijo Martín que dijo Alejandra.
Ella se sentó en el césped. Y Martín ha de haber manifestado mucho asombro en
su expresión porque la muchacha agregó: — ¿No crees acaso, en la telepatía?
Sería sorprendente, porque tenés todo el tipo.
Cuando los otros días te vi
en el banco, sabía que terminarías por darte vuelta. ¿No fue así? Bueno,
también ahora estaba segura de que te acordarías de mí. Martín no dijo nada.
¡Cuántas veces se iban a repetir escenas semejantes: ella adivinando su pensamiento
y él escuchándola en silencio! Tenía la exacta sensación de conocerla, esa
sensación que a veces tenemos de haber visto a alguien en una vida anterior,
sensación que se parece a la realidad como un sueño a los hechos de la vigilia.
Y debía pasar mucho tiempo hasta que comprendiese por qué Alejandra le
resultaba vagamente conocida y entonces Bruno volvió a sonreír para sí mismo.
Martín la observó con
deslumbramiento: su pelo renegrido contra su piel mate y pálida, su cuerpo alto
y anguloso; había algo en ella que recordaba a las modelos que aparecen en las
revistas de modas, pero revelaba a la vez una aspereza y una profundidad que no
se encuentran en esa clase de mujeres. Pocas veces, casi nunca, la vería tener
un rasgo de dulzura, uno de esos rasgos que se consideran característicos de la
mujer y sobre todo de la madre. Su sonrisa era dura y sarcástica, su risa era
violenta, como sus movimientos y su carácter en general: "Me costó mucho
aprender a reír —le dijo un día—, pero nunca me río desde dentro". —Pero
—agregó Martín mirando a Bruno, con esa voluptuosidad que encuentran los
enamorados en hacer que los demás reconozcan los atributos del ser que aman—,
pero ¿no es cierto que los hombres y aun las mujeres daban vuelta la cabeza
para mirarla? Y mientras Bruno asentía, sonriendo para sus adentros ante
aquella candorosa expresión de orgullo, pensó que así era en efecto, y que
siempre y donde fuese Alejandra despertaba la atención de los hombres y también
de las mujeres. Aunque por motivos diferentes, porque a las mujeres no las
podía ver, las detestaba, sostenía que formaban una raza despreciable y sostenía que únicamente
podía mantenerse amistad con algunos hombres; y las mujeres, por su parte, la
detestaban a ella con la misma intensidad y por motivos inversos, fenómeno que
a Alejandra apenas le suscitaba la más desdeñosa indiferencia. Aunque
seguramente la detestaban sin dejar de admirar en secreto aquella figura que
Martín llamaba exótica pero que en realidad era una paradojal manera de ser
argentina, ya que ese tipo de rostros es frecuente en los países sudamericanos,
cuando el color y los rasgos de un blanco se combinan con los pómulos y los
ojos mongólicos del indio. Y aquellos ojos hondos y ansiosos, aquella gran boca
desdeñosa, aquella mezcla de sentimientos y pasiones contradictorias que se
sospechaban en sus rasgos (de ansiedad y de fastidio, de violencia y de una
suerte de distraimiento, de sensualidad casi feroz y de una especie de asco por
algo muy general y profundo), todo confería a su expresión un carácter que no
se podía olvidar.
Martín también dijo que
aunque no hubiese pasado nada entre ellos, aunque sólo hubiera estado o hablado
con ella en una única ocasión, a propósito de cualquier nimiedad, no habría
podido ya olvidar su cara en el resto de su vida. Y Bruno pensaba que era
cierto, pues era algo más que hermosa. O, mejor dicho no se podía estar seguro
de que fuera hermosa. Era distinto. Y resultaba poderosamente atractiva para
los hombres, como se advertía caminando a su lado. Tenía cierto aire distraído
y concentrado a la vez, como si estuviera cavilando en algo angustioso o
mirando hacia adentro, y era seguro que cualquiera que tropezase con ella debía
preguntarse, ¿quién es esta mujer, qué busca, qué está pensando?
