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ANTOLOGÍA DE CUENTOS

1.      La casa de Asterión (Jorge Luis Borges)
2.      La Tortuga Gigante. (Horacio Quiroga)
3.      La Mujer de espaldas (José Balza)
4.      Bomba (Luis Britto García)
5.      Ser (Luis Britto García)
6.      Continuidad de los parques (Julio Cortázar)
7.      La luna no es pan de horno (Laura Antillano)
8.      La abeja haragana  (Horacio Quiroga)
9.      Luvina (Juan Rulfo)
10.  La gallina degollada. (Horacio Quiroga)
11.  El paso del Yabebirí. (Horacio Quiroga)
12.  El loro pelado (Horacio Quiroga)
13.  El diente roto (Pedro Emilio Coll)
14. Un caballo amarillo (Ednodio Quintero)
1.      La casa de Asterión (Jorge Luis Borges)
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz  de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
    El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos. 
    Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
    No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo. 
    Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?    
    El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
    -¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.  
2.      La Tortuga Gigante. (Horacio Quiroga)
Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día: - Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un regido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, la apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
- Ahora - se dijo el hombre - voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó  arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza  con tiras de género que sacó de su camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días sin moverse. El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
- Voy a morir - dijo el hombre - . Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: - El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre la manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con las fiebres y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: - Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
 Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el  conocimiento. Pero también esta vez la tortuga la había oído, y se dijo: - Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que  levarlo a Buenos Aires. Dicho esto, montó  con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió entonces el viaje.
            La tortuga, cargada así, caminó, caminó, y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
            Iba  entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba ¡agua! ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semanas tras semanas. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerzas, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba, a medias, el conocimiento. Y decía, en voz alta: - Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte. Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana  para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor  que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido  salvar al hombre que había  sido bueno con ella. Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz venía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico  viaje.
Pero un ratón de la ciudad - posiblemente el ratoncito Pérez -  encontró a los dos viajeros moribundos. - ¡Qué tortuga! - dijo el ratón -. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña? - No - le respondió  con tristeza la tortuga -. Es un hombre. - ¿Y dónde vas con ese hombre? - añadió el curioso ratón. - Voy… voy… Quería ir a Buenos Aires - respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré…- ¡Ah, zonza, zonza! - dijo riendo el ratoncito -. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que vez allá, es Buenos Aires. Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún  tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida.
Cuando el cazador supo enseguida cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa que era muy chica, el Director del Zoológico se comprometió a tenerla en el jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos. El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.
3.      La Mujer de espaldas (José Balza)
Tras el indiscriminado entusiasmo dejado en su estilo por el modo de Tom Wolfe, el joven periodista (en verdad: con más de treinta años: dos divorcios) o quería que sus reportajes tuviesen algo de poema, de novela, de drama, o quería redactar noticias tan vivaces que fuesen como novelas. Tal vez sólo ansiaba escribir ficción, pero el oculto y paradójico temor de narrar con fórmulas periodísticas, lo mantiene prisionero del gran diario en el cual trabaja. Su simpatía, su desparpajo cultural, sus guiños mentales me permitieron asociarlos  con cierta idea exterior de lo que debe ser un escritor. 
Durante una hora de la mañana había cumplido conmigo - sin que yo pudiese resistir o reaccionar - la entrevista acordada. El tema: un gran diccionario elaborado  por el equipo a mi cargo. Sé que cualquier diccionario omite precisamente aquello que un lector urgido desea encontrar; también que es un libro incompleto para siempre. Pero el resto del equipo estaba satisfecho, y terminé aceptando lo glorioso de cinco años en tal tarea. Mientras el periodista destacó su entusiasmo por la exactitud de los datos, por el método aplicado, por las novedosas clasificaciones (que obliteraban el orden alfabético), no sospeché que ni siquiera había (h)ojeado el ejemplar por nuestras oficina de Relaciones una semana antes. El es así: puede improvisar preguntas como si supiera a qué se refieren. Y convence a millones de lectores.
Cuando nuestra secretaria advirtió - desde el cristal vecino - que sería oportuno hacerlo, trajo café para ambos. Ya el hombre guardaba sus cassettes y una libreta que realmente no abrió. Por segundos imaginé cómo afrontaría la noticia; temí que destacara -más que al diccionario, según su new periodismo- dos inoportunos estornudos míos. Evidentemente no tenía prisa (el equipo que al verlo supuso un destacado lugar para el día siguiente, tuvo que esperar semana y media; y ni siquiera vino la foto del grupo, que el acompañante del entrevistador nos hizo antes de la sección) en aquel momento ni después: habló del entusiasmo con que su mujer -¿la tercera?- recorría ya el primer tomo de nuestra edición. Sólo entonces comenzó a contar realmente cuanto le interesaba. Pienso que hubiera dado cualquier cosa por ser, el entrevistado, él por responder sutilezas acerca del proyecto que empezaba a exponer. Lo inició como una vasta  idea para su pieza de teatro (ha cundido ahora, entre otros vicios, la creencia de que cualquier novelista escribe mejor teatro): con dos actos tensos e ineludibles. Aludió al esfuerzo para diluir la trama, y contó algún rasgo de la protagonista: extranjera, borracha o drogómana. Si no me distraje, creo que indicó como absolutamente suya la trama central; pero con total naturalidad, al segundo cigarrillo (¿podríamos tener un poco más de café?) adjudicó el argumento a un limpiabotas de la Plaza Central. De ese hombre anciano y fiel a su oficio, de ese niño que  llegó en 1910 al mismo lugar donde está hoy, el periodista había captado la extraña anécdota. Sí: ocurrió ayer, cuando en una manifestación más de su pluralidad entrevistó al viejo limpiabotas del centro.
Fue fácil imaginar que convenció al jefe de redacción (tan anhelante de la moda y el éxito como él) para que lo enviara a hacer un reportaje en la Plaza Central, con sus humildes personajes. Algo novedoso, distinto de pintores y poetas, se dirían ambos.
Por eso llegó ayer, cuenta antes de irse, a la plaza: esperaba ver sólo muchachitos, pero encontraría al anciano. Con él se quedó algunas horas (antes lustró sus zapatos) y lo invitó a un bar. El anciano no aceptó el brindis: en cambio le otorgó esa interesante historia de 1930, ese suceso que él - desde ayer - imagina convertido en un texto policial o en una obra dramática.
El viejo aún puede recordar los títulos de la prensa: fue un escándalo mayor y el limpiabotas (que es a la vez el muchachito de 1910 y el  anciano de ahora) no ha olvidado ciertos rasgos de los participantes. Comprendo que el periodista, ansioso de ser entrevistado, está buscando mis preguntas, que le anote sus contradicciones, pero no hablo. Retomo  el segundo café, y lo escucho hasta que decide irse. Ni le reclamaré la oferta de que el argumento era suyo ni destacaré  cómo se la escuchó ayer un viejo lustrabotas. Allá él; sabe esperar hasta que la convierta en ficción o en trazos de una cosa teatral. (Lástima por mis compañeros de equipos que, más allá del vidrio de la oficina, imaginan al periodista comentando nuestro Diccionario, mientras él narra su argumento).
Y aún escuchándola el asunto es confuso: no posee el periodista los claros hilos que exige un relato de muerte; se extiende en detalles, en la moda de los 30, interpola tonos locales, se complace con una frase. En fin… un francés gordo, envejecido, absolutamente desconocido, con sólo una semana en el puerto, mató a la extranjera, apuñalándola en un lunar con forma de lis, que tenía en la espalda. La sometió hasta dejarla en tal posición que pudiera operar mil veces sobre el lunar. Ella era fuerte y pudo defenderse (¿una réplica de Simone Signoret?), pero él actuó por sorpresa e iba equipado.
La historia se conoció por el asesino mismo: no tenía deseos ni fuerzas para escapar. Le daba igual volver a Francia, quedarse en las cárceles de Guyana o morir envuelto por un clima y por un idioma que desconocía. Contó que durante cuarenta años  había lamentado la ausencia de esa mujer; ni siquiera formó pareja o pudo casarse; la amó en exceso. Murió a los veintisiete años cuando ella murió, y desde entonces siguió como aislado. Permaneció siempre en la Petite Ville, antes de ella y después de enterrarla allí, pero su alegría, sus amores estuvieron en Marseille. La vida del puerto repetía la de esa mujer: cambiante, transitoria. Quizá en una ocasión así lo dijo; y sin embargo, él prefería creer en su fuerza para hacerla distinta con su amor; un amor formal y loco al mismo tiempo. ¡Tendría ella entonces dieciocho años! El andaba por los veinticinco; y aunque la mujer fuese muy joven, parecía haber vivido todo menos un amor tal leal como éste que él ofrecía. En algún momento debió reconocer que, tal vez, ni ella ni él podían aspirar a ese efecto por él pintado, sin padres, sin familiares, la mujer había andado siempre entre hombres. (Estaba seguro de que, en su soledad, un finísimo límite - el azar - había podido convertir a la mujer en monja, en enfermera). Carecía de amigas y quizá nunca tuvo prolongadas relaciones de afecto con otro ser. Sexo, dinero, fiesta. Así la encontró él; al comienzo como una óptima oportunidad para algún negocio. A pesar de su alegría, de sus pequeños escándalos con marinos y policías, borracha y feliz a ratos, nadie la hubiese imaginado metida en negocios serios. Era demasiado habladora y franca  para guardar misterios. El supo enamorarla y aprovecharla. Sensual, golosa, Marie-Jos podía encarnar los bruscos deseos de algún hombre sin ser realmente  atractiva; tal vez su propia espontaneidad le restaba artificio, pero encantaba. No sólo contribuyó firmemente con él en esa oportunidad sino que desde entonces comenzaron a practicar   dos costumbres: la de escapar del puerto, de venirse a Petite Ville, y gozar como en un hogar seguro; también la de cumplir negocios cada vez más audaces. Burlaron a los especialistas del puerto y a las autoridades. En el refugio se acumulaba una fórmula. Pero Francois no contó con el sentimiento que iba a nacer; ahora le cuesta dejarla volver al  puerto, admitir su vida con otros hombres, sus noches de borrachera. Supo que debía permitirlo para despistar y por los nuevos negocios. Pero un extraño escozor lo impulsaba a Marseille en horas en que no debía hacerlo. Muchas veces la vio,  fingiendo  naturalidad: ella le hacía un guiño y dos o tres días después recomenzaba la dicha. Entonces Marie-Jos era exclusivamente su mujer; la huella del desorden, del trasnocho y de la sexualidad  sin dueño, desaparecía; asomaba  en ella su casi adolescente frescura, el verdadero deseo: una identidad tierna  y lúdica, tal vez fraternal.
Francois no ignoraba los peligros; antiguos compañeros suyos, traficantes rivales detestaban su discreción, su manera de operar. Nadie tenía pruebas de su contacto con los barcos (para eso estaba Marie-Jos), pero se sabía vigilado. ¿Duró dos años el asunto? Había programado cuatro años para ser millonario y desaparecer;  pero la muerte  de la muchacha interrumpió el ascenso de su fortuna. La tragedia  ocurrió  una noche, mientras curiosamente él estaba en el puerto y la chica en el refugio. Al  volver halló la casita arrasada: ni un billete ni una joya. Sangre en el piso  y una cita a la morgue. Comprendió que había sido trabajo de rivales: ¿Quién de ellos? Durante años no logró una pista ni un sospechoso y eso debió alertarlo, pero fue así: la amaba demasiado. La pérdida lo aniquiló todo.
Realmente, algunos empleados del puesto de asistencia (pasó por alto  entonces que el cadáver no había sido llevado al hospital principal, sino a esta especie de triste dispensario) ofrecieron  mostrarle el cuerpo destrozado a puñaladas, pero él rehusó. Una horrible debilidad le impedía ver que aquellos senos y aquella piel, tan protegidos por él,  ya destrozados. Firmó los documentos necesarios. Pagó el entierro, y durante meses acudió al pequeño cementerio. “Marie - Jos” y nada más decía la breve lápida. A ella dedicó horas de silencio, de adoración. Con los años olvidó el lugar, envejeció. Como ninguna otra cosa sabía hacer, siguió adherido al negocio; pero ahora asociado con cualquiera (incluso con alguno que pudo ser el ladrón, el asesino). No le interesaba averiguar; la había perdido, era suficiente vivir un poco. Tal vez carecía de condiciones para millonario u hombre rico, como creyó poseer estando cerca de ella. El tiempo lo volvió manso y hasta respetado dentro de los comprometidos.
 Tuvo el primer rumor hace cinco años,; alguien , un ex - recluso que volvía de América lo había contado a un amigo común del puerto. La noticia era escueta: una mujer idéntica a Marie-Jos vivía al otro lado del mar, en un puerto como éste; discernió bien los componentes del comentario, pero algo agudo se revolvió en su cuerpo. Esa tarde tomó  el bus y visitó  el cementerio. Bajo la hojarasca descubrió la antigua lámina: el nombre querido, su propia historia, seguía allí, detenido. Dedicó una noche confusa a evocarla, y se emborrachó.
Por  azar,  meses después encontró a ese mismo amigo, y tomaron el tema con calma. El hombre tampoco había llegado a aquel puerto; sin embargo, conocía datos concretos a través del ex - recluso. La mujer del otro lado se llamaba María Inés, tenía ya cierta edad y, a pesar de su lenguaje local, su acento extranjero  era inconfundible. El recluso, para entonces en su vida de aventuras, había pasado una noche con María Inés; y ésta lucía un lunar en forma de lis, en su espalda.
Francois se estremeció. La coincidencia era exagerada. ¡Una flor de lis! ¡Un tatuaje: no un lunar! Rememoró entonces los primeros encuentros, la alegría de tener a Marie- Jos como a un juguete. El, Francois mismo, había grabado aquella flor en la piel de la mujer; ella soñaba con los tatuajes de los marineros, quería gozar de algunos. Se informó sobre los procedimientos; ebrios practicaron - donde ahora pasa su mano - con la piel de él, porque quiso complacerla sin riesgos. Poco después la obligó a aceptar el tatuaje en la espalda: temía arruinar un detalle notable del amado cuerpo, mas la flor tomó forma y color, triunfante. Marie-Jos estuvo feliz: hasta aprendió a mirarse, divertida, su “lunar” con dos espejos.
Ahora el viejo Fracois estaba alerta  con los viajeros que llegaban de América; la intuición le indica exactamente a cuáles consultar; un detalle de la ropa, ciertas leves grietas en la piel, una marca en el brazo: indicios de vida en los suburbios y en  los puertos. Así estableció contacto con un joven viajero que, curiosamente, no era europeo. (“¿debo - me preguntó el periodista - colocar aquí una tinta oscura sobre el limpiabotas? El indicó que un cómplice venezolano iba a ayudar a Francois, pero no se adjudicó tal “Función”. ”Nadie va a reconocer que él era malandro, y además ya pasaron cuarenta años - respondí -. El niño limpiabotas de la Plaza que narró la historia es el viejo que aún recuerda los titulares de prensa. Por lo tanto también  pudo ser él un joven aventurero, el vínculo insospechado entre Marie-Jos y Francois”).
Cierto que Francois no volvió a la situación floreciente de su juventud; pero vivía adecuadamente y tenía ahorros. Tampoco le importaba perder ese dinero en una obsesión como la que lo invadía. Si antes enloqueció de amor, ahora estaba asediado por la sospecha (o por la venganza). Aceptó que el joven aventurero viviera de él; en su casa, con mujeres de puerto y bebiendo sin parar. Un extraño vínculo de afecto (el otro parecía necesitar conversaciones, calor) y de chantaje, se produjo entre ambos. Realmente  lo compró. En medio de tantas fiestas y complacencias, el aventurero supo corresponderle; además el trabajo que le ofreció  sería un placer: volver a su país, instalarse brevemente en Puerto Cabello y encontrar una dama algo mayor, tal vez inclinada a las drogas, y un tanto borracha. Su misión, retener cualquier dato acerca de ella, y lograr una noche en su cama, hasta poder observar cuidadosamente su espalda.
Sólo fue necesario un viaje del malandrito. Mientras estuvo ausente Fracois se las ingenió  para obtener el permiso de abrir la tumba; logró la mayor discreción (al fin y al cabo había prestado favores especiales a  una persona del gobierno) y un mediodía, en la soledad del cementerio, comprobó, ansioso, que aparte de los restos de  un paño y algunas piedras, nada más había contenido la urna de su mujer. Tal vez era demasiado viejo para sentir una emoción parecida, pero oleajes de pasión, una furia tensa, la impotencia, lo invadieron desde entonces. El desprecio y el odio ocupaban el lugar de su gran amor. Sin embargo, volvió a la ternura de los veinte años, a su entrega: su necesidad de ella y a la violenta decisión de destruirla, de cerrar aquel prolongado sueño. Marie-Jos, concluyó entonces, había sido un objeto desconocido, alguien capaz de engañar en todo (como debió hacer con sus clientes en la cama): un alma intocada, tras la cercanía de los licores, de las noches. Francois se aisló durante algunas semanas, indeciso, desconsolado. Solo, volvió a vivir como en los días de Marie-Jos; sonidos, detalles de las esquinas; lo retenían en un tiempo ya muerto. Cuando extirpó ese desdoblamiento únicamente quedaba el puro odio.
Necesitaba esperar al viajero pero ya para él todo estaba confirmado. Utilizó entonces esos días tratando de obtener (¡tan tarde!) una pista. ¿Por qué lo traicionó Marie -Jos? ¿Con quién se había ido? Pasó revista a centenares de rostros con los cuales la había encontrado en los bares. Pudo haber sido cualquier pasajero transitorio, alguien de quien él jamás habría sospechado (como nadie hubiera imaginado la profunda relación de ellos).
Gastó noches ese rostro vacío, la figura de un hombre imprecisable; el fantasma lo humilló con su ausencia. Y entonces reapareció el viajero. Sus noticias (ya que ignoraba la historia) contrastaron  con las interrogantes de Francois, por su precisión, por su frescura, por su fatalidad.
Aquella mujer era Marie-Jos. Ahora, al final de la plenitud, tampoco a ella parecía importarle el secreto que guardó durante décadas: habló en exceso de su vida al aventurero. Este tuvo cierto asco al comienzo ante la marchita mujer, pero se dejó llevar por su eficacia en la cama, por su jugueteo. Y cuando la sintió dormida descubrió, con sorpresa, los pétalos violetas de una pequeña flor en la mujer de espaldas. Pasaba borracha, sin efecto, casi todas las noches y padecía de un mal: la nostalgia por Marseille. Año tras año consideró la posibilidad de regresar, de pedir perdón a alguien, pero la lenta dulzura del trópico la inmovilizaba. Nunca hizo un gesto para volver, aun cuando - averiguamos con cautela - llegó a saber que ese “alguien” había desaparecido de la vida activa del puerto, durante los últimos años. Hubo un tipo que le juró haber asistido a su sepelio.
¿Y con quién vive, qué hace? El viajero destacó detalles de la casa, de cómo la mujer había administrado una gran fortuna. Vivió para divertirse, pero como ciega: sin aspiraciones, sin búsquedas. Y lo menos creíble: sin hombre fijo. Gozaba y padecía los encuentros. Sólo en dos o tres ocasiones aceptó a un extranjero, porque la enloquecían esos hombres criollos - de nalgas estrechas y macizas, con empuje - (“como yo, ¿no crees’”, dijo el moreno), a los cuales mantenía por períodos .¿Tal traición, reflexionó Francois, tan largo viaje, tanto cambio de identidad para ser nada, una simple mujer?. Allá sus amores seguían siendo fugaces. Puerto Cabello la recibió  con festiva comicidad: tuvo problemas ante algunas esposas, pero la aceptaron gradualmente, y hasta algunas familias decentes llegaron a ser sus amigos.
El viajero hablaba, completando el mosaico del pasado, ignorante de la precisión con que Francois ajustaba cada detalle. Era Marie-Jos. Pero ¿por qué había hecho todo aquello?
Allí concluía su complicidad con el viejo, y quedaba instaurado un nuevo deseo: ya no tanto el de venganza, el de destruir a la mujer, sino el de saber qué había determinado a Marie-Jos a planificar su abandono, el robo y la indiferencia de tantos años. Para ello el malandrito no le serviría, tampoco ningún nuevo intermediario. Sólo él podría obtener de la mujer la confesión certera; pero volver a verla significaba matarla.
Organizó de nuevo su vida en torno a Marie-Jos: como si nada suyo pudiera ser excluido en el reino de ella; como si el pasado, su vida actual y cualquier invención futura únicamente pudieran girar en ella, por ella. Revisó sus papeles; ordenó su dinero y algún negocio pendiente; sin decirlo fue despidiéndose de su idioma, de los pocos amigos casuales, del refugio doméstico, de su aire predilecto, el aroma de Marseille.
  El limpiabotas lo siguió por súbita decisión, en su búsqueda de Puerto Cabello. Prácticamente no se separaron durante el trayecto: un trago, algún chiste, las interminables conversaciones del malandrito. Francois no aludió más a la mujer; el otro se quedó sin algo concreto  sobre los motivos del viaje. Ya en Puerto Cabello el viejo pareció aturdido; el excesivo brillo del cielo, el color, lo inhibían. Tal vez no deseaba  ser visto con claridad. Y entonces el amigo resultó de gran utilidad; casi lo guardó en una discreta pensión, le sirvió de intérprete y, sobre todo, por las noches - a ratos  caminando, a veces en taxi - fue  mostrándole los pasos de María Inés. Francois se convenció de que nada había sentido la primera vez que la vio: ella salía de su gran casa, conduciendo un auto. Algo gorda, decaída, en nada se parecía a su graciosa muchacha de Marseille: pero en tal diferencia supo encontrarla: bajo cierta fijeza de los gestos, en la boca, en un olvidado movimiento de los ojos.
El criollo jamás notó en la parsimonia del otro alguna violencia: sólo parecía rememorar, comparar la imagen de una antigua amante con su presente. Tres días después, en la madrugada, Marie-Jos murió atravesada por un puñal de Francois; el cuerpo permaneció íntegro, menos en el lugar de la flor.
¿Es producto del periodista o comentario verdadero del anciano limpiabotas que Francois la obligó antes a responder una pregunta? ¿Necesita un relato o un drama en dos actos la confesión del protagonista? Las voces de aquéllos,  en  todo  caso, coincidían en un punto: Marie-Jos había actuado exclusivamente por sí misma; adivinó , utilizó la confianza de Francois en ella, y lo abandonó cuando quiso. Ni otro hombre ni una  verdadera traición: apenas de juego de sus deseos. Francois nunca supo que aquel día, cuando fue a la morgue, Marie - Jos aún estaba escondida en Marsella; si él hubiese abierto la urna; si hubiese descubierto la mascarada, los enfermeros - íntimos amigos de la mujer - lo habrían llamado. Ella Hubiera acudido, pidiéndole perdón, explicando de algún modo tan terrible broma; lo habría convencido, y tal vez nunca se separaran. Pero él creyó su muerte desde el primer minuto.          
4.      Bomba (Luis Britto García)
      Que me traigan el cajón  quel diputado lo quiere que me traigan  el cajón  quel diputado quiere evitar el compló que me traigan  el cajón que hay que evitar el desfile en el cementerio la cantadera el  agite lo que traigan como al del  otro con plomacera para que saliera corriendo todo el mundo -  y dejaran la urna en medio de la calle o como al del otro con tumbadera de puertas y reunión para robarse no sólo el muerto  sino también al osteráizar que lo traigan y dejen desfondadas las sillas con asiento de paja para que la  funeraria les cobre como a la otra familia, quel cajón me lo traigan con  coronas y todo que lo traigan sea de roble  y con vidrio para ver la cara como el  del muchacho rubito que repartía  volantes que lo traigan sea de cartón piedra  como el del  que pasaba las medicinas que lo traigan  que al diputado  le da  cosa si no se lo traen, ojo decir trancao cuando empiecen las mentaderas de madre  ojo si los padres se arrechan peinilla con ellos ojo evitar agitaciones  que pasa como la otra vez que  al tratar de meter el cajón en la jaula tropiezan y se les cae y el muerto rebota y al que lo tropieza diez años de pava  ojo no olvidar las coronas y las tarjetas telegramas que dan los nombres de sospechosos ojo redactar  el informe muy bien que le interesa al diputado  lo que pasó y qué dejaron ojo omitir donde digan coños de madre lo matan y después se lo roban ojo no fue que lo matamos fue intento de fuga  ojo cómo no fugarlo si el  negro del carajo nos obstinaba si cuando no era la bomba  en la embajada norteamericana era la bomba en el oleoducto  si cuando  no se empeñaba en quedarse  callado  era qué nos hacía confesiones falsas y por un tris no allanábamos  una casa  de la misma misión norteamericana  si es que el carajo después que le saltamos todos los dientes la cogía  de abrir la boca  enseñando  las encías y eso caía mal y es que el carajo se escapaba  con cédula falsa o  con un túnel  si es que por aquí por allá el diputado  nosotros esperábamos la  bomba el chispazo la cazabobos la de relojería y es que no quedaba más remedio  que fugarlo  ánimo la puerta tumbada a culatazos  ánimo planazo aquí peinilla  allá tiros al aire para dispersar tanto doliente ánimo  las viejas que las encierren en el baño ánimo rotura  de colchones  de almohadas   roperos  ánimo no hacer caso  de tanto manos arriba que no dice  nada que nos mira que nos mira ánimo hombro con la caja ánimo épale  que no pasa por  el zaguán ánimo que dejen un  momento las metralletas que se enredan en los cerrojos ánimo que espanten el abejero que cuidado resbalan con tanta margarita espachurrada en el suelo ánimo  cataplún cuidado que el diputado lo quiere enterito ánimo qué tranca de tráfico carajo y el diputado que tiene sesión en el congreso ánimo descargar en el garaje del sótano cuidado resbalan con las coronas ánimo  el cuartico  donde espera el diputado que quiere ver personalmente el ánimo todos en grupo con la pata de cabra porque  el destornillador muy lento ánimo ¿olerá? Ánimo dice el diputado mejor con el hacha y en efecto astillas crujidos el  diputado   que se pasa el pañuelo por los labios ánimo el homenajeado que aparece dentro del cajón  los ojos cerrados la boca sin dientes y llena de algodón y  con la mueca que cae mal y lo peor de todo ante el diputado, el alambre  fino que va de la tapa que hemos movido a la pechera de la pechera a la garganta  a las pilas  de las pilas al percutor eléctrico y el percutor eléctrico que en este momento hace detonar la …
5.      Ser (Luis Britto García)
El lactógeno el chupón el pablum los pañales  cannon el  talco mennen los escarpines el gallo de oro  los teteros  evenflo  la tarjeta de bautizo imprenta la torre los jugos gerber la leche klim el visimineral los helados cruz roja  la pistola wyandote toys el triciclo nortern  la cucharilla el tenedor el cuchillo la ovolmaltina  la cocada la pepsicola  la  cola  kid la naranjita la crema dental colgate el cepillo tek los chocolates  savoy los caramelos la suiza el lápiz  mongol los cuadernos castle los creyones  prismacolor la goma  de borrar eagle  la goma de pegar lepage la tijera de plástico el vaso  plástico el libro  primario nuestra escuela la regla de madera el libro primario nuestra escuela la regla de madera  el compás de metal el bulto de cuero el tesoro de la juventud  la anatomía de cendrero  la botánica  de fesquet el mascotín  de catcher la pelota de fútbol los patines rolling skates la pelota spailding el traje de primera comunión casa la religiosa la medalla Juan Bautista de la salle el retrato de graduación estudio dana la piñata el pino la quincallería arnedo por  las galletas  maria la crema de zapatos negra  la crema de zapatos marrón el juego de pesas weider los calzoncillos jokey los pantalones bluejeam las dos noches de placer las frecuentaciones de marisa la virgen de dieciocho kilates el ganster de la mano de acero los temerarios del círculo rojo la tabla de logaritmos los condones  saltán la penicilina bayer  el cigarro phillip morris las hojillas gillete la loción para después de afeitarse la glostora el reloj despertador  las corbotas noble  las yuntas de las camisas van heusen el traje de baño jeantzen  la cerveza polar las sopas heinz el reloj de diecisiete rubíes  el colchón sweedream el anillo  de compromiso  joyería la  tacita de oro el maletín de cuero  de foca  el traje  wilco  las medias interwoven los zapatos williams el anillo  de boda  joyeria la perla la torta  agencia del pinar  el champaña de la viudad criquet el volkswagen el penetro el cafenol  los muebles  de rattan  la frigidaire el radio philco la cocina tappan los  cubiertos de plata sanxony  el televisor  bendix el plato garrard  las cornetas fisher la planta hitachi el disco concierto en la  llanura la pluma parker el paltolevita la tenaza de comer  escargot el tenedor de comer langosta la cigarrera  de plata  el mercedes 300 el terreno caurimare el proyecto fruto vivas  las fundaciones benetto la constructora giuliani el reloj cronómetro la cámara voigtlander el largavista zeiss el grabador vin la película metro el pisapapeles  en forma de empire  state la colección obras clásicas de la literatura  con muebles  el sujetalibros  en forma de quijote  el cortapapeles en forma de espada las pastillas mentoladas la prótesis laboratorios meszaros la testosterona sandoz las placas radiográficas kodak  la habitación centro médico la cama  reclinable phoebas knoll  el suero laboratorios abbot el oxigeno laboratorios bustos las flores el clavel la urna la voluntad de Dios  la placa marmolera roversi . 
6.      Continuidad de los parques (Julio Cortázar)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba  en tren  a la finca, se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro  en la tranquilidad del estudio que  miraba hacía el parque de los robles. Arrellanado  en su sillón favorito de espaldas a la puerta  que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad  de instrucciones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas, la ilusión  novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir  a la vez que su cabeza  descansaba cómodamente en el  terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá  de los ventanales  danzaba al aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida  disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña  del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir  las ceremonias de una pasión secreta, protegida por  un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal  se entibiaba contra su pecho, y debajo  latía la libertad agazapada. Un diálogo  anhelante corría por las páginas  como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo  estaba decidido  desde siempre. Hasta esas caricias que  enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura  de otro cuerpo  que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora  cada instante tenía su empleo  minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía  apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que  los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños  del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la  mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón  y entonces  el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón  de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.    

7.      La luna no es pan de horno (Laura Antillano)
Usted, Señora mía, me dejó como regalo el desgarre, y siempre tuvo la victoria final. Usted, Señora, no tenía derecho a dejarnos la desesperanza como legado eterno, con este ahogarse en su ausencia y con ella, con esta sensación eterna de lo inconcluso. Entre usted y yo había demasiado que decir todavía... y sin embargo, ahí estaba, vestida de blanco, con es vestido blanco de florecitas menudísimas, y su perfil siempre digno, sereno, y el cabello negro-azabache, acostada en un ataúd, que no tenía nada que ver con usted, como tampoco tienen nada que ver con usted esa sala de funeraria con cortinas de terciopelo oscuro, y las sillas pegadas a la pared, todas circunspectas, los trajes negros, el café, aquellos rostros casi todo conocidos por historias distintas, y las coronas de flores secas, con anotaciones hechas en escarcha sobre la cinta. No, Señora mía, ese no era su mundo, se trataba con más acierto de una representación teatral donde a usted me la habían metido en el centro, de actriz principal, de punto de partida para la historia. Usted pertenece a otras latitudes, a una luz de cielo suavecito, a un sol quemante, al mercado viejo de Maracaibo, a los que traen el plátano de Bobures en la madrugada, al periquito que está sobre la nevera y sufre de los nervios, las canciones de Agustín Lara, Toña La Negra, Leo Marini, Los Panchos y Guty Cárdenas, Clark Gable, las florecitas de bellalasonce, los encurtidos en su frasco mostrando todos los colores, el vino Sagrada Familia, los cromos de niños comprados en el mercado de Las Pulgas, los cojines de retazos, los cuentos de Sabana de Uchire y el río Manzanares, la historia del caballo  Marco Polo, la infancia alimentada de recortes de pan, los desmayos en el colegio, sus faldas anchas de muchacha de veinte años, su cabellera cascada que cae sobre los hombros, su mirada lejana, serena, perdida, la sorpresa frente a esa Caracas desconocida, los primeros dibujos, los esbirros, el Morrocoy Azul, la cárcel de papá, el apartamento de El Silencio, los siete hijos, un parto tras otro, el retrato grande de la abuela, los recuerdos de Barcelona, Uchire, Clarines, Puerto La Cruz, el terremoto de Cumaná, la imagen de la virgen de Lourdes con su manto azul, los dibujos de muñequitos, las historias de cuando se bañaba en el aljibe del patio, la enredadera de nomeolvides, con sus flores amarillas, las dos trinitarias, su risa. Una risa rara, de pocas veces, pero hermosa risa, como un estallido, con los ojotes arrugaditos en los extremos, y los dientes blancos, con toda la apertura de los labios y esa sonoridad, toda muy suya.
Usted, Señora, se llevó a la tumba el último despojo de la esperanza, la posibilidad de creer que puede tragarse la amargura y volcarse en un río de aguas turbias, para renacer alegres y gozosos como una vida que empieza. Nos dejó a cambio una habitación, llena de muñecas de porcelana, muñecas de rostros antiguos y ojos vidriosos, que parecen buscarla con la mirada y lamentan su ausencia. Nos dejó una hermosa jaula vacía. Los cromos. La mesa de dibujo, los pinceles, los tubos de las acuarelas italianas, los dibujos inconclusos. Los libros del aduanero Rousseau y los primitivos. Nos dejó sus juguetes de cuerda, las fotografías, sus trenzas, su mirada de niña de los años cuarenta (porque usted, Señora, nunca creció, siempre fue esa niña que fue por los años cuarenta).
No sabe cómo la busco, madre, no sabe. No tiene idea. Usted está en todas partes, como nos dijeron que estaba el ojo de Dios, cuando estudiábamos catecismo en la escuela, entiéndame bien, no se trata de hacer un poema, ni de caer en lugares comunes, entiéndame bien, Señora, que lo que le digo reviste toda la seriedad que el caso requiere. Usted está en todas partes, con decirle que me ha tenido varios días preguntando por ahí quien podrá conseguirme una matica de malabar, y tanto le di al asunto, que la señora del mercado libre, después de venderme un ramito de esas flores blancas y aromáticas, un ramito redondo, que parecía bouquet de novia, se decidió a venderme una matica, que hoy por fin tengo en casa, y que es como tenerla a usted de alguna manera, aunque en la casa grande de El Milagro, nunca haya habido una mata de malabar.
Hace algunos días, decidí ir a cortarme un poco el pelo, yo creo que más por la distracción propia de mi observación al mundo de la peluquería, que es una especie de centro de catarsis para la generalidad de las mujeres, porque allí pueden hablar mal de los maridos, o porque encuentran eco para los comentarios más simples y más íntimos. Entré al local, con la natural timidez y el desconcierto de no hallar por dónde comenzar a explicar lo que quería, me senté mientras esperaba mi turno, y como quien se instala frente al televisor, había señoras bajo el secador, y otras frente a ellas con la mesita de pedicurista, arreglando sus uñas y oyendo la historia de turno, sobre la amante nueva del marido, el aumento del precio del café, la nueva escuela para perros, las últimas vacaciones de Miami... estaba absolutamente ensimismada en las diversas conversaciones, observando los gestos, inventando mentalmente la historia de cada cliente, de cada peluquera, cuando se abrió la puerta del local y vi la entrada de una señora no mayor de treinta años, vestida con sencillez y circunspección, seria, de perfil y mirada serenos, pero con rictus de total decisión y firmeza remarcado en la línea de sus labios, tenía el cabello muy negro recogido en lo alto de su cabeza, y con ella venía una niña, de unos ocho años, muy robusta, con el cabello largo, y el uniforme de la escuela, blancos con pespuntes rojos, sus medias tobilleras, y los zapatos de tira cruzada, se le notaba nerviosa y excesivamente tímida, no miraba de frente, parecía esquivar todas las miradas que su entrada provocara. La madre se dirigió directamente a la que parecía la encargada de la peluquería, y la niña nos miraba, casi agarrada de su falda (y digo casi porque su gesto hacía pensar que lo deseaba pero era como si una película invisible le impidiera palpar esa superficie, esa película estaba definida en ciertas miradas de la madre). A la niña la sentaron frente al espejo. Apenas sus deditos tocaban el brazo del sillón, se miraba al espejo sin querer mirarse. La peluquera cogió tijeras, navaja y peine, y comenzó su tarea. La madre estaba de pie justo a ella, conservando la seriedad que parecía habitual. El cabello cortado comenzó a caer al piso, y la imagen del rostro de la niña a transformarse frente al espejo, no se movía, parecía una estatura, creo que temía por las tijeras, a la vez era latente su timidez, no quería mirarse, y de pronto su cabeza se movía mimosa cuando el movimiento de las tijeras parecía producirle algún cosquilleo detrás de las orejas, entonces sonreía a medias, y su rostro todo se ruborizaba, la madre la miraba e impedía que ella levantara las manos previendo algún movimiento brusco inconsciente, para evitar ese cosquilleo, largo rato estuvieron cayendo al piso los mechones de cabello castaño, ya yo no pude cambiar el centro de mi atención desde que las vi llegar: porque, Señora, esa niña era yo, y por supuesto, esa mamá tenía que ser usted. Me levanté, olvidando la razón por la que me encontraba en ese lugar, y salí aceleradamente a la calle, necesitaba respirar el sol, volver a atajar la realidad del presente.
Luego ocurrió en un consultorio médico, esperaba mi turno ojeando algunas de esas revistas viejas y desteñidas que adornan los consultorios (y que usted a veces se llevaba de regreso a casa por haber descubierto un artículo que podría interesarnos, como aquel que me consiguió sobre la vida de Selma Lagerlöf, la poetisa sueca), estaba pues en la espera, cuando en la sala contigua, la de espera en pediatría, descubrí una señora, con las mismas señas, el mismo gesto de resignación, la misma tristeza, y esa belleza extraña casi serena, acompañada de dos niñas, muy parecidas, vestidas con trajes iguales, casi del mismo tamaño, con el cabello largo, las piernas colgando del asiento porque no alcanzan el piso, sentadas una a cada lado de la madre, las tres calladas, como suspendidas en un hilo, y una luz blanca en el fondo, entra por el balcón. Recordé el consultorio del doctor Mendoza, las esperas largas, el tratamiento de la dieta de adelgazamiento, la balanza de peso, la toma de las medidas, la paletica de madera dentro de la boca, la calva del doctor auscultando, sus preguntas. Me acordé del sarampión y una larga noche de fiebre en que, entre neblinas veía el rostro de usted con el termómetro en la mano, recordé la lechina, en la que todos caíamos a la vez y usted tenía que pasar de una cama a la otra, con el frasco de loción fría mentolada y el polvo boricado. Como comprenderá, aquella señora sentada, tan serena, me hizo olvidar la razón de mi espera en el consultorio y abandoné el edificio de la clínica, sin ninguna seguridad de adónde quería dirigirme.
A veces pienso llegar al cementerio, y me hago la imagen, sentada un rato ante esa que debe ser la tumba de usted, o que dice es la tumba de usted (porque entendámonos de una vez: usted para mí no está ahí dentro, está más bien en todas partes como ya le digo), y sentarme, pues, ante esa tumba que debe o debería estar cubierta de malabares, y digo sentarme porque es ésa la posición del reposo más digno y reflexivo, la soledad junto a usted, Señora, que siempre fue la soledad. La veo en esas largas noches de insomnio, bajando a oscuras las escaleras de la vieja casa de El Milagro, la veo sentarse pausadamente, sacar el cigarrillo de la cajetilla, encenderlo, colocar el fósforo en el cenicero, y con un brazo cruzando el frente de su cintura, y el otro apoyado en él, provocar las humaredas silenciosas, y esos ojos suyos siempre ausentes, siempre flotando en espacios desconocidos e insondables para los que la rodeábamos. Quería decirle, Señora, que ahora puedo saber con certeza lo que usted sentía y pensaba en esos momentos largos; ahora, como le digo, lo sé, porque de pronto me tocó ser usted, y mi inconsciente me llevó a encender igualmente ese cigarrillo y sentirme tan ausente. Le cuento que las niñas están bien, las menores un poco confundidas por su ausencia, pero ya viven lo cotidiano, ya regresaron a la escuela, ya comen otra vez tres veces al día, ya hay que reñirlas para que se bañen y sentarse con ellas para que hagan la tarea de la escuela. Los primeros días de la ausencia de usted, cuando regresamos a casa, pasado el entierro, los reencuentro familiares, y con todo ese peso muy dentro, haciendo “de tripas corazón”, como diría usted, comenzamos la vida cotidiana. En casa no había quien quedara para preparar la comida, arreglar un poco las habitaciones y, en fin, estar para recibir a los ausentes a las doce del mediodía; entonces me quedé, se reiría usted, ya lo sé, diría: “¿Ella?, no puede ser, ¿y cómo lo hizo?”. Pues sí, yo, aquí, así como soy, así como usted me ve, con toda mi torpeza, sí, mi torpeza, esa que siempre me criticó, mi distracción, mi descuido para recordar las cosas más elementales, en fin... me tocó; bueno, los demás a la Universidad o al colegio, la casa se quedaba silenciosa. Comenzaba por el cuarto de atrás, doblando sábanas y cobijas; después, una pasada rápida de escoba, de pronto un detenerse unos minutos en un rincón a limpiarse las lágrimas de la cara con el dorso de la  mano, por una fotografía encontrada, un papelito o simplemente una imagen mental, nostálgica; además, era mi momento, porque delante de papá y los demás no se debe llorar, usted comprende, ¿verdad?, estoy segura de que me daría la razón en este asunto. Y bien, no intenté pasar coleto seguido porque el tiempo se me recortaba y después el almuerzo terminaba tarde y la gente tenía que salir a las dos y media de nuevo y se iban a quedar a medias todos. Pasar a la cocina para inventar algo rápido, de manera que al llegar las niñitas y los demás ya tuviera la mesa a medio montar; la fregada de los platos le tocaba a otro, y en la tarde continuaba la batalla campal a la hora de mandarlas al baño; no se imagina lo que costó convencerlas de que hay que bañarse todos los días; por fin descubrí una insólita treta: el champú de fresa, les gustó tanto el olor que era como si lo comieran, después el baño era la aventura de lavarse la cabeza con champú de fresa, y todos quedábamos contentos. Inventé o reoficialicé la hora de la merienda, otra treta para pasar al momento de hacer las tareas; lo hice como la “once” de los chilenos, poniendo mesa y todo, adornando el pan con mermelada, sirviendo Toddy o té frío, o lo que encontrara por ahí, el asunto resultaba, y al final, sentarse con la Diana, para, muy pausadamente, acompañarla a hacer su tarea, leer los enunciados de la maestra, explicarle, mandarla a sacarle más punta a ese lápiz “que parece un toconcito”, “no borres tanto que se ensucia el cuaderno”, “siéntate bien, no te acuestes sobre el papel”, “ahora léelo tú misma”, “ajá, ¿entendiste?”, “¿qué es lo que te preguntan?”, “¡pero si tú sabes la respuesta!”, “anda, trata de recordar, eso es, ¡ves que sí la sabías!”, de golpe descubrir que mi pomposo título de Licenciada en Letras Hispánicas no me ayuda a diferenciar las palabras esdrújulas de las graves o agudas, que he olvidado cómo se hace una división con decimales (“epa, ¡papá!, ¿tú te acuerdas de cómo se hace esto?”), qué son los marsupiales, y muchas otras cosas que Diana pregunta y que me hacen, disimuladamente, recurrir a la biblioteca. Entonces, cuando llegaba la noche, yo la estaba esperando, esperaba esa hora precisa en que todos dormían, porque necesitaba volver a vivir la noción del silencio, olvidar el bullicio de las horas del día, el televisor, las discusiones, el acelere, las órdenes horarias, y me sentaba en medio del blanco silencio, en la mesa del comedor, con una cajetilla de cigarrillos y la caja de fósforos, y me fumaba uno y después otro, sin pensar en nada en especial, sólo en la tranquilidad de ese silencio. Fue una noche de ésas cuando descubrí que usted estaba allí, estaba dentro de mí, era yo misma, ¿comprende? Puedo entonces determinar con certeza el origen de esas largas noches de insomnio suyas, puedo palparlas, conocer su forma y su textura.
 Ahora me pregunto cómo pudo combinar ambas cosas, cómo construyó ese mundo de dibujos menudos, de delicado encaje, de filigrana, y a la vez... todo esto. Usted, Señora, ha sido injusta al dejarnos el legado de su desdoblamiento, esa doble mirada al mundo que nunca palpamos antes. He leído sus apuntes de paseos, sus observaciones de letra cuidadosa sobre la gente en la calle, la ciudad, el sol, las cosas, los pájaros; he leído los borradores de sus caras, sus anotaciones para nuevos dibujos... Todos son detalles que construyen una mujer que no fue la que conocía, y me recuerdan la noche en que nos encontramos, casualmente, a una hora insólita (diez de la noche) en el área del mercado. Yo regresaba de la Universidad, mis clases terminaban muy tarde y debía venir al centro de la ciudad para tomar cualquier transporte que me llevara a casa; siempre teníamos problemas por mis horas de llegada, a usted le parecía insólito que la Universidad terminara a esa hora, para mí era un asunto de mirada, de punto de vista, de escalas de importancia. Esa noche me acordaba de parar en la esquina a esperar el paso de algún carrito por puesto –la zona despertaba mi curiosidad, una noche vi una redada policial para detener a las prostitutas, y siempre pasaban cosas extrañas entre esas cuevuchas semiiluminadas-; de pronto, esa noche la distingo nada menos que a usted; allí, muy cerca de mí, comprando cigarrillos en un puesto, mi mamá, con su cabello negro recogido, su camisa de florecitas, ancha y suelta, su perfil sereno. El asunto era poco menos que insólito; me acerqué, nos saludamos como dos amigas que se encuentran, tan sorprendidas estábamos una frente a la otra; el resto del trayecto a casa lo hicimos juntas, usted no me contestó nada muy preciso sobre la razón por la que se encontraba por allí, yo tampoco recuerdo haber preguntado mucho, pero sí me llamó notablemente la atención el conocimiento que la gente parecía tener de usted, desde los vendedores de plátanos hasta la señora del puesto de periódicos y cigarrillos. Regresamos a casa silenciosas, cómplices de alguna manera. 
Quisiera ir de verdad, y sentarme un rato en el cementerio y conversar con usted estas cosas, y preguntarle otras que nunca me atreví a preguntarle, como, por ejemplo, qué fue lo que sintió exactamente aquel día en que papá regresó de la cárcel, y usted estaba tendiendo mis pañales en el balcón de la D16 de El Silencio, y lo vio desde allá arriba, quedándose con una pañal suspendido entre las manos por la emoción, y mirándolo bajarse del carro, y pagarle al chofer, así, con un paquetico de ropa entre las manos, con la camisa medio abotonada, sin chaqueta, flaco, barbudo, desgarbado, humillado tantas y tantas veces; yo quisiera saber lo que usted sintió mirándolo, paradita en el balcón, con el pañal muy húmedo entre las manos. Quisiera saber por qué rompió su diario de los veinte años, aquel librito azul cerrado con llave, que yo le pedí tanto, cada vez que bajaba todas las cosas de su closet, para revisarlas y limpiarlas de polvo y recordar. ¿Por qué lo rompió?, yo sólo quería corroborar si lo que usted pensaba a los quince o veinte años era lo mismo que yo pensaba, nada más que eso. Quisiera saber tantas cosas, Señora mía, que usted se quedó sin decirme.
 A veces suelo escaparme de mi papel de profesora universitaria, y me voy por ahí, a caminar, y busco una plaza, una que tenga muchos árboles y donde pueda encontrar una banca tranquila y solitaria donde sentarme y pensar en usted. Entonces revivo nuestra visita a la tumba de la abuela, y todas las imágenes de mis ocho años, cuando la abuela murió y usted perdió un bebé ese mismo día, y las dos tumbas estaban muy cerca una de la otra. Ir a visitar la de la abuela significaba limpiarla un poco, vaciar los floreros de mármol y los lados de la placa de piedra que reza nombre y fecha, colocar agua fresca y flores nuevas, Ir a la del nené, cubierta de piedrecitas blancas, significaba sentarse en un murito, debajo de un árbol grande, y pasar largos ratos las dos, sin hablar, usted con la cabeza inclinada sostenida por el codo, yo recogiendo piedritas blancas y ordenándolas por tamaño sobre la superficie del murito. ¿En qué pensaba, Señora? Dígame, ¿en qué?
Sus cosas las estamos embalando poco a poco, papá no quiere tocar nada (parece un cristal a punto de estallarse), y entonces, cuando hablamos de limpiar el polvo, envolver en tela las muñecas, guardar su ropa en un baúl... él coge un libro de poemas y se pone a leerlos en voz alta, o a mirar por la ventana los barcos que atraviesan el lago como si los descubriera por primera vez, o habla de que hay que llevar los gatos al veterinario, o se busca los tomos de la revista Élite y se sienta a hojearlos lentamente... Entonces nos miramos y sabemos que él no podrá ayudarnos por ahora; hacemos nuevamente de “tripas corazón”, y tratamos de tocar todo por encima, de no mirar, de no pensar, de despersonalizar la tarea necesaria. Desde su ventana se sigue viendo el lago, Señora, y las matas del patio tienen quien las riegue, el periquito sigue siendo un histérico, y de vez en cuando hay que poner goticas para los nervios en el agua que toma.
Yo tengo un recurso final: escapar a la cocina y ponerme a limpiar los closets, la despensa (usted hacía eso acaso una vez al mes, ¿recuerda?); entonces lavo cuidadosamente cada plato, taza, vaso, bandeja, cubierto, cucharón, cafetera, dulcera, jarrón; me afano en los detalles más pequeños, pongo insecticida, sacudo los estantes, ordeno y reordeno, y estoy tranquila hasta que aparecen cosas como las dos máquinas de moler maíz, pesadas, de hierro, con su forma extraña, recluidas en cajas desde que parecieron esos productos en polvo que sustituyen al maíz que había que moler. La cojo y las examino detalladamente; la más grande era la de la abuela: la recuerdo tanto como su gran cocina, o su piedra para golpear la carne al sazonarla, y la abuela y usted en sucesión están en estas máquinas de moler maíz, están en las dos exprimidoras de naranja, están en el colador anaranjado, en los platicos para servir postre, objetos heredados, objetos cotidianos que dibujan la casa, la sensación tibia de la casa. Vivo la imagen de la abuela, bordando, sentada al lado de la radio, mientras yo jugaba debajo de la mesa, metida en una jungla imaginaria. La veo a usted, sentadita en la mesa de dibujo, construyendo su mundo de personajes diminutos, haciendo total abstracción de esta realidad que rechazaba. Y me pregunto si dentro de unos años habrá una cuarta de nosotras que nuevamente lave, con suavidad y nostalgia, cada objeto, y a éstos que ahora yo veo estén sumados los míos, y ella tenga también esta sensación de vidas inconclusas, e tristezas ancestrales...
Señora, si al final somos la misma, por qué tanto subterfugio, tanta distancia, tanto silencio, tanto dejar de decir, Señora mía, quiero decirle que, en su velatoria (y cómo odio usar estas palabras), la gente que venía de su rama familiar me identificaba al verme (vino gente de muy lejos, gente que quizás usted no vio en muchísimos años); al verme pensaban: “Esta tiene que ser su hija y es innegable la mirada, el tono bajo, la sensación de estar flotando en otras galaxias”; usted y yo nos parecemos hasta en eso, Señora; son cosas del destino, de la historia. Y nunca nos detuvimos a medir ni siquiera nuestras posibilidades de rebelión, porque debe usted saber que lo fue a su manera y yo a la mía y que es casi ley del contexto esto de la dialéctica; un acuerdo total entre las dos hubiera sido historia falsa, puro artificio, pero, en el fondo, usted debió saber siempre que yo era su prolongación, la continuación de la anécdota. Qué difícil se nos hizo todo, madre, qué difícil, hablarse, entenderse, qué de claves tuvimos que inventarnos, cómo no es dulce ni bondadoso el amor cuando se trata de seres nacidos para las más tortuosas pasiones, cómo somos duras cuando amamos y suaves frente a los que nos son indiferentes. Como dejamos que nos ahogue ese laberinto antidialéctico cuando emociones y orgullo están en juego, en franca batalla, en aguerrido y abierto combate, cómo lágrimas ocultas, palabras no dichas, gestos resguardados, pueden acorralar el mar.
Mi huida. Ese escape del mundo cálido. La ventura de aprender a vivir. Y aquella frase suya retumbando fuerte: “La luna no es de pan-de-horno”; claro que no es, mamá, ahora sé lo mucho que no es; es de piedra y fuego, y dura, con un palo, con todo, hay que estar de pie, y con “el ánima bien templada”, porque como dice el poeta: “el ánima bien templada salva la doliente criatura...”.
Ya la veo a usted, Señora, al abrir la puerta de la que fue mi casa nueva, en lo más alto de un viejísimo edificio en las márgenes de la ciudad: la veo a usted, con el rostro contraído, con su seriedad que vea rictus, y mi sorpresa toma el carácter del asombro profundo frente a su persona, y dos preguntas se me clavan “entre pechos y espalda”, como quien vive una duda sin ninguna posibilidad de certeza. ¿Qué hace mi madre aquí?, ¿cómo pudo subir cinco pisos de escalera? Trataba de oír una respiración acelerada, pero usted estaba serena; eso me hizo pensar en cuánto tendría allí, detenida frente a mi puerta, recuperando su ritmo respiratorio y cavilando para seleccionar las palabras precisas con las cuales decirme: “Vuelve a casa, vuelve con nosotros”, sin que yo fuera a descubrir ni su dolor ni su angustia, que eran dos cosas que necesitaba ocultarme, por orgullo, por carácter, o quién sabe por qué. Usted pasó adentro, mamá, con paso lento, y se sentó en la mecedora, una mecedora de fibra de cardón, con asiento de cocuiza. Fueron muy largos esos minutos en que la vi observar minuciosamente esa que era mi casa. Yo esperaba con ansiedad sus palabras y no sabía mirarla ni qué decirle, y... le ofrecí café, y fui desdeñada.
 Cuando ya una calma sin palabras ocupaba todo aquel espacio, con la luz blanca y grande de la ventana al fondo... usted me miró. Su rostro tenía una expresión indefinible; no había dolor ni tristeza, había algo como decisión, pero no era exactamente eso tampoco; yo pude ver sus ojos, eran los mismos de la fotografía, esa grande, que está en mi habitación.  Entonces oí su voz, creo que fue la primera vez que habló, me dijo: “Recoge tus cosas porque vine a buscarte”. Ah, Señora mía, qué difícil era decirnos simplemente que nos queríamos, qué difícil. Usted nunca pudo, en ese entonces, hablarme como lo que yo era, una muchacha de veinte años, que descubría al mundo como un gran circo, con equilibristas, payasos y también empresarios. Pero yo tampoco era capaz de dilucidar todo el amor que podía haberla llevado a usted a subir los cinco pisos de aquella escalera, húmeda y oscura.
  En estos días, limpiando la habitación, encontré por casualidad la tarjeta que usted me envió de Huston... La habían ocultado para que yo no la viese, llegó después de su muerte, como todas las que envió a cada uno de sus hijos. Querida madre, me hablaba usted de los niños, los parques y los pájaros, estaba feliz y quería verme... ¿Qué imagina que puede sentir al leerla? En cosa de horas, usted se traslada a la sala de cirugía, vestida con la ilusión de un próximo retorno. En unas horas se nos notifica que ha muerto. En unas horas se nos participa que seremos seres inconclusos per secula seculorum. En unas horas nos desgarran el sueño. En unas horas nos la entregan a usted, metida en una caja gris. En unas horas nos hacen reconocer que ya no hablará más del aljibe de la casa de Clarines, ni de los caballitos sanjuaneros, ni de las muñecas de trapo, no de la no me olvides, ni cantará Perfume de gardenias, ni servirá la cena de año nuevo, ni cuidará los gatos, ni se reirá, ni construirá esos encajes dibujados de muñequitos, oficio de alquimista, de artesano chino. En unas horas, en un puñadito chiquito de horas, quieren enseñarnos, de una vez por todas, que “La luna no es pan-de-horno” ¿Se imagina, Señora mía? Es el desgarre total, es que lo agarren a uno y le den palo y palo, es como si lo rasgaran con una hojilla desde el centro mismo de la cabeza, es como si de pronto la ciudad se vaciara y no te quedara ni un alma conocida. Es el vacío. El silencio infinito y blanco. Es como quedarse mudo y tragarse el grito. Por eso, usted comprenderá, pedí que cerraran el ataúd; por eso, no pude seguir viéndola así, con el vestido blanco y su rictus de seriedad, porque uno tiene sus límites, Señora mía, y sabe cuándo está a punto de desgranarse en filamentos de vidrio incinerable, porque uno se empeña en eso de que “el ánima bien templada salva la doliente criatura”. Yo quiero que usted se ponga en mi lugar por un segundo... ¿Lo comprende ahora? Tiene ahora que comprender, Señora, por qué le digo que nos dejó como legado la desesperanza, porque no ha habido nada como ahogarse en esta ausencia, en esta sensación de lo inconcluso.

8.      La abeja haragana (Horacio Quiroga)

 

Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho
-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días le respondieron- sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
-¡Sí, sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
-¡No se entra!-le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar!-clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar!-insistió la abejita.
-No hay mañana para las que no trabajan - respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y esto diciendo la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay, mi Dios!-clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón!-gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya es tarde-le respondieron.
-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es más tarde aún.
-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: -¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
Es cierto -murmuró la abejita-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo así-agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
-¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah, ah!-exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echo a reír, exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echo atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa?- se rió la culebra.
-Así es- afirmó la abeja.
-Pues bien- dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y si gano yo?- preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado- contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompas esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
-Esto es lo que voy a hacer- dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida -dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres" búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraron, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.
9.      Luvina (Juan Rulfo)
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera. Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué haces aquí Agripina?
“-Entré a rezar -nos dijo.
“-¿Para qué? -le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país éste, Agripina?
“Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me dijo.
“-¿Qué es qué? -le pregunté.
“-Eso, el ruido ese.
“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?
“Una de ellas respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“... ¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe. “-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo...”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

10.      La gallina degollada (Horacio Quiroga)
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
— ¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
— ¡Sí...! ¡Sí! —Asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
— ¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
— ¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba más...! —murmuró.
— ¿Qué, no faltaba más?
— ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
— ¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
— ¡Berta!
— ¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
— ¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
— ¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
— ¡Qué! ¿Qué dijiste...?
— ¡Nada!
— ¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
— ¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
— ¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
— ¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
— ¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
— ¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
— ¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
— ¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma... —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
— ¡Bertita!
Nadie respondió.
— ¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
— ¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
— ¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro. 

11.      El paso del Yabebirí. (Horacio Quiroga)

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
— ¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
— ¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
— ¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
— ¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar!
— ¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!.
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
— ¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
— ¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
— ¡No salimos! —respondieron las rayas.
— ¡Salgan!
— ¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
— ¡Él me ha herido a mí!
— ¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa!
— ¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
— ¡NI NUNCA! —respondieron las rayas.
(Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.)
— ¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
— ¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
— ¡Rayas! ¡Quiero paso!
— ¡No hay paso! —respondieron las rayas.
— ¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
— ¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
— ¡Por última vez, paso!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
— ¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.
— ¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
— ¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
— ¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
— ¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
— ¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
— ¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
— ¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
— ¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
— ¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
— ¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a ver... —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...
Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:
— ¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.
— ¡Paso a los tigres!
— ¡No hay paso! —respondieron las rayas.
— ¡Paso, de nuevo!
— ¡No se pasa!
— ¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso!
— ¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
— ¡Paso pedimos!
— ¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
— ¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
— ¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
— ¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
— ¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar, rugieron:
— ¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
— ¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
— ¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez del rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
— ¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres. 

12.      El loro pelado (Horacio Quiroga)

Había una vez una bandada de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.
Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después se pudren con la Lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comerlos guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo Llevó a la casa, para los hijos del patrón; los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se Llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y les hacía cosquillas en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.
Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar.
Decía: "¡Buen día, lorito!” “¡Rica la papa!" "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.
Cuando Llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.
Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o clock tea.
Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:
—¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica, papa!... ¡La pata, Pedrito!... y volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.
Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz.
—¿Qué será? —se dijo el loro— ¡Rica, papa!... ¿Qué será eso?... ¡Buen día, Pedrito!... El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse.
Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.
—¡Buen día, tigre! —le dijo— ¡La pata, Pedrito!...
Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:
— ¡Bu-en día!
— ¡Buen día, tigre! —repitió el loro—. ¡Rica, papa!... ¡rica, papa!... ¡rica papa!...
Y decía tantas veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.
— ¡Rico té con leche! —le dijo—. ¡Buen día, Pedrito!... ¿Quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?
Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:
— ¡Bue-no! ¡Acércate un po-co que soy sor-do!
El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.
— ¡Rica, papa, en casa! —repitió gritando cuanto podía.
— ¡Más cerca! ¡No oigo! —respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó un poco más y dijo:
— ¡Rico, té con leche!
— ¡Más cerca todavía! —repitió el tigre.
El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.
— ¡Tomá!—rugió el tigre—. Andá a tomar té con leche...
El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola, que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.
Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre, Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.
Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:
— ¿Dónde estará Pedrito? —decían. Y llamaban—: ¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a Llorar.
Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre, Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.
Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.
Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.
— ¡Pedrito, lorito! —le decían—. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.
Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que le había pasado; un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada cuento, cantando:
— ¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.
Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.
Entonces el loro se puso a gritar:
— ¡Lindo día!... ¡Rica, papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con leche?...
El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esta vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:
—Acer-cá-te más! ¡Soy sor-do!
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
— ¡Rico, pan con leche!... ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!...
Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.
— ¿Con quién estás hablando? —rugió—. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?
— ¡A nadie, a nadie! —gritó el loro—. ¡Buen día, Pedrito!... ¡La pata, lorito!...
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de este árbol, para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con escopeta al hombro.
Y Llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
— ¡Rica, papa!... ¡ATENCIÓN!
— ¡Más cer-ca aún!—rugió el tigre, agachándose para saltar.
— ¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO, VA A SALTAR! y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenia el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un rugido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.
Pero el loro !Qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado — ¡y bien vengado!— del feísimo animal que le había sacado las plumas!
El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.
Cuando Llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.
Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.
— ¡Rica, papa!... —le decía—. ¿Querés té con leche?... ¡La papa para el tigre!...
Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.  
13.      El diente roto (Pedro Emilio Coll)
A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
—El niño no está bien, Pablo —decía la madre al marido—, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
—Señora —terminó por decir el sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...
— ¿Qué, señor doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.
—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa— es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

14. Un caballo amarillo (Enodio Quintero) 
Si yo soñara con que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenita. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.
Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de la alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.
Por un rato ando extraviado entre e humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un Cristo con cara de perro regañado y vocifera n un idioma extraño, mezcla de latín, sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por turno, a torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.