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lunes, 12 de septiembre de 2011

NARRATIVA MODERNISTA: IDOLOS ROTOS DE MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ

ELMODERNISMO




El término modernismo que había designado cierta corriente heterodoxa de renovación religiosa se aplicó en el campo de las artes a unas tendencias europeas y americanas surgidas en los últimos veinte años, del s.XIX. Sus rasgos más comunes eran un marcado anticonformismo y unos esfuerzos de renovación opuestos a las tendencias vigentes. En su origen el “mote” de modernistas era lanzado con matiz despectivo por los enemigos de las novedades. Sin embargo hacia 1890 Rubén Darío y otros asumen con un insolente orgullo tal designación. A partir de entonces la palabra Modernismo irá perdiendo su valor peyorativo y se convertirá en un concepto fundamental de nuestra historia literaria.

El concepto Modernismo es un objeto de distintas interpretaciones, dos son sus posturas; la más estricta, considera al Modernismo como un movimiento literario bien definido que se desarrolla entre 1887 y 1915, cuya cima es Rubén Darío. A lo anterior se oponen quienes piensan que el Modernismo no es sólo un movimiento literario sino una época y una actitud. Intentando conciliar las dos posturas cabría definir el Modernismo literario como un movimiento de ruptura con la estética vigente que se inicia en torno a 1880 y cuyo desarrollo fundamental alcanza hasta la Primera Guerra Mundial. Tal ruptura se enlaza con la amplia crisis espiritual de fin de siglo. En ciertos aspectos su eco se percibe en movimiento o en corrientes posteriores. En las raíces del Modernismo hay un profundo desacuerdo con la civilización burguesa. Los autores modernistas manifiestan su disconformidad a través de un aislamiento aristocrático y de un refinamiento estético, ello va acompañado muchas veces por aptitudes inconformistas como la bohemia, el Dandysmo y diversas conductas asociales y amorales. Para concluir hay que decir que el Modernismo fue un ataque indirecto a la sociedad al presentarse como “una rebeldía de soñadores” o, según la fórmula de Octavio Paz, “una revelación ambigua”.

Ruén Darío


Este movimiento es considerado como el primero extra-continental, que tiene origen de este lado del Atlántico; aunque, no nació por generación espontánea y tuvo antecedentes en muchos de nuestros grandes poetas de finales de siglo XIX: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Juan Antonio Pérez Bonalde, José Asunción Silva, Julián del Casal, entre otros. Por otra Parte, es indudable que la mayor influencia acusada por el nuevo movimiento poético en Latinoamérica, proviene de la literatura francesa. Rubén Darío, el más caracterizado representante del modernismo en el continente, recogió el mensaje de poetas antecesores, como Leconte de Lisle, a quien en Azul, le dedica un soneto y más tarde en su libro Los Raros, traza su semblanza. Así mismo fue devoto de Baudelaire. León Dier, Sully Prudhomme, Mallarmé, Rimbaud. Históricamente, el modernismo es como una solución al momento de crisis que vive la poesía española del siglo XIX; fuera de Espronceda y Bécquer, de facetas geniales, cada uno a su manera, no se vislumbra en el dilatado siglo XIX español nada que significara renovación. Los siglos de oro parecían haber agotado las grandes fuentes de la lírica castellana; sin embargo, en otros países europeos, como Alemania, Italia, Francia e Inglaterra, cuando no gozaban de una plenitud social y política, la poesía alcanza momentos de verdadero esplendor.

En Venezuela, el modernismo llega con retraso y se asoma detrás de los escombros del romanticismo, que había señoreado durante casi un siglo en nuestro escenario literario. Por esto, un crítico como Jesús Semprum ha dicho que el modernismo es influencia de influencias. Esto es, sin abandonar la influencia elemental, tanto de los clásicos como de los románticos, el nuevo movimiento se emparenta con la búsqueda de los simbolistas, por una parte y de los parnasianos, por otra. Es posible, como han dicho algunos analistas del proceso literario hispanoamericano, que el modernismo haya sido el producto de la crisis generada por los excesos del romanticismo; esta crisis, sin duda se debió a la angustia del cambio, surgida a finales del siglo en la mente de la juventud dispuesta a rebelarse contra la caducidad del antiguo estado de cosas. Frente a los viejos métodos de dominación y de atraso, la desilusión de las generaciones, creaba una situación de sueño y de evasión, que tenía como meta la reforma del medio propio. Entre nosotros, los más importantes seguidores del movimiento modernista, fueron prosistas: pensadores y narradores, fundamentalmente. Bastaría mencionar a Pedro Emilio Coll, Santiago Key Ayala, Pedro César Domínici, Manuel Díaz Rodríguez y Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, los dos primeros ensayistas y los otros narradores. En poesía: Rufino Blanco Bombona, Carlos Borges, Arvelo Larriva y José Tadeo Arreaza Calatrava.

LA NARRATIVA MODERNISTA (1896 - 1916)

La prosa narrativa modernista es considerada como prolongación y rectificación del Romanticismo: prolonga y desarrolla la libertad de éste; pero también se opone a la despreocupada entrega a la inspiración, al olvido del trabajo creador del artista, causas de la degeneración y crisis final del movimiento romántico. La novela modernista se caracteriza por reducir al máximo el elemento argumental, por ser expresión de los sentimientos e ideas de un protagonista en cuya conciencia, al manifestarse, se define su mundo, y por utilizar un lenguaje que, al privilegiar la función expresiva, se orienta hacia lo lírico. La novela existe como extensión de un personaje cuyo mundo brota y se materializa como “novela de personaje” porque queda definida por éste.

La narrativa modernista es la culminación del la expresión del individualismo de fin de siglo a un grado máximo, cruzado de uno a otro extremo por una ola creciente de ideas, proyectos y realizaciones que hace al individuo, centro y razón de ser de todas las cosas, así en la filosofía como en la vida. Y ese individualismo, teñido de despreocupación, es lo que se vierte en la prosa narrativa, una prosa que a veces no cuenta nada, que se explaya en descripciones de lujos y bellezas y no trasciende, pues se diluye en un antipositivismo escéptico en aras de la valoración del conocimiento como muestra de museo, o bien, en un pesimismo o desidia de vivir o bien en un cosmopolitismo, como fuga de la realidad, fuga que se puede interpretar como oposición al modelo de vida impuesto. Ese deseo de evasión en la novela modernista se manifiesta a su vez por medio de temas que anteriormente no habían aparecido en la novela hispanoamericana, tales como el ocultismo o el esoterismo. Son novelas que describen paisajes urbanos, con una sublimación de la realidad histórica; dos son las vertientes experimentales del personaje de las novelas modernistas: la primera es la experimentación en su relación con la sociedad a través del erotismo, las drogas y la cultura y la segunda es más bien una relación consigo mismo, una introspección que es la del propio autor. El desarrollo de la narrativa modernista fue tan prodigiosa que estuvo determinada por una verdadera poética con reglas prefijadas que hizo de la escritura del cuento y la novela hispanoamericanas un verdadero arte que ha persistido hasta la actualidad.