Aquel primer encuentro fue
decisivo para Martín. Hasta ese momento, las mujeres eran o esas vírgenes puras
y heroicas de las leyendas, o seres superficiales y frívolos, chismosos y
sucios, ególatras y charlatanes, pérfidos y materialistas ("como la propia
madre de Martín", pensó Bruno que Martín pensaba). Y de pronto se
encontraba con una mujer que no encajaba en ninguno de esos dos moldes, moldes
que hasta ese encuentro él había creído que eran los únicos. Durante mucho
tiempo le angustió esa novedad, ese inesperado género de mujer que, por un
lado, parecía poseer algunas de las virtudes de aquel modelo heroico que tanto
le había apasionado en sus lecturas adolescentes, y, por otro lado, revelaba
esa sensualidad que él creía propia de la clase que execraba. Y aún entonces,
ya muerta Alejandra, y después de haber mantenido con ella una relación tan
intensa, no alcanzaba a ver con claridad en aquel gran enigma; y se solía
preguntar qué habría hecho en aquel segundo encuentro si hubiera adivinado que
ella era lo que luego los acontecimientos revelaron. ¿Habría huido?
Bruno lo miró en silencio:
"Sí, ¿qué habría hecho?" Martín lo miró a su vez con concentrada
atención y después de unos segundos, dijo:
—Sufrí con ella tanto que
muchas veces estuve al borde del suicidio. "Y, no obstante, aun así, aun
sabiendo de antemano todo lo que luego me sucedió, habría corrido a su
lado." "Por supuesto", pensó Bruno. "¿Y qué otro hombre,
muchacho o adulto, tonto o sabio, no habría hecho lo mismo?" —Me fascinaba
—agregó Martín— como un abismo tenebroso y si me desesperaba era precisamente
porque la quería y la necesitaba. ¿Cómo ha de desesperarnos algo que nos
resulta indiferente? Quedó largo rato pensativo y luego volvió a su obsesión:
se empecinaba en recordar (en tratar de recordar) los momentos con ella, como
los enamorados releen la vieja carta de amor que guardan en el bolsillo, cuando
ya está alejado para siempre el ser que la escribió; y, también como en la
carta, los recuerdos se iban agrietando y envejeciendo, se perdían frases
enteras en los dobleces del alma, la tinta iba desvaneciéndose y, con ella,
hermosas y mágicas palabras que creaban el sortilegio. Y entonces era necesario
esforzar la memoria como quien esfuerza la vista y la acerca al resquebrajado y
amarillento papel. Sí, sí: ella le había preguntado por dónde vivía, mientras
arrancaba un yuyito y empezaba a masticar el tallo (hecho que recordaba con
nitidez). Y después le habría preguntado con quién vivía. Con su padre, le
respondió. Y después de un momento de vacilación, agregó que también vivía con
su madre. "¿Y qué hace tu padre?" le preguntó entonces Alejandra, a
lo que él no respondió en seguida, hasta
que por fin dijo que era pintor. Pero al decir la palabra "pintor" su voz fue levemente distinta, como si fuese
frágil, y temió que el tono de su voz hubiese llamado la atención de ella como
debe llamar la atención de la gente la forma de caminar de alguien que
atraviesa un techo de vidrio. Y que algo raro notó Alejandra en aquella palabra
lo probaba el hecho de que se inclinó hacia él y lo observó. —Te estás poniendo
colorado —comentó. —¿Yo? —preguntó Martín. Y, como sucede siempre en esas
circunstancias, enrojeció aun más. —Pero, ¿qué te pasa? —insistió ella, con el
tallito en suspenso. —Nada, qué me va a pasar. Se produjo un momento de
silencio, luego Alejandra volvió a recostarse de espaldas sobre el césped,
recomenzando su tarea con el tallito. Y mientras Martín miraba una batalla de
cruceros de algodón, reflexionaba que él no tenía por qué avergonzarse del
fracaso de su padre.
