1.
La casa de Asterión (Jorge
Luis Borges)
2. La Tortuga Gigante. (Horacio Quiroga)
3. La Mujer de espaldas (José Balza)
4. Bomba (Luis Britto García)
5. Ser (Luis Britto García)
6. Continuidad de los parques (Julio Cortázar)
7. La luna no es pan de horno (Laura Antillano)
8. La abeja haragana (Horacio Quiroga)
9. Luvina (Juan Rulfo)
10. La gallina degollada. (Horacio Quiroga)
11. El paso del Yabebirí. (Horacio Quiroga)
12. El loro pelado (Horacio Quiroga)
13. El diente roto (Pedro Emilio Coll)
14. Un caballo amarillo (Ednodio Quintero)
2. La Tortuga Gigante. (Horacio Quiroga)
3. La Mujer de espaldas (José Balza)
4. Bomba (Luis Britto García)
5. Ser (Luis Britto García)
6. Continuidad de los parques (Julio Cortázar)
7. La luna no es pan de horno (Laura Antillano)
8. La abeja haragana (Horacio Quiroga)
9. Luvina (Juan Rulfo)
10. La gallina degollada. (Horacio Quiroga)
11. El paso del Yabebirí. (Horacio Quiroga)
12. El loro pelado (Horacio Quiroga)
13. El diente roto (Pedro Emilio Coll)
14. Un caballo amarillo (Ednodio Quintero)
1. La casa
de Asterión (Jorge Luis Borges)
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de
misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su
debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también
es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche
a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará
pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud
y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la
tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie
ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una
puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer
he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las
toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba,
huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las
Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano
fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia
lo quiera.
El hecho es que soy único. No me
interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo,
pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y
triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta
impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo
deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones.
Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta
rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de
un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer,
hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los
ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces
ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos
el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien
decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se
llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me
equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado eso juegos,
también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas
veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos,
patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin
embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de
piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces,
catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez:
arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y
el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la
casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz
en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La
ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las
manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería
de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la
hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me
duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el
polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos.
Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi
redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con
cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en
la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo
Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
2.
La Tortuga Gigante. (Horacio Quiroga)
Había una vez un hombre que vivía en
Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero
un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo
podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de
comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director
del Zoológico, le dijo un día: - Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y
trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho
ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la
escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata
adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a
vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor,
y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía
pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas.
Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos
una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento
en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado
con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado,
vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque
allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba
fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque
hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre
enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter
dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó
un regido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía
una gran puntería, la apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después
le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un
cuarto.
- Ahora - se
dijo el hombre - voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio
que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza
colgaba casi de dos o tres hilos de carne. A pesar del hambre que sentía, el
hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le
vendó la cabeza con tiras de género que
sacó de su camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la
tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y
allí pasó días sin moverse. El hombre la curaba todos los días, y después le
daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero
entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le
quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y
habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
- Voy a morir -
dijo el hombre - . Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me
dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco rato la
fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído,
y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: - El hombre no me
comió la otra vez, aunque tenía hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él
ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una
cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la
llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre la manta y
se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos,
que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de
quién le daba la comida, porque tenía delirio con las fiebres y no conocía a
nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría
el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no
poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días sin
saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos
lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que
era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: - Estoy solo en el bosque, la
fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos
Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Y
como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y
perdió de nuevo el conocimiento. Pero
también esta vez la tortuga la había oído, y se dijo: - Si queda aquí en el
monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que levarlo a Buenos Aires. Dicho esto,
montó con mucho cuidado al hombre encima
de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para acomodar bien la
escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió entonces el
viaje.
La
tortuga, cargada así, caminó, caminó, y caminó de día y de noche. Atravesó
montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en
que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de
ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al
hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le
daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que
prefería dormir. A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador
tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba ¡agua! ¡agua! a cada
rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semanas tras
semanas. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la
tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerzas, aunque ella no se
quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre
recobraba, a medias, el conocimiento. Y decía, en voz alta: - Voy a morir,
estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a
morir aquí, solo en el monte. Él creía que estaba siempre en la ramada, porque
no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de
nuevo el camino. Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no
pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había
comido desde hacía una semana para
llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una
luz lejana en el horizonte, un resplandor
que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil,
y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con
tristeza que no había podido salvar al
hombre que había sido bueno con ella. Y,
sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz venía
en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al
fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad -
posiblemente el ratoncito Pérez -
encontró a los dos viajeros moribundos. - ¡Qué tortuga! - dijo el ratón
-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es?
¿Es leña? - No - le respondió con
tristeza la tortuga -. Es un hombre. - ¿Y dónde vas con ese hombre? - añadió el
curioso ratón. - Voy… voy… Quería ir a Buenos Aires - respondió la pobre
tortuga en una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque
nunca llegaré…- ¡Ah, zonza, zonza! - dijo riendo el ratoncito -. ¡Nunca vi una
tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que vez allá, es
Buenos Aires. Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque
aún tenía tiempo de salvar al cazador, y
emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el
director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente
flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se
cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y
él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó en
seguida.
Cuando el cazador supo enseguida cómo lo
había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para
que tomara remedios no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla
en su casa que era muy chica, el Director del Zoológico se comprometió a
tenerla en el jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así pasó. La
tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín
y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito
alrededor de las jaulas de los monos. El cazador la va a ver todas las tardes y
ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas
juntos, ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de
cariño en el lomo.
3.
La Mujer de espaldas (José Balza)
Tras el indiscriminado entusiasmo dejado
en su estilo por el modo de Tom Wolfe, el joven periodista (en verdad: con más
de treinta años: dos divorcios) o quería que sus reportajes tuviesen algo de
poema, de novela, de drama, o quería redactar noticias tan vivaces que fuesen
como novelas. Tal vez sólo ansiaba escribir ficción, pero el oculto y
paradójico temor de narrar con fórmulas periodísticas, lo mantiene prisionero
del gran diario en el cual trabaja. Su simpatía, su desparpajo cultural, sus
guiños mentales me permitieron asociarlos
con cierta idea exterior de lo que debe ser un escritor.
Durante una hora de la mañana había
cumplido conmigo - sin que yo pudiese resistir o reaccionar - la entrevista
acordada. El tema: un gran diccionario elaborado por el equipo a mi cargo. Sé que cualquier
diccionario omite precisamente aquello que un lector urgido desea encontrar;
también que es un libro incompleto para siempre. Pero el resto del equipo
estaba satisfecho, y terminé aceptando lo glorioso de cinco años en tal tarea.
Mientras el periodista destacó su entusiasmo por la exactitud de los datos, por
el método aplicado, por las novedosas clasificaciones (que obliteraban el orden
alfabético), no sospeché que ni siquiera había (h)ojeado el ejemplar por
nuestras oficina de Relaciones una semana antes. El es así: puede improvisar
preguntas como si supiera a qué se refieren. Y convence a millones de lectores.
Cuando nuestra secretaria advirtió -
desde el cristal vecino - que sería oportuno hacerlo, trajo café para ambos. Ya
el hombre guardaba sus cassettes y una libreta que realmente no abrió. Por
segundos imaginé cómo afrontaría la noticia; temí que destacara -más que al
diccionario, según su new periodismo- dos inoportunos estornudos míos.
Evidentemente no tenía prisa (el equipo que al verlo supuso un destacado lugar
para el día siguiente, tuvo que esperar semana y media; y ni siquiera vino la
foto del grupo, que el acompañante del entrevistador nos hizo antes de la
sección) en aquel momento ni después: habló del entusiasmo con que su mujer
-¿la tercera?- recorría ya el primer tomo de nuestra edición. Sólo entonces
comenzó a contar realmente cuanto le interesaba. Pienso que hubiera dado
cualquier cosa por ser, el entrevistado, él por responder sutilezas acerca del
proyecto que empezaba a exponer. Lo inició como una vasta idea para su pieza de teatro (ha cundido
ahora, entre otros vicios, la creencia de que cualquier novelista escribe mejor
teatro): con dos actos tensos e ineludibles. Aludió al esfuerzo para diluir la
trama, y contó algún rasgo de la protagonista: extranjera, borracha o
drogómana. Si no me distraje, creo que indicó como absolutamente suya la trama
central; pero con total naturalidad, al segundo cigarrillo (¿podríamos tener un
poco más de café?) adjudicó el argumento a un limpiabotas de la Plaza Central.
De ese hombre anciano y fiel a su oficio, de ese niño que llegó en 1910 al mismo lugar donde está hoy,
el periodista había captado la extraña anécdota. Sí: ocurrió ayer, cuando en
una manifestación más de su pluralidad entrevistó al viejo limpiabotas del
centro.
Fue fácil imaginar que convenció al jefe
de redacción (tan anhelante de la moda y el éxito como él) para que lo enviara
a hacer un reportaje en la Plaza Central, con sus humildes personajes. Algo
novedoso, distinto de pintores y poetas, se dirían ambos.
Por eso llegó ayer, cuenta antes de
irse, a la plaza: esperaba ver sólo muchachitos, pero encontraría al anciano.
Con él se quedó algunas horas (antes lustró sus zapatos) y lo invitó a un bar.
El anciano no aceptó el brindis: en cambio le otorgó esa interesante historia
de 1930, ese suceso que él - desde ayer - imagina convertido en un texto
policial o en una obra dramática.
El viejo aún puede recordar los títulos
de la prensa: fue un escándalo mayor y el limpiabotas (que es a la vez el
muchachito de 1910 y el anciano de
ahora) no ha olvidado ciertos rasgos de los participantes. Comprendo que el
periodista, ansioso de ser entrevistado, está buscando mis preguntas, que le
anote sus contradicciones, pero no hablo. Retomo el segundo café, y lo escucho hasta que
decide irse. Ni le reclamaré la oferta de que el argumento era suyo ni
destacaré cómo se la escuchó ayer un
viejo lustrabotas. Allá él; sabe esperar hasta que la convierta en ficción o en
trazos de una cosa teatral. (Lástima por mis compañeros de equipos que, más
allá del vidrio de la oficina, imaginan al periodista comentando nuestro
Diccionario, mientras él narra su argumento).
Y aún escuchándola el asunto es confuso:
no posee el periodista los claros hilos que exige un relato de muerte; se
extiende en detalles, en la moda de los 30, interpola tonos locales, se
complace con una frase. En fin… un francés gordo, envejecido, absolutamente
desconocido, con sólo una semana en el puerto, mató a la extranjera,
apuñalándola en un lunar con forma de lis, que tenía en la espalda. La sometió
hasta dejarla en tal posición que pudiera operar mil veces sobre el lunar. Ella
era fuerte y pudo defenderse (¿una réplica de Simone Signoret?), pero él actuó
por sorpresa e iba equipado.