La prosa modernista presenta dos variantes:

1. La prosa modernista estetizante o artística
2. La prosa modernista criollista (de carácter realista o naturalista)
La prosa modernista artística o estetizante

La narrativa estetizante surge cuando la prosa modernista se vio en aprietos al tratar de novelar los recursos de la poesía por el conflicto entre la frase bonita y el cuidado del desenvolvimiento de la acción. Un resultado de esto es el poema en prosa o prosa poética (que no halló su perfección sino hasta bien entrado el siglo XX); hubo quienes celebraron este nuevo género pero muchas veces nos encontramos con mutilaciones que quedaron en palabrería. Sin embargo, quienes encontraron una visión profunda, contribuyeron a la dignificación de la prosa castellana. Algunos estuvieron en ambos casos. Entre los estetizantes hay que decir que encontramos una gran mayoría de poetas dados a la narrativa y también encontramos autores de cuentos y novelas, pero, así como los románticos preferían a la novela, los modernistas preferían al cuento.

Esta variedad del Modernismo se interesa más que todo por explotar lo estético y lo artístico de la palabra, inspirándose sus autores en modelos europeos y siguiendo, al pie de la letra, las doctrinas y los conceptos esteticistas europeos de la larga tradición grecolatina. El discurso narrativizado y la focalización cero son los más apropiados para la finalidad descriptiva del Modernismo al trasponer, en el discurso, objetos de otras artes y crear así un lenguaje puramente estético, rítmico y musical. De las funciones del narrador sobresale la función expresiva que pone de manifiesto una total filiación hacia el esteticismo y la quintaesencia, con el fin de dotar, a la realidad descrita y a los personajes, de predicados remitentes a la belleza por la belleza misma tomados de las otras artes. La función ideológica es inherente a la expresiva, pues el autor, al decidirse por lo puramente estético, renuncia a lo que no lo es, y, por lo tanto, toma una actitud de rechazo ante lo feo y no artístico. La fábula es de carácter lineal, por lo tanto, los personajes no sufren ningún tipo de transformaciones, pues lo que interesa es la descripción de exquisitos ornamentos, formas y cosas, donde ellos también forman parte de esos objetos. En la narrativa modernista estetizante, la historia es un simple pretexto para poner en evidencia un derroche de fantasías artísticas y de sugestiones sensoriales.

Tras los primeros ensayos prosísticos modernistas, con la publicación de cuentos artísticos y preciosistas a la manera de los relatos de moda en Francia, muy pronto, también se manifestó la tentativa de llevar a la novela las novedades estetizantes de Modernismo, siguiendo, como modelos, las novelas de ciertos autores europeos como Wilde, Lorraine, Huysmann y D’Annunzio. En las novelas modernistas, la materia novelable está totalmente subordinada a los requerimientos de la prosa artística, y sobresale el tema europeo y no lo propiamente americano. Las novelas modernistas son, más bien, lentos poemas en prosa, cuajados de preocupaciones intelectualistas y de toda una elaborada retórica de lo exquisito y lo raro, es decir, un lujo de formas, de colores y sonidos, cuyos personajes, frecuentemente, reflejan el desdeñoso sentimiento de superioridad intelectual de sus autores: abúlicos, mal hallados con la realidad y llenos de sueños de belleza, enamorados de una armonía inalcanzable.

La prosa modernista criollista

De la fusión del realismo tradicional, ya renovado con la influencia del naturalismo y con el legado culto y esteticista de la corriente artística del modernisno, surge una fecunda y madura forma de narrar en Hispanoamérica que, en su origen, se puede designar con el nombre de narrativa modernista criollista.

La narrativa criollista encuentra sus recursos en el realismo y el naturalismo y se acercó a veces a la literatura poética del Modernismo, pero tomó su propio cauce hacia una descripción objetiva de la realidad. Volteó los ojos a las costumbres y paisajes de la región en donde el sujeto-contemplador se acerca al objeto-contemplado. La narrativa modernista criollista se interesa por mostrar la vida criolla, sus contrastes, sus conflictos, temas límites como: la lucha del hombre con la naturaleza, la lucha del hombre con los demás hombre y la lucha del hombre consigo mismo, todo ello, ya no como un mero inventario de hechos o como un álbum de cuadros de costumbres, sino como la materia de una obra cuya unidad final proviene de una concepción estética, la Modernista. En algunas narraciones predomina un realismo matizado con gustos por lo artístico y en otras la inclinación hacia un realismo agresivo y descarnado (naturalismo), pero en todas, en mayor o en menor grado, siempre la mezcla de las dos corrientes.


NARRATIVA MODERNISTA EN VENEZUELA

Características:

1. Presencia del exotismo, una visión amplia sobre el mundo. Ambiente refinado.
2. Personajes enfocados desde su mundo psicológico. Son de conducta enfermiza y sin ánimo de vivir.
3. El lenguaje del autor es literario y estilizado. El de los personajes es culto y refinado.
4. Presenta una actitud pesimista y negativa ante la realidad venezolana.

MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ


(Chacao-Estado Miranda, 28 de febrero de 1871 - Nueva York, 24 de agosto de 1927)

Manuel Díaz Rodríguez fue un escritor modernista venezolano y sus padres fueron Juan Díaz Chávez y Dolores Rodríguez, inmigrantes canarios llegados a Caracas en 1842. Su primer libro, Sensaciones de Viaje, fue publicado en París en 1896. Su triunfo como escritor va a ser inmediato ya que obtiene el premio de la Academia Venezolana de la Lengua. Cuando Díaz Rodríguez regresa a Venezuela se incorpora al grupo de intelectuales que se han agrupado en torno a las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis. Va a ser uno de los integrantes de la llamada Generación de 1898 en Venezuela al lado de Pedro Emilio Coll, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y César Zumeta. Los primeros años de su vida como escritor son bastante fecundos, pues en 1897 publica Confidencias de Psiquis, con prólogo de Pedro Emilio Coll, y en 1898 publica De mis Romerías. En 1899 contrae matrimonio con Graciela Calcaño, hija del escritor Eduardo Calcaño, y regresa a París. Este mismo año publica Cuentos de Color, nueve narraciones que tienen el nombre de un color determinado el cual asociado con un estado del alma constituye la atmósfera de cada cuento.

Regresa a Venezuela en 1901. En ese momento se ha apartado de la medicina y se dedica por completo a escribir. Publica su primera novela, Ídolos rotos, que es un cuestionamiento del estado social, político y cultural que se vivió en Venezuela en la época de Cipriano Castro, a quien se opone abiertamente. Al año siguiente publica su segunda novela, Sangre Patricia, en la que plantea el tema de la Guerra Civil. Con ella culmina lo que algunos críticos consideran la primera y la mejor etapa de la obra de Díaz Rodríguez. Tras la muerte de su padre se refugia en la hacienda para evitar la bancarrota. Va a comenzar para él un largo retiro de casi siete años en medio de un silencio literario absoluto pero donde observa la vida de los labriegos, acumulando vivencias para una novela que escribirá años más tarde, Peregrina o El Pozo Encantado.