Una sirena de barco se oyó
desde la Dársena y Martín pensó Coral Sea, Islas Marquesas. Pero dijo:
—Alejandra es un nombre raro. — ¿Y tu madre? —preguntó. Martín se sentó y
empezó a arrancar unas matitas de hierba. Encontró una piedrita y pareció
estudiar su naturaleza, como un geólogo. —¿No me oís? —Sí. —Te pregunté por tu
madre. —Mi madre —respondió Martín en voz baja— es una cloaca. Alejandra se
incorporó a medias, apoyándose sobre un codo y mirándolo con atención. Martín,
sin dejar de examinar la piedrita, se mantenía en silencio, con las mandíbulas
muy apretadas, pensando cloaca, madrecloaca. Y después agregó: —Siempre fui un
estorbo. Desde que nací. Sentía como si gases venenosos y fétidos hubiesen sido
inyectados en su alma, a miles de libras de presión. Su alma, hinchándose cada
año más peligrosamente, no cabía ya en su cuerpo y amenazaba en cualquier
momento lanzar la inmundicia a chorros por las grietas. —Siempre grita: ¡Por
qué me habré descuidado! Como si toda la basura de su madre la hubiese ido
acumulando en su alma, a presión, pensaba, mientras Alejandra lo miraba,
acodada sobre un costado. Y palabras como feto, baño, cremas, vientre, aborto,
flotaban en su mente, en la mente de Martín, como residuos pegajosos y
nauseabundos sobre aguas estancadas y podridas. Y entonces, como si hablara
consigo mismo, agregó que durante mucho tiempo había creído que no lo había
amamantado por falta de leche, hasta que un día su madre le gritó que no lo
había hecho para no deformarse y también le explicó que había hecho todo lo
posible para abortar, menos el raspajo, porque odiaba el sufrimiento tanto como
adoraba comer caramelos y bombones, leer revistas de radio y escuchar música
melódica. Aunque también decía que le gustaba la música seria, los valses
vieneses y el príncipe Kalender. Que desgraciadamente ya no estaba más. Así que
podía imaginar con qué alegría lo recibió, después de luchar durante meses
saltando a la cuerda como los boxeadores y dándose golpes en el vientre, razón
por la cual (le explicaba su madre a gritos) él había salido medio tarado, ya
que era un milagro que no hubiese ido a parar a las cloacas.
Se calló, examinó la
piedrita una vez más y luego la arrojó lejos. —Será por eso —agregó— que cuando
pienso en ella siempre se me asocia la palabra cloaca. Volvió a reírse con
aquella risa. Alejandra lo miró asombrada porque Martín todavía tuviese ánimo
para reírse. Pero al verle las lágrimas seguramente comprendió que aquello que
había estado oyendo no era risa sino (como sostenía Bruno) ese raro sonido que
en ciertos seres humanos se produce en ocasiones muy insólitas y que, acaso por
precariedad de la lengua, uno se empeña en clasificar como risa o como llanto;
porque es el resultado de una combinación monstruosa de hechos suficientemente
dolorosos como para producir el llanto (y aun el desconsolado llanto) y de
acontecimientos lo bastante grotescos como para querer transformarlo en risa.
Resultando así una especie de manifestación híbrida y terrible, acaso la más
terrible que un ser humano pueda dar; y quizá la más difícil de consolar, por
la intrincada mezcla que la provoca. Sintiendo muchas veces uno ante ella el
mismo y contradictorio sentimiento que experimentamos ante ciertos jorobados o
rengos. Los dolores en Martín se habían ido acumulando uno a uno sobre sus
espaldas de niño, como una carga creciente y desproporcionada (y también
grotesca), de modo que él sentía que debía moverse con cuidado, caminando
siempre como un equilibrista que tuviera que atravesar un abismo sobre un
alambre, pero con una carga grosera y maloliente, como si llevara enormes
fardos de basura y excrementos, y monos chillones, pequeños payasos
vociferantes y movedizos, que mientras él concentraba toda su atención en
atravesar el abismo sin caerse, el abismo negro de su existencia, le gritaban
cosas hirientes, se mofaban de él y armaban allá arriba, sobre los fardos de
basura y excrementos, una infernal algarabía de insultos y sarcasmos.
Espectáculo que (a su
juicio) debía despertar en los espectadores una mezcla de pena y de enorme y
monstruoso regocijo, tan tragicómico era; motivo por el cual no se consideraba
con derechos a abandonarse al simple llanto, ni aun ante un ser como Alejandra,
un ser que parecía haber estado esperando durante un siglo, y pensaba que tenía
el deber, el deber casi profesional de un payaso a quien le ha ocurrido la
mayor desgracia, de convertir aquel llanto en una mueca de risa. Pero, sin
embargo, a medida que había ido confesando aquellas pocas palabras claves a
Alejandra, sentía como una liberación y por un instante pensó que su mueca
risible podía por fin convertirse en un enorme, convulsivo y tierno llanto;
derrumbándose sobre ella como si por fin hubiese logrado atravesar el abismo. Y
así lo hubiera hecho, así lo hubiera querido hacer. Dios mío, pero no lo hizo:
sino que apenas inclinó su cabeza sobre el pecho, dándose vuelta para ocultar
sus lágrimas.
III
Pero cuando años después
Martín hablaba con Bruno de aquel encuentro apenas quedaban frases sueltas, el
recuerdo de una expresión, de una caricia, la sirena melancólica de aquel barco
desconocido: como fragmentos de columnas, y si permanecía en su memoria, acaso
por el asombro que le produjo, era una que ella le había dicho en aquel
encuentro, mirándolo con cuidado: —Vos y yo tenemos algo en común, algo muy
importante. Palabras que Martín escuchó con sorpresa, pues ¿qué podía tener él
en común con aquel ser portentoso? Alejandra le dijo, finalmente, que debía
irse, pero que en otra ocasión le contaría muchas cosas y que —lo que a Martín
le pareció más singular— tenía necesidad de contarle.
Cuando se separaron, lo miró
una vez más, como si fuera médico y él estuviera enfermo, y agregó unas
palabras que Martín recordó siempre: —Aunque por otro lado pienso que no
debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito. La sola idea, la sola
posibilidad de que aquella muchacha no lo viese más lo desesperó. ¿Qué le
importaban a él los motivos que podía tener Alejandra para no querer verlo? Lo
que anhelaba era verla. —Siempre, siempre —dijo con fervor. Ella se sonrió y le
respondió: —Sí, porque sos así es que necesito verte. Y Bruno pensó que Martín
necesitaría todavía muchos años para alcanzar el significado probable de
aquellas oscuras palabras. Y también pensó que si en aquel entonces hubiera
tenido más edad y más experiencia, le habrían asombrado palabras como aquellas,
dichas por una muchacha de dieciocho años. Pero también muy pronto le habrían
parecido naturales, porque ella había nacido madura, o había madurado en su
infancia, al menos en cierto sentido; ya que en otros sentidos daba la
impresión de que nunca maduraría: como si una chica que todavía juega con las
muñecas fuera al propio tiempo capaz de espantosas sabidurías de viejo; como si
horrendos acontecimientos la hubiesen precipitado hacia la madurez y luego
hacia la muerte sin tener tiempo de abandonar del todo atributos de la niñez y
la adolescencia.
En el momento en que se
separaban, después de haber caminado unos pasos, recordó o advirtió que no
habían combinado nada para encontrarse. Y volviéndose, corrió hacia Alejandra
para decírselo. —No te preocupes —le respondió—. Ya sabré siempre cómo
encontrarte. Sin reflexionar en aquellas palabras increíbles y sin atreverse a
insistir, Martín volvió sobre sus pasos.
IV
Desde aquel encuentro,
esperó día a día verla nuevamente en el parque. Después semana tras semana. Y,
por fin, ya desesperado, durante largos meses. ¿Qué le pasaría? ¿Por qué no
iba? ¿Se habría enfermado? Ni siquiera sabía su apellido. Parecía habérsela
tragado la tierra. Mil veces se reprochó la necedad de no haberle preguntado ni
siquiera su nombre completo. Nada sabía de ella. Era incomprensible tanta
torpeza. Hasta llegó a sospechar quetodo había sido una alucinación o un sueño.
¿No se había quedado dormido más de una vez en el banco del parque Lezama?
Podía haber soñado aquello con tanta fuerza que luego le hubiese parecido auténticamente vivido. Luego
descartó esta idea porque pensó que había habido dos encuentros. Luego
reflexionó que eso tampoco era un inconveniente para un sueño, ya que en el
mismo sueño podía haber soñado con el doble encuentro. No guardaba ningún
objeto de ella que le permitiera salir de dudas, pero al cabo se convenció de
que todo había sucedido de verdad y que lo que pasaba era, sencillamente, que
él era el imbécil que siempre imaginó ser.
Al principio sufrió mucho,
pensando día y noche en ella. Trató de dibujar su cara, pero le resultaba algo
impreciso, pues en aquellos dos encuentros no se había atrevido a mirarla bien
sino en contados instantes; de modo que sus dibujos resultaban indecisos y sin
vida, pareciéndose a muchos dibujos anteriores en que retrataba a aquellas
vírgenes ideales y legendarias de las que había vivido enamorado. Pero aunque
sus bocetos eran insípidos y poco definidos, el recuerdo del encuentro era
vigoroso y tenía la sensación de haber estado con alguien muy fuerte, de rasgos
muy marcados, desgraciado y solitario como él. No obstante, el rostro se perdía
en una tenue esfumadura. Y resultaba algo así como una sesión de espiritismo,
en que una materialización difusa y fantasmal de pronto da algunos nítidos
golpes sobre la mesa.
Y cuando su esperanza estaba
a punto de agotarse, recordaba las dos o tres frases clave del encuentro:
"Pienso que no debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito".
Y aquella otra: "No te preocupes. Ya sabré siempre cómo encontrarte".
Frases —pensaba Bruno— que Martín apreciaba desde su lado favorable y como
fuente de una inenarrable felicidad, sin advertir, al menos en aquel tiempo,
todo lo que tenían de egoísmo. Y claro —dijo Martín que entonces pensaba—, ella
era una muchacha rara ¿y por qué un ser de esa condición había de verlo al otro
día, o a la semana siguiente? ¿Por qué no podían pasar semanas y hasta meses
sin necesidad de encontrarlo? Estas reflexiones lo animaban. Pero más tarde, en
momentos de depresión, se decía: "No la veré más, ha muerto, quizá se ha
matado, parecía desesperada y ansiosa". Recordaba entonces sus propias
ideas de suicidio. ¿Por qué Alejandra no podía haber pasado por algo semejante?
¿No le había dicho, precisamente, que se parecían, que tenían algo profundo que
los asemejaba? ¿No sería esa obsesión del suicidio lo que habría querido significar
cuando habló del parecido? Pero luego reflexionaba que aun en el caso de
haberse querido matar lo habría venido a buscar antes, y se le ocurría que no
haberlo hecho era una especie de estafa que le resultaba inconcebible en ella.
¡Cuántos días desolados
transcurrieron en aquel banco del parque! Pasó todo el otoño y llegó el
invierno. Terminó el invierno, comenzó la primavera (aparecía por momentos,
friolenta y fugitiva, como quien se asoma a ver cómo andan las cosas, y luego,
poco a poco, con mayor decisión y cada vez por mayor tiempo) y paulatinamente
empezó a correr con mayor calidez y energía la savia en los árboles y las hojas
empezaron a brotar; hasta que en pocas semanas, los últimos restos del invierno
se retiraron del parque Lezama hacia otras remotas regiones del mundo.
Llegaron después los
primeros calores de diciembre. Los jacarandaes se pusieron violetas y las tipas
se cubrieron de flores anaranjadas. Y luego aquellas flores fueron secándose y
cayendo, las hojas empezaron a dorarse y a ser arrastradas por los primeros
vientos del otoño. Y entonces —dijo Martín— perdió definitivamente la esperanza
de volver a verla.
FUENTE
Ernesto
Sábato. (s.f.). Biografía y vidas. (On line). Disponible: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/sabato.htm(Consulta: 05/03/14).
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J.R.I.
(1983). Ernesto Sábato: Sobre Héroes y Tumbas. Opus libros (Blog) Disponible:http://www.opuslibros.org/Index_libros/Recensiones_1/sabato_her.htm (Consulta:
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Disponible: http://mhgaray.wordpress.com/2005/11/15/el-tunel-ernesto-sabato/
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Resumen
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Sobre
héroes y tumbas. (s.f.) Resúmenes de libros para escoger una buena lectura. (On
line). Disponible: http://www.elresumen.com/libros/sobre_heroes_y_tumbas.htm (Consulta:
05/03/14).