La historia se conoció por el asesino
mismo: no tenía deseos ni fuerzas para escapar. Le daba igual volver a Francia,
quedarse en las cárceles de Guyana o morir envuelto por un clima y por un idioma
que desconocía. Contó que durante cuarenta años
había lamentado la ausencia de esa mujer; ni siquiera formó pareja o
pudo casarse; la amó en exceso. Murió a los veintisiete años cuando ella murió,
y desde entonces siguió como aislado. Permaneció siempre en la Petite Ville,
antes de ella y después de enterrarla allí, pero su alegría, sus amores
estuvieron en Marseille. La vida del puerto repetía la de esa mujer: cambiante,
transitoria. Quizá en una ocasión así lo dijo; y sin embargo, él prefería creer
en su fuerza para hacerla distinta con su amor; un amor formal y loco al mismo
tiempo. ¡Tendría ella entonces dieciocho años! El andaba por los veinticinco; y
aunque la mujer fuese muy joven, parecía haber vivido todo menos un amor tal
leal como éste que él ofrecía. En algún momento debió reconocer que, tal vez,
ni ella ni él podían aspirar a ese efecto por él pintado, sin padres, sin
familiares, la mujer había andado siempre entre hombres. (Estaba seguro de que,
en su soledad, un finísimo límite - el azar - había podido convertir a la mujer
en monja, en enfermera). Carecía de amigas y quizá nunca tuvo prolongadas
relaciones de afecto con otro ser. Sexo, dinero, fiesta. Así la encontró él; al
comienzo como una óptima oportunidad para algún negocio. A pesar de su alegría,
de sus pequeños escándalos con marinos y policías, borracha y feliz a ratos,
nadie la hubiese imaginado metida en negocios serios. Era demasiado habladora y
franca para guardar misterios. El supo
enamorarla y aprovecharla. Sensual, golosa, Marie-Jos podía encarnar los
bruscos deseos de algún hombre sin ser realmente atractiva; tal vez su propia espontaneidad le
restaba artificio, pero encantaba. No sólo contribuyó firmemente con él en esa
oportunidad sino que desde entonces comenzaron a practicar dos costumbres: la de escapar del puerto, de
venirse a Petite Ville, y gozar como en un hogar seguro; también la de cumplir
negocios cada vez más audaces. Burlaron a los especialistas del puerto y a las
autoridades. En el refugio se acumulaba una fórmula. Pero Francois no contó con
el sentimiento que iba a nacer; ahora le cuesta dejarla volver al puerto, admitir su vida con otros hombres,
sus noches de borrachera. Supo que debía permitirlo para despistar y por los
nuevos negocios. Pero un extraño escozor lo impulsaba a Marseille en horas en
que no debía hacerlo. Muchas veces la vio,
fingiendo naturalidad: ella le
hacía un guiño y dos o tres días después recomenzaba la dicha. Entonces
Marie-Jos era exclusivamente su mujer; la huella del desorden, del trasnocho y
de la sexualidad sin dueño, desaparecía;
asomaba en ella su casi adolescente
frescura, el verdadero deseo: una identidad tierna y lúdica, tal vez fraternal.
Francois no ignoraba los peligros;
antiguos compañeros suyos, traficantes rivales detestaban su discreción, su
manera de operar. Nadie tenía pruebas de su contacto con los barcos (para eso
estaba Marie-Jos), pero se sabía vigilado. ¿Duró dos años el asunto? Había
programado cuatro años para ser millonario y desaparecer; pero la muerte de la muchacha interrumpió el ascenso de su
fortuna. La tragedia ocurrió una noche, mientras curiosamente él estaba en
el puerto y la chica en el refugio. Al
volver halló la casita arrasada: ni un billete ni una joya. Sangre en el
piso y una cita a la morgue. Comprendió
que había sido trabajo de rivales: ¿Quién de ellos? Durante años no logró una
pista ni un sospechoso y eso debió alertarlo, pero fue así: la amaba demasiado.
La pérdida lo aniquiló todo.
Realmente, algunos empleados del puesto
de asistencia (pasó por alto entonces
que el cadáver no había sido llevado al hospital principal, sino a esta especie
de triste dispensario) ofrecieron
mostrarle el cuerpo destrozado a puñaladas, pero él rehusó. Una horrible
debilidad le impedía ver que aquellos senos y aquella piel, tan protegidos por
él, ya destrozados. Firmó los documentos
necesarios. Pagó el entierro, y durante meses acudió al pequeño cementerio.
“Marie - Jos” y nada más decía la breve lápida. A ella dedicó horas de
silencio, de adoración. Con los años olvidó el lugar, envejeció. Como ninguna
otra cosa sabía hacer, siguió adherido al negocio; pero ahora asociado con
cualquiera (incluso con alguno que pudo ser el ladrón, el asesino). No le
interesaba averiguar; la había perdido, era suficiente vivir un poco. Tal vez
carecía de condiciones para millonario u hombre rico, como creyó poseer estando
cerca de ella. El tiempo lo volvió manso y hasta respetado dentro de los
comprometidos.
Tuvo el primer rumor hace cinco años,; alguien
, un ex - recluso que volvía de América lo había contado a un amigo común del
puerto. La noticia era escueta: una mujer idéntica a Marie-Jos vivía al otro
lado del mar, en un puerto como éste; discernió bien los componentes del
comentario, pero algo agudo se revolvió en su cuerpo. Esa tarde tomó el bus y visitó el cementerio. Bajo la hojarasca descubrió la
antigua lámina: el nombre querido, su propia historia, seguía allí, detenido.
Dedicó una noche confusa a evocarla, y se emborrachó.
Por
azar, meses después encontró a
ese mismo amigo, y tomaron el tema con calma. El hombre tampoco había llegado a
aquel puerto; sin embargo, conocía datos concretos a través del ex - recluso.
La mujer del otro lado se llamaba María Inés, tenía ya cierta edad y, a pesar
de su lenguaje local, su acento extranjero
era inconfundible. El recluso, para entonces en su vida de aventuras,
había pasado una noche con María Inés; y ésta lucía un lunar en forma de lis,
en su espalda.
Francois se estremeció. La coincidencia
era exagerada. ¡Una flor de lis! ¡Un tatuaje: no un lunar! Rememoró entonces
los primeros encuentros, la alegría de tener a Marie- Jos como a un juguete.
El, Francois mismo, había grabado aquella flor en la piel de la mujer; ella
soñaba con los tatuajes de los marineros, quería gozar de algunos. Se informó
sobre los procedimientos; ebrios practicaron - donde ahora pasa su mano - con
la piel de él, porque quiso complacerla sin riesgos. Poco después la obligó a
aceptar el tatuaje en la espalda: temía arruinar un detalle notable del amado
cuerpo, mas la flor tomó forma y color, triunfante. Marie-Jos estuvo feliz:
hasta aprendió a mirarse, divertida, su “lunar” con dos espejos.
Ahora el viejo Fracois estaba
alerta con los viajeros que llegaban de
América; la intuición le indica exactamente a cuáles consultar; un detalle de
la ropa, ciertas leves grietas en la piel, una marca en el brazo: indicios de
vida en los suburbios y en los puertos.
Así estableció contacto con un joven viajero que, curiosamente, no era europeo.
(“¿debo - me preguntó el periodista - colocar aquí una tinta oscura sobre el
limpiabotas? El indicó que un cómplice venezolano iba a ayudar a Francois, pero
no se adjudicó tal “Función”. ”Nadie va a reconocer que él era malandro, y
además ya pasaron cuarenta años - respondí -. El niño limpiabotas de la Plaza
que narró la historia es el viejo que aún recuerda los titulares de prensa. Por
lo tanto también pudo ser él un joven
aventurero, el vínculo insospechado entre Marie-Jos y Francois”).
Cierto que Francois no volvió a la
situación floreciente de su juventud; pero vivía adecuadamente y tenía ahorros.
Tampoco le importaba perder ese dinero en una obsesión como la que lo invadía.
Si antes enloqueció de amor, ahora estaba asediado por la sospecha (o por la
venganza). Aceptó que el joven aventurero viviera de él; en su casa, con
mujeres de puerto y bebiendo sin parar. Un extraño vínculo de afecto (el otro
parecía necesitar conversaciones, calor) y de chantaje, se produjo entre ambos.
Realmente lo compró. En medio de tantas
fiestas y complacencias, el aventurero supo corresponderle; además el trabajo
que le ofreció sería un placer: volver a
su país, instalarse brevemente en Puerto Cabello y encontrar una dama algo
mayor, tal vez inclinada a las drogas, y un tanto borracha. Su misión, retener
cualquier dato acerca de ella, y lograr una noche en su cama, hasta poder
observar cuidadosamente su espalda.
Sólo fue necesario un viaje del
malandrito. Mientras estuvo ausente Fracois se las ingenió para obtener el permiso de abrir la tumba;
logró la mayor discreción (al fin y al cabo había prestado favores especiales
a una persona del gobierno) y un
mediodía, en la soledad del cementerio, comprobó, ansioso, que aparte de los
restos de un paño y algunas piedras,
nada más había contenido la urna de su mujer. Tal vez era demasiado viejo para
sentir una emoción parecida, pero oleajes de pasión, una furia tensa, la
impotencia, lo invadieron desde entonces. El desprecio y el odio ocupaban el
lugar de su gran amor. Sin embargo, volvió a la ternura de los veinte años, a
su entrega: su necesidad de ella y a la violenta decisión de destruirla, de
cerrar aquel prolongado sueño. Marie-Jos, concluyó entonces, había sido un
objeto desconocido, alguien capaz de engañar en todo (como debió hacer con sus
clientes en la cama): un alma intocada, tras la cercanía de los licores, de las
noches. Francois se aisló durante algunas semanas, indeciso, desconsolado.
Solo, volvió a vivir como en los días de Marie-Jos; sonidos, detalles de las
esquinas; lo retenían en un tiempo ya muerto. Cuando extirpó ese desdoblamiento
únicamente quedaba el puro odio.
Necesitaba esperar al viajero pero ya
para él todo estaba confirmado. Utilizó entonces esos días tratando de obtener
(¡tan tarde!) una pista. ¿Por qué lo traicionó Marie -Jos? ¿Con quién se había
ido? Pasó revista a centenares de rostros con los cuales la había encontrado en
los bares. Pudo haber sido cualquier pasajero transitorio, alguien de quien él
jamás habría sospechado (como nadie hubiera imaginado la profunda relación de
ellos).
Gastó noches ese rostro vacío, la figura
de un hombre imprecisable; el fantasma lo humilló con su ausencia. Y entonces
reapareció el viajero. Sus noticias (ya que ignoraba la historia)
contrastaron con las interrogantes de
Francois, por su precisión, por su frescura, por su fatalidad.