En 1908 llega al poder Juan Vicente Gómez. Díaz Rodríguez se convierte en su colaborador y da comienzo a su trayectoria política. Durante diecisiete años ocupa diferentes altos cargos en la administración de Gómez, como vicerrector de la Universidad Central de Venezuela, director de Instrucción y Bellas artes (1913), Ministro de Relaciones Exteriores (1914), Senador por el Estado Bolívar (1915), Ministro de Fomento (1916), Presidente del estado Nueva Esparta (1925) y Presidente del Estado Sucre (1926). En 1910 publica Camino de Perfección que es un ensayo sobre la vanidad y el orgullo, en 1918 Sermones Líricos y en 1926 Peregrina. El mismo año pasa a ser miembro de la Academia Nacional de la Historia. Víctima de una grave enfermedad de la garganta, Manuel Díaz Rodríguez se traslada a Nueva York en mayo de 1927 en donde muere el 24 de agosto.

Su obra literaria
• La primera obra literaria de Manuel Díaz Rodríguez es Sensaciones de Viajes (1896). Para entonces, Díaz Rodríguez no es más que un joven médico, desconocido en los medios de la literatura patria. Por el estilo, el buen gusto demostrado por el escritor, su cultura, bien pronto le van a ganar crédito para su brillante porvenir. Hasta los académicos estuvieron de acuerdo en que Díaz Rodríguez entraba con paso firme a la literatura venezolana y premiaron su obra primigenia. Sensaciones de Viajes es un libro lleno de bellezas, inspirado en el pasado artístico de Italia, en sus paisajes, en sus gentes, que el autor supo querer y admirar durante toda su vida.

• Otra obra de impresiones de viaje, obligación de los escritores del 900, es De Mis Romerías, publicada dos años después de haber aparecido Sensaciones de Viajes.

Confidencias de Psiquis (1897) se compone de cuadros, con ciertas características que se acercan a las de la novela. En él la constante es la del amor sensual.

Cuentos de Color (1899). La ola del modernismo se impone hasta en la misma denominación de los cuentos. Pero, sin duda, estos cuentos preparan el camino al escritor hacia la novela. En ellos hay buenas incursiones psicológicas a través de esbozos de personajes, y se pone de relieve, una vez más, el delicado estilo del escritor. Nueve son los cuentos que componen el volumen. Entre ellos sobresalen "El Cuento Blanco" y "El Cuento Gris". En Cuento Blanco asoma de nuevo la nostalgia italiana. El recuerdo del Mediterráneo inspira esa bella historia, matizada de suaves tonalidades, impregnada de una delicadeza y una candidez infantiles.

Ídolos Rotos, escrita durante los últimos años vividos en París, provocó variados y airados comentarios en los círculos literarios venezolanos. La novela en sí no es más que el contraste que ofrece al artista, a sus anhelos de superación y refinamiento, un medio inculto como el nuestro. Alberto Soria, el protagonista, es un escultor lleno de pesimismo con respecto a nuestro porvenir. Este pesimismo lo lleva a detestar su patria. Por eso exclama: «Y yo nunca realizaré mi ideal en este país. Nunca podrá vivir mi ideal en mi patria. ¡Mi patria! ¡Mi país! ¿Acaso éste es mi país?». En la novela también aparece el bosquejo de un adulterio entre Alberto y Teresa Farías, y finaliza con una tremenda sátira, tanto de carácter político como social, contra la Caracas de la época. Los personajes de esta novela de Díaz Rodríguez están alimentados por un afán cosmopolita muy pronunciado, en los que los problemas de su país se resuelven con el olvido y con el viaje a Europa. Finis Patrie es como el epílogo del vencido Alberto Soria en la obra; por todo esto, Ídolos Rotos ha sido considerada en la novelística venezolana como una de las importantes novelas pesimistas de principios de siglo. Y a ello se debe que críticas como Gonzalo Picón Febres, Julio Planchart y Mariano Picón Salas le hayan impugnado en cierta forma, exigiendo al novelista más calor nacional, mayor entereza en sus personajes para enfrentarse a nuestras situaciones políticas y sociales, tenidas como obstáculos en Ídolos Rotos, ante los ideales de Alberto Soria.

Sangre Patricia. En esta novela se refleja el rico mundo del continente suramericano en la literatura; para el momento de la aparición de la novela, este tema no había sido explorado en forma alguna. En Sangre Patricia, el color verde es como símbolo de la locura. Tulio Arcos, el protagonista, después de la muerte de Belén, su amada, que tenía los ojos verdes, cree ver en todo, o en el mar que se tragó el cuerpo o los ojos verdes que constituyen como la obsesión de toda su vida. Raro sueño de artista es la figura deslumbrante de Belén: «Aquella novia que mostraba en su belleza algo del color, un poco de sal y mucho del misterio de los mares. Bien se podía ver en su abundante y ensortijada cabellera la obra de muchas Nereidas artistas que tejiendo y trenzando un alga, reluciente como las sedas y reluciente como la endrina, encantaron el ocio de las bahías y las grutas; al milagro de su carne parecían haber asistido el alma de la espuma y el alma de la perla abrazadas hasta fundirse en la sangre de los más pálidos corales rosas; y sus ojos verdes eran como minúsculos remansos limpísimos, cuajados de sueños, en una costa virgen toda llena de camelias blancas». Como toda la obra de Díaz Rodríguez, hay que destacar el valor artístico de esta novela. En ella el novelista acude a símbolos estéticos y psicológicos que le colocan entre los precursores de una novelística de verdadero ámbito universal en América.

Camino de Perfección. En este texto, Díaz Rodríguez pasa de creador en el arte a teórico del arte, al exponer con claridad e impecable estilo su credo estético.

Sermones Líricos, compuesto por discursos, apostillas y notas.

Peregrina o el Pozo Encantado publicada en 1922 y en cuyo subtítulo, el escritor explica que se trata de una novela de rústicos del valle de Caracas. La trama de la novela es por demás sencilla y elemental, Dos hermanos, Bruno y Amaro, están enamorados de una misma muchacha, Peregrina. Bruno es un tipo alegre, nervioso; Amaro, no es correspondido por Peregrina. Pero Bruno, en busca de otras aventuras amorosas, se va alejando paulatinamente de Peregrina. Esta descubre que ha quedado embarazada de Bruno y muchos amigos intervienen para que el joven vuelva hacia ella y se case. Sin embargo, todo resulta inútil. Amaro es de los que ruega con mayor vehemencia a su hermano que no destruya el honor de Peregrina, y ante la contestación negativa de Bruno, está a punto de matarlo. En medio de todos estos contratiempos, Peregrina trata de suicidarse, lanzándose a las turbulentas aguas de una creciente. Amaro la salva. Bruno vuelve a su lado. Pero la muchacha muere. En la frescura del valle florecen los cafetales y los araguaneyes diademados de oro. La lluvia entona su fina canción en los atardeceres; en los barbechos, la semilla se hincha de esperanza; en el azul de la montaña se proyectan la alegría y la riqueza de la región. Peregrina es realmente como un poema a esa naturaleza soberbia, hermosa que rodea al valle de Caracas.

