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sábado, 9 de abril de 2011

EL ENSAYO HISPANOAMERICANO

Para enmarcar este tema, se ha tomado en cuenta un extenso fragmento del trabajo realizado por la profesora Cesia Ziona Hirshbein, titulado “El ensayo en Venezuela” y cuyas referencias se colocan al final de la publicación del el blog.


EL ENSAYO EN HISPANOAMÉRICA

(…) Los más remotos orígenes del género en Hispanoamérica se trasladan a la época colonial. Algunas Crónicas de Indias las podemos considerar como ensayos, sobre todo con las que se puede establecer cierta relación literaria. Tenemos a Cristóbal Colón (c. 1451-1506) con sus cartas, diarios de navegación y relaciones breves, igualmente los Naufragios y comentarios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1507-155-9) y la Historia verdadera de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo (1496-1585), soldado de Hernán Cortés. Son especialmente importantes Los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) mestizo, hijo de un capitán extremeño y de una princesa incaica y la Nueva crónica y buen gobierno del peruano Felipe Guamán Poma de Ayala (c. 1534- ...) entre otros. Haciendo la advertencia que estas crónicas se escribieron sin propósito literario confesado. Otros ejemplos importantes de prosa colonial son los escritos barrocos del colombiano Hernando Domínguez Camargo, también la famosa Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (México, 1691) de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-95), o los escritos también barrocos de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). En algunos de estos textos no es difícil percibir ya una clara actitud americanista, que dominará después todo el siglo XIX y también la primera mitad del XX.

Las luchas independentistas traen nuevas preocupaciones ideológicas y políticas, las cuales por supuesto se convierten en el tema fundamental de la literatura Latinoamericana a partir de 18l0, y el ensayo por su idiosincrasia reflexiva y concientizadora es el texto más idóneo para expresar los conflictos y las preocupaciones de este momento histórico tan convulso. Se levantan voces que hablan de la tolerancia religiosa, de los derechos individuales, de la libertad intelectual y la sociedad igualitaria y republicana.. El espíritu de la Ilustración se muestra en todo su alcance ya que circulaban -aún cuando en forma clandestina- libros de orientación moderna: la Encyclopédie, obras de Bacon, Descartes, Copérnico, Gassendi, Boyle, Leibniz, Locke, Condillac, Buffon, Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Lavoisier, Laplace. Pertenece a este momento nuestros precursores, en primer lugar el Libertador Simón Bolívar (1783-1830) no sólo por sus proclamas y correspondencia, sino también por su sentido de lo estético que está reflejado en algunos textos que le pertenecen. Muy leídas son las cartas y escritos de don Francisco de Miranda (1750-1816). Igualmente Simón Rodríguez, el maestro del Libertador (1771-1854) lo podemos incorporar dentro de los pioneros del género junto a Andrés Bello (1781-1865) por sus escritos sumamente reflexivos. Estos son los precursores de los escritores, pensadores y más específicamente, ensayistas que buscaban la emancipación mental. Ya que con la independencia no sólo se quiso cancelar el gobierno colonial sino que estos hombres se esforzaron por expresar una nueva ideología. Casi todos ellos son hombres de pensamiento y de acción, fecundos y enormemente influyentes.

Le continúa un grupo de escritores que hemos deseado reunir en un solo bloque porque integran cronológica e ideológicamente el momento más significativo del desarrollo de un pensamiento americanista. Entre los primeros tenemos a Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), Juan Montalvo (1832-89), quien aparte de escribir sobre la realidad americana, escribe ensayos al estilo de Bacon con títulos como "De la nobleza", "De la belleza en el género humano", "Los héroes" (Simón Bolívar), "Los banquetes de los filósofos". Igualmente debemos destacar a Eugenio María Hostos (1839-1903) y Manuel González Prada (1844-1918). Recordemos también a Manuel Ugarte y los hermanos García Calderón. Va surgiendo la preocupación de una expresión típicamente americana: elaboración de un pensamiento, que sin desligarse de los contenidos universales, reflejan un modo de ser, de reaccionar frente a las cosas, arraigo de ideas.

Hay que entender pues ese inicial auge del ensayo como un fenómeno asociado a la realidad social-histórica de un continente que quería cobrar total autonomía tanto política como cultural frente a España. Esto explica que el ensayo moderno surge en América antes que en la Península: aparece sobre todo como una necesidad y un instrumento de la búsqueda de la identidad y expresión original de las nuevas naciones. Este aspecto ha quedado como una constante permanente en el ensayo y el pensamiento de los escritores hispanoamericanos más destacados. Como lo afirma José Miguel Oviedo (Breve historia del ensayo hispanoamericano, p.22), "hay una clara línea que va del Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento al Martín Fierro (1872) de José Hernández y de éste a Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes", y continúa diciendo que "el influjo de El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz sobre la novela mejicana es también evidente, así como el magisterio de reyes sobre algunos poetas contemporáneos de su país. Hay una viva interrelación entre los géneros que se cultivan en Hispanoamérica, y en esa red de estímulos y ecos es de justicia reconocer el papel seminal que cumple el ensayo..."

Al tiempo surge un pensamiento que reacciona frente a los bárbaros del norte. Se empieza a tomar partido por lo latinoamericano. Martí abogó por una expresión literaria hispanoamericana libre y verdadera, pero a la vez se mostró atento a las aportaciones de otras culturas. Independencia a conciencia. Rubén Darío acertó a resumir un clamor continental que fue muy importante para la formación de una conciencia latinoamericana, igualmente José Enrique Rodó en su Ariel (1900).