Aquella mujer era Marie-Jos. Ahora, al
final de la plenitud, tampoco a ella parecía importarle el secreto que guardó
durante décadas: habló en exceso de su vida al aventurero. Este tuvo cierto
asco al comienzo ante la marchita mujer, pero se dejó llevar por su eficacia en
la cama, por su jugueteo. Y cuando la sintió dormida descubrió, con sorpresa,
los pétalos violetas de una pequeña flor en la mujer de espaldas. Pasaba borracha,
sin efecto, casi todas las noches y padecía de un mal: la nostalgia por
Marseille. Año tras año consideró la posibilidad de regresar, de pedir perdón a
alguien, pero la lenta dulzura del trópico la inmovilizaba. Nunca hizo un gesto
para volver, aun cuando - averiguamos con cautela - llegó a saber que ese
“alguien” había desaparecido de la vida activa del puerto, durante los últimos
años. Hubo un tipo que le juró haber asistido a su sepelio.
¿Y con quién vive, qué hace? El viajero
destacó detalles de la casa, de cómo la mujer había administrado una gran
fortuna. Vivió para divertirse, pero como ciega: sin aspiraciones, sin
búsquedas. Y lo menos creíble: sin hombre fijo. Gozaba y padecía los
encuentros. Sólo en dos o tres ocasiones aceptó a un extranjero, porque la
enloquecían esos hombres criollos - de nalgas estrechas y macizas, con empuje -
(“como yo, ¿no crees’”, dijo el moreno), a los cuales mantenía por períodos
.¿Tal traición, reflexionó Francois, tan largo viaje, tanto cambio de identidad
para ser nada, una simple mujer?. Allá sus amores seguían siendo fugaces.
Puerto Cabello la recibió con festiva
comicidad: tuvo problemas ante algunas esposas, pero la aceptaron gradualmente,
y hasta algunas familias decentes llegaron a ser sus amigos.
El viajero hablaba, completando el
mosaico del pasado, ignorante de la precisión con que Francois ajustaba cada
detalle. Era Marie-Jos. Pero ¿por qué había hecho todo aquello?
Allí concluía su complicidad con el
viejo, y quedaba instaurado un nuevo deseo: ya no tanto el de venganza, el de
destruir a la mujer, sino el de saber qué había determinado a Marie-Jos a
planificar su abandono, el robo y la indiferencia de tantos años. Para ello el
malandrito no le serviría, tampoco ningún nuevo intermediario. Sólo él podría
obtener de la mujer la confesión certera; pero volver a verla significaba
matarla.
Organizó de nuevo su vida en torno a
Marie-Jos: como si nada suyo pudiera ser excluido en el reino de ella; como si
el pasado, su vida actual y cualquier invención futura únicamente pudieran
girar en ella, por ella. Revisó sus papeles; ordenó su dinero y algún negocio
pendiente; sin decirlo fue despidiéndose de su idioma, de los pocos amigos
casuales, del refugio doméstico, de su aire predilecto, el aroma de Marseille.
El limpiabotas lo siguió por súbita decisión, en su búsqueda de Puerto
Cabello. Prácticamente no se separaron durante el trayecto: un trago, algún
chiste, las interminables conversaciones del malandrito. Francois no aludió más
a la mujer; el otro se quedó sin algo concreto
sobre los motivos del viaje. Ya en Puerto Cabello el viejo pareció
aturdido; el excesivo brillo del cielo, el color, lo inhibían. Tal vez no
deseaba ser visto con claridad. Y
entonces el amigo resultó de gran utilidad; casi lo guardó en una discreta
pensión, le sirvió de intérprete y, sobre todo, por las noches - a ratos caminando, a veces en taxi - fue mostrándole los pasos de María Inés. Francois
se convenció de que nada había sentido la primera vez que la vio: ella salía de
su gran casa, conduciendo un auto. Algo gorda, decaída, en nada se parecía a su
graciosa muchacha de Marseille: pero en tal diferencia supo encontrarla: bajo
cierta fijeza de los gestos, en la boca, en un olvidado movimiento de los ojos.
El criollo jamás notó en la parsimonia
del otro alguna violencia: sólo parecía rememorar, comparar la imagen de una
antigua amante con su presente. Tres días después, en la madrugada, Marie-Jos
murió atravesada por un puñal de Francois; el cuerpo permaneció íntegro, menos
en el lugar de la flor.
¿Es producto del periodista o comentario
verdadero del anciano limpiabotas que Francois la obligó antes a responder una
pregunta? ¿Necesita un relato o un drama en dos actos la confesión del
protagonista? Las voces de aquéllos,
en todo caso, coincidían en un punto: Marie-Jos había
actuado exclusivamente por sí misma; adivinó , utilizó la confianza de Francois
en ella, y lo abandonó cuando quiso. Ni otro hombre ni una verdadera traición: apenas de juego de sus
deseos. Francois nunca supo que aquel día, cuando fue a la morgue, Marie - Jos
aún estaba escondida en Marsella; si él hubiese abierto la urna; si hubiese
descubierto la mascarada, los enfermeros - íntimos amigos de la mujer - lo
habrían llamado. Ella Hubiera acudido, pidiéndole perdón, explicando de algún
modo tan terrible broma; lo habría convencido, y tal vez nunca se separaran.
Pero él creyó su muerte desde el primer minuto.
4.
Bomba
(Luis Britto García)
Que
me traigan el cajón quel diputado lo
quiere que me traigan el cajón quel diputado quiere evitar el compló que me
traigan el cajón que hay que evitar el
desfile en el cementerio la cantadera el
agite lo que traigan como al del
otro con plomacera para que saliera corriendo todo el mundo - y dejaran la urna en medio de la calle o como
al del otro con tumbadera de puertas y reunión para robarse no sólo el
muerto sino también al osteráizar que lo
traigan y dejen desfondadas las sillas con asiento de paja para que la funeraria les cobre como a la otra familia,
quel cajón me lo traigan con coronas y
todo que lo traigan sea de roble y con
vidrio para ver la cara como el del muchacho
rubito que repartía volantes que lo
traigan sea de cartón piedra como el
del que pasaba las medicinas que lo
traigan que al diputado le da
cosa si no se lo traen, ojo decir trancao cuando empiecen las mentaderas
de madre ojo si los padres se arrechan
peinilla con ellos ojo evitar agitaciones
que pasa como la otra vez que al
tratar de meter el cajón en la jaula tropiezan y se les cae y el muerto rebota
y al que lo tropieza diez años de pava
ojo no olvidar las coronas y las tarjetas telegramas que dan los nombres
de sospechosos ojo redactar el informe
muy bien que le interesa al diputado lo
que pasó y qué dejaron ojo omitir donde digan coños de madre lo matan y después
se lo roban ojo no fue que lo matamos fue intento de fuga ojo cómo no fugarlo si el negro del carajo nos obstinaba si cuando no
era la bomba en la embajada
norteamericana era la bomba en el oleoducto
si cuando no se empeñaba en
quedarse callado era qué nos hacía confesiones falsas y por un
tris no allanábamos una casa de la misma misión norteamericana si es que el carajo después que le saltamos
todos los dientes la cogía de abrir la
boca enseñando las encías y eso caía mal y es que el carajo
se escapaba con cédula falsa o con un túnel
si es que por aquí por allá el diputado
nosotros esperábamos la bomba el
chispazo la cazabobos la de relojería y es que no quedaba más remedio que fugarlo
ánimo la puerta tumbada a culatazos
ánimo planazo aquí peinilla allá
tiros al aire para dispersar tanto doliente ánimo las viejas que las encierren en el baño ánimo
rotura de colchones de almohadas
roperos ánimo no hacer caso de tanto manos arriba que no dice nada que nos mira que nos mira ánimo hombro
con la caja ánimo épale que no pasa
por el zaguán ánimo que dejen un momento las metralletas que se enredan en los
cerrojos ánimo que espanten el abejero que cuidado resbalan con tanta margarita
espachurrada en el suelo ánimo cataplún
cuidado que el diputado lo quiere enterito ánimo qué tranca de tráfico carajo y
el diputado que tiene sesión en el congreso ánimo descargar en el garaje del sótano
cuidado resbalan con las coronas ánimo
el cuartico donde espera el
diputado que quiere ver personalmente el ánimo todos en grupo con la pata de
cabra porque el destornillador muy lento
ánimo ¿olerá? Ánimo dice el diputado mejor con el hacha y en efecto astillas
crujidos el diputado que se pasa el pañuelo por los labios ánimo
el homenajeado que aparece dentro del cajón
los ojos cerrados la boca sin dientes y llena de algodón y con la mueca que cae mal y lo peor de todo
ante el diputado, el alambre fino que va
de la tapa que hemos movido a la pechera de la pechera a la garganta a las pilas
de las pilas al percutor eléctrico y el percutor eléctrico que en este
momento hace detonar la …
14. Un caballo amarillo (Enodio Quintero)
Si yo soñara con que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenita. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.
Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de la alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.
Por un rato ando extraviado entre e humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un Cristo con cara de perro regañado y vocifera n un idioma extraño, mezcla de latín, sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por turno, a torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.
5.
Ser (Luis
Britto García)
El lactógeno el chupón el pablum los
pañales cannon el talco mennen los escarpines el gallo de
oro los teteros evenflo
la tarjeta de bautizo imprenta la torre los jugos gerber la leche klim
el visimineral los helados cruz roja la
pistola wyandote toys el triciclo nortern
la cucharilla el tenedor el cuchillo la ovolmaltina la cocada la pepsicola la
cola kid la naranjita la crema
dental colgate el cepillo tek los chocolates
savoy los caramelos la suiza el lápiz
mongol los cuadernos castle los creyones
prismacolor la goma de borrar
eagle la goma de pegar lepage la tijera
de plástico el vaso plástico el
libro primario nuestra escuela la regla
de madera el libro primario nuestra escuela la regla de madera el compás de metal el bulto de cuero el
tesoro de la juventud la anatomía de
cendrero la botánica de fesquet el mascotín de catcher la pelota de fútbol los patines
rolling skates la pelota spailding el traje de primera comunión casa la
religiosa la medalla Juan Bautista de la salle el retrato de graduación estudio
dana la piñata el pino la quincallería arnedo por las galletas
maria la crema de zapatos negra
la crema de zapatos marrón el juego de pesas weider los calzoncillos
jokey los pantalones bluejeam las dos noches de placer las frecuentaciones de
marisa la virgen de dieciocho kilates el ganster de la mano de acero los
temerarios del círculo rojo la tabla de logaritmos los condones saltán la penicilina bayer el cigarro phillip morris las hojillas gillete
la loción para después de afeitarse la glostora el reloj despertador las corbotas noble las yuntas de las camisas van heusen el traje
de baño jeantzen la cerveza polar las
sopas heinz el reloj de diecisiete rubíes
el colchón sweedream el anillo de
compromiso joyería la tacita de oro el maletín de cuero de foca
el traje wilco las medias interwoven los zapatos williams el
anillo de boda joyeria la perla la torta agencia del pinar el champaña de la viudad criquet el
volkswagen el penetro el cafenol los
muebles de rattan la frigidaire el radio philco la cocina tappan
los cubiertos de plata sanxony el televisor
bendix el plato garrard las
cornetas fisher la planta hitachi el disco concierto en la llanura la pluma parker el paltolevita la
tenaza de comer escargot el tenedor de
comer langosta la cigarrera de plata el mercedes 300 el terreno caurimare el
proyecto fruto vivas las fundaciones
benetto la constructora giuliani el reloj cronómetro la cámara voigtlander el
largavista zeiss el grabador vin la película metro el pisapapeles en forma de empire state la colección obras clásicas de la
literatura con muebles el sujetalibros en forma de quijote el cortapapeles en forma de espada las
pastillas mentoladas la prótesis laboratorios meszaros la testosterona sandoz
las placas radiográficas kodak la
habitación centro médico la cama
reclinable phoebas knoll el suero
laboratorios abbot el oxigeno laboratorios bustos las flores el clavel la urna
la voluntad de Dios la placa marmolera
roversi .
6.
Continuidad
de los parques (Julio Cortázar)
Había empezado a leer la novela unos
días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando
regresaba en tren a la finca, se dejaba interesar lentamente
por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir
una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba
hacía el parque de los robles. Arrellanado
en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de instrucciones, dejó que
su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a
leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas, la ilusión
novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba al aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia
las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara
por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus
besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba
contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante
corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba
decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la
tarea que los esperaba, se separaron en
la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde
la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en
la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no
debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón y entonces
el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un
sillón de terciopelo verde, la cabeza
del hombre en el sillón leyendo una novela.
7. La luna no es pan de horno
(Laura Antillano)
Usted, Señora mía, me dejó como regalo el desgarre, y
siempre tuvo la victoria final. Usted, Señora, no tenía derecho a dejarnos la
desesperanza como legado eterno, con este ahogarse en su ausencia y con ella,
con esta sensación eterna de lo inconcluso. Entre usted y yo había demasiado
que decir todavía... y sin embargo, ahí estaba, vestida de blanco, con es
vestido blanco de florecitas menudísimas, y su perfil siempre digno, sereno, y
el cabello negro-azabache, acostada en un ataúd, que no tenía nada que ver con
usted, como tampoco tienen nada que ver con usted esa sala de funeraria con
cortinas de terciopelo oscuro, y las sillas pegadas a la pared, todas
circunspectas, los trajes negros, el café, aquellos rostros casi todo conocidos
por historias distintas, y las coronas de flores secas, con anotaciones hechas
en escarcha sobre la cinta. No, Señora mía, ese no era su mundo, se trataba con
más acierto de una representación teatral donde a usted me la habían metido en
el centro, de actriz principal, de punto de partida para la historia. Usted
pertenece a otras latitudes, a una luz de cielo suavecito, a un sol quemante,
al mercado viejo de Maracaibo, a los que traen el plátano de Bobures en la
madrugada, al periquito que está sobre la nevera y sufre de los nervios, las
canciones de Agustín Lara, Toña La Negra, Leo Marini, Los Panchos y Guty
Cárdenas, Clark Gable, las florecitas de bellalasonce, los encurtidos en su
frasco mostrando todos los colores, el vino Sagrada Familia, los cromos de
niños comprados en el mercado de Las Pulgas, los cojines de retazos, los
cuentos de Sabana de Uchire y el río Manzanares, la historia del caballo
Marco Polo, la infancia alimentada de recortes de pan, los desmayos en el
colegio, sus faldas anchas de muchacha de veinte años, su cabellera cascada que
cae sobre los hombros, su mirada lejana, serena, perdida, la sorpresa frente a
esa Caracas desconocida, los primeros dibujos, los esbirros, el Morrocoy
Azul, la cárcel de papá, el apartamento de El Silencio, los siete hijos, un
parto tras otro, el retrato grande de la abuela, los recuerdos de Barcelona,
Uchire, Clarines, Puerto La Cruz, el terremoto de Cumaná, la imagen de la
virgen de Lourdes con su manto azul, los dibujos de muñequitos, las historias
de cuando se bañaba en el aljibe del patio, la enredadera de nomeolvides, con
sus flores amarillas, las dos trinitarias, su risa. Una risa rara, de pocas
veces, pero hermosa risa, como un estallido, con los ojotes arrugaditos en los
extremos, y los dientes blancos, con toda la apertura de los labios y esa
sonoridad, toda muy suya.
Usted, Señora, se llevó a la tumba el último despojo de
la esperanza, la posibilidad de creer que puede tragarse la amargura y volcarse
en un río de aguas turbias, para renacer alegres y gozosos como una vida que
empieza. Nos dejó a cambio una habitación, llena de muñecas de porcelana,
muñecas de rostros antiguos y ojos vidriosos, que parecen buscarla con la
mirada y lamentan su ausencia. Nos dejó una hermosa jaula vacía. Los cromos. La
mesa de dibujo, los pinceles, los tubos de las acuarelas italianas, los dibujos
inconclusos. Los libros del aduanero Rousseau y los primitivos. Nos dejó sus
juguetes de cuerda, las fotografías, sus trenzas, su mirada de niña de los años
cuarenta (porque usted, Señora, nunca creció, siempre fue esa niña que fue por
los años cuarenta).
No sabe cómo la busco, madre, no sabe. No tiene idea.
Usted está en todas partes, como nos dijeron que estaba el ojo de Dios, cuando
estudiábamos catecismo en la escuela, entiéndame bien, no se trata de hacer un
poema, ni de caer en lugares comunes, entiéndame bien, Señora, que lo que le
digo reviste toda la seriedad que el caso requiere. Usted está en todas partes,
con decirle que me ha tenido varios días preguntando por ahí quien podrá
conseguirme una matica de malabar, y tanto le di al asunto, que la señora del
mercado libre, después de venderme un ramito de esas flores blancas y
aromáticas, un ramito redondo, que parecía bouquet de novia, se decidió a
venderme una matica, que hoy por fin tengo en casa, y que es como tenerla a
usted de alguna manera, aunque en la casa grande de El Milagro, nunca haya
habido una mata de malabar.
Hace algunos días, decidí ir a cortarme un poco el pelo,
yo creo que más por la distracción propia de mi observación al mundo de la
peluquería, que es una especie de centro de catarsis para la generalidad de las
mujeres, porque allí pueden hablar mal de los maridos, o porque encuentran eco
para los comentarios más simples y más íntimos. Entré al local, con la natural
timidez y el desconcierto de no hallar por dónde comenzar a explicar lo que
quería, me senté mientras esperaba mi turno, y como quien se instala frente al
televisor, había señoras bajo el secador, y otras frente a ellas con la mesita
de pedicurista, arreglando sus uñas y oyendo la historia de turno, sobre la
amante nueva del marido, el aumento del precio del café, la nueva escuela para
perros, las últimas vacaciones de Miami... estaba absolutamente ensimismada en
las diversas conversaciones, observando los gestos, inventando mentalmente la
historia de cada cliente, de cada peluquera, cuando se abrió la puerta del
local y vi la entrada de una señora no mayor de treinta años, vestida con
sencillez y circunspección, seria, de perfil y mirada serenos, pero con rictus
de total decisión y firmeza remarcado en la línea de sus labios, tenía el
cabello muy negro recogido en lo alto de su cabeza, y con ella venía una niña,
de unos ocho años, muy robusta, con el cabello largo, y el uniforme de la
escuela, blancos con pespuntes rojos, sus medias tobilleras, y los zapatos de
tira cruzada, se le notaba nerviosa y excesivamente tímida, no miraba de
frente, parecía esquivar todas las miradas que su entrada provocara. La madre
se dirigió directamente a la que parecía la encargada de la peluquería, y la
niña nos miraba, casi agarrada de su falda (y digo casi porque su gesto hacía
pensar que lo deseaba pero era como si una película invisible le impidiera
palpar esa superficie, esa película estaba definida en ciertas miradas de la
madre). A la niña la sentaron frente al espejo. Apenas sus deditos tocaban el
brazo del sillón, se miraba al espejo sin querer mirarse. La peluquera cogió
tijeras, navaja y peine, y comenzó su tarea. La madre estaba de pie justo a
ella, conservando la seriedad que parecía habitual. El cabello cortado comenzó
a caer al piso, y la imagen del rostro de la niña a transformarse frente al
espejo, no se movía, parecía una estatura, creo que temía por las tijeras, a la
vez era latente su timidez, no quería mirarse, y de pronto su cabeza se movía
mimosa cuando el movimiento de las tijeras parecía producirle algún cosquilleo
detrás de las orejas, entonces sonreía a medias, y su rostro todo se
ruborizaba, la madre la miraba e impedía que ella levantara las manos previendo
algún movimiento brusco inconsciente, para evitar ese cosquilleo, largo rato
estuvieron cayendo al piso los mechones de cabello castaño, ya yo no pude
cambiar el centro de mi atención desde que las vi llegar: porque, Señora, esa
niña era yo, y por supuesto, esa mamá tenía que ser usted. Me levanté,
olvidando la razón por la que me encontraba en ese lugar, y salí aceleradamente
a la calle, necesitaba respirar el sol, volver a atajar la realidad del
presente.
Luego ocurrió en un consultorio médico, esperaba mi
turno ojeando algunas de esas revistas viejas y desteñidas que adornan los
consultorios (y que usted a veces se llevaba de regreso a casa por haber
descubierto un artículo que podría interesarnos, como aquel que me consiguió
sobre la vida de Selma Lagerlöf, la poetisa sueca), estaba pues en la espera,
cuando en la sala contigua, la de espera en pediatría, descubrí una señora, con
las mismas señas, el mismo gesto de resignación, la misma tristeza, y esa
belleza extraña casi serena, acompañada de dos niñas, muy parecidas, vestidas
con trajes iguales, casi del mismo tamaño, con el cabello largo, las piernas
colgando del asiento porque no alcanzan el piso, sentadas una a cada lado de la
madre, las tres calladas, como suspendidas en un hilo, y una luz blanca en el fondo,
entra por el balcón. Recordé el consultorio del doctor Mendoza, las esperas
largas, el tratamiento de la dieta de adelgazamiento, la balanza de peso, la
toma de las medidas, la paletica de madera dentro de la boca, la calva del
doctor auscultando, sus preguntas. Me acordé del sarampión y una larga noche de
fiebre en que, entre neblinas veía el rostro de usted con el termómetro en la
mano, recordé la lechina, en la que todos caíamos a la vez y usted tenía que
pasar de una cama a la otra, con el frasco de loción fría mentolada y el polvo
boricado. Como comprenderá, aquella señora sentada, tan serena, me hizo olvidar
la razón de mi espera en el consultorio y abandoné el edificio de la clínica,
sin ninguna seguridad de adónde quería dirigirme.