IDOLOS ROTOS

Ídolos rotos fue publicada en 1901 y está considerada como una de las novelas más pesimistas que se hayan escrito en Venezuela, ya que la vida caraqueña es presentada en sus aspectos social, político y cultural con una actitud derrotista, en donde se renuncia a toda posibilidad de salvación. El tema central de la novela es el fracaso del personaje Alberto Soria en su afán de imponer en Venezuela sus ideales de artista en medio de una imagen de la decadencia total del país. En la novela se señalan los diferentes problemas de la sociedad por medio de sus personajes, bien definidos: Alberto Soria, el artista incomprendido; Teresa Faría, la mujer adúltera; el general Galindo, el político oportunista; Emazábel, el luchador social.

Estructura y síntesis argumental

Desde el punto de vista formal la novela está estructurada en cuatro partes y quince capítulos.

• La primera parte comienza con la llegada después de cinco años de ausencia de Alberto Soria quien regresa de París, llamado urgentemente motivado a la repentina gravedad de su padre, Don Pancho Soria. Alberto Soria desde el comienzo de la novela se perfila como un personaje hipersensible, con una conducta enfermiza y cambiante, desarraigado del país y poco conocedor de los problemas del mismo. Había ido a Europa a estudiar ingeniería, pero una vez en París abandona los estudios y se hace escultor. En su primer contacto con Caracas manifiesta su choque con el medio, se siente inadaptado e inconforme, le molesta el sucio de las calles y el pésimo gusto arquitectónico que priva en la ciudad. Por boca de Rosa y Pedro, sus hermanos, se va dando cuenta de la mediocridad reinante y de la infelicidad en que se desenvuelve el hogar paterno.

• En la segunda parte de la novela comienza a cumplirse en el personaje Alberto Soria el proceso de desadaptación total con el ambiente venezolano. Primero en la familia, ya que su padre le confiesa su infelicidad por no haber logrado sus aspiraciones en sus hijos. Después se entera del drama de su hermana Rosa, casada con Uribe, quien es de baja condición humana, amigo del juego y los engaños; y se da cuenta de la pobre personalidad de su hermano Pedro, quien se mueve de acuerdo a los vaivenes de la política. El clímax de la crisis llega cuando Alberto descubre que en Venezuela se duda de su condición de artista, por lo que decide transformarse en un verdadero creador, pero vacila y se ve asaltado por temores y dudas. Poco a poco se va aislando de la gente hasta que se reúne únicamente con intelectuales inconformes que piensan como él, con quienes forma un círculo de reacción contra el ambiente de la época.

• En la tercera parte el personaje presenta un aparente cambio de conducta, debido al amor por María Almeida. Todo hace pensar en un cambio de actitud ya que Alberto intensifica su actividad como escultor y concluye una Venus Criolla que no lo satisface completamente. Aún así, monta una exposición en un café cercano a la Plaza Bolívar de Caracas, sin lograr éxito alguno. De pronto Alberto Soria sufre un cambio inexplicable en relación al amor que siente por María Almeida y pasa por extraños estados de ánimo, debido a celos infundados, productos de su imaginación. La tercera parte de la novela se cierra con la muerte del padre de Alberto.

• La cuarta parte de la novela presenta la narración del comienzo y evolución de los amores entre Alberto Soria y Teresa Farías, mujer adúltera de extraña personalidad. Alberto comienza a hacer una escultura de su amante, pero pronto es descubierto por su novia y su hermana. De pronto estalla una nueva guerra civil que sume al país en la anarquía. Al triunfar la revolución el país cae en manos del populacho y la soldadesca; Alberto se dirige a la Escuela de Bellas Artes, convertida en cuartel, y contempla sus obras mutiladas y profanadas por los soldados. En entonces cuando renuncia a todo y decide emigrar para poner a salvo su ideal de belleza.

SELECCIÓN DE CAPÍTULOS


PRIMERA PARTE
I

Mil emociones, a cual más intensa, le traían vibrando desde el alba: unas tristes, otras alegres, luchaban todas entre sí, pero sin alcanzar ninguna el predominio. De aquí cierta confusión, cierta perplejidad risueña, estado semejante al del éxtasis, o mejor al estado de alma de quien empieza a despertarse y duerme todavía, cuya conciencia en parte responde a los reclamos de la vida real, en parte se recoge, obstinada y feliz, bajo las últimas caricias de un sueño.

Alberto Soria volvía a la patria después de cinco años de ausencia. Cuando vio la tierra muy cerca, todas las memorias de sus niñez y juventud, hasta aquel instante confundidas con muchas cosas exóticas, recobraron su primitiva frescura; y desde la cubierta del buque se dio a reconocer, al través de esas memorias, la costa y los grises peñascos de la playa, las colinas áridas medio sumergidas en el mar, los verdes cocales y las casas del puerto, agazapadas las unas al pie del monte que sigue la curva costanera, desparramadas las otras por la misma falda del monte, cuesta arriba. A medida que se acercaba a la tierra y más claramente distinguía los objetos unos de otros, con más vigor el pasado revivía en su alma. Casas, árboles, peñascos y algunos lugares muy conocidos de él evocaban en su espíritu un enjambre de recuerdos. Ya en tierra, después de haber caído en brazos del hermano que le esperaba en el muelle, siguió viendo hombres y cosas a través de los recuerdos, con sus ojos de cinco años atrás, no habituados al llanto, a la sombra, ni al dolor, sino hechos a la sonrisa, a la franca alegría de vivir, a las formas vestidas de belleza y a la belleza vestida de luces. De pronto se halló pensando en los últimos años de su vida como en un sueño, cuya vaga y esplendorosa fantasmagoría estaba a punto de apagarse.

Ya el cambio de aspecto de ciertas cosas le recordaba su larga ausencia, ya la intacta fisonomía antigua de otras cosas representábale con tanta viveza el pasado, que le parecía no haber vivido jamás ausente de la tierruca.

Así en esa ambigüedad oscilante de vigilia y de sueño estaba todavía, horas después de haber saltado a tierra, en un vagón del tren que le llevaba a la capital. Sentado contra un ventanillo del vagón, a la derecha, se asomaba de tiempo en tiempo a ver el paisaje, y se complacía en admirar sus pormenores, cuando antes esos mismos pormenores no le llamaban la atención, o le causaban hastío de verlos con frecuencia. Si quitaba los ojos del paisaje, los ponía en el hermano sentado junto a él, y entonces los dos hermanos se consideraban mutuamente con una mezcla de curiosidad y ternura. Desde que se abrazaron en el muelle, a cada instante se miraban y sonreían. Era tal vez la sorpresa de encontrarse cambiados, al menos por de fuera, lo que llamaba a sus labios la sonrisa, pues para entrambos el tiempo había volado, y ninguno de los dos estaba apercibido a encontrar mudanzas en el otro. Para Alberto, en especial, era muy grande la sorpresa. A su partida, el hermano, cinco años menor que él, era apenas un adolescente: el cuerpo desmirriado, el rostro sin asomos de barba y de expresión melancólica y mustia. Su madre, enferma cuando le dio a la vida, murió meses después, y en esta circunstancia veían todos el por qué de su aire pálido y marchito. Ahora aparecía transformado de un todo: de chico melancólico y frágil se había cambiado en mozo gallardo y fuerte. No conservaba de su antigua expresión enfermiza sino una como sombra de cansancio alrededor de los ojos. Aparte ese tenue rastro de su antigua endeblez, toda su persona, vestida con elegancia, y hasta con un poco de amaneramiento, respiraba la satisfacción de quien está bien hallado con el mundo y empapa el ser, alma y cuerpo, en todas las fuentes de la vida.

Si no con igual sorpresa, Pedro observaba al hermano con mayor curiosidad, como si esperase descubrir en éste algo maravilloso traído de muy lejos. Y los dos hermanos hablaban de muchas cosas, pero si orden ni coherencia, cayendo de vez en cuando en silencios profundos. La misma abundancia de lo que deseaban decirse, repartiendo al infinito su atención, sellaba sus labios. Además de eso los preocupaba, haciéndoles enmudecer, el temor de rozarse con un punto sensible, sobre el cual ninguno de los dos quería decir nada, esperando cada uno que empezase el otro.

El tren había dejado la costa y subía, simulando amplias ondulaciones de serpiente, por los flacos de la sierra. Lejos, a la derecha, se divisaban los últimos cocales, la playa y su orla de espumas, el mar y el distante horizonte marino, cerrado por espesos cortinajes de nieblas. Enfrente y a la izquierda no se veían sino cumbres, laderas y hondonadas. A la vuelta del camino desaparecieron el mar, la playa y los cocoteros, para minutos más tarde reaparecer, y continuar así, apareciendo y desapareciendo, según el capricho de la ondulosa vía férrea. A medida que el tren se internaba en la serranía, más imponente y monótono era el paisaje. A un lado, la cuesta pedregosa del cerro; al otro lado, el barranco, en ciertos lugares profundísimo; por todas partes rocas negruzcas y tierra árida, color de ocre, de tonos amarillentos y rosados, a trechos cubierta de raros manchones de verdura. Algunas quiebras, merced a ocultos hilos de agua, provenientes de la cumbre, lucían una vegetación lozana y rica; pero todas las demás, no humedecidas nunca, o sólo muy de tarde en tarde, por el agua del cielo, criaban maleza ardida del sol, rastrera y pobre. Por la orilla del barranco se sucedían los cactos de grandes pencas espinosas, en el extremo de algunas de las cuales resaltaba el higo rojo y áspero, semejando viva púrpura cuajada en los labios de una herida, o inmenso rubí oscuro, casi negro. Y a lo lejos, muy cerca de las cimas, de cuando en cuando aparecían, fuertes y nobles habitantes de la altura, los araguaneyes en flor, interrumpiendo con sus regios mantos de estrellas de oro la uniformidad gris de los breñales.

Soria contemplaba el paisaje, recogiendo sus líneas salientes y sus colores más vivos con ojos expertos, habituados a percibir en todas partes y en todas partes recoger los rasgos dispersos e infinitos de la multiforme belleza. Pero su atención la distrajo Pedro, quien, primero titubeando, luego en tono resuelto, dijo como siguiendo una conversación interrumpida:

--Pues “el viejo”, como ya te he dicho, está malo, muy malo. Los médicos no le conceden mucho tiempo de vida. Según ellos afirman, difícilmente resistirá a un nuevo acceso. El último acceso le dio hace unos quince días, y no he visto nada más espantoso. Desde entonces en casa vivimos en perpetua zozobra, temiendo cada día lo que puede traer el día venidero. Afortunadamente, Rosa es toda firmeza y valor, y equivale a muchas enfermeras juntas. Cualquiera otra se habría rendido al cansancio, pues tarea de sobra tiene con su marido y papá.

--¿Su marido? ¿Y Uribe también está enfermo?

--Siempre. Ya de esto, ya de aquello, siempre se queja de algo. Y aunque tiene aspecto descalabrado y enfermizo, y vive consultando a los médicos, hasta ahora no sé a punto fijo qué enfermedad es la suya.

Por el alma del recién llegado pasó como un relámpago de alegría perversa. Era su venganza. Se vengaba de la tristeza abrumadora y sin motivo, de su dolor sutil e indefinible, suerte de celos malsanos prendidos en su alma como un germen de amarguras cuando recibió en Europa la noticia del proyectado matrimonio de Rosa Amelia. Esta, a propósito de su casamiento, le escribió unas cuantas líneas, las cuales, a pesar de su tono cariñoso, no bastaron para sofocar en el ánimo de Alberto Soria el grito de un extraño despecho. Alberto se creyó ofendido en su amor a la hermana, como traidoramente despojado de un bien precioso, y desde esa época, sin él mismo saberlo, tuvo celos del intruso, y guardó a la hermana un resentimiento vivo.

Pero inmediatamente después de haberse alegrado se avergonzó de su alegría, y sobre todo se avergonzó de no haberse entristecido mucho al conocer el estado lastimoso del padre. Su semi-indiferencia le repugnó, y turbado, como el reo capaz de comprender su falta, quiso distraerse volviendo los ojos al adusto panorama de la sierra.

Por el fondo del barranco y por la escueta ladera del monte empezaron a correr sombras de nubes, y finas gotas de agua cayeron, mojando la cara de Alberto Soria, asomado al ventanillo. Hacia atrás, hacia el mar ya invisible, el paisaje seguía, inundado de luz; y en ese espectáculo de lluvia y sol a un tiempo. Alberto vio la imagen fiel de su alma, comparable en aquel segundo a un rostro enigmático y misterioso que de un lado sonriera y del lado opuesto llorase.

La lluvia cesó, y deshecho el nublado, reinó de nuevo en toda la extensión del paisaje la claridad fastuosa del sol, apenas interrumpida por la breve noche de los túneles. Alberto Soria observaba de nuevo las cuestas, la gualda túnica de los araguaneyes floridos, las colinas color de ocre, bajas, casi desnudas, en algunos puntos revestidas de mogotes escuálidos, tales como dispersos mechones de cabellos lacios en una calva incompleta. Ya se distraía siguiendo sobre las piedras del monte un grupo de raíces trepadoras, enlazadas como serpientes; ya se regocijaba a la vista de un peñasco en forma de cono, de vértices coronado por un solo árbol abierto sobre el peñasco, a la manera de gracioso parasol de China. Y de todas estas cosas y de los matices de estas cosas se exhalaba para el viajero como una esencia, como un espíritu, un ideal de belleza fuerte y salvaje.