Este pensamiento se entreteje con el positivismo (surgido también hacia fines del siglo XIX) y su adopción en Latinoamérica, favorecida por el éxito de las teorías de la ciencia se desplegó en todos los campos del conocimiento: la filosofía, la educación, la psicología y hasta las manifestaciones artísticas y literarias, y sobre todo las históricas. Paralelamente con el positivismo, el modernismo cobra vigencia literaria y posibilita el trabajo del escritor venezolano Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927), quien con sus signos llenos de sugestiones publica Camino de perfección (1908), modelo que la prosa modernista del momento. Recordemos que luego, el también venezolano Rufino Blanco-Fombona (1874-1944) escribirá su diario Camino de imperfección, en un juego de los destinos que se bifurcan pero que paradójicamente confluyen en un interés común, la preocupación por América. Igual carácter americanista tendrán los ensayos del dominicano Pedro Henríquez Ureña, el maestro mejicano Alfonso Reyes y nuestro Mariano Picón Salas.

Acerca del ensayo contemporáneo hispanoamericano, mientras la poesía se fue renovando, la literatura en prosa adquirió las formas más variadas. Las que predominaron fueron las del ensayo y la ficción (novela y cuento). Y este ensayo continuó en algunos escritores en torno del problema de comprender a América que estaba unida a la protesta contra la agresividad de la política norteamericana que ya se había dado a comienzos de siglo con la mayoría de los ensayistas mencionados, lo cual creó un clamor continental y no debe ignorarse su importancia para la formación de una conciencia latinoamericana. Pero igualmente el ensayo se abrió hacia lo político nacional, y el nuevo rumbo se marcó sobre todo por lo estético lo literario, y en algunos casos por lo universal. Algunos nombres: Jorge Luis Borges (1899-1986), José Lezama Lima (1910-1976), Alejo Carpentier (1904-1980), Miguel Ángel Asturias (1899-1974), Julio Cortázar (1914-1984), Octavio Paz (1914). La lista es grande, pero demuestra la vitalidad de un género atento tanto a las preocupaciones estéticas como a las sociales, políticas y culturales de cada hora.


CONOCIENDO A DOS AUTORES Y SU OBRA


JOSÉ MARTÍ. La Habana, 1853 - Dos Ríos, Cuba, 1895) Político y escritor cubano. Nacido en el seno de una familia española con pocos recursos económicos, a la edad de doce años José Martí empezó a estudiar en el colegio municipal que dirigía el poeta Rafael María de Mendive, quien se fijó en las cualidades intelectuales del muchacho y decidió dedicarse personalmente a su educación. El joven Martí pronto se sintió atraído por las ideas revolucionarias de muchos cubanos, y tras el inicio de la guerra de los Diez Años y el encarcelamiento de su mentor, inició su actividad revolucionaria: publicó una gacetilla El Diablo Cojuelo, y poco después una revista, La Patria Libre, que contenía su poema «Abdalá». A los diecisiete años José Martí fue condenado a seis de cárcel por su pertenencia a grupos independentistas. Realizó trabajos forzados en el penal hasta que su mal estado de salud le valió el indulto. Deportado a España, en este país publicó su primera obra de importancia, el drama Adúltera. Inició en Madrid estudios de derecho y se licenció en derecho y filosofía y letras por la Universidad de Zaragoza. Durante sus años en España surgió en él un profundo afecto por el país, aunque nunca perdonó su política colonial. En su obra La República Española ante la Revolución Cubana reclamaba a la metrópoli que hiciera un acto de contrición y reconociese los errores cometidos en Cuba. Tras viajar durante tres años por Europa y América, José Martí acabó por instalarse en México.

Allí se casó con la cubana Carmen Sayes Bazán y, poco después, gracias a la paz de Zanjón, que daba por concluida la guerra de los Diez Años, se trasladó a Cuba. Deportado de nuevo por las autoridades cubanas, temerosas ante su pasado revolucionario, se afincó en Nueva York y se dedicó por completo a la actividad política y literaria. Desde su residencia en el exilio, José Martí se afanó en la organización de un nuevo proceso revolucionario en Cuba, y en 1892 fundó el Partido Revolucionario Cubano y la revista Patria. Se convirtió entonces en el máximo adalid de la lucha por la independencia de su país. Dos años más tarde, tras entrevistarse con el generalísimo Máximo Gómez, logró poner en marcha un proceso de independencia. Pese al embargo de sus barcos por parte de las autoridades estadounidenses, pudo partir al frente de un pequeño contingente hacia Cuba. Fue abatido por las tropas realistas cuando contaba cuarenta y dos años. Martí es, junto a Bolívar y San Martín, uno de los principales protagonistas del proceso de emancipación de Hispanoamérica.

En cuanto a su obra literaria, además de destacado ideólogo y político, José Martí fue uno de los más grandes poetas hispanoamericanos y la figura más destacada de la etapa de transición al modernismo, que en América supuso la llegada de nuevos ideales artísticos. Como poeta se le conoce por Ismaelillo (1882), obra que puede considerarse un adelanto de los presupuestos modernistas por el dominio de la forma sobre el contenido; Versos libres (1878-1882), La edad de oro (1889) y Versos sencillos (1891), esta última decididamente modernista y en la que predominan los apuntes autobiográficos y el carácter popular.

En "A mis hermanos muertos" el 27 de noviembre (1872), publicado durante su destierro en España, Martí dedica sus versos a los estudiantes muertos en una masacre acaecida en aquella fecha. Su única novela, Amistad funesta, también llamada Lucía Jérez y firmada con el pseudónimo de Adelaida Ral, fue publicada por entregas en el diario El latino-Americano entre mayo y septiembre de 1885; aunque en su argumento predomina el tema amoroso, en esta obra de final trágico también aparecen elementos sociales. Entre sus obras dramáticas destacan Adúltera (1873), Amor con amor se paga (1875) y Asala. También fundó una revista para niños, La Edad de Oro, en la que aparecieron los cuentos "Bebé y el señor Don Pomposo", "Nené traviesa" y "La muñeca negra", y colaboró con diversas publicaciones de distintos países, como La Revista Venezolana, la Opinión Nacional de Caracas, La Nación de Buenos Aires o la Revista Universal de México. Cronista y crítico excepcional, hizo de muchos de sus textos auténticos ensayos, algunos de carácter revolucionario como "El presidio político en Cuba" (1871) -de gran fuerza lírica-, "El Manifiesto de Montecristi o su Diario de campaña". Sus Obras completas (1963-1965) constan de 25 volúmenes.

 
“NUESTRA AMÉRICA”

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el cielo, que van por el aire dormido engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curadle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿ se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos "increíbles" del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con la mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las Universidades los gobernantes, si no hay Universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages: porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota-de-potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de uno sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Guando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros—de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen, —por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

Pero "estos países se salvarán", como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja, y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide "a que le hagan emperador al rubio". Estos países se salvarán, porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

Eramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Eramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Eramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. "¿Cómo somos?" se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no va a buscar la solución a Danzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. E1 tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una bomba de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o el que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva! (La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de l891)

JUAN MONTALVO. Nació en la ciudad de Ambato el 13 de abril de 1832. Fueron sus padres don Marcos Montalvo y la señora Josefa Fiallos. Inició sus estudios en su ciudad natal, para luego trasladarse a la ciudad de Quito, donde terminó sus estudios secundarios, ingresando posteriormente a la Facultad de Derecho de la Universidad Central, carrera que no logró terminar. De regreso a su ciudad natal se dedicó a realizar estudios de filosofía, ciencias políticas, historia y literatura general. Recluido en su quinta de "Ficoa" y acompañado por la fragancia de los árboles centenarios, aprendió latín, griego, francés e italiano, a fin de leer a los famosos escritores europeos en su propio idioma. Amante de contemplar la naturaleza y meditar sobre los valores humanos, encontró un sitio propicio en el cálido rincón de Baños en donde pasó gran parte de su juventud. A los 26 años, el presidente Urbina lo nombró adjunto civil ante el gobierno de Francia. Llegando a París, inicia una vida intelectual intensa, conoce a muchos intelectuales de fama, para aquella época, entre los cuales se destaca Lamartine, a quien en gesto digno de un hijo de esta tierra, le invita a trasladarse a América, donde encontraría un regazo digno de su genio.

Para 1860, al cabo de dos años de permanencia en Europa, regresa la Ecuador y encuentra a Gabriel García Moreno en el poder. Desde Yaguachi envía una carta al mandatario, en donde le habla de las inconveniencias de la tiranía y de los derechos del pueblo y de los individuos. Luego a través del periódico "El Cosmopolita", inicia una vigorosa campaña contra las acciones de García Moreno, por lo que es desterrado a la ciudad de Ipiales (Colombia), en donde permanece un corto período para luego trasladarse nuevamente a Europa. Estando en este Continente se desencadena la guerra de 1870 entre Francia y Alemania, por lo que tuvo que retornar a Ipiales, ciudad en la cual escribe Capítulos que se le olvidaron a Cervantes y años más tarde las famosas Catilinarias, que tanta fama adquirieron por su demoledora contundencia punzante e irónica, donde la diatriba adquiere tonalidades de sublimidad contra el tirano Veintimilla. Asesinado García Moreno en 1875, pudo retornar nuevamente a su querido Ambato, sintetizando en su frase: "Mi pluma lo mató" todo una época de lucha contra la tiranía garciana. Con el golpe de estado, por el cual, Ignacio Veintimilla asume el control del país, aparece un militarismo audaz y poderoso. Montalvo nuevamente es desterrado a Ipiales, en donde reaparecen “Las Catilinarias”.

Parte otra vez para Europa, en esta ocasión definitivamente. En España, don Juan Valera, Gaspar Núñez de, Arce y Emilio Castelar, lo postulan para un puesto en la Real Academia de la Lengua Española, postulación que no tiene éxito por la oposición de los conservadores españoles. Los últimos años los viven en París, hasta que en 1888 es atacado por una enfermedad pleural; nada pudo la medicina de ese entonces y finalmente, el 17 de enero de 1889 muere el "Cosmopolita de América". No sin antes exclamar una frase suya muy célebre: "Un cadáver sin flores siempre me ha inspirado tristeza", por eso antes de morir se vistió de gala. El Cervantes de América rindió culto a aquella diosa inmortal la Libertad, caracterizado porque sus obras, entre los libros que escribió se destacan: Los siete tratados” “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”, “Las Catilinarias”, “El Cosmopolita”, “El Regenerador”, “La Mercurial, entre otras empleó el Castellano más puro y bello, injustamente desterrado varias veces y perseguido como ninguno


“OJEADA SOBRE AMÉRICA”