A veces pienso llegar al cementerio, y me hago la
imagen, sentada un rato ante esa que debe ser la tumba de usted, o que dice es
la tumba de usted (porque entendámonos de una vez: usted para mí no está ahí
dentro, está más bien en todas partes como ya le digo), y sentarme, pues, ante
esa tumba que debe o debería estar cubierta de malabares, y digo sentarme
porque es ésa la posición del reposo más digno y reflexivo, la soledad junto a
usted, Señora, que siempre fue la soledad. La veo en esas largas noches de
insomnio, bajando a oscuras las escaleras de la vieja casa de El Milagro, la
veo sentarse pausadamente, sacar el cigarrillo de la cajetilla, encenderlo,
colocar el fósforo en el cenicero, y con un brazo cruzando el frente de su
cintura, y el otro apoyado en él, provocar las humaredas silenciosas, y esos
ojos suyos siempre ausentes, siempre flotando en espacios desconocidos e
insondables para los que la rodeábamos. Quería decirle, Señora, que ahora puedo
saber con certeza lo que usted sentía y pensaba en esos momentos largos; ahora,
como le digo, lo sé, porque de pronto me tocó ser usted, y mi inconsciente me
llevó a encender igualmente ese cigarrillo y sentirme tan ausente. Le cuento
que las niñas están bien, las menores un poco confundidas por su ausencia, pero
ya viven lo cotidiano, ya regresaron a la escuela, ya comen otra vez tres veces
al día, ya hay que reñirlas para que se bañen y sentarse con ellas para que
hagan la tarea de la escuela. Los primeros días de la ausencia de usted, cuando
regresamos a casa, pasado el entierro, los reencuentro familiares, y con todo
ese peso muy dentro, haciendo “de tripas corazón”, como diría usted, comenzamos
la vida cotidiana. En casa no había quien quedara para preparar la comida,
arreglar un poco las habitaciones y, en fin, estar para recibir a los ausentes
a las doce del mediodía; entonces me quedé, se reiría usted, ya lo sé, diría:
“¿Ella?, no puede ser, ¿y cómo lo hizo?”. Pues sí, yo, aquí, así como soy, así
como usted me ve, con toda mi torpeza, sí, mi torpeza, esa que siempre me
criticó, mi distracción, mi descuido para recordar las cosas más elementales,
en fin... me tocó; bueno, los demás a la Universidad o al colegio, la casa se
quedaba silenciosa. Comenzaba por el cuarto de atrás, doblando sábanas y
cobijas; después, una pasada rápida de escoba, de pronto un detenerse unos
minutos en un rincón a limpiarse las lágrimas de la cara con el dorso de
la mano, por una fotografía encontrada, un papelito o simplemente una
imagen mental, nostálgica; además, era mi momento, porque delante de papá y los
demás no se debe llorar, usted comprende, ¿verdad?, estoy segura de que me
daría la razón en este asunto. Y bien, no intenté pasar coleto seguido porque
el tiempo se me recortaba y después el almuerzo terminaba tarde y la gente
tenía que salir a las dos y media de nuevo y se iban a quedar a medias todos.
Pasar a la cocina para inventar algo rápido, de manera que al llegar las
niñitas y los demás ya tuviera la mesa a medio montar; la fregada de los platos
le tocaba a otro, y en la tarde continuaba la batalla campal a la hora de
mandarlas al baño; no se imagina lo que costó convencerlas de que hay que
bañarse todos los días; por fin descubrí una insólita treta: el champú de
fresa, les gustó tanto el olor que era como si lo comieran, después el baño era
la aventura de lavarse la cabeza con champú de fresa, y todos quedábamos
contentos. Inventé o reoficialicé la hora de la merienda, otra treta para pasar
al momento de hacer las tareas; lo hice como la “once” de los chilenos, poniendo
mesa y todo, adornando el pan con mermelada, sirviendo Toddy o té frío,
o lo que encontrara por ahí, el asunto resultaba, y al final, sentarse con la
Diana, para, muy pausadamente, acompañarla a hacer su tarea, leer los
enunciados de la maestra, explicarle, mandarla a sacarle más punta a ese lápiz
“que parece un toconcito”, “no borres tanto que se ensucia el cuaderno”,
“siéntate bien, no te acuestes sobre el papel”, “ahora léelo tú misma”, “ajá,
¿entendiste?”, “¿qué es lo que te preguntan?”, “¡pero si tú sabes la
respuesta!”, “anda, trata de recordar, eso es, ¡ves que sí la sabías!”, de
golpe descubrir que mi pomposo título de Licenciada en Letras Hispánicas no me
ayuda a diferenciar las palabras esdrújulas de las graves o agudas, que he
olvidado cómo se hace una división con decimales (“epa, ¡papá!, ¿tú te acuerdas
de cómo se hace esto?”), qué son los marsupiales, y muchas otras cosas que
Diana pregunta y que me hacen, disimuladamente, recurrir a la biblioteca.
Entonces, cuando llegaba la noche, yo la estaba esperando, esperaba esa hora
precisa en que todos dormían, porque necesitaba volver a vivir la noción del
silencio, olvidar el bullicio de las horas del día, el televisor, las
discusiones, el acelere, las órdenes horarias, y me sentaba en medio del blanco
silencio, en la mesa del comedor, con una cajetilla de cigarrillos y la caja de
fósforos, y me fumaba uno y después otro, sin pensar en nada en especial, sólo
en la tranquilidad de ese silencio. Fue una noche de ésas cuando descubrí que
usted estaba allí, estaba dentro de mí, era yo misma, ¿comprende? Puedo
entonces determinar con certeza el origen de esas largas noches de insomnio
suyas, puedo palparlas, conocer su forma y su textura.
Ahora me pregunto
cómo pudo combinar ambas cosas, cómo construyó ese mundo de dibujos menudos, de
delicado encaje, de filigrana, y a la vez... todo esto. Usted, Señora, ha sido
injusta al dejarnos el legado de su desdoblamiento, esa doble mirada al mundo
que nunca palpamos antes. He leído sus apuntes de paseos, sus observaciones de
letra cuidadosa sobre la gente en la calle, la ciudad, el sol, las cosas, los
pájaros; he leído los borradores de sus caras, sus anotaciones para nuevos
dibujos... Todos son detalles que construyen una mujer que no fue la que
conocía, y me recuerdan la noche en que nos encontramos, casualmente, a una
hora insólita (diez de la noche) en el área del mercado. Yo regresaba de la
Universidad, mis clases terminaban muy tarde y debía venir al centro de la
ciudad para tomar cualquier transporte que me llevara a casa; siempre teníamos
problemas por mis horas de llegada, a usted le parecía insólito que la
Universidad terminara a esa hora, para mí era un asunto de mirada, de punto de
vista, de escalas de importancia. Esa noche me acordaba de parar en la esquina
a esperar el paso de algún carrito por puesto –la zona despertaba mi
curiosidad, una noche vi una redada policial para detener a las prostitutas, y
siempre pasaban cosas extrañas entre esas cuevuchas semiiluminadas-; de pronto,
esa noche la distingo nada menos que a usted; allí, muy cerca de mí, comprando
cigarrillos en un puesto, mi mamá, con su cabello negro recogido, su camisa de
florecitas, ancha y suelta, su perfil sereno. El asunto era poco menos que
insólito; me acerqué, nos saludamos como dos amigas que se encuentran, tan
sorprendidas estábamos una frente a la otra; el resto del trayecto a casa lo
hicimos juntas, usted no me contestó nada muy preciso sobre la razón por la que
se encontraba por allí, yo tampoco recuerdo haber preguntado mucho, pero sí me
llamó notablemente la atención el conocimiento que la gente parecía tener de
usted, desde los vendedores de plátanos hasta la señora del puesto de
periódicos y cigarrillos. Regresamos a casa silenciosas, cómplices de alguna
manera.
Quisiera ir de verdad, y sentarme un rato en el
cementerio y conversar con usted estas cosas, y preguntarle otras que nunca me
atreví a preguntarle, como, por ejemplo, qué fue lo que sintió exactamente
aquel día en que papá regresó de la cárcel, y usted estaba tendiendo mis
pañales en el balcón de la D16 de El Silencio, y lo vio desde allá arriba,
quedándose con una pañal suspendido entre las manos por la emoción, y mirándolo
bajarse del carro, y pagarle al chofer, así, con un paquetico de ropa entre las
manos, con la camisa medio abotonada, sin chaqueta, flaco, barbudo, desgarbado,
humillado tantas y tantas veces; yo quisiera saber lo que usted sintió
mirándolo, paradita en el balcón, con el pañal muy húmedo entre las manos.
Quisiera saber por qué rompió su diario de los veinte años, aquel librito azul
cerrado con llave, que yo le pedí tanto, cada vez que bajaba todas las cosas de
su closet, para revisarlas y limpiarlas de polvo y recordar. ¿Por qué lo
rompió?, yo sólo quería corroborar si lo que usted pensaba a los quince o
veinte años era lo mismo que yo pensaba, nada más que eso. Quisiera saber
tantas cosas, Señora mía, que usted se quedó sin decirme.
A veces suelo
escaparme de mi papel de profesora universitaria, y me voy por ahí, a caminar,
y busco una plaza, una que tenga muchos árboles y donde pueda encontrar una
banca tranquila y solitaria donde sentarme y pensar en usted. Entonces revivo
nuestra visita a la tumba de la abuela, y todas las imágenes de mis ocho años,
cuando la abuela murió y usted perdió un bebé ese mismo día, y las dos tumbas
estaban muy cerca una de la otra. Ir a visitar la de la abuela significaba
limpiarla un poco, vaciar los floreros de mármol y los lados de la placa de
piedra que reza nombre y fecha, colocar agua fresca y flores nuevas, Ir a la
del nené, cubierta de piedrecitas blancas, significaba sentarse en un murito,
debajo de un árbol grande, y pasar largos ratos las dos, sin hablar, usted con
la cabeza inclinada sostenida por el codo, yo recogiendo piedritas blancas y
ordenándolas por tamaño sobre la superficie del murito. ¿En qué pensaba,
Señora? Dígame, ¿en qué?
Sus cosas las estamos embalando poco a poco, papá no
quiere tocar nada (parece un cristal a punto de estallarse), y entonces, cuando
hablamos de limpiar el polvo, envolver en tela las muñecas, guardar su ropa en
un baúl... él coge un libro de poemas y se pone a leerlos en voz alta, o a
mirar por la ventana los barcos que atraviesan el lago como si los descubriera
por primera vez, o habla de que hay que llevar los gatos al veterinario, o se
busca los tomos de la revista Élite y se sienta a hojearlos
lentamente... Entonces nos miramos y sabemos que él no podrá ayudarnos por
ahora; hacemos nuevamente de “tripas corazón”, y tratamos de tocar todo por
encima, de no mirar, de no pensar, de despersonalizar la tarea necesaria. Desde
su ventana se sigue viendo el lago, Señora, y las matas del patio tienen quien
las riegue, el periquito sigue siendo un histérico, y de vez en cuando hay que
poner goticas para los nervios en el agua que toma.
Yo tengo un recurso final: escapar a la cocina y ponerme
a limpiar los closets, la despensa (usted hacía eso acaso una vez al mes,
¿recuerda?); entonces lavo cuidadosamente cada plato, taza, vaso, bandeja,
cubierto, cucharón, cafetera, dulcera, jarrón; me afano en los detalles más
pequeños, pongo insecticida, sacudo los estantes, ordeno y reordeno, y estoy
tranquila hasta que aparecen cosas como las dos máquinas de moler maíz,
pesadas, de hierro, con su forma extraña, recluidas en cajas desde que
parecieron esos productos en polvo que sustituyen al maíz que había que moler.
La cojo y las examino detalladamente; la más grande era la de la abuela: la
recuerdo tanto como su gran cocina, o su piedra para golpear la carne al
sazonarla, y la abuela y usted en sucesión están en estas máquinas de moler
maíz, están en las dos exprimidoras de naranja, están en el colador anaranjado,
en los platicos para servir postre, objetos heredados, objetos cotidianos que
dibujan la casa, la sensación tibia de la casa. Vivo la imagen de la abuela,
bordando, sentada al lado de la radio, mientras yo jugaba debajo de la mesa,
metida en una jungla imaginaria. La veo a usted, sentadita en la mesa de
dibujo, construyendo su mundo de personajes diminutos, haciendo total
abstracción de esta realidad que rechazaba. Y me pregunto si dentro de unos
años habrá una cuarta de nosotras que nuevamente lave, con suavidad y
nostalgia, cada objeto, y a éstos que ahora yo veo estén sumados los míos, y
ella tenga también esta sensación de vidas inconclusas, e tristezas
ancestrales...
Señora, si al final somos la misma, por qué tanto
subterfugio, tanta distancia, tanto silencio, tanto dejar de decir, Señora mía,
quiero decirle que, en su velatoria (y cómo odio usar estas palabras), la gente
que venía de su rama familiar me identificaba al verme (vino gente de muy
lejos, gente que quizás usted no vio en muchísimos años); al verme pensaban:
“Esta tiene que ser su hija y es innegable la mirada, el tono bajo, la
sensación de estar flotando en otras galaxias”; usted y yo nos parecemos hasta
en eso, Señora; son cosas del destino, de la historia. Y nunca nos detuvimos a
medir ni siquiera nuestras posibilidades de rebelión, porque debe usted saber
que lo fue a su manera y yo a la mía y que es casi ley del contexto esto de la
dialéctica; un acuerdo total entre las dos hubiera sido historia falsa, puro
artificio, pero, en el fondo, usted debió saber siempre que yo era su
prolongación, la continuación de la anécdota. Qué difícil se nos hizo todo,
madre, qué difícil, hablarse, entenderse, qué de claves tuvimos que
inventarnos, cómo no es dulce ni bondadoso el amor cuando se trata de seres
nacidos para las más tortuosas pasiones, cómo somos duras cuando amamos y
suaves frente a los que nos son indiferentes. Como dejamos que nos ahogue ese
laberinto antidialéctico cuando emociones y orgullo están en juego, en franca
batalla, en aguerrido y abierto combate, cómo lágrimas ocultas, palabras no
dichas, gestos resguardados, pueden acorralar el mar.
Mi huida. Ese escape del mundo cálido. La ventura de
aprender a vivir. Y aquella frase suya retumbando fuerte: “La luna no es de
pan-de-horno”; claro que no es, mamá, ahora sé lo mucho que no es; es de piedra
y fuego, y dura, con un palo, con todo, hay que estar de pie, y con “el ánima bien
templada”, porque como dice el poeta: “el ánima bien templada salva la doliente
criatura...”.
Ya la veo a usted, Señora, al abrir la puerta de la que
fue mi casa nueva, en lo más alto de un viejísimo edificio en las márgenes de
la ciudad: la veo a usted, con el rostro contraído, con su seriedad que vea
rictus, y mi sorpresa toma el carácter del asombro profundo frente a su
persona, y dos preguntas se me clavan “entre pechos y espalda”, como quien vive
una duda sin ninguna posibilidad de certeza. ¿Qué hace mi madre aquí?, ¿cómo
pudo subir cinco pisos de escalera? Trataba de oír una respiración acelerada,
pero usted estaba serena; eso me hizo pensar en cuánto tendría allí, detenida
frente a mi puerta, recuperando su ritmo respiratorio y cavilando para seleccionar
las palabras precisas con las cuales decirme: “Vuelve a casa, vuelve con
nosotros”, sin que yo fuera a descubrir ni su dolor ni su angustia, que eran
dos cosas que necesitaba ocultarme, por orgullo, por carácter, o quién sabe por
qué. Usted pasó adentro, mamá, con paso lento, y se sentó en la mecedora, una
mecedora de fibra de cardón, con asiento de cocuiza. Fueron muy largos esos
minutos en que la vi observar minuciosamente esa que era mi casa. Yo esperaba
con ansiedad sus palabras y no sabía mirarla ni qué decirle, y... le ofrecí
café, y fui desdeñada.
Cuando ya una calma sin palabras ocupaba todo
aquel espacio, con la luz blanca y grande de la ventana al fondo... usted me
miró. Su rostro tenía una expresión indefinible; no había dolor ni tristeza,
había algo como decisión, pero no era exactamente eso tampoco; yo pude ver sus
ojos, eran los mismos de la fotografía, esa grande, que está en mi
habitación. Entonces oí su voz, creo que fue la primera vez que habló, me
dijo: “Recoge tus cosas porque vine a buscarte”. Ah, Señora mía, qué difícil
era decirnos simplemente que nos queríamos, qué difícil. Usted nunca pudo, en
ese entonces, hablarme como lo que yo era, una muchacha de veinte años, que
descubría al mundo como un gran circo, con equilibristas, payasos y también
empresarios. Pero yo tampoco era capaz de dilucidar todo el amor que podía
haberla llevado a usted a subir los cinco pisos de aquella escalera, húmeda y
oscura.
En estos días, limpiando la habitación, encontré
por casualidad la tarjeta que usted me envió de Huston... La habían ocultado
para que yo no la viese, llegó después de su muerte, como todas las que envió a
cada uno de sus hijos. Querida madre, me hablaba usted de los niños, los
parques y los pájaros, estaba feliz y quería verme... ¿Qué imagina que puede
sentir al leerla? En cosa de horas, usted se traslada a la sala de cirugía,
vestida con la ilusión de un próximo retorno. En unas horas se nos notifica que
ha muerto. En unas horas se nos participa que seremos seres inconclusos per secula
seculorum. En unas horas nos desgarran el sueño. En unas horas nos la
entregan a usted, metida en una caja gris. En unas horas nos hacen reconocer
que ya no hablará más del aljibe de la casa de Clarines, ni de los caballitos
sanjuaneros, ni de las muñecas de trapo, no de la no me olvides, ni cantará Perfume
de gardenias, ni servirá la cena de año nuevo, ni cuidará los gatos, ni se
reirá, ni construirá esos encajes dibujados de muñequitos, oficio de
alquimista, de artesano chino. En unas horas, en un puñadito chiquito de horas,
quieren enseñarnos, de una vez por todas, que “La luna no es pan-de-horno” ¿Se
imagina, Señora mía? Es el desgarre total, es que lo agarren a uno y le den
palo y palo, es como si lo rasgaran con una hojilla desde el centro mismo de la
cabeza, es como si de pronto la ciudad se vaciara y no te quedara ni un alma
conocida. Es el vacío. El silencio infinito y blanco. Es como quedarse mudo y
tragarse el grito. Por eso, usted comprenderá, pedí que cerraran el ataúd; por
eso, no pude seguir viéndola así, con el vestido blanco y su rictus de
seriedad, porque uno tiene sus límites, Señora mía, y sabe cuándo está a punto
de desgranarse en filamentos de vidrio incinerable, porque uno se empeña en eso
de que “el ánima bien templada salva la doliente criatura”. Yo quiero que usted
se ponga en mi lugar por un segundo... ¿Lo comprende ahora? Tiene ahora que
comprender, Señora, por qué le digo que nos dejó como legado la desesperanza,
porque no ha habido nada como ahogarse en esta ausencia, en esta sensación de
lo inconcluso.
8. La abeja haragana (Horacio Quiroga)
Había
una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los
árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de
conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era,
pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire,
la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se
peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy
contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se
lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para
llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién
nacidas.
Como
las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la
hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas
que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas
abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo
pelado porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la
colmena.
Un
día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
-Compañera:
es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La
abejita contestó:
-Yo
ando todo el día volando, y me canso mucho
-No
es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un
poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y
diciendo así la dejaron pasar.
Pero
la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas
que estaban de guardia le dijeron:
-Hay
que trabajar, hermana.
Y
ella respondió en seguida:
-¡Uno
de estos días lo voy a hacer!
-No
es cuestión de que lo hagas uno de estos días le respondieron- sino mañana
mismo. Acuérdate de esto.
Y
la dejaron pasar.
Al
anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la
abejita exclamó:
-¡Sí,
sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No
es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que
trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído
una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y
diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero
el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al
caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La
abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que
estaría allá dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de
guardia se lo impidieron.
-¡No
se entra!-le dijeron fríamente.
-¡Yo
quiero entrar!-clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta
es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. No
hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana
sin falta voy a trabajar!-insistió la abejita.
-No
hay mañana para las que no trabajan - respondieron las abejas, que saben mucha
filosofía.
Y
esto diciendo la empujaron afuera.
La
abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía
apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido
por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose
entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le
parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a
caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay,
mi Dios!-clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y tentó entrar en la colmena.
Y tentó entrar en la colmena.
Pero
de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón!-gimió
la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya
es tarde-le respondieron.
-¡Por
favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es
más tarde aún.
-¡Compañeras,
por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por
última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
-No,
no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el
trabajo. Vete.
Y
la echaron.
Entonces,
temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se
arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al
fondo de una caverna.
Creyó
que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló
bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la
miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En
verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía
tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las
culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al
encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós
mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero
con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
-¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas
horas.
Es
cierto -murmuró la abejita-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo así-agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
-Siendo así-agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La
abeja, temblando, exclamó entonces:
-¡No
es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte
que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah,
ah!-exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a los hombres?
¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes, son más justos,
grandísima tonta?
-No,
no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y
por qué, entonces?
-Porque
son más inteligentes.
Así
dijo la abejita. Pero la culebra se echo a reír, exclamando:
-¡Bueno!
Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y
se echo atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
-Usted
hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo
menos inteligente que tú, mocosa?- se rió la culebra.
-Así
es- afirmó la abeja.
-Pues
bien- dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga
la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y
si gano yo?- preguntó la abejita.
-Si
ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta
que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado-
contestó la abeja.