Por segunda vez la atención de Alberto fue distraída hacia el interior del coche; pero entonces no fue la voz de su hermano, sino la voz de una mujer la que rompió su éxtasis contemplativo. En el mismo vagón, enfrente de Soria, conversaban dos pasajeros: un hombre como de treinta y ocho años, alto, seco, de ojos grandes, brincones y frente prolongada por una calvicie prematura, y una mujer bastante joven, rubia, de labios rojos, frescos, sensuales, lujosamente vestida y sentada entre una multitud de cachivaches: abanicos, abrigos y cajas de cartón de varios estilos y dimensiones. En el hombre, Alberto reconoció un vago de buena familia, un elegante de profesión, antiguo héroe de salones y clubs, y en la mujer a una vendedora de caricias, antaño muy a la moda en la capital, por cuyos paseos y calles arrastraba, como nuncios de un impudor, trajes llamativos y escandalosos. El veterano de salones y clubs hablaba lenta y reposadamente, como persona de pro, en tanto que su interlocutora lo hacía con bruscos aspavientos descompasados. De su conversación nada llegaba a los demás viajeros, apagadas como eran las voces por el ruido del tren en marcha. Pero el tren se detuvo en una estación, y entonces Alberto oyó a la mujer decir de modo claro y distinto:

--¿Y qué me dices de Mario Burgos? Me han asegurado que tiene amores con Teresa Farías. Como Teresa Farías antes de casarse con Julio Esquivel fue novia de Mario…

Y la mujer acabó ahogando un refrán grosero en una carcajada cínica y ruidosa. El héroe de salones y clubs murmuró algo con voz imperceptible, y vio después a los demás viajeros, como temeroso y avergonzado de que hubiesen oído las palabras de su compañera de viaje.

Alberto, al oírlas, volvió los ojos como asombrados e interrogadores al rostro del hermano, el cual se limitó a responder con una sonrisa de significación incierta. Aunque no mera amigo de ninguna de ellas, Alberto conocía a las personas cuyos nombres acababa de escuchar, y tal vez por eso le impresionaron hondamente las palabras malévolas de la errante vendedora de caricias. Después de llenarle de asombro mezclado con un poco de indignación, esas palabras desviaron el rumbo de sus pensamientos. Desviaron sus pensamientos hacia el país lejano, hacia la distante ciudad europea de donde él venía.

Abstraído en la rememoración de cosas lejanas, para él desaparecieron las cosas al través de las cuales iba el tren, puesto en marcha de nuevo; no vio cómo el paisaje cambiaba poco a poco, sucediendo a las altas cumbres colinas humildes, y a los enormes despeñaderos quiebras nada profundas. Por último, a la derecha de la vía surgió una hilera de sauces, de follaje amarillento y pobre, y a poco se divisaron a lo lejos, como avanzada de la ciudad, ya muy próxima, algunas casas caprichosamente esparcidas. Como tantos viajeros que, al llegar al término, se complacen en recordar su punto de partida, Alberto evocaba con lucidez maravillosa la ciudad europea abandonada por él quizás para siempre. Los recuerdos de los últimos días vividos en esa ciudad fueron pasando por su memoria deslumbrada; pero uno solo de esos recuerdos triunfó al cabo de la esplendidez y la fuerza de los otros. En los largos mediodías y en las tristes noches de a bordo, en alta mar, le había perseguido sin tregua. Y ahora, cuando tal vez iba a extinguirse completamente, se lo representaba doloroso y bello como nunca. Era el recuerdo de un adiós todo besos y lágrimas. Era la visión de un cuerpo de mujer, lleno de temblores, enlazado a su cuerpo; la visión de unos ojos rebosantes de lágrimas, inclinados sobre sus ojos, húmedos de llorar; la visión de unos labios tendidos hacia sus labios en demanda del último beso; la visión radiante de una hermosa cabellera rubia, llamarada de sol cuajada en finísimas hebras áureas, caída, durante los espasmos del dolor, en cascadas de trenzas y lluvia de rizos alrededor de dos frentes, hasta vestir de suave seda y perfume las mejillas de dos rostros, hasta ocultar a la vez dos cabezas, cubriéndolas y amparándolas con toda su magia de luz y de oro, como una tienda real, perfumada y rica, protectora del amor de dos novios augustos.

IV

El médico de la familia, un doctor Fuentes, que a su redondez de figura y a su gravedad sentenciosa de voz debía cerca de las cuatro quintas partes de su reputación y clientela, había dicho con tono solemne y afectado:

--Me parece caso concluido… caso concluido. Sólo un milagro puede hacer que ese corazón triunfe. Sus fibras débiles, degeneradas, no reaccionan ya sino muy difícilmente a los tónicos más poderosos. Cafeína, esparteína, trinitrina y demás remedios análogos, administrados al enfermo, obran como si los tirásemos al aire. Para mí, el desenlace final es inminente.

Y como sucede, cuando todos yerran, los médicos estuvieron acordes. Emazábel mismo, aún con su prestigio de médico y recién llegado de París, halló justas las palabras de Fuentes, y agregó que, a lo sumo, podría establecerse un estado de asistolia crónica, de ningún modo perdurable.

Pero, contra los pesimistas pronósticos de los médicos, la disnea angustiosa de don Pancho comenzó a desaparecer poco a poco, su pulso a readquirir su antigua regularidad y firmeza, y todo su cuerpo a deshincharse, con tanta rapidez, que en donde estaba distendida con exceso, como en las piernas lo estaba, la piel quedó formando arrugas enormes. De la posición molesta que en la cama tenía, la cabeza y el tronco sobre un alto rimero de almohadas, pasó don Pancho a sentarse de tiempo en tiempo en una silla del dormitorio, y luego a pasear por éste, charlando a la vez con los que iban a visitarle y entreteniéndose al principio en animar su charla con desahogos de buen humor, el fácil buen humor de quien después de verse a dos dedos de la tumba, se ve con salud más o menos perfecta y saborea la vida, golosamente, como un regalo.

Un tanto sorprendidos, los médicos no dejaron de sostener su pronóstico. Emazábel aconsejó a Alberto no fiarse mucho de aquella inesperada mejoría.

--Nada tan común en los enfermos del corazón como los golpes traicioneros. Sobre todo en las enfermedades aórticas, aún entre las mejores apariencias, puede sobrevenir la muerte súbita, aventando con un soplo todas las esperanzas.

Pero Alberto, si bien oía con mucha atención y aparentaba acatar los prudentes avisos de Emazábel, en realidad no hacía de ellos caso ninguno. No quería indagar si era fundado o no el temor de los médicos: bastábale ver la mejoría indiscutible de su padre. Y ésta, para él, era como un acto de clemencia para el alma de un condenado a la tortura. Lo libertaba de una preocupación fija y dolorosa. Varias veces en el curso de su viaje, al regreso de París, pensó con espanto si no hallaría al padre muerto o moribundo. Y al pensar de ese modo, se consideraba como reo de un crimen inútil, de un crimen sin remisión, el crimen de estar ausente, muy lejos, en la paz y la dicha, mientras el padre agonizaba. A la mano tenía mil excusas fáciles, atenuadoras de su crimen, pero a pesar de ellas le quedaba siempre en el alma algo así como la anticipada amargura de un remordimiento.

La mejoría del padre, además de adormecer y disipar sus escrúpulos, permitióle dejar el encierro, ya muy largo, y recorrer la ciudad ansioso de ver los cambios efectuados en el aspecto de la población, en los rostros de conocidos y de amigos, u en la belleza de las mujeres antiguamente admiradas. Quería también verificar las malas predicciones de algunos amigos. Estos, desde que él llegó, no cesaban de anunciarle decepciones, enojos, desagrados de toda especie. El mismo día de su llegada, en la estación del ferrocarril, dos o tres de los que fueron sus camaradas en Europa y habían regresado antes que él, dieron principio a sus malos anuncios, diciéndole cosas disparatadas, dejándole adivinar contrariedades y tristezas, alegrándose de su vuelta con palabras y frases ambiguas, entre serias y burlonas, que desconcertaron a Alberto por el tono zumbón y maleante.

Alberto se dio a saborear las dulzuras de la vuelta. Recordó, entonces, comprendiendo por vez primera su hondo sentido, las palabras de un autor admirado: Se parte únicamente para volver. Mucho del goce de un viaje está en el regreso. Y se explicaba la inquietud de ciertas almas que, en un ir y venir alternado y continuo, se procuran a cada paso el dolor de la partida y el placer del retorno, hasta hacer de la propia existencia una sola voluptuosidad triste.

Su primera salida la hizo una mañana, pero no más caminó doscientos metros, cuando volvió atrás los pasos. Al verlo tan pronto de vuelta, su hermana le preguntó si había olvidado alguna cosa.

--No, no he olvidado nada. Es que… Por la tarde saldré.

Pero no dijo la causa de su retroceso brusco. Sólo interiormente pensaba: “Parece una artimaña diabólica. Un pormenor tan baladí ¿cómo ha podido causarme una impresión tan viva, un desagrado tan profundo?. Si Emazábel llegara a saberlo, ya tendría para un buen rato de broma. Y no sólo Emazábel: cualquiera otro hallaría mi desagrado muy ridículo”. Y pensando así, Alberto se representaba su breve paseo. A lo sumo unos doscientos pasos: la calle angosta, sucia, a un lado casi desierta y abrasada de sol; al otro lado, en sombra, algunos transeúntes; por la calzada, a trechos limpia, a trechos inmunda, un coche a todo correr y un carro lento, saltante y chillón. En el trayecto, el recién llegado se complace en darse cuenta de que está pisando la calle, que. De lejos, con la imaginación, había recorrido a menudo, y, aunque no desagradablemente, lo marea y lo turba cierto contraste repentino entre lo que ve y lo que él esperaba ver, porque la ausencia había en él poco a poco borrado la memoria de las proporciones: en su recuerdo no eran las calles tan estrechas, ni tan bajos los edificios. Por último, al término del corto paseo, otra calle, la calle del Carnaval, aun más desaseada: en las aceras, transeúntes más numerosos, y calle abajo, el flemático y torpe avanzar de dos jamelgos flaquísimos, un tranvía de ruedas grandes y caja diminuta, como caja de muñecos y de soldados de plomo. El tranvía, adelante, el cochero con el pie en el estribo, el otro pie en la plataforma, y las riendas, como al descuido, en las manos; dentro del carro, una mujer y tres hombres; en la plataforma trasera, el conductor, con la gorra tirada sobre la nuca, los labios dispuestos al silbido, estira el brazo derecho negligentemente por entre dos de los pasajeros a presentar a uno de estos el billete del tranvía. Y sin cuidarse de si el pasajero ve o no el ademán y tomo o no la boleta, como si para él nada de eso tuviera importancia ninguna, silba muy orondo y clava los ojos en el rítmico andar provocador de una chicuela que pasa.

Fuera de eso, nada recordaba de su corto paseo, nada por lo menos bastante a justificar su desagrado, su tristeza, aquel dolor abierto de súbito en su alma como la rosa de una herida. Pero pronto olvidó su disgusto, ocupándose en abrir y vaciar dos cajas enormes de su equipaje, todavía cerradas, llenas la una de libros, la otra de objetos de arte, casi todos regalos de sus camaradas artistas. Pedro le ayudaba, riendo y parloteando muy contento con satisfacer al fin su curiosidad imperiosa. Con porfía pueril, su curiosidad no había hecho sino rodar alrededor de aquellas dos cajas, midiéndolas con los ojos, calculando su peso, contemplándolas, acariciándolas tenazmente como a dos mudas esfinges a las cuales pretendieses arrancar un secreto delicioso y extraño. Mientras desclavaba las maderas, rompían el zinc y echaban a un lado en desorden la paja y los papeles de rellenar, el buen humor y la charla de Pedro aumentaban, desbordándose en exclamaciones de asombro ingenuo y exagerado, como asombro de niño. De los libros llamaron la atención de Pedro algunos ya célebres que él no conocía aún, y otros, conocidos o no de él, pero de edición atrayente, lujosa y rara.

(…)

Después de los libros fueron los demás objetos, los regalos que traía Alberto a los de la casa y los que le habían hecho a él sus amigos en Europa: el bibelot raro, las curiosidades de pueblos y países remotos, y cuanto exornaba su taller y su habitación parisienses. De cada una de esas cosas parecía fluir una ola de remembranzas. Alberto ebrio de memorias, hablaba, hablaba, hablaba, y el rumor de su voz acrecía la dulce embriaguez de sus recuerdos. A cada paso decía un nombre, y al nombre seguía un retrato o una caricatura, y la historia alegre o triste de una noche, de una tarde o de una hora de su vida de estudiante y artista, de paseante vagabundo y trabajador, perseguido y torturado por la obsesión de la obra. Y el entusiasmo de Alberto se comunicaba fácilmente al hermano porque se trataba de París, el fascinador señuelo de todas las almas jóvenes, y Pedro creía adivinas, alcanzar y poseer la luz, el amor y el perfume de Paris a través de los labios fraternos. Lo que Pedro no entendió muy bien fue la alegría y casi exaltación del hermano ante dos objetos, apreciados en mucho al parecer, según lo cuidadosamente enfardelados que estaban: el uno era una cabeza de yeso, cabeza deliciosa de muchacha de veinte años, cabeza leonardina, la boca sensual y doliente, los ojos impregnados de ideal; el otro, una acuarela pequeñita, simple manojo de crisantemos áureos.

La cabeza era obra de Alberto, la acuarela obra de Calles, aquel pintor de la Argentina amigo suyo.

Cuando Alberto, hacia la tarde, salió de nuevo, nada persistía en su espíritu de su inexplicable disgusto de la mañana. Pisando la acera con más gozo y agilidad, se puso a recorrer las calles con la impaciencia del extraño que desea verlo todo y aprisa. De vez en cuando reconocía, o bien se imaginaba reconocer el rostro de un transeúnte, y entonces vacilaba entre saludar o no, siguiendo después, cuando no lo hacía, perseguido por la duda de si la persona en cuestión sería un amigo de poco tiempo, ya olvidado. A veces parábase a observar un cambio entrevisto. Pero los cambios realizados durante su ausencia no eran muchos: ya una casa recién construida, ya un hotel, o, sobre todo, un café nuevo con pretensiones de lujoso, en donde antes existió una covacha infecta o un fogón miserable. En ea primera salida lo llenaban de regocijo pueril ciertos pormenores. Así, de un lado de la plaza Bolívar, se detuvo ante un árbol en flor a contemplarlo, como si fuese un modelo soñado con todas las gracias y primores, o un bronce de Rodín, o un mármol perfecto.

En esta guisa, reconociendo rostros de viejos conocidos, deteniéndose a observar los cambios, experimentando vagos deleites a la vista de nonadas fútiles, cuando más graciosas, Alberto recorrió muchas calles, atravesó algunas plazas y, por último, ya muy tarde, se dirigió a lo más alto de “El Calvario”, deseoso de abrazar con la mirada, como en un solo abrazo de luz y de amor, a la ciudad entera. Dejó atrás la empinada y fatigosa gradería de cemento que lleva a lo alto de la colina, y tomó por la senda de suave pendiente por donde van los coches, para subir con más descanso y ver desarrollarse más lentamente el claro paisaje nativo. Ascendiendo la colina, antes estéril, hoy sembrada de flores y árboles, lo asaltaron, por analogía de impresiones, dos recuerdos: el de una tarde romana en el Pincio y el de una luminosa tarde florentina en la Viale del Colli, donde un veneciano, proscrito en Florencia, hablaba de sus verdes canales dormidos en un perpetuo sueño de belleza, con acento quejumbroso y nostálgico.

Llegado a la cumbre del paseo, buscó los mejores puntos de vista, y desde allí se entretenía en descubrir con la mirada, nombrándolos a un mismo tiempo, los edificios más notables: el teatro Municipal; cerca del teatro una iglesia a la manera de Bizancio, coronada de cúpulas; la Plaza de Toros, la Catedral, la iglesia de la Pastora y demás templos, casi todos de arquitectura mediocre. Y las torres de los templos, idealizadas por la distancia, proyectadas sobre el Ávila unas, sobre el cielo las otras, adquirían a los ojos de Alberto gracia y esbeltez indecibles. Hacia el Noroeste le pareció ver todo un barrio nuevo como si la ciudad, en ese punto, se hubiera ensanchado bruscamente: casas construidas y casas a medio construir sobre una tierra color de ocre, algunos dispersos manchones de arboleda y muchas calles, apenas en esbozo, rompidas (sic) de barrancos.

Cuando Alberto se dispuso a bajar del Calvario hacía tiempo que las rosas del largo crepúsculo de septiembre se deshojaban en el cielo occiduo. Mientras él bajaba, aproximándose a la ciudad, seguían deshojándose las rosas de luz, ya no solamente en el cielo occiduo, sino en todos los puntos del cielo. Y las rosas deshojadas caían sobre el Ávila, sobre los techos de las casas, sobre las torres de los templos, en las calles de la ciudad, e inflamaban la atmósfera. Alberto veía asombrado el suave incendio fantasmagórico, preguntándose por qué, tiempo atrás, antes de su partida, no observó nunca esas rosas de los crepúsculos de septiembre. Y a esa pregunta, confusamente se respondía que tal vez sus ojos, deshabituados por la ausencia, hechos a contemplar y descubrir muchas bellezas exóticas, habían aprendido a ver mejor la belleza de las cosas familiares.

De vuelta al centro, a su llegada a la plaza Bolívar, vio muchas mujeres que bajaban hacia la plaza por la calle Norte, y se fue por ésta, llevado por su curiosidad, calle arriba. Eran devotas que salían de la Santa Capilla, unas, de velo, otras, de pañolón, casi todas con libros de rezos en las manos. La Santa Capilla. Antes ligera y diminuta como un joyel, unida tan sólo hacia atrás al caserón de la Academia de Bellas Artes, libre a los lados y al frente, en medio de una plaza en armonía con su magnitud, había sido, a expensas de la plaza, convertida en pesado laberinto, feo y lúgubre, merced a la imaginación churrigueresca de ciertos curas y beatas. Muchas devotas, quedaban aún estacionadas y en grupos, conversando en las puertas de la capilla fronteras al Parque, vasto cuartel coronado de almenas. El frente del cuartel no está separado de la capilla de hoy sino por la sola anchura de la calle. Y tanto la capilla de un lado, como del lado opuesto el cuartel, situados como están en la intersección de dos calles, forman esquina. N la esquena misma, del lado de la capilla, había un grupo de devotas; y otros grupos había en la plazuela del lado Norte, único fragmento respetado de la antigua plaza. Al pasar Alberto cerca del grupo estacionado en la esquena, una del grupo, vestida de negro, como de luto riguroso, y con un velo negro también y muy tupido, como el de cualquiera turca de Estambul, con un solo y vivo movimiento alzó y dejó caer el velo impenetrable. Y Alberto pudo ver, como un relámpago, una cara desconocida y preciosa. Luego, a la vista de una mujer del grupo de la plazuela, le asaltó la duda que, a la vista de otras personas, le había asaltado más de una vez aquella tarde. Creyó reconocerla; y más le turbó la duda cuando notó que ella se fijaba en él con la misma tenacidad que él en ella. Después de seguir adelante por algún tiempo, ocupado en un soliloquio mudo: “debe ser ella… no, si no puede ser…”, volvió de improviso la cara. Y los ojos de la mujer habían seguido sus pasos. Entonces, no sin antes disimular su intento, sacando el reloj a ver la hora, regresó por donde había ido.

A lo lejos, en Occidente, morían las últimas rosas diáfanas. Las devotas del grupo de la esquena no se habían dispersado aún, y la misma muchacha del grupo, con el mismo ademán rápido y gracioso, alzó y dejó caer el velo impenetrable.



--Coquetuela—se dijo para sí Alberto, y siguió entonces camino de su casa, agitado po ls mil sensacioes confusas de aquel día. Pensaba en el barrio nuevo, desde la altura del Calvario entrevisto, construido sobre tierra árida color ocre; pensaba en el desaseo de las calles; veía de nuevo, sobre el desaseo de las calles, deshojarse las infinitas rosas del crepúsculo. Y dentro de él relampagueó la visión de la ciudad nativa como una visión de ciudad oriental, inmunda y bella.

REFERENCIAS

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Manuel Díaz Rodríguez. (s.f.) Prosa modernista. Biblioteca de la prosa modernista de habla hispana.. (Documento en línea). Disponible: http://prosamodernista.com/manuediazrodriguez.aspx. (Consulta: 24/08/11).

Vásquez, M. (2011. Febr, 12). “Algunos capítulos de Ídolos Rotos”. En: Las letras que queremos hoy. (Blog). Disponible: http://mireyavasquez.blogspot.com/2011/02/algunos-capitulos-de-idolos-rotos.html. (Consulta: 23/08711).