Los filósofos han sacado no pocas consecuencias funestas para la especie humana, haciendo un principio de un hecho que bien podía tener lugar fuera de las reglas de la razón, y estableciendo como axiomas palabras sofísticas o atroces juicios de hombres poco adictos al alto Señor Dios, que nunca hubiera creado un mundo en el cual su criatura viviese como en infierno, nadando en sangre, ardiendo en llamas, vociferando contra la divina Providencia. Así, al ver el constante y vasto degüello que tiene lugar de polo a polo, han concluido que la guerra era de derecho natural, y que nuestra vida no estaba en cobro sino con la muerte de nuestros semejantes. Desde Caín hasta nuestros días todo es matarse unos a otros: nacen las humanas sociedades, y matándose principian; el hogar doméstico se riega con sangre, la primera familia sufre el peso de esa dura ley. Hay dos hermanos y el uno mata al otro; Caín, ¿qué has hecho de tu hermano? ¿Soy por ventura su custodio? contesta al Señor el réprobo, dando a entender con su insolencia cuán poco le había derribado una acción que él pensaba acaso tenerla por derecho propio. Conque la familia está manchada en sangre. Fórmase la tribu, y esa tribu procura dar con otra con quién entrar en guerra: los hijos de Jacob no dieron al mundo pobladores pacíficos: el maldito y el bendito de su padre son contrarios, se aborrecen de muerte y se hacen cruda guerra. Los israelitas y los amalecitas no pueden respirar el mismo aire; el universo les viene angosto si los unos no exterminan a los otros y quedan dueños de la vasta creación.

¿Cómo es en efecto que el salvaje ignorante e insensible está de suyo al cabo de las cosas que constituyen la guerra? Todo se le ignora, y sabe que puede matar a los demás; carece hasta de los instrumentos necesarios para la vida, y armas no le faltan, y las sabe forjar, y las emplea con arte y sabiduría. El rústico esquimal persigue al hurón, el hurón al iroqués, el iroqués al natche, y el selvoso Nuevo Mundo se llena con el ruido de las armas y los ayes de los moribundos en sus inmensas soledades.

Se forman las naciones, y las naciones se acometen desde sus principios, y las naciones se agarran cuerpo a cuerpo, y las naciones se destruyen. ¿No va el pueblo de Dios en triste cautiverio a Babilonia? Cambises se engolfa con millones de soldados en el desierto, y va sin rumbo, y va sin agua, y va sin guía en busca de pueblos que exterminar. Semíramis alza todos sus reinos, y va sin rumbo, y va sin agua, y va sin guía en busca de pueblos que exterminar. Ciro alza medio mundo y va sin rumbo, y va sin agua, y va sin guía en busca de pueblos que exterminar; y todos estos exterminadores son exterminados, y los conquistadores son conquistados, y los bebedores de sangre beben sangre. Satia te sanguine, quem Sitiste. Y a todo esto la tierra queda despoblada, cumpliendo los hombres con la ley natural de matarse unos a otros.

Cartago no puede sufrir a Roma ni Roma a Cartago; los moros acaban con los españoles, los españoles con los moros; los turcos detestan a los francos, los francos abominan a los turcos, y una guerra eterna está librada entre las razas y religiones diferentes. ¿Qué digo? Los pueblos más civilizados, aquéllos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso salta con ímpetus de exterminación. Europa no es estéril, como se diría exageradamente, por motivo de la sangre y los huesos humanos que la fecundizan y devuelven su vigor perdido: todo es campo de batalla, todo pirámides de cráneos, todo inscripciones a las víctimas de los reyes y de las revoluciones. Morat y Waterloo, Rocroy y Marengo, las Navas de Tolosa y la Rochela se encuentran por donde el viajero lleve sus pasos. ¿Cuántos millares de hombres no han muerto en la Crimea? ¿Cuántos millares de hombres no han muerto en Solferino? ¿Y cuántos tienen que morir, oh Dios, en los campos que el demonio tiene previstos para sus festines? Y aquí, en este Nuevo Continente, en este virgen mundo están pasando los acontecimientos más terribles que nunca vio la tierra.

Veis a una gran nación dividirse en dos falanges formidables: hermanos eran ayer, hoy enemigos; se arman de la cabeza a los pies, blandean la espada y se amenazan. Notad esa mirada horrible... ¡Qué odio, qué rencor, qué furia no indican esos ojos sanguíneos, esa arqueada ceja, ese aspecto cuyos rasgos todos intimidan a los enemigos de la paz! Llegó el instante…los ríos corren bramando con redoblado caudal, a causa de la sangre que cae en ellos a torrentes: la metralla destruye las ciudades, la muerte en todas formas se ceba en los americanos. Media nación ha perecido, y nadie triunfa, porque de los restos sojuzgados salen asesinos y siguen matando: ¿a quién? ¡Al libertador de los esclavos, al amigo de las leyes, al padre de los pueblos! Dad un paso y en Méjico halláis a la muerte de mantel largo, borracha, dando gritos y danzando frenética de un extremo al otro de la infortunada República. El mejicano muere por defender su patria, el francés por dar nuevos esclavos a la suya; el dominicano muere por defender su patria, el español por dar nuevos esclavos a la suya; pero todos mueren y cumplen con la ley natural de matarse unos a otros.

El Plata corre también ensangrentado arrastrando hacia el mar cadáveres sin cuento. Si las naciones no aciertan a matar con propias fuerzas, se ligan, aúnan las armas y, fuertes contra el débil, aniquilan al menor número, cosa para ellas de gran júbilo, materia de Te Deum, iluminaciones y fuegos de Bengala. El Brasil, Uruguay y Buenos Aires, agavillados contra el heroico Paraguay, sostienen con la punta de la lanza no sé qué derechos, piden no sé qué seguridades, llevan adelante no sé qué pretensiones que ellos mismos no aciertan a entender, no sabiendo de fijo sino que tanto más labrarán su fortuna cuanto más acosen al vecino, disminuyan su resistencia, lastimen al género humano. Buen derecho, punto de honra, cualquier cosa podrá mediar allí; pero al hombre de bien, al hombre civilizado, al cristiano le basta saber que el Brasil es comerciante de carne humana, que compra y vende esclavos, para inclinarse a su adversario y poner de su parte la razón. Dios nos guarde de esos pueblos feroces que mandan buques a Guinea o a las Costas de Oro, y allí con agujas, chapadores de cristal y abalorios se vuelven dueños de sus semejantes, amos de sus iguales, tiranos de los desgraciados. Estos pueblos jamás tienen razón, porque ella es una misma cosa con Dios, y Dios reprueba ese mercadear infame, esa ganancia impía sacada de la libertad ajena. Como quiera que sea, el Paraná y el Plata arrastran sangre en lugar de agua, y mugientes e impetuosos van a teñir los mares.

Atravesad las Pampas, en donde ni por deshabitada y oscura está la tierra libre de la muerte, porque el silvestre gaucho vuela en su yegua veloz tras el viajero y allí luego le mata; y dais en Chile, abrasada a la hora de hoy en guerra que amenaza ser larga y espantosa. Los enemigos la han mojado ya con su sangre, el orgulloso español ve ya su estandarte flameando en uno de los templos de la nación acometida. He aquí el caso en que la guerra es justa, necesaria. Una potencia amiga se presenta de repente, y encumbrando el pendón de la injusticia, pide dinero, reparaciones, deshonra al que ella tiene por indefenso; pues todo se le niega, que cuando sobra valor, superabundan los medios de resistencia. La lucha es desigual con una nación antigua, avezada a la conquista, poderosa de suyo, ufana con recientes triunfos: empero si una república joven y de estrechos lindes no llevaría lo mejor en la contienda, atentos sus recursos físicos, su fuerza moral es inmensa. De mala gana defendería un caminante una moneda de oro contra un bandido; mas una doncella brega hasta morir por la conservación de su honra, y en la misma debilidad encuentra el violador fuerzas invencibles. Se atraviesa la honra en esta guerra, la libertad corre peligro; pues Chile será fuerte, audaz, terrible y ayudada por la justicia, dará al través con estos viejos godos tan enemigos del reposo. La iniquidad está de su parte. Chile sostiene su derecho; Chile está en guerra, guerra justa para ella, honrosa guerra, permitida, disculpada, aconsejada por la ley de las naciones. Justum est bellum, quibus necessarium et pia armae quibus nulla nisi in armis relinquitur spes.

Se halla el Perú en el mismo trance, el mismo enemigo le acomete. ¿En dónde está la paz? ¿Qué rincón ignorado habita ese ente divino? La paz es una lengua de fuego que baja momentáneamente, como el Espíritu Santo, sobre algún mortal afortunado, y torna al cielo, habiendo sido apenas conocida de los hombres. La paz es el demonio de Sócrates, la ninfa Egeria de Numa, el genio de Pen. Oh paz, cordero de Dios, paloma celestial. Paz, ¿en dónde estás ahora? No en el Asia, porque el japonés degüella al franco; no en el Africa, porque el franco degüella al cabila; no en Europa, porque el cosaco degüella al polonés; no en América, porque los americanos se degüellan entre los americanos. La paz es el ave Fénix; nace cada quinientos años, vuela por regiones desconocidas, y cuando muere no deja sino un descendiente: la mirra, el orobias, arden en la pira de esta ave del Paraíso; pero esos humos sabrosos y vivificantes no llegan a nosotros. ¿Por dónde vuela ahora el ave Fénix? ¿Cruza los verdes prados de la Arabia feliz? ¿Para en un oasis del gran desierto de Sahara? ¿Gorgoritea posada tranquilamente en un aroma de los jardines de Bóboli? Si está en alguna de estas partes del mundo, en América no está, nunca ha estado en la desventurada América. Guerra en los Estados Unidos, guerra en Méjico, guerra en la República Argentina, guerra en Chile, guerra en el Perú, en Bolivia, en Venezuela, en Colombia, ¡guerra, guerra!

Guerra en Venezuela, ¡sí!, guerra en Venezuela: guerra sin fin, exterminadora, abominable; treinta mil víctimas ha hecho la revolución; treinta mil ciudadanos menos en las familias; madres, esposas, hijas sin cuento lloran a treinta mil hijos, maridos o padres. Número descomunal para un estadillo miserable en lo perteneciente a la población, aunque grande, egregio en lo que mira al valor, la inteligencia y más prendas morales. ¡Qué desgracia! Venezuela despuntada con la exuberancia de las más ricas y fructuosas plantas, quería ser la primera de las repúblicas de la América latina, si por lo relativo al pensamiento, si por lo tocante a la industria y los progresos materiales: ¿cómo había de ser? La patria de Bolívar abriga en su seno la simiente de los grandes hombres: donde nacen Sucres, Guales y Bellos, por fuerza y razón hay un principio de grandeza que tarde o temprano se desenvolverá grandioso y producirá efectos superiores; la guerra lo embaraza, la guerra lo pervierte, los venezolanos descendientes de los héroes de la independencia, y por el mismo caso llamados al más eminente puesto, se ocupan en matarse entre ellos, en destruirse, en ser inferiores a los que valen menos. Todo es guerra, todo sangre en Venezuela.

¿Pues Colombia? ¡Pobre Colombia! ¡Cómo se han acostumbrado a matar los colombianos! Entre las víctimas de las batallas y las del cadalso dicen que han perecido el largo de 25.000 hombres en estos últimos años. A este paso, ¿qué será de la desdichada América del Sur? Lo que piden sus desiertos para ser campos y tierras pertenecientes a la civilización es pobladores; pues la revolución los despuebla más y más, y con la despoblación y el apego a la matanza viene la barbarie. Y se ha dicho en verdad, la sangre de los colombianos es de muy buena consistencia; les hierve en las venas noblemente, y son capaces de arrojarse a las mayores cosas. Tengo por acertado el dicho vulgar de que en ellos hay algo de franceses, vivos, inquietos, ardientes, acometedores de peligros y rebosando en pundonor. Tal es el carácter de la nación en general; y si el carácter general es bueno, como observa un filósofo, ¿qué importan las excepciones? Poco hace al caso que algunos colombianos me hayan insultado recientemente: no soy hombre de partido, no discurro como parcial; el escritor debe girar en órbita muy dilatada, sin parar la atención en tropiezos incapaces de detenerle en su carrera; no debe expresarse como rojo ni conservador, como secuaz de Mosquera ni Arboleda, como urbinista ni floreano; ésta es mezquina condición que no habla con los que profesan la verdad. El que habla mal de mí, no habla de mí: ni he sabido que Diógenes se haya irritado contra los que le llamaban tonto y querían hacer fisga de él. Diógenes, esa gente se burla de vos. Y yo, respondió el filósofo, no me tengo por burlado. Tan cierto es, como afirma Cicerón, que el hombre de bien no puede recibir injuria.

¡Lástima grande que tan buenas cualidades vengan a ser no tan útiles como pudieran, si los granadinos tirasen un poquillo la rienda al pensamiento y se dejasen estar quedos en donde la razón lo manda! Si algo les falta es buen juicio; son alborotados, anhelosos de lo imposible, progresistas a despecho del progreso la mayor parte de ellos; los otros, por convicción o por contradicción, apenas si se mueven. De aquí resulta un choque sempiterno entre los exaltados y los moderados, entre el espíritu de progreso violento y el espíritu de progreso paulatino, entre el sistema de Chateaubriand y el de los Girondinos. Yo pienso que el acierto está en la moderación, y tengo por axioma digno de Sócrates el vulgar proverbio que dice que despacio se va lejos. No merece aplauso aquel frenesí de progresar atropellando por la razón, la prudencia, la filosofía y todo; menos aún aquel espíritu de quietismo que aconseja no dar un paso, aquella tenacidad en aferrarse a lo establecido, bueno o malo, aquella alma de plomo que cae verticalmente y se asienta como de punto para más no levantarse. Si nos lanzamos ciegos tras lo que a nosotros mismos se nos ignora, corremos el peligro de dar pasos en vago, a modo del Cíclope de Virgilio que persigue a los griegos de Ulises, dando trancadas descomunales sin saber dónde pisaba. El paso más seguro es ése sostenido, firme y al mismo tiempo moderado con el cual no se pierde el aliento y se llega tarde o temprano a donde uno se propone. Arrancad vuestro caballo, y en media hora salváis dos o tres leguas; pero allí le faltan las fuerzas; espumoso y jadeante, temblando, cae y os deja en media jornada Ponedle en paso llano, tenedle a media rienda, y fresco y robusto llega a donde os dirigíais. Entre los granadinos unos quieren volar a toda rienda, otros moverse como tortugas, y se encuentran, y se chocan, y resultan heridos en la frente: de ahí la guerra, de ahí la sangre que no deja de correr en esas comarcas tan favorecidas por la naturaleza.

¿Cuál de las repúblicas sudamericanas puede lisonjearse de situación pacífica? Respuesta triste y verdadera, ninguna, ninguna. Revolución en Venezuela, revolución en Colombia, revolución en el Perú, revolución en Bolivia; en Bolivia, revolución tras revolución: Linares, Achá, Belzu, Melgarejo, Arguedas, se derriban unos a otros cada día, y en este campo de Agramante no hay un rey Sobrino que ponga en orden a tanto desordenado ambicioso que derrama la sangre de sus propios hermanos por designios que nada tienen que ver con la patria ni con la libertad. La libertad y la patria en la América Latina son la piel de carnero con que el lobo se disfraza; patria dicen los traidores, los enemigos de ella, los que la venden a Europa: éstos son americanos cuando va en ello su provecho; mañana volverán a ser franceses o españoles, enemigos de la turbulenta demagogia de América, reconocedores del imperio mejicano. ¡Oh escarnio!, ¡oh ruin juego de pasiones!, ¡oh inicuo entremeterse en la política para mal del género humano!

Es asimismo Centro-América teatro de sangrientas escenas: Carrera, el selvático y poderoso. Carrera, ese Maximino falsificado, desoló a Guatemala, el Salvador y otras repúblicas; tiranizó a todas, corrompió a muchas, y la guerra y el patíbulo fueron la orden del día durante la larga dominación de ese indio atroz. Carrera ha muerto, y el cadalso sigue de pie, y más y más se gallardea en las ciudades. ¿Pues no matan a Barrios a despecho de la palabra empeñada, a despecho de la misericordia y de la ley? Barrios representaba en Centro-América el liberalismo, el americanismo, el progreso; pues matan a Barrios, y los tiranos siguen reinando en las tinieblas, y la sangre corre, y el hombre vive para la desgracia.

¡El Ecuador ha vivido en paz! ¡Oh desdichada paz! ¡Oh paz vergonzosa y miserable! Esta ha sido la paz de la cárcel en donde los pobres indios tributarios gemían amontonados sufriendo el látigo de los capataces; la paz de los condenados a bóvedas, la paz de los obrajes: silencio profundo o llanto ahogado; abatimiento, miseria, terror, esclavitud. Los deportados al Napo están en paz; los cadáveres encerrados en los nichos de San Diego están en paz. En vez de esta paz quiero la guerra, la guerra con todos sus trabajos y desdichas: la guerra de los cartagineses, la guerra de los moros, la guerra de los judíos, cualquiera guerra, cualquiera muerte; porque al fin el que muere deja de ser esclavo, deja de temer, y empieza a descansar; descansa sí, descansa en el seno de Dios, y olvida las miserias y calamidades de este mundo.

¿Y qué llaman paz los sayones del tirano? Dos guerras con la Nueva Granada, centenares de víctimas; fuga, deshonra, vergüenza, ¿ésto llaman paz? Mil y mil conspiraciones sofocadas, ahogadas en sangre; infinitos hombres muertos en los calabozos y el patíbulo; ¿ésto llaman paz? ¡Esta es la paz de los demonios! Idos con vuestra paz a los infiernos.

Ved aquí, americanos, el cuadro fiel de América; extiendo la mirada del uno al otro extremo del continente, y no veo sino guerra en todas las naciones conocidas que se titulan civilizadas. ¿Quién sabe si en Patagonia y Polinesia los salvajes son más felices que nosotros? No es probable; en guerra deben de estar; en guerra constante, perpetua están los záparos con los jíbaros, los jíbaros con los canelos, los canelos con los murgas, y el hombre civilizado y el salvaje cumplen con la ley natural de matarse unos a otros.

No ha sido mi intento desfavorecer al continente americano con esta pintura sombría y nada halagadora; de América he hablado, porque de América quería hablar. No es más feliz Europa, y nada tiene que echarnos en cara en punto a calamidades y desventuras. Verdad es que en algunos de sus pueblos reina la paz a la hora de hoy; pero ¡qué paz! Media nación armada, apercibida a la pelea, mantiene en paz a la otra media nación; Estados que han menester setecientos mil soldados sobre las armas, ¿podrán lisonjearse de la paz? Que falte un punto ese forzado equilibrio; y la guerra se precipita afuera, rugiendo y sacudiendo un tizón ensangrentado. La paz de Europa no es la paz de Jesucristo, no; la paz de Europa es la paz de Francia e Inglaterra, la desconfianza, el temor recíproco, la amenaza; la una tiene ejércitos para sojuzgar el mundo, y sólo así se cree en paz; la otra se dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas más importantes de la tierra, y sólo así se cree en paz. Los zuavos, los húsares, los cazadores de Vincennes son la paz de Francia; los buques acorazados, Gibraltar, Malta son la paz de Inglaterra. ¡Paz mezquina e inútil aquélla que necesita las lanzas y cañones! Rusia ahogando a Polonia, ahorcándola, azotándola, mandándola a los steps de Siberia, es la paz de Europa. La Gran Puerta degollando, desterrando, aniquilando a mansalva a los montenegrinos, es la paz de Europa. Prusia defendiendo el derecho divino, oprimiendo a Dinamarca, despedazando a los ducados; con su rey Guillermo, ese triste Fernando VII, con su Bismark, ese horroroso duque de Alba, es la paz de Europa; Austria remachando más y más las cadenas de Venecia, sepultándola en los pozos, imponiéndole su lengua montaraz a viva fuerza, es la paz de Europa. ¡Oh paz de Europa hermana de la paz de América!

Tras esta paz está la guerra, viva, ardiente, vigente e infalible como ley natural, que no puede dejar de obrar en las humanas sociedades. Mas sea ello como fuere, nunca creeré en esa ley de la naturaleza. Las leyes de la naturaleza son todas justas, blandas, cumplideras; leyes de Dios al fin, y como tales, buenas y caritativas. El hombre las escatima, las pervierte, e investido de un derecho que no tiene, se dispara con sus armas a acometer al hombre. Pues ¿no ha pretendido que la esclavitud tenía origen en la caridad? Según el derecho antiguo el vencedor tenía sobre los vencidos el de matarlos, y aun en el tormento; el vencedor, que en vez de quitar la vida al prisionero le cargaba de cadenas y le hacía su esclavo, era hombre caritativo, El acreedor tenía asimismo sobre el deudor insolvente el poder de vida o muerte, podía matarlo, hacerle pedazos descoyuntándole según le inspirase su perverso instinto; si en vez de poner en ejecución esta facultad monstruosa le hacía esclavo dejándole con vida, era hombre caritativo. Luego la esclavitud nació de la misericordia, como lo sienta el autor de "El Espíritu de las leyes", para refutarlo en seguida victoriosamente.

Si se discurre de ese modo vendremos a parar en que los mayores abusos, las costumbres más atroces, los crímenes de lesa humanidad mismos nacieron de alguna de las acciones aconsejadas por Dios, de alguna de las virtudes teologales. Bien que haya un viso de bondad en no quitar la vida a quien podemos quitarla; pero, ¿quién nos invistió de este derecho? ¿Fue la equidad divina o la injusticia humana? ¿No es ley abominable, reprobada por el cielo, aquello que pone al vencido inocente a merced del vencedor inicuo? ¡Caritativo afecto debió de ser sin duda aquel que inspiró a los romanos la ley por la cual una deuda podía cobrarse en pedazos de carne del cuerpo humano, en miembros palpitantes, atenaceando, desperdigando, haciendo menudo picadillo del infeliz que a pesar de su honradez no podía satisfacerla!

Si la esclavitud tiene su origen en la misericordia, ¿por qué la guerra no había de ser de derecho natural? Los brutos se devoran unos a otros, y esto sin motivos de venganza ni temores para el porvenir, sino tan sólo por natural instinto, por necesidad física e inevitable; el tigre persigue al corzo, el lobo al cordero, el alcotán a la paloma; desde el león hasta la hormiga, desde el águila hasta la abeja todos tienen víctimas, todos se ceban en una especie inferior; la muerte es la vida, la guerra el trabajo que les proporciona la subsistencia. Subamos al hombre; ¿no le vemos a éste devorar al hombre en varias comarcas de la tierra? Pueblos hay en donde los ancianos sirven de plato en los festines de los hijos; otros en donde los extranjeros son muy sabrosos para el ávido diente del salvaje; otros en fin, en donde pelean entre vecinas tribus para agenciarse el alimento en los miembros de los vencidos. Luego tan natural es la guerra entre brutos como entre racionales.

No, no, oh Dios, esto no puede ser; un ente desposeído de razón está muy lejos de otro que la tiene; bien que el tigre devora al corzo, pero ¿vemos que jamás el tigre devora al tigre, ni el oso al oso, el buitre al buitre? Solo el hombre devora al hombre, y en esto viene a ser de peor condición que la bestia misma.

Este es un abuso de su libre albedrío y nada más: ¿cuántas cosas hay que hacemos y no debemos hacer? ¿Cuántas acciones prohibidas por el Legislador Supremo no las estamos poniendo por obra cada día? ¿Cuántas palabras indecorosas, indecentes, que no debía contener la lengua, no las soltamos insolentes a cada paso? El hombre comete adulterio, luego puede cometerlo por derecho; el hombre roba, luego puede robar; el hombre dice soberbio: ¡No hay Dios!, luego Dios no existe. Esto sería tomar el efecto por la causa, uno de los vicios de raciocinio que lleva a los mayores errores, señalado por la lógica como el arma del impío, que la suele forjar, no teniéndola de mejor temple para sus combates. El hombre mata, luego puede matar; puede matar, luego lo hace por derecho propio; lo hace por derecho propio, luego Dios lo permite, lo manda; Dios lo permite, lo manda, luego Dios es. . . ¡Oh Dios, contén el ímpetu del ateo! Rompe esa cadena de blasfemias, pon aquí tu mano y muéstranos la verdad. Matamos así como robamos; matamos así como mentimos; matamos así como envidiamos: todas estas son transgresiones de la ley natural; el estado de guerra es estado de crimen para el que no tiene de su parte la justicia y la defensa propia; y aquel discurso por el cual la guerra viene a ser ley de la naturaleza, y por el mismo caso a investir al Criador de pasiones horrorosas, no es sino el soritis de Caracalla: Quien nada me pide, no confía en mí; quien no confía en mí, se recela; quien se recela, cela, me teme, me aborrece; quien me aborrece, desea mi muerte; quien desea mi muerte, conspira; quien conspira, debe morir. Consecuencias hiladas de este modo no tienen ningún peso en la razón, y no queda en limpio sino el abuso bárbaro, constante que los hombres hacen de uno de sus más preciosos atributos. No debe mentir, y miente, y ha mentido desde el principio del mundo; no debe codiciar, y ha codiciado siempre. Por el mismo tenor, no debe matar, y mata, y ha matado, y ha de matar hasta la consumación de los siglos, porque como dice Platón, no esperéis reformar las costumbres de los hombres a menos que no plazca a la Divinidad enviarnos un Genio revestido de todos sus poderes.

Sin los argumentos de raciocinio hay otros, y de mayor importancia, por donde venimos a la persuasión de que la guerra no es de derecho natural. Si así fuera, el Redentor del mundo no habría predicado la paz, no habría aconsejado el sufrimiento y el perdón de los agravios; porque siendo ellos motivos de guerra, bien así entre personas como entre naciones, —"Sosteneos hubiera dicho, no evitéis la guerra, vengaos de vuestros enemigos"—. La guerra es de derecho humano y como tal, errado, perverso; es el yugo que los reyes ponen a los pueblos, la triste necesidad en que éstos entran a causa de las inicuas tiranías. Y por más que me probasen lo contrario, yo jamás daría ascenso a derecho tan monstruoso; porque según el dicho de Pascal, el corazón tiene razones que la razón no tiene. Esas razones del corazón me convencen de que no debo llevar adelante a viva fuerza mis pretensiones, vertiendo la sangre de mis semejantes; me convencen de que es bárbaro y cruel sentenciar con la espada en favor del fuerte; me convencen de que es cosa indigna del hombre entrar a una ciudad por fuerza de armas, degollar a ciegas, ancianos y niños, hombres y mujeres, culpables e inocentes; me convencen de que es injusto y atroz prevalerse del número y el arte para imponer deshonrosas condiciones a pueblos indefensos, obligarles a duros actos, y donde no, vomitar sobre ellos torrentes de metralla. Esto no lo permite la ley natural, éstas son sugestiones del demonio. Tuvo quien le defienda Jesucristo, partidarios tuvo sin cuento, ejércitos hubiera tenido, y no hemos visto que se haya valido de la fuerza. ¿Peleó con los Judíos? ¿Peleó con los Romanos? Al contrario, improbó la única acción sanguinaria que se cometió por él, volviendo a su lugar la oreja derribada por la espada de uno de sus discípulos. Esto no es instituir la guerra, esto es reprobarla; y ¿ha reprobado Jesucristo ninguna de las leyes naturales? (El Cosmopolita, Quito, 1866)
FUENTES CONSULTADAS


Cesia Ziona Hirshbein "El ensayo en Venezuela"
En: Venezuela Analítica. Revista Electrónica Bilingüe Nº 6 Agosto 1996

Juan Montalvo. Biografía

Martí, J. “Nuestra América”

Montalvo, J. “Ojeada sobre América”
Antología del ensayo

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