La
culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás
podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió
un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y
volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que
estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los
muchachos hacen bailar como trompas esas cápsulas, y les llaman trompitos de
eucalipto.
-Esto
es lo que voy a hacer- dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y
arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la
desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando
y zumbando como un loco.
La
culebra reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer
bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido
zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la
abeja dijo:
-Esa
prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces,
te como -exclamó la culebra.
-¡Un
momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué
es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo?
-exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de
aquí?
Sin
salir de aquí.
-¿Y
sin esconderte en la tierra?
-Sin
esconderme en la tierra.
-Pues
bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida -dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La
abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres" búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres" búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La
culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la
prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde
estaba?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No
me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí
-respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la
plantita.
¿Qué
había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva,
muy común también en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus
hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en
Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas
de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraron,
ocultando completamente al insecto.
La
inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este
fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar
su vida.
La
culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la
abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de
respetarla.
Fue
una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más
alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua
entraba como un río adentro.
Hacía
mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en
cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía
entonces llegado el término de su vida.
Nunca
jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan
horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena,
bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando
llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita
voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el
esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle
nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana,
sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la
vida.
Así
fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó
tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días,
tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas
que la rodeaban:
-No
es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo
usé una sola vez mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría
necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado
tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la
noción del deber, que adquirí aquella noche.
Trabajen,
compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad
de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman
ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una
abeja.
9. Luvina (Juan Rulfo)
De
los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está
plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal
con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma
que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se
han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y
brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque
esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches
y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
...Y
la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un
fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas
barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en
tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un
viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que
apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus
manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de
sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas.
Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire
con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una
piedra de afilar.
-Ya
mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque
arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá
usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y
sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un
sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como
si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso,
raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala
picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si
se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El
hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera. Hasta
ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los
camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y
los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que
salía de la tienda.
Los
comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo
con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye,
Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después
añadió:
-Otra
cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte
está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra
nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar
los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros
apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con
su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...
Los
gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo
que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más
lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego,
dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues
sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas
cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el
pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran
las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas
infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo
de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al
año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“...Sí,
llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca
y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí
llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras
filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la
tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió
la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
-Por
cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para
allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no
se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y
usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí
sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera
nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno,
apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la
viva carne del corazón.
“...Dicen
los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento
recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo
siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del
desconsuelo... siempre.
”Pero
tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O
tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé
que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se
acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la
extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba
llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas
como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá
afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños
jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El
hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora
venía diciendo:
-Resulta
fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no
tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir
hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida...
Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora
usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en
su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina...
¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y
a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con
aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a
Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las
bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo
me vuelvo -nos dijo.
“Espera,
¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí
se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y
se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos
como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros,
mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza,
con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde
sólo se oía el viento...
“Una
plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces
yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En
qué país estamos, Agripina?
“Y
ella se alzó de hombros.
“-Bueno,
si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te
aguardamos -le dije.
“Ella
agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al
atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a
buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos
metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con
el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué
haces aquí Agripina?
“-Entré
a rezar -nos dijo.
“-¿Para
qué? -le pregunté yo.
“Y
ella se alzó de hombros.
“Allí
no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos
socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un
cedazo.
“-¿Dónde
está la fonda?
“-No
hay ninguna fonda.
“-¿Y
el mesón?
“-No
hay ningún mesón
“-¿Viste
a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí,
allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas
de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomándose para
acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué
darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de
comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué
no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré
aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué
país éste, Agripina?
“Y
ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella
noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar
desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo
estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo
estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas;
golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y
duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo
de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento
como si fuera un rechinar de dientes.
“Los
niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de
retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí,
sin saber qué hacer.
“Poco
después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento
en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado
con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de
los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué
es? -me dijo.
“-¿Qué
es qué? -le pregunté.
“-Eso,
el ruido ese.
“-Es
el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero
al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy
cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me
levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se
hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé
de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve
en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al
hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro
fondo de la noche.
“-¿Qué
quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?
“Una
de ellas respondió:
“-Vamos
por agua.
“Las
vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a
caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“No,
no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“...
¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite
el mal sabor del recuerdo.”
-Me
parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La
verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo
enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es
muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van
amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche.
Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una
esperanza.
“Usted
ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor...
Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol,
subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y
entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la
eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque
en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como
quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que
han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como
quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de
Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo
quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo
Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les
hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido
cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro
hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el
año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero
es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos
trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron
con su ley...
“Mientras
tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus
puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud
del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un
día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera
buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna
parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Ellos
me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo
se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices
que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les
dije que sí.
“-También
nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la
madre de Gobierno.
“Yo
les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se
rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los
dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“Y
tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno
de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él
hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe. “-Tú nos quieres
decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres
sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a
nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y
allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y
tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro
de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No
oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura
lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja
de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa
la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se
esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya
no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“...Pero
mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas
horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo:
‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En
esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a
todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla
en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se
deshizo...
“San
Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el
purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay
ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que
allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso
acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá
pronto lo que le digo..
“¿Qué
opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la
cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye ,
Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues
sí, como le estaba yo diciendo...”
Pero
no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes
ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera
seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos
de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo
de la puerta se asomaban las estrellas.
El
hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.
10.
La gallina degollada (Horacio Quiroga)
Todo el día,
sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra,
cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a
cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.
La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces,
alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico.
Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre
estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día
sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce
años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta
absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro
idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres
meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y
mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el
amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron
Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,
creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que
tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones
terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo
examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas
del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos
días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia,
el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente
idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
— ¡Hijo, mi hijo
querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado,
acompañó al médico afuera.
—A usted se le
puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo
que le permita su idiotismo, pero no más allá.
— ¡Sí...! ¡Sí! —Asentía
Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la
herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la
madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo
un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma
destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño
idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener
sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven
maternidad.
Como es natural, el
matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su
salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día
siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres
cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su
amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada
ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza
e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre
brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una
vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por
punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de
su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro
hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre
el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo
obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora
descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo,
confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus
esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su
infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí
la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza
de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera
esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de
los corazones inferiores.
Iniciáronse con el
cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la
atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole
una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías
tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó
leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez
—repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un
poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos,
¿me parece?
—Bueno; de nuestros
hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se
expresó claramente:
— ¿Creo que no vas
a decir que yo tenga la culpa, no?
— ¡Ah, no! —se
sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba más...!
—murmuró.
— ¿Qué, no faltaba
más?
— ¡Que si alguien
tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró
un momento, con brutal deseo de insultarla.
— ¡Dejemos!
—articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero
si quieres decir...
— ¡Berta!
— ¡Como quieras!
Este fue el primer choque
y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se
unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña.
Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro
desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su
complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la
mala crianza.
Si aún en los
últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse
casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz
que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo.
No por eso la paz
había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.
Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y
al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se
siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del
todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia
de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos
sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad.
No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia.
De este modo
Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a
los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y
fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna
llaga.
Hacía tres horas
que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de
Mazzini.
— ¡Mi Dios! ¿No
puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me
olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió,
desdeñosa:
— ¡No, no te creo
tanto!
—Ni yo, jamás, te
hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
— ¡Qué! ¿Qué
dijiste...?
— ¡Nada!
— ¡Sí, te oí algo!
Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener
un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso
pálido.
— ¡Al fin! —murmuró
con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
— ¡Sí, víbora, sí!
Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de
delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos
tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a
su vez.
— ¡Víbora tísica!
¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al
médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu
pulmón picado, víbora!
Continuaron cada
vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente
sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y
como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado
intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva
cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un
espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y
mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a
decir una palabra.
A las diez
decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a
la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante
había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó
sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas,
con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo...
rojo...
Berta llegó; no
quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido
y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija,
más irritado era su humor con los monstruos.
— ¡Que salgan,
María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres
bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de
almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a
pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un
momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas
no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el
cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más
inertes que nunca.
De pronto, algo se
interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta.
Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una
silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y
su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas,
la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el
equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del
cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo
con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de
los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus
pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de
gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron
hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar
a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de
ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
— ¡Suéltame!
¡Déjame! —gritó sacudiendo la
pierna. Pero fue atraída.
— ¡Mamá! ¡Ay, mamá!
¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero
sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma...
—No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles
como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la
cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta,
arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa
de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te
llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído,
inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y
mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
— ¡Bertita!
Nadie respondió.
— ¡Bertita! —alzó
más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue
tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de
horrible presentimiento.
— ¡Mi hija, mi
hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina
vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y
lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se
había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el
grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido
como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
— ¡No entres! ¡No
entres!
Berta alcanzó a ver
el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse
a lo largo de él con un ronco suspiro.
11. El paso del Yabebirí. (Horacio Quiroga)
En el río Yabebirí,
que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir
precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un
solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y
que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre
iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se
puede sentir.
Como en el Yabebirí
hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de
dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces
que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también
todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien: una vez
un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque
tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para
comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres
que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un
carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte,
y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a
su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba
a la orilla Y
cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por
el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía
feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una
vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas
en el agua, gritando:
— ¡Eh, rayas!
¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo
oyeron, corrieron ansiosas a la
orilla. Y le preguntaron al zorro:
— ¿Qué pasa? ¿Dónde
está el hombre?
— ¡Ahí viene!
—gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo!
¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
— ¡Ya lo creo! ¡Ya
lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el
tigre, ése no va a pasar!
— ¡Cuidado con él!
—gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!.
Y pegando un
brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de
hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y
la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y
desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó
tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero
apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron
de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una
raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran
cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían
aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un
terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
— ¡El tigre! ¡El
tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre
que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la
costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría
por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un
rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo
metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez
terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que
defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de
la cola.
El tigre quedó
roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla
turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que
no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
— ¡Ah, ya sé lo que
es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
— ¡No salimos!
—respondieron las rayas.
— ¡Salgan!
— ¡No salimos! ¡Él
es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
— ¡Él me ha herido
a mí!
— ¡Los dos se han
herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra
protección!... ¡No se pasa!
— ¡Paso! —rugió por
última vez el tigre.
— ¡NI NUNCA!
—respondieron las rayas.
(Ellas dijeron
"ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.)
— ¡Vamos a ver!
—rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que
las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un
salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así
comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo
habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
— ¡Fuera de la
orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal!
Y en un segundo el
ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el
tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría,
porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas
habían quedado todas en la orilla, engañadas...
Pero apenas dio un
paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo
detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a
picaduras.
El tigre quiso
continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y
retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque
no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera
cansadísimo.
Lo que pasaba es
que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habían
vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que
viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían
defender más el paso.
En efecto, el monte
bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre
tirado de costado en la
arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de
las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
— ¡Rayas! ¡Quiero
paso!
— ¡No hay paso!
—respondieron las rayas.
— ¡No va a quedar
una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
— ¡Aunque quedemos
sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
— ¡Por última vez,
paso!
— ¡NI NUNCA!
—gritaron las rayas.
La tigra,
enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya,
acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al
rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
— ¡Parece que
todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre
las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una
palabra.
Mas las rayas
comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su
enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que
había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las
rayas.
— ¡Va a pasar el
río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que
defender a nuestro amigo!
Y se revolvían
desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
— ¡Pero qué
hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar
antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer.
Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
— ¡Ya está! ¡Qué
vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que
nadie!
— ¡Eso es!
—gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la
voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un
verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que
iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo,
apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra
ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas
habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se
abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal,
enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de
agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas,
cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a
echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas;
por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas
estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían
acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer?
Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin
dijeron:
— ¡Ya sabemos lo
que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir
todos los tigres y van a pasar!
— ¡NI NUNCA!
—gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
— ¡Sí, pasarán,
compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son muchos acabarán
por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a
ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el
paso del río.
El hombre estaba
siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse
un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo
habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se
enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y
dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y
dijo entonces:
— ¡No hay remedio!
Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
— ¡No pasarán!
—dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
— ¡Sí, pasarán,
compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El único modo
sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero
yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y ninguno de ustedes
sabe andar por la tierra.
— ¿Qué hacemos
entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a ver...
—dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara
algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con
mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el
Yabebirí... pero no sé dónde estará...
Las rayas dieron
entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su
guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a
mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo
a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en
la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la
pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta:
Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco
balas.
Apenas acabó el
hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos los
tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza
afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual
salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo,
porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas
reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:
— ¡Ligero, compañeros!
¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén
prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos
si van a pasar!
Y el ejército de
dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con
la velocidad que llevaban.
No quedó raya en
todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río,
alrededor de la isla. De
todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los
arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso
contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban
a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra
vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres
desembocaron en la costa.
Eran muchos;
parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí
entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a
defender a todo trance el paso.
— ¡Paso a los
tigres!
— ¡No hay paso!
—respondieron las rayas.
— ¡Paso, de nuevo!
— ¡No se pasa!
— ¡No va a quedar
raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso!
— ¡Es posible!
—respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los
nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron
las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
— ¡Paso pedimos!
— ¡NI NUNCA!
Y la batalla
comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron
todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a
aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos
se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban
por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía
un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían
también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa,
horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los
tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por
el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró
esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra
vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había
pasado.
Pero las rayas
estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las
que quedaban vivas dijeron:
—No podremos
resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que
vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados
volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos
en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron
entonces a ver al hombre.
— ¡No podremos
resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
Y aun algunas rayas
lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
— ¡Váyanse, rayas!
—respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado
por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
— ¡NI NUNCA!
—gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el
Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió
antes a nosotras!
El hombre herido
exclamó entonces, contento:
— ¡Rayas! ¡Yo estoy
casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue
el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a
ustedes!
— ¡Sí, ya lo
sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de
hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían
descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar,
rugieron:
— ¡Por última vez,
y de una vez por todas: paso!
— ¡Ni NUNCA!
—respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez
al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a
orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas
volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero nadie
retrocedía un paso.
Y los tigres no
sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba
a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se
habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había
muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron
entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y
las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se
lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco
tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
— ¡A la isla!
¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto
era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los
tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.
Pero también en ese
momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a
toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el
winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio un
gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las
rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de
costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con
la rapidez del rayo.
Y en el preciso
momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con
desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a
su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el
tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto,
con la frente agujereada de un tiro.
— ¡Bravo, bravo!
—clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya
estamos salvadas!
Y enturbiaban toda
el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo
tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto
lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como
si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros.
Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y
allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los
dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua
de contento.
En poco tiempo las
rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El
hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la
vida, que se fue a vivir a la
isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba tender se en
la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito,
se lo mostraban a los peces, que no le conocían, contándoles la gran batalla
que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.
12. El loro pelado (Horacio Quiroga)
Había una vez una
bandada de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano
iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran
barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles
más altos, para ver si venía alguien.
Los loros son tan
dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los
cuales, después se pudren con la
Lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para
comerlos guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre
bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato
antes de dejarse agarrar. El peón lo Llevó a la casa, para los hijos del
patrón; los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se
curó muy bien, y se amansó completamente. Se Llamaba Pedrito. Aprendió a dar la
pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y les hacía cosquillas en
la oreja.
Vivía suelto, y
pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba
también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la
hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y
se subía por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con
leche.
Tanto se daba
Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro
aprendió a hablar.
Decía: "¡Buen
día, lorito!” “¡Rica la papa!" "¡Papa para Pedrito!..." Decía
otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos,
aprenden con gran facilidad malas palabras.
Cuando Llovía, Pedrito
se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando
el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.
Era, como se ve, un
loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros,
tenía también, como las personas ricas, su five o clock tea.
Ahora bien: en
medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol
después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:
—¡Qué lindo día,
lorito!... ¡Rica, papa!... ¡La pata, Pedrito!... y volaba lejos, hasta que vio
debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta
blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol a
descansar.
Y he aquí que de
pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como
enormes bichos de luz.
—¿Qué será? —se
dijo el loro— ¡Rica, papa!... ¿Qué será eso?... ¡Buen día, Pedrito!... El loro
hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son,
y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en
rama, hasta acercarse.
Entonces vio que
aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado,
mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba
tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.
—¡Buen día, tigre!
—le dijo— ¡La pata, Pedrito!...
Y el tigre, con esa
voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:
— ¡Bu-en día!
— ¡Buen día, tigre!
—repitió el loro—. ¡Rica, papa!... ¡rica, papa!... ¡rica papa!...
Y decía tantas
veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía
muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos
del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.
— ¡Rico té con
leche! —le dijo—. ¡Buen día, Pedrito!... ¿Quieres tomar té con leche conmigo,
amigo tigre?
Pero el tigre se
puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su
vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:
— ¡Bue-no!
¡Acércate un po-co que soy sor-do!
El tigre no era
sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un
zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa
cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló
hasta otra rama más cerca del suelo.
— ¡Rica, papa, en
casa! —repitió gritando cuanto podía.
— ¡Más cerca! ¡No
oigo! —respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó
un poco más y dijo:
— ¡Rico, té con
leche!
— ¡Más cerca
todavía! —repitió el tigre.
El pobre loro se
acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como
una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo,
pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una
sola pluma en la cola.
— ¡Tomá!—rugió el
tigre—. Andá a tomar té con leche...
El loro, gritando
de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le
faltaba la cola, que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el
aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban
asustados de aquel bicho raro.
Por fin pudo llegar
a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera.
¡Pobre, Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado,
todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor con esa
figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el tronco de un eucalipto y
que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de
vergüenza.
Pero entretanto, en
el comedor todos extrañaban su ausencia:
— ¿Dónde estará
Pedrito? —decían. Y llamaban—: ¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito! ¡Té con leche,
Pedrito!
Pero Pedrito no se
movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas
partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había
muerto, y los chicos se echaron a Llorar.
Todas las tardes, a
la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuánto le gustaba
comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre, Pedrito! Nunca más lo verían porque
había muerto.
Pero Pedrito no
había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque
sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y
subía en seguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, iba a mirarse en
el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho
en crecer.
Hasta que por fin
un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a
Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se
querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas
plumas.
— ¡Pedrito, lorito!
—le decían—. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que
eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía
sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola
palabra.
Por eso, el dueño
de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a
pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que le
había pasado; un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y
concluía cada cuento, cantando:
— ¡Ni una pluma en
la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a
cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa,
que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía
falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a
entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje
al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al tigre, lo distraería
charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.
Y así pasó. El
loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo
tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de
ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él:
eran los ojos del tigre.
Entonces el loro se
puso a gritar:
— ¡Lindo día!...
¡Rica, papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con leche?...
El tigre
enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que
tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esta vez no se le escaparía, y de
sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:
—Acer-cá-te más!
¡Soy sor-do!
El loro voló a otra
rama más próxima, siempre charlando:
— ¡Rico, pan con
leche!... ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!...
Al oír estas
últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.
— ¿Con quién estás
hablando? —rugió—. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?
— ¡A nadie, a
nadie! —gritó el loro—. ¡Buen día, Pedrito!... ¡La pata, lorito!...
Y seguía charlando
y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de
este árbol, para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con
escopeta al hombro.
Y Llegó un momento
en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre,
y entonces gritó:
— ¡Rica, papa!...
¡ATENCIÓN!
— ¡Más cer-ca
aún!—rugió el tigre, agachándose para saltar.
— ¡Rico, té con
leche!... ¡CUIDADO, VA A SALTAR! y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme
salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire.
Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenia el cañón de la escopeta
recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y
nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el
corazón del tigre, que lanzando un rugido que hizo temblar el monte entero,
cayó muerto.
Pero el loro !Qué
gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado — ¡y
bien vengado!— del feísimo animal que le había sacado las plumas!
El hombre estaba
también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía
la piel para la estufa del comedor.
Cuando Llegaron a
la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el
hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.
Vivieron en
adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el
tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té se
acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo
invitaba a tomar té con leche.
— ¡Rica, papa!...
—le decía—. ¿Querés té con leche?... ¡La papa para el tigre!...
Y todos se morían
de risa. Y Pedrito también.
13.
El diente roto (Pedro Emilio Coll)
A los doce años,
combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la
sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de
sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la
lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la
mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y
tranquilo.
Los padres de Juan,
hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las
perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y
castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación
de Juan.
Juan no chistaba y
permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá
adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente
roto sin pensar.
—El niño no está
bien, Pablo —decía la madre al marido—, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y
procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito,
ningún síntoma de enfermedad.
—Señora —terminó
por decir el sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me
impone el deber de declarar a usted...
— ¿Qué, señor
doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.
—Que su hijo está
mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa—
es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable
señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo
es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de
la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos
se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los
padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del
"niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel
hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la
más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que
voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a
colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo
desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en
medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su
lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo
crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie
se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más
hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior,
entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su
boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y
Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado
Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su
diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las
campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una
fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la
tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
14. Un caballo amarillo (Enodio Quintero)
Si yo soñara con que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenita. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.
Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de la alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.
Por un rato ando extraviado entre e humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un Cristo con cara de perro regañado y vocifera n un idioma extraño, mezcla de latín, sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por turno, a torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.