Buscar

miércoles, 28 de julio de 2010

HOMERO


Homero (en griego Oμηρος Hómēros) fue un poeta y rapsoda griego antiguo al que tradicionalmente se le atribuye la autoría de las principales épicas griegas —La Ilíada y La Odisea—, la épica menor cómica Batracomiomaquia («La guerra de las ranas y los ratones»), el corpus de los himnos homéricos, y varias otras obras perdidas o fragmentarias tales como Margites. Algunos autores antiguos le atribuían el Ciclo Épico completo, que incluía más poemas sobre la Guerra de Troya así como poemas tebanos sobre Edipo y sus hijos. En todo caso, no cabe duda de que es el pilar sobre el que se apoya la épica grecolatina y, por ende, la literatura occidental.

En la figura de Homero confluyen realidad y leyenda, la tradición sostenía que Homero era ciego, y varias ciudades jónicas reclamaban ser su lugar de nacimiento, pero por lo demás su biografía es una hoja en blanco. Entre los investigadores hay considerable debate sobre si Homero fue una persona real o bien el nombre dado a uno o más poetas orales que cantaban obras épicas tradicionales. Se ha cuestionado repetidamente si el autor de La Ilíada y La Odisea fue el mismo poeta, pues sí suele estarse de acuerdo en que la Batracomiomaquia, los himnos homéricos y los poemas cíclicos son posteriores a estos dos poemas épicos. Sin embargo, en la antigüedad clásica no sólo no existían estas dudas sino que se consideraban sus dos obras principales (La Ilíada y La Odisea) como relatos históricos reales.

Nada seguro se sabe sobre su vida. Muchas ciudades se disputaron el honor de ser su patria. Existe una tradición que le supone ciego, pero este detalle es puramente legendario. Fue jonio, es probable que naciera en Esmirna, viviera en Quíos y muriera en Ios. Heródoto supone que vivió hacia 850 a. J.C.; nadie ha rebatido esta fecha. Se le considera autor de la Ilíada y de la Odisea, que suman, entre las dos, 27.800 versos. Los himnos homéricos y la Batracomiomaquia, que también le fueron atribuidos, son posteriores. La gloria de Homero fue inmensa. Ningún poeta ha sido objeto de una admiración tan constante y tan ferviente.


LA ILIADA

La Ilíada consta de 24 cantos y unos 15.000 versos. Temporalmente se la puede ubicar en el último año de la guerra de Troya, que constituye el hecho que ambienta y da sentido al poema. Narra la historia del héroe griego Aquiles quien es ofendido por su superior, Agamenón, y causa su retiro de la batalla. Los griegos sufren terribles derrotas a manos de los troyanos. Patroclo se pone a la cabeza de sus tropas, pero muere en el combate, y Aquiles, presa de furia y rencor, dirige su odio hacia los troyanos, y hacia Héctor (hijo del rey Príamo), a quien derrota.

LA ODISEA

La Odisea consta de unos 10.000 versos divididos en 24 cantos, y narra el regreso de Ulises, el héroe griego (también llamado Odiseo) de la guerra de Troya. Durante su ausencia, un grupo de pretendientes de su esposa Penélope está acabando con sus bienes. La epopeya abarca sus diez años de viajes, y los diversos peligros con los que se debió enfrentar, (como el cíclope), continúa con la llegada de Ulises a su isla natal, Ítaca. Allí prueba la lealtad de sus sirvientes, ejerce venganza contra los pretendientes de Penélope, y logra volver a reunirse con su hijo, su esposa y su padre.

OTROS DATOS DE INTERÉS PARA CONOCER MÁS DE LOS POEMAS HOMÉRICOS

La Guerra de Troya

La guerra de Troya y su continuación constituye uno de los núcleos más importantes de las denominadas leyendas heroicas, en las que según la tradición se inspiró Homero, el más antiguo poeta griego conocido ( s. VIII a. C.), para componer los dos grandes poemas épicos: la Ilíada y la Odisea, gracias a los cuales, y a las fuentes de aquel acontecimiento que nos han llegado podremos reconstruir paso a paso aquella importante lucha. La Guerra de Troya, relato “épico”, no es exactamente ni mítico ni histórico: se sitúa en la encrucijada del mito y de la historia, y participa, simultáneamente, de las características de ambos. Por tanto, es posible pasar del mito a la leyenda, y de la leyenda a la historia.

Así, pues, los sucesos de la Guerra de Troya se encuentran entremezclados por la mitología y la leyenda. Tucídides, antiguo historiador griego, quien trataba las tradiciones como datos históricos, sometidos a la crítica, fue quien trató sobre los primeros episodios de la historia de la Guerra de Troya. De las nueve ciudades superpuestas en Troya, Troya VI fue destruida por el fuego aproximadamente en la época en que las tradiciones ubicaban la guerra de Troya (1194-1184 a.C.).


Homero cita a Troya como la del ancho camino; dice que "Troya tenía una calle ancha en torno a la ciudad, en el interior de las murallas. Estas murallas fueron edificadas por dos dioses y un mortal, y el sector construido por este último era más débil y resultó vulnerable: las murallas de Troya eran más débiles en un punto (donde el acceso era más difícil), y esto coincide con la descripción homérica". Los poemas de poetas que iban de un lugar a otro, llamados "aedos" y los poemas épicos de Homero cantan a los héroes de episodios bélicos. La Guerra de Troya sucedió a principios del Siglo XII antes de Cristo, cuando el Rey de Micenas, Atreo (padre de Agamenón), dirigió el ataque contra Troya.

Según la leyenda, Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, rapta a Helena (otras versiones dicen que se la entrega la diosa Afrodita), la mujer de Menelao, rey de Esparta. Para rescatarla y en venganza, Menelao solicita la ayuda de su hermano Agamenón, rey de Micenas. Con el apoyo de todos los reyes griegos inician la guerra a Troya. La guerra fue larga pues también intervenían los dioses, se enfrentaban entre ellos, ayudando a los troyanos en ocasiones, y en otras a los griegos. La Ilíada de Homero trata sobre un episodio de esta guerra, en el último año de acciones bélicas.

El Juicio de Paris, y el rapto de Helena

Se celebraban las bodas de Peleo, rey de Ptía en la región de Tesalia, con la nereida Tetis, y a la ceremonia fueron invitadas todas las divinidades, a excepción de Eris ( la Discordia). Durante el banquete apareció Eris y, dirigiéndose al cortejo de diosas allí presente, les arrojó con desprecio una manzana de oro en la que podía leerse: “regalo para la diosa más hermosa”. Tras una serie de exclusiones, la elección quedaría reducida a: Hera, Atenea y Afrodita. Éstas solicitaron de Zeus que actuara de árbitro en la concesión del preciado premio, pero éste, sugirió que fueran a buscar a Paris, (hijo de Príamo, rey de Troya) experto en estas lides, que apacentaba en el monte Ida los rebaños reales de la ciudad.

Un oráculo había predicho a Príamo que su hijo causaría la ruina de su familia y de su ciudad, y por eso el rey resolvió alejarlo, obligándole a realizar un oficio de pastor, no acorde con su condición de príncipe. Paris compartía su vida sentimental con la ninfa Enone, y su padre Príamo hacía tiempo que no sabía de él. Cierto día Paris ve aparecer ante él las bellísimas figuras de las tres grandes diosas, que le expusieron el objeto de su visita. Una a una le intentaron sobornar con promesas muy sugerentes: Hera le prometió el poder sin límites, Atenea, la sabiduría y, por último, Afrodita, el amor de la mujer más bella de aquel entonces. Paris que tenía ya fama de ser un mujeriego, no dudó un instante y concedió la manzana a la diosa del amor. Así fue el famoso Juicio de Paris, inmortalizado por las artes, y cuya decisión sería el origen y causa de la Guerra de Troya.

La mujer más bella era Helena, pero existía un problema: estaba casada con Menelao, rey de Esparta, por muerte de su suegro Tindáreo. Sin embargo, Afrodita condujo a Paris a Esparta, donde Menelao y Helena atendieron maravillosamente al huésped ( las leyes de hospitalidad en aquella época eran sagradas), sin sospechar nada. Menelao tuvo que ausentarse a Creta para estar presente en las exequias del rey cretense Catreo, y Helena tuvo que reemplazar a su esposo en las funciones de anfitrión. Afrodita hizo el resto: Helena se entrega irremisiblemente a los encantos del huésped.

Cuando Menelao regresó se encontró con la desagradable nueva de que se habían marchado “ los enamorados” hacia Troya. Sus lamentos estremecieron no sólo al Peloponeso, sino a toda Grecia. La afrenta fue mayor, pues Paris se había aprovechado de las leyes de hospitalidad para conseguir su objetivo. Entonces Menelao, apela al juramento realizado por los príncipes griegos cuando Helena le había escogido, les convocó a todos ellos para hacerse a la mar y reducir a cenizas a la ciudadela de Troya. Sin embargo, no fue sólo el rapto de Helena el motivo del conflicto bélico, sino que en primera instancia por el odio que Hera y Atenea sintieron contra Paris al verse postergadas, jurando venganza sobre él y el pueblo troyano, por extensión.

Preparativos para la guerra

Según algunas versiones, durante el viaje de regreso a Troya, Paris y Helena sufrieron las iras de Hera, que desvió la nave en la que viajaban hacia la ciudad fenicia de Sidón (actual Libano. La Ilíada alude a este episodio. Parece ser que algún hermano de Paris le instó a que devolviera a Helena a su esposo, por los grandes males que su rapto acarrearía. Pero Príamo que, ya anciano, por fin recuperaba a su hijo Paris, tras su largo ostracismo por culpa del oráculo, decide que se queden, y poco después se celebró la boda.

Agamenón, hermano del ultrajado Menelao, fue nombrado jefe supremo de la expedición contra Troya. Primero, intentaron con embajadores exigir la inmediata devolución de Helena. Pero Príamo aprobó la conducta de su hijo, y les recordó que los mismos griegos en otro tiempo habían raptado a diversas princesas, e incluso a Hesíone, su propia hermana. Regresan los embajadores con la negativa de Príamo. Entonces se inician los preparativos para la guerra. Agamenón reúne una extraordinaria flota, con los más importantes príncipes de toda Grecia, incluso los dos más reticentes al principio: Odiseo y Aquiles. En efecto, Odiseo, casado con Penélope y con un hijo, Telémaco, al saber que lo andaban buscando, simuló haber perdido la razón y con ropa de campesino fingió sembrar sal en sus campos en lugar de trigo. Pero el emisario utilizó otra estratagema: colocó a su hijo Telémaco delante de la reja del arado de su padre, con lo que Odiseo no tuvo más remedio que girar la reja del arado, salvando así a su hijo de una muerte segura, pero a la vez demostrando que estaba cuerdo. Como el juramento era sagrado, Odiseo, a regañadientes, siguió al mensajero.

Aquiles, por su parte, era hijo de Peleo, y de la nereida Tetis. Cuando nació Aquiles, su madre lo sumergió en la laguna Estigia, haciéndolo invulnerable, salvo por la parte por donde lo había sujetado. ( otra versión nos cuenta que queriendo hacer inmortales a los hijos que va teniendo, Tetis los arroja recién nacidos al fuego, a escondidas de Peleo. Así perecieron seis hijos. El séptimo sería Aquiles. Tetis se dispone a hacer lo mismo, pero Peleo, se lo arrebata. Tetis confía luego su hijo al centauro Quirón para que se encargue de su educación)

La nereida sabía que si su hijo iba a la guerra perecería. Por ello lo disfrazó de mujer y lo envió a la corte del rey Licomedes. Agamenón encargó a Odiseo que averiguara dónde se hallaba escondido Aquiles. Odiseo se disfrazó de mercader ambulante y se presento en el palacio de Licomedes. Todas las mujeres y muchachas quisieron comprar al improvisado vendedor muñecas, cosméticos y abalorios femeninos, excepto Aquiles que, despreocupado, se fijó en unas espadas y puñales que el astuto Odiseo había ocultado entre las otras prendas femeninas. Y así descubrió el engaño, y le instó a que se incorporara a la flota hacia Troya.

Homero refiere que la flota griega se componía de 1070 naves. Según el historiador Tucídides, el ejército lo componían 75.000 combatientes. Agamenón, rey de Micenas, sería el caudillo supremo. En la Ilíada se nos indica un largo catálogo de los pueblos helénicos que participaron en la guerra, entre otros: arcadios, atenienses, espartanos, beocios, cretenses, eubeos, itacenses, mirmidones, tesalios, etc. Por lo que se refiere a los troyanos, tuvieron como aliados a los siguientes- algunos mítico-legendarios-: amazonas, ciconios, dardanios, frigios, pelasgos, persas, etíopes, etc. Los propios dioses se dividieron en dos bandos: a) Poseidón, Hera y Atenea: ayudarán a los griegos. b) Afrodita y, ocasionalmente, Ares y Apolo a los troyanos. Zeus prefirió mantenerse neutral, aunque al principio manifestó predilección por Héctor, hijo de Príamo y hermano del raptor Paris, el más valiente de los jefes troyanos.

La cólera de Aquiles

Al cumplirse el décimo año de la guerra, Troya se hubiera rendido ya por falta de agua y provisiones, y de ayuda exterior. Pero, entonces en el campo griego estalló la discordia, una vez más con una mujer como causa. Sucedió que los griegos habían hecho prisionera a la bella Criseida, hija de Crises, sacerdote de Apolo. Agamenón, lleno de soberbia, esgrimió el derecho que le daba el hecho de ser caudillo supremo y se quedó con la joven como botín. El anciano sacerdote se presenta ante el campamento griego, y solicita la devolución de su hija, como único sostén de su vejez. Agamenón lo rechazó bruscamente. Críses entonces suplica a Apolo. Éste atendió las súplicas de su ministro y desde lo alto empezó a disparar sus ardientes fleches ( la peste), que diezmaron el ejército griego. Se extendió la peste por el campamento griego y las piras ardían sin descanso.

Por consejo de Aquiles se reunieron los jefes griegos en asamblea. Convocaron al adivino Calcante y le interrogaron sobre el origen de la cólera de Aquiles. El sacerdote expuso su temor en confesarla, a menos que Aquiles no garantizara su seguridad. Finalmente Calcante afirmó que el mal sólo desaparecería si Criseida era devuelta a su padre Crises. Agamenón se vio obligado a ceder a regañadientes. Devuelve a Criseida, pero encarga a dos hombres que se dirijan a la tienda de Aquiles y se lleven a su esclava Briseida, de quien el propio Aquiles estaba enamorado. Éste les tranquilizó a estos emisarios, pero les advirtió que Agamenón pagaría caro su atrevimiento. Desde ese momento Aquiles se negó a participar en la lucha, encerrándose en su tienda. Su propia madre Tetis le espoleó en su decisión, con el fin de salvar también el hado que pendía sobre su hijo.. A requerimiento de éste se presentó ante Zeus para que protegiera a los troyanos. Zeus consintió, aunque temía la cólera de su esposa Hera, dedicada a favorecer al bando griego, y aparentaba mostrarse neutral.

Durante los meses que duró la ausencia de Aquiles, los combates entre griegos y troyanos se sucedieron, llevando los griegos su peor parte. De pronto los dos bandos deciden parar y resolver que la contienda se decida entre el ofendido, Menelao, y el ofensor, Paris, en un combate singular. Éste, espoleado por su hermano Héctor, sale a combatir de la mejor manera que sabe: arrojó una lanza a Menelao que detuvo con su escudo. Cuando estaba a punto de sucumbir a manos de Menelao, Afrodita, su benefactora, se lo lleva del combate escondido en una nube, y regresa al lecho conyugal. Ambos ejércitos convinieron que, por la huida de Paris, Menelao era el justo vencedor; y los troyanos hubieran devuelto a Helena, si Hera y Atenea no hubieran instigado a los troyanos. Así, un soldado de los troyanos no aguantó más y disparó una flecha sobre Menelao. La improvisada tregua se rompió, y continuó la guerra.

Muerte de Patroclo, y venganza de su amigo Aquiles

Afrodita acude en ayuda de su hijo Eneas, cuando éste –el más valiente de los troyanos después de Héctor- estuvo a punto de perecer ante la acometida de Diomedes, quien llegó a herir a la diosa. Ésta abandonó a su hijo. Refugiándose junto a su padre Zeus en el Olimpo. Apolo sustituyó a Afrodita, salvando a Eneas y llevándoselo envuelto en una nube a la ciudad de Pérgamo, en donde su hermana Ártemis le curó la herida . Eneas no podía morir, pues el destino le había reservado que de su estirpe nacerían Rómulo y Remo, fundadores de Roma. Diomedes se creció y, animado por Hera, hirió por segunda vez al mismísimo dios de la guerra Ares. Atenea guió la lanza del héroe. El dios de la guerra tuvo que abandonar el campo de batalla. Zeus recordando la promesa hecha a Tetis, inclinó la balanza a favor de los troyanos. Héctor, gracias a esta ayuda divina, consiguió que los griegos se refugiaran junto a sus naves. Los griegos, reunidos en asamblea, deciden con Agamenón a la cabeza regresar a Grecia. Pero Odiseo le instó que debía de una vez por todas devolver a Briseida a Aquiles, para poder deponer su cólera. Agamenón prometió que así lo haría, pero Aquiles no se fió de tal promesa y también se preparaba para el regreso. Hera, entre tanto, roba el cinturón de Afrodita, y distrae a Zeus de la lucha. Acusa a Poseidón de haber sido artífice de la victoria momentánea de los griegos. Zeus ordenó a Iris que le comunicara a Poseidón que se retirara del lugar para que así se cumplieran sus deseos. Patroclo corrió hacia la tienda de su amigo Aquiles y le solicitó que depusiera su cólera y saliera a defender el campamento griego. Ante la negativa de éste , porque deseaba preservar su honor mancillado, Patroclo le pidió por lo menos que le dejara vestir su armadura. Con ella consiguió que los troyanos le tomaran por el mismísimo Aquiles. Pero de pronto se encontró con su destino, y con Héctor, que con ayuda de un mortal, Euforbio, un dios, Apolo, y él mismo consiguen arrebatar la vida de Patroclo. Éste previamente había matado a un hijo de Zeus, el troyano Sarpedón.

Cuando le comunicaron a Aquiles la muerte de Patroclo su dolor no tuvo límites. Su primera intención fue quitarse la vida, pero su madre, presurosa, acudió a ayudarle. Decidió entonces vengar la muerte de su amigo. De este modo la cólera de Aquiles llegó a su fin, transformándose en ira exacerbada hacia Héctor. Tetis, muy a su pesar, trajo a su hijo nuevas armas fabricadas por el propio Hefesto. La aparición de Aquiles en combate cambió el signo de la batalla: eran los troyanos los que retrocederían hacia la fortaleza de Troya. Héctor decidió retar a Aquiles a un combate singular, sabiendo que ese sería el último combate de su vida. La última despedida de su esposa Andrómaca y de su hijo, Astianacte, conmovedoras, no consiguen que el héroe deponga su actitud.

El Destino había dispuesto para Héctor su muerte a manos de Aquiles. Los dioses reunidos en asamblea, y Zeus, extendiendo una balanza de oro, puso en los platillos dos pesas, observando que el platillo de Héctor descendía hacia el Hades. Apolo, muy a pesar suyo, tuvo que abandonar a su protegido. Héctor en el combate comprendió que los dioses le habían dejado solo. Aquiles con la inestimable colaboración de Atenea consigue atravesar la garganta con la lanza a su enemigo Héctor. Aquiles, ensoberbecido, anuncia que entregaría el cadáver de Héctor a los perros. Héctor, agonizante, le suplicó que fuera devuelto a su ciudad para que se le rindieran honores fúnebres. Pero su alma se marchó al Hades, lamentando hasta los dioses su destino.

Funerales de Patroclo y de Héctor

Aquiles, vencedor, despojó a Héctor de su armadura, ató sus pies con cordones de cuero que unció a su carro y se dirigió hacia las murallas de Troya, alrededor de la que dio tres vueltas, arrastrando el cadáver de Héctor. Además ordenó que el cadáver del héroe troyano fuera privado de los honores de sepultura y entregado a los buitres. Los gritos de dolor de Príamo y Hécuba ante la muerte de su hijo, y de todos los troyanos resonaron en la ciudadela.

En el Olimpo, el maltrato infligido a los restos de Héctor era del desagrado de la mayoría de los Inmortales y, especialmente, de Zeus. Éste envía a Iris a Troya para que recomiende a Príamo que se presente ante Aquiles con un carro repleto de magníficos tesoros y le solicite con humildad el cuerpo de su hijo. Así lo hace. Aquiles, en un principio impasible – preparaba la pira que había de consumir el cadáver de su amigo Patroclo, organizando unos solemnes funerales para éste, y los juegos que debían conmemorar su muerte- consiguieron finalmente ablandar el corazón del Pelida que, abrazando al anciano padre de su encarnizado enemigo, le entrega a su hijo para que se le tributen los honores debidos. Griegos y troyanos convienen una tregua para que se celebren sendos funerales: el de Patroclo ( los griegos) y el de Héctor ( los troyanos).

El cadáver de Héctor regresó a Troya y hubo lamentaciones durante nueve días, finalmente fue incinerado, recogiendo sus calcinados huesos y depositándolos en un sudario púrpura dentro de una urna de oro, que enterraron en una magnífica tumba. Así concluye la Ilíada, de Homero, pero la guerra continuó.

Acontecimientos ocurridos después de la muerte de Héctor

Lo que sucedió tras la muerte de Héctor hay que reconstruirlo a través de las leyendas heroicas posteriores, las llamadas post homéricas (algunas de ellas, más o menos fragmentadas): la Odisea, en tragedias de Sófocles y Eurípides, en la Eneida de Virgilio-. En ellos se cuenta, por ejemplo la muerte a manos de Aquiles de la amazona Pentesilea, nada menos que la hija de Ares que juraría no descansar hasta dar muerte a Aquiles.

Los troyanos quedaron tan desmoralizados que pensaron evacuar la ciudad. El Destino quiso que cuando Aquíles perseguía a los troyanos hasta las mismas puertas de la ciudad, una flecha disparada por Paris y guiada por Apolo, su tenaz enemigo, le alcanzara en el talón, su único punto vulnerable. Áyax Telamón retiró su cadáver del campo de batalla y Odiseo rechazó a los troyanos.

Los griegos celebraron solemnes honras fúnebres en honor de su mejor héroe y su madre, al oír los lamentos, acudió, formando con sus lágrimas un verdadero río. Se cuenta que después de incinerado sus cenizas se mezclaron en la urna con las de su amigo Patroclo. Tras la desaparición de su hijo, Tetis ofreció sus invulnerables armas al héroe griego más valeroso de los que quedaban vivos. (En la Pequeña Ilíada se narra el famoso Juicio de las armas) Áyax Telamón y Odiseo se disputaron la herencia, hasta que una asamblea que fuera Odiseo el vencedor con un voto de diferencia.

Áyax, sintiéndose ultrajado, se volvió loco, corriendo por el campo de batalla matando a carneros y cabras, pensando que estaba matando a Agamenón, Menelao, y el propio Odiseo. Vuelto a su sano juicio, y calibrando la burla que recibiría de sus compañeros, se arrojó sobre su espada (regalo del propio Héctor por su valentía) Agamenón, al conocer el desgraciado fin, no quiso que un suicida recibiera honras fúnebres. Pero Odiseo, que mientras vivía había sido un noble rival, condescendió, con lo que su pira fue tan grande como la del propio Aquíles.

Introducción en Troya del Caballo de Madera: destrucción de la ciudadela. Según un oráculo, Troya sería inexpugnable mientras los griegos no consiguieran las armas de Heracles en poder de Filoctetes, y el Paladio, una estatua de Atenea, que se guardaba en la ciudadela de Troya. Odiseo, junto con Diomedes, disfrazados, consiguió robar la estatua. Odiseo, con engaño, consiguió las flechas, el arco y el carcaj maravillosos de Filoctetes. Sintiendo lástima de éste, se lo llevó con él a Troya, en donde su primera acción en combate, fue herir mortalmente a Paris. A éste se lo llevaron ante la ninfa Enone, despreciada por Paris, que no le brindó su ayuda, contemplando su agonía, y suicidándose después.

Pero la idea más brillante de Odiseo fue la construcción de un enorme caballo de madera con la ayuda de Atenea. Este decisivo episodio en la historia de la guerra fue narrado magistralmente por el poeta romano Virgilio, en su obra La Eneida. En su interior ocultaron la flor y nata del ejército griego (Odiseo, Diomedes,…Áyax el Menor,…) y lo abandonaron en la playa – se ocultaron en la isla de Ténedos, muy cerca de las costas troyanas-, mientras simulaban los demás griegos una retirada y el fin del asedio a Troya.

A pesar de las advertencias de algunos adivinos como Laocoonte ( sumo sacerdote de Poseidón) o de Casandra, hija de Príamo- no creída por el castigo infligido por Apolo a que profetizara el futuro sin que nadie la creyera-, los troyanos engañados por un espía griego, Sinón, deciden introducir el caballo en la ciudad. Completamente desprevenidos los troyanos pelearon su última batalla. La mayor parte de ellos fueron pasados a cuchillo, especialmente hombres, niños y viejos; las mujeres, como era costumbre, fueron respetadas, salvo las pobres y viejas. Las demás, como Hécuba y Andrómaca, sirvieron como esclavas para el vencedor

Los griegos abusaron de la victoria, y se hicieron odiosos a los mismos dioses. La profetisa Casandra estuvo a punto de ser violada por Áyax el Menor, la irritada Atenea castigó tal osadía sumergiendo la nave de Áyax cuando regresaba a su patria. También tuvieron suerte dispar otros griegos al regreso del asedio: Agamenón, asesinado por su esposa y el amante de ésta; Menelao y su esposa Helena; Odiseo, etc. De entre los troyanos un caudillo, Eneas, logró salvarse con su familia – salvo su esposa Creusa- Cuando los griegos se marcharon, Eneas y los suyos embarcaron rumbo a las costas de Italia con el fin de fundar una nueva Troya, y con el unánime beneplácito de los dioses.

LA ILIADA (Canto XXII - Muerte de Héctor)



LA ILIADA

La Ilíada, poema épico atribuido a Homero, tiene 15000 versos y es un poema que dramatiza un único incidente de la Guerra de Troya, el de la disputa entre Agamenón, comandante en jefe de las fuerzas griegas, y Aquiles, príncipe de Pitia, el mejor de los guerreros griegos. Comienza la querella con un incidente al parecer trivial, cuando Agamenón se apodera del botín de guerra de Aquiles, la joven Briseida, pero pronto tendrá la disputa un desenlace desesperadamente trágico. Aquiles no quiere combatir al lado de Agamenón y se retira con sus fuerzas de la batalla. La subsiguiente derrota de los griegos a manos de los troyanos no puede ser evitada ni siquiera con un llamamiento de Agamenón a proseguir el combate, y sólo cuando Patroclo, el amigo de Aquiles, pide combartir con el ejército de éste, le relevan los griegos de su promesa. Patroclo hace retroceder a los troyanos, pero es muerto al pie de las murallas de la ciudad por Héctor, el héroe troyano. La renuncia de Aquiles a su cólera, su violenta venganza sobre Héctor, y la magnánima devolución del cuerpo de Héctor a su anciano padre Príamo para que lo entierre, son la conclusión de este poema incomparable.


CANTO XXII

Resumen

Aquiles, después de decirle que se vengaría de Héctor, torna al campo de batalla y delante de las puertas de la ciudad lo encuentra en el sitio donde lo esperaba; cuando Héctor huye, Aquiles lo persigue y ambos dan tres vueltas a la ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino condena a Héctor, el cual, engañado por Atenea se detiene y es vencido y muerto por Aquiles, no obstante saber éste que ha de sucumbir poco después que muera el caudillo troyano. Aquiles ata el cadáver de Héctor a su carruaje y, cruelmente, le da vueltas alrededor de la ciudad de Troya, para culminar su venganza.

Fragmento

Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban acercando a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca funesta sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en las puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelión:

¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la población, mientras te extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a morir.

Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con facilidad a los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de ti, si mis fuerzas lo permitieran.
Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles pies y rodillas.

EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de "perro de Orión", el cual con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos, dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemente deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono lastimero:

¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no mueras presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos, matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los troyanos se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía lo hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los engendramos; porque el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras procurar inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida me quitará la vida en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el palacio para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre, y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba encanecidas y las partes verendas de un anciano muerto en la guerra es lo más triste de cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.
Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:

¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa, porque los veloces perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas.
De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:

¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo , y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un mancebo y una doncella suelen mantener. Mejor será empezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria.
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Escamandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino por la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en los juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:

¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida Aquiles.
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:

Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.

Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas?

El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de la muerte que tiende a lo largo la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos , cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se acercó al Pelión, y le dijo estas aladas palabras:

Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.
Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:

¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:

¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos ¡de tal modo tiemblan todos! , pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por tu lanza.
Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco:

No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelión:

¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su mayor azote.
Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un bote en medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:

¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:

¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:

Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:

Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:

¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo quien, contemplándole, habló así a su vecino:

¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves con el ardiente fuego.
Así algunos hablaban, y acercándose lo herían. El divino Aquiles, ligero de pies, tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció estas aladas palabras:

¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no lo olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos cantando el peán a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.
Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.

Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose en el estiércol, les suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos nombres:

Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará en el Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz y yo mismo.
Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las troyanas el funeral lamento:

¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles penas, seguiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que to saludaban como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la muerte y la Parca to alcanzaron.
Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le llevó la noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color. Había mandado en su casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande, para que Héctor se bañase en agua caliente al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy lejos del baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas trenzas:

Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquiles haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón, y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; en seguida vio a Héctor arrastrado delante de la ciudad, pues los veloces caballos lo arrastraban despiadadamente hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la áurea Afrodita le había dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una gran dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento, lamentándose con desconsuelo dijo entre las troyanas:

¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos, tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas a increpándole con injuriosas voces: "¡Vete, enhoramala!, le dice, que tu padre no come a escote con nosotros". Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía medula y grasa pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los perros se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de las troyanas.


martes, 27 de julio de 2010

LA ODISEA (Fragmento del canto IX)


La Odisea, poema épico escrito por Homero, consta de unos 10.000 versos divididos en 24 cantos, y narra el regreso de Ulises, el héroe griego (también llamado Odiseo) de la guerra de Troya. Durante su ausencia, un grupo de pretendientes de su esposa Penélope está acabando con sus bienes. Esta epopeya abarca sus diez años de viajes, y los diversos peligros con los que se debió enfrentar, (como el cíclope), continúa con la llegada de Ulises a su isla natal, Ítaca. Allí prueba la lealtad de sus sirvientes, ejerce venganza contra los pretendientes de Penélope, y logra volver a reunirse con su hijo, su esposa y su padre.

A continuación, fragmentos del canto IX, en la isla de Polifemo

Resumen

Odiseo revela su identidad y empieza a contar sus tres años de odisea, empezando desde la caída de Troya hasta que llegó a la isla de Calipso. Navegando desde Troya en doce barcos, llegó a Ismaro, donde saquearon la ciudad de los cícones. Después llegaron al país de los lotófagos, y algunos hombres cayeron en la tentación y comieron loto, con lo cual ya no querían regresar a los barcos y tuvieron que ser obligados. De ahí fueron a la isla de los cíclopes. Odiseo les pidió a sus compañeros que lo esperaran en los barcos mientras él iba junto con doce de sus mejores hombres a ver si les ofrecerían hospitalidad. Polifemo, el gigante de un solo ojo, hijo de Poseidón, los encerró y se comió a varios, lo que hizo que Odiseo lo engañara y al escapar lo dejara ciego. Polifemo imploró a Poseidón, su padre, la venganza.



CANTO IX

Delante del puerto, no muy cercana ni a gran distancia tampoco de la región de los ciclopes, hay una isleta poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres, y cría bastantes cabras. Pues los ciclopes no tienen naves de rojas proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos -como las que transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros-, los cuales hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría a su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera. La parte inferior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportuna mieses altísimas por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto, donde no se requieren amarras, ni es preciso echar ancoras, ni atar cuerdas; pues, en aportando allí, se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita a partir y el viento sopla.

En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva a cuyo alrededor han crecido álamos. Allá pues, nos llevaron las naves, y algún dios debió de guiarnos en aquella noche obscura en la que nada distinguíamos, pues la niebla era cerrada alrededor de los bajeles y la luna no brillaba en el cielo, que cubrían los nubarrones. Nadie vio con sus ojos la isla ni las ingentes olas que se quebraban en la tierra, hasta que las naves de muchos bancos hubieron abordado. Entonces amainamos todas las velas, saltamos a la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos que amaneciera la divina Aurora.

No bien se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, anduvimos por la isla muy admirados. En esto las ninfas, prole de Zeus que lleva la égida, levantaron montaraces cabras para que comieran mis compañeros. Al instante tomamos de los bajeles los corvos arcos y los venablos de larga punta, nos distribuimos en tres grupos, tiramos, y muy presto una deidad nos facilitó abundante caza. Doce eran las naves que me seguían y a cada una le correspondieron nueve cabras, apartándose diez para mí solo. Y ya todo el día hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino; que el rojo licor aun no faltaba en las naves, pues habíamos hecho gran provisión de ánforas al tomar la sagrada ciudad de los cícones. Estando allí echábamos la vista a la tierra de los ciclopes, que se hallaban cerca, y divisábamos el humo y oíamos las voces que ellos daban, y los balidos de las ovejas y de las cabras. Cuando el sol se puso y sobrevino la obscuridad, nos acostamos en la orilla del mar.

Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los llamé a junta y les dije estas razones:
—Quedaos aquí, mis fieles amigos, y yo con mi nave y mis compañeros iré allá y procuraré averiguar qué hombres son aquéllos; si son violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de las deidades.
Cuando así hube hablado subí a la nave y ordené a los compañeros que me siguieran y desataran las amarras. Ellos se embarcaron al instante y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Y tan luego como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles, en ella reposaban muchos hatos de ovejas y de cabras, y en contorno había una alta cerca labrada con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie; y, apartado de todos, ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a los hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se presentase aislada de las demás cumbres.

Entonces ordené a mis fieles compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí los doce mejores y juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce vino que me había dado Marón, vástago de Evantes y sacerdote de Apolo, el dios tutelar de Ismaro; porque, respetándole, lo salvamos con su mujer e hijos que vivían en un espeso bosque consagrado a Febo Apolo. Hízome Marón ricos dones, pues me regaló siete talentos de oro bien labrado, una cratera de plata y doce ánforas de un vino dulce y puro, bebida de dioses, que no conocían sus siervos ni sus esclavas, sino tan sólo él, su esposa y una despensera. Cuando bebían este rojo licor, dulce como la miel, echaban una copa del mismo veinte de agua; y de la cratera salía un olor tan suave y divinal, que no sin pena se hubiese renunciado a saborearlo. De este vino llevaba un gran odre completamente lleno y además viandas en un zurrón; pues ya desde el primer instante se figuró mi ánimo generoso que se nos presentaría un hombre dotado de extraordinaria fuerza, salvaje, e ignorante de la justicia y de las leyes.

Pronto llegamos a la gruta; mas no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas. Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las cosas; había zarzos cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y cabritos, hallándose encerrado, separadamente los mayores, los medianos y los recentales; y goteaba el suero de todas las vasijas, tarros y barreños, de que se servía para ordeñar. Los compañeros empezaron a suplicarme que nos apoderásemos de algunos quesos y nos fuéramos, y que luego, sacando prestamente de los establos los cabritos y los corderos, y conduciéndolos a la velera nave, surcáramos de nuevo el salobre mar. Mas yo no me dejé persuadir -mucho mejor hubiera sido seguir su consejo- con el propósito de ver a aquél y probar si me ofrecería los dones de la hospitalidad. Pero su venida no había de serles grata a mis compañeros.

Encendimos fuego, ofrecimos un sacrificio a los dioses, tomamos algunos quesos, comimos, y le aguardamos, sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran carga de leña seca para preparar su comida y descargóla dentro de la cueva con tal estruendo que nosotros, llenos de temor, nos refugiamos apresuradamente en lo más hondo de la misma. Luego metió en el espacioso antro todas las pingües ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta, dentro del recinto de altas paredes, los carneros y los bucos. Después cerró la puerta con un pedrejón grande y pesado que llevó a pulso y que no hubiesen podido mover del suelo veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. ¡Tan inmenso era el peñasco que colocó a la entrada! Sentóse enseguida, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. A la hora, haciendo cuajar la mitad de la blanca leche, la amontonó en canastillos de mimbre, y vertió la restante en unos vasos para bebérsela y así le serviría de cena.

Acabadas con prontitud tales faenas, encendió fuego, y al vernos, nos hizo estas preguntas:

—¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois? ¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?
Así dijo. Nos quebraba el corazón el temor que nos produjo su voz grave y su aspecto monstruoso. Mas, con todo eso, le respondí de esta manera:

—Somos aqueos a quienes extraviaron, al salir de Troya, vientos de toda clase, que nos llevan por el gran abismo del mar; deseosos de volver a nuestra patria llegamos aquí por otra ruta, por otros caminos, porque de tal suerte debió de ordenarlo Zeus. Nos preciamos de ser guerreros de Agamemnón Atrida, cuya gloria es inmensa debajo del cielo -¡tan grande ciudad ha destruido y a tantos hombres ha hecho perecer!-, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Respeta, pues, a los dioses, varón excelente; que nosotros somos ahora tus suplicantes. Y a suplicante y forasteros los venga Zeus hospitalario, el cual acompaña a los venerandos huéspedes.
Así le hablé; y respondióme en seguida con ánimo cruel:

—¡Oh forastero! Eres un simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a guardarme de su cólera: que los ciclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de los bienaventurados númenes, porque aun les ganan en ser poderosos; y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la enemistad de Zeus, si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime en qué sitio, al venir, dejaste la bien construida embarcación: si fue, por ventura, en lo más apartado de la playa o en un paraje cercano, a fin de que yo lo sepa.
Así dijo para tentarme. Pero su intención no me pasó inadvertida a mí que sé tanto, y de nuevo le hablé con engañosas palabras:

—Poseidón, que sacude la tierra, rompió mi nave llevándola a un promontorio y estrellándola contra las rocas en los confines de vuestra tierra, el viento que soplaba del ponto se la llevó y pudiera librarme, junto con éstos, de una muerte terrible.
Así le dije. El ciclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito, echó mano a los compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos arrojólos a tierra con tamaña violencia que el encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso a comer como montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos a Zeus; pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. El ciclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre, devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.

Entonces formé en mi magnánimo corazón el propósito de acercarme a él y, sacando la aguda espada que colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas rodean el hígado, palpándolo previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar con nuestras manos el grave pedrejón que el Ciclope colocó en la alta entrada. Y así, dando suspiros, aguardamos que apareciera la divina Aurora.

Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, el Ciclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se aparejó el almuerzo.

En acabando de comer sacó de la cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la puerta; pero al instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a un caraj le pusiera su tapa.

Mientras el Ciclope aguijaba con gran estrépito sus pingües rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando siniestras trazas, por si de algún modo pudiese vengarme y Atenea me otorgara la victoria.

Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo veíase una gran clava de olivo verde, que el Ciclope había cortado para llevarla cuando se secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de un negro y ancho bajel de transporte que tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo del mar: tan larga y tan gruesa se nos presentó a la vista. Acerquéme a ella y corté una estaca como de una braza, que di a los compañeros, mandándoles que la puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí, pasándola por el ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del abundante estiércol esparcido por la gruta. Ordené entonces que se eligieran por suerte los que, uniéndose conmigo deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el ojo del Ciclope cuando el dulce sueño le rindiese. Cayóles la suerte a los cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión, y me junté con ellos formando el quinto.

Por la tarde volvió el Ciclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo entrar en la espaciosa gruta a todas las pingues reses, sin dejar a ninguna dentro del recinto; ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo ordenara. Cerró la puerta con el pedrejón que llevó a pulso, sentóse, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito.

Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena. Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera:

—Toma, Ciclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te apiadases de mi y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que existen, si no te portas como debieras?
Así le dije. Tomó el vino y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más:

—Dame de buen grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra les produce vino en gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.
Así habló, y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope, díjele con suaves palabras:

—¡Ciclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.
Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel:

—A Nadie me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.
Dijo, tiróse hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que todo lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y eructaba por estar cargado de vino.

Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros: no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada punta en el ojo del Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba. De la suerte que cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas continuamente: así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción del fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría una gran segur o un hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del Ciclope en torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la cueva, le preguntaron qué le angustiaba:

—¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?
Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo:

—¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.
Y ellos le contestaron con estas aladas palabras:

—Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón.
Apenas acabaron de hablar, se fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!

Mas yo meditaba cómo pudiera aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la muerte a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de artificios, como que se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin parecióme la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien alimentados, hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar los labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos sobre los cuales dormía el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del centro llevaba a un hombre y los otros dos iban a entre ambos lados para que salvaran a mis compañeros.

Tres carneros llevaban por tanto, a cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me quedé agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la divina Aurora.

Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con las tetas retesadas. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:

—¡Carnero querido! ¿Por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que, andando a buen paso pacías el primero las tiernas flores de la hierba, llegabas el primero a las corrientes de los ríos y eras quien primero deseaba volver al establo al caer de la tarde; mas ahora vienes, por el contrario, el último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con sus perniciosos compañeros, perturbándole las mentes con el vino. Nadie, pero me figuro que aun no se ha librado de una terrible muerte. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparciría acá y acullá por el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha causado ese despreciable Nadie.
Diciendo así, dejó el carnero y lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral, soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas gordas reses de gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave.

Nuestros compañeros se alegraron de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y empezaron a gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con las cejas, les prohibí el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave muchas de aquellas reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua salobre. Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.

Y, en estando tan lejos cuanto se deja oír un hombre que grita, hablé al Ciclope con estas mordaces palabras:

—¡Ciclope! No debías emplear tu gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, oh cruel, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada; por eso Zeus y los demás dioses te han castigado.
Así le dije; y él, airándose más en su corazón, arrancó la cumbre de una gran montaña, arrojóla delante de nuestra embarcación de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco y las olas, al refluir desde el ponto, empujaron la nave hacia el continente y la llevaron a tierra firme. Pero yo, asiendo con ambas manos un larguísimo botador, echéla al mar y ordené a mis compañeros, haciéndoles con la cabeza silenciosa señal, que apretaran con los remos a fin de librarnos de aquel peligro. Encorváronse todos y empezaron a remar. Mas, al hallarnos dentro del mar, a una distancia doble de la de antes, hablé al Ciclope, a pesar de que mis compañeros me rodeaban y pretendían disuadirme con suaves palabras unos por un lado y otros por el opuesto:

—¡Desgraciado! ¿Por qué quieres irritar a ese hombre feroz que con lo que tiró al ponto hizo volver la nave a tierra firme donde creíamos encontrar la muerte? Si oyera que alguien da voces o habla, nos aplastaría la cabeza y el maderamen del barco, arrojándonos áspero peñón. ¡Tan lejos llegan sus tiros!
Así se expresaban. Mas no lograron quebrantar la firmeza de mi corazón magnánimo; y, con el corazón irritado, le hablé otra vez con estas palabras:

—¡Ciclